Jack Lorch caminaba calle abajo, lentamente, porque le dolían los pies y porque no hubiera sido prudente correr.
Le parecía llevar una eternidad andando. Era difícil hacerse a la idea de que sólo habían pasado veinticuatro horas desde…
Pero no quería pensar ahora en aquello.
No quería pensar en cómo había abandonado el sanatorio, ni en el trayecto hasta la ciudad en el coche de Griswold, ni en lo que sucedió después de haber aparcado el coche en aquel callejón sin salida de Sherman Oaks.
Callejón sin salida. Tampoco quería recordarlo.
Lo importante era que había salido de allí, corriendo al principio y aminorando el paso al darse cuenta de que estaba libre.
¿Libre?
Lorch hizo una mueca. ¿Qué libertad puede existir para un fugitivo de la justicia? ¿O mejor dicho, un fugitivo de la injusticia? Todos los policías iban ahora tras él. A sus ojos —aquellos ojos de agente, fríos como el hielo— era un lunático fugitivo y sospechoso de asesinato.
Lorch se detuvo bajo la luz de un farol en Washington Boulevard, frente al brillante escaparate de una ferretería. Examinó cuidadosamente el reflejo de su propia figura, diciéndose qué verían los policías si lograban dar con él: un hombre de mediana edad que vestía un traje azul oscuro, sin duda de buena calidad, ya que no se había arrugado mucho después de dormir entre los arbustos de una pendiente lateral de la autopista.
Tenía la cara entumecida e hinchada y necesitaba un afeitado, pero esto no era problema…, al menos por ahora. Muchos hombres de mediana edad andan por ahí sin afeitar. Conservaba un aspecto respetable aún cuando fuese sin corbata.
Lo malo era que, caso de que alguien le detuviese, carecía de documentos de identidad. «Déjeme ver su carnet de conducir». Esto era lo primero que siempre decían. Y no era posible exhibir el carnet en cuestión, no había manera de salir del paso. ¿Qué podía decirse a un juez? Señoría, me declaro inocente basándome en que no soy más que un peatón.
Desde luego, estaba dramatizando las cosas. Hubiera sido suficiente alguna tarjeta de crédito o el número de la Seguridad Social. Pero no llevaba ninguna tarjeta. En cuanto a su crédito, no andaba mal del todo. ¡Diantre! Todavía era el dueño de la compañía, el dinero seguía en movimiento, e incluso estando en el sanatorio, recibió informes regulares de su contable Blix, un empleado muy listo que continuaba vigilando de cerca el negocio.
Aunque bien mirado, quizá Blix fuese demasiado listo. Si hubiese cedido a su primer impulso e ido a ver a Blix pidiéndole ayuda, el muy bastardo se habría sentido feliz echándole a los lobos. Gracias a Dios, había tenido el sentido común de darse cuenta a tiempo.
Así pues, no había intentado comunicar con Blix sino que había pasado el día andando sin detenerse más que en algunos de los pequeños parques situados a lo largo del camino.
Nunca hubiera imaginado la distancia que existe entre el Valle y Culver City, en especial, después de haber tenido que subir tantas pendientes a pie. No le extrañaba la ausencia de peatones por aquellos lugares. El sol es capaz de acabar con los jugos de un hombre y luego, cuando se emprende el camino de bajada por el lado de la ciudad, se siente uno fatigado y hambriento y con la garganta seca.
Aquello era lo que le impulsaba a seguir caminando: su garganta. Lorch se alejó del escaparate y siguió calle adelante.
No había mucho tráfico a aquellas horas de la tarde. Quizá todo el mundo optaba por quedarse en casa teniendo en cuenta lo que estaba ocurriendo. Bueno, no había que reprochárselo. En realidad, nada de cuanto hubieran escuchado o leído podía asemejarse ni por asomo a la realidad. El aspecto de la enfermera mientras la cuerda le apretaba la garganta, el modo en que Griswold gritaba como una mujer, y el olor que se produjo cuando la corriente empezó a descargar sobre él con toda su fuerza…
No debía pensar ahora en todo aquello. Tenía que seguir caminando. Sólo le faltaban unas cuantas manzanas. Los pies le quemaban y tenía la garganta ardiente, pero continuó su camino.
En aquel barrio no había más que oficinas, nada de residencias, y esto le resultaba favorable. Nadie hubiera podido reconocerle y las tiendas habían cerrado. Lorch atravesó la calle. Sólo un bloque más y estaría en su despacho, libre. Porque su verdadero hogar era el despacho. No podía pensar en ir a su domicilio ya que, seguramente, estaría vigilado. Pero a aquellas horas, la oficina era un lugar seguro. Y habría de serlo por fuerza, puesto que le era imposible refugiarse en cualquier otro sitio.
En la oficina encontraría también dinero. Y guardaba, además, una maquinilla de afeitar eléctrica y una muda de ropa. Quizá incluso hubiera otro par de zapatos, aunque no estaba seguro. Pero una vez con dinero en el bolsillo, podría trazarse algunos planes.
Planear era su fuerte y siempre lo había sido. Cuando de niño se vive recluido en un orfelinato, se aprende rápidamente a cuidar de uno mismo. Y cuando se sale, se actúa con aplomo. Se ha aprendido, por el sistema más duro posible, que no se necesita de los padres. ¿Por qué preocuparse pues de los amigos? Había recorrido un largo trecho desde aquel orfelinato hasta la Agencia Lorch y siempre anduvo solo. Fue el planear lo que le mantuvo al margen del servicio militar y lo que le ayudó a evitar problemas con la Asociación de Corredores de Fincas y otros necios que intentaron interponerse en su camino. Hablar y vender. Ésta era la clave de su éxito. Si se dice a los tontos lo que quieren oír, se les puede vender lo que no quieren comprar. Por eso había terminado siendo dueño de su propia compañía, cambiando de Cadillac cada año, permitiéndose camisas bordadas y cortes de pelo de cuarenta dólares, en fin, todo. En algún lugar del camino había tomado contacto con el pequeño problema de la bebida; sin embargo, también lo mantenía bajo control. Nadie le había enviado al sanatorio. En realidad, fue él mismo quien planeó aquella treta que tan bien le había resultado. Los planes siempre producen provecho.
Lorch continuó calle abajo en dirección a su oficina, situada al extremo de la manzana. A mitad del camino pasó ante las luces de la tienda de licores.
Un par de meses antes, aquella tienda no estaba allí. El local era propiedad de un tal Schermerhorn. Antes hubo una tienda de bicicletas; luego, estuvo vacío durante largo tiempo. Había intentado que el viejo Schermerhorn le encargara alquilarlo, pero el muy sinvergüenza no aceptó. Era demasiado avaro para pagar comisiones. Y acabó por encargarse él mismo. El nombre de la tienda, Mortlake Liquor atravesaba la fachada, en un trazo luminoso de color rojo.
Lorch se detuvo y miró más allá de los anuncios de cartón puestos en el escaparate, intentando atisbar el interior brillantemente iluminado. Vio montones de botellas alineadas en el pasillo, y otras muchas sobre los mostradores; paredes llenas de más botellas de diversos tamaños, y algunas de ellas colocadas en forma de pirámide.
El brillante reflejo daba la ilusión de que habría allí lo menos diez mil botellas. La luz irradiaba en el ron, relucía en la ginebra y daba vida a la claridad cristalina del vodka. Todos los colores del arco iris se reflejaron en las pupilas de Lorch y éste, una vez más, sintió la impresión de que la garganta le ardía.
Veinticuatro horas sin comer era algo muy grave. Veinticuatro horas sin comer y dos meses y medio sin probar la bebida.
Lorch pudo ver al propietario sentado tras el mostrador junto a su caja registradora. Era un hombrecillo con una camisa blanca de manga corta que le colgaba sobre el vientre. No era preciso mirarle dos veces para saber que arrastraba los pies al andar. No tendría tiempo siquiera de levantarse mientras Lorch traspasaba la puerta, tomaba una botella del estante más próximo y volvía a salir, a toda prisa. Sería muy fácil.
A menos, desde luego, que el hombre tuviera un arma escondida bajo el mostrador. O que alguien pasara casualmente por allí, en el momento en que él salía. En uno u otro caso el hombre haría sonar la alarma y tendría que escapar lo antes posible.
No, aquella no era la solución. Ya estaba bien pasar dos meses y medio en el purgatorio y sufrir luego el infierno de la noche última para ahora empezar de nuevo. Y menos, cuando se hallaba tan cerca de sentirse a salvo.
Sólo unas puertas más y una vez en su oficina, todo se arreglaría rápidamente. La solución al pequeño problema de la bebida estaba en el armario con botellas, colocado detrás de su escritorio. A pequeños problemas, grandes armarios. Griswold le había dicho que el whisky acabaría por matarlo, pero Griswold era un tonto.
Lorch avivó el paso. No tan de prisa. No debo perder los estribos ni dejar que la mente se me dispare sólo porque me arde la garganta. Tengo que hacer mis planes.
Se encontró frente a la casa de madera con galería exterior que formaba un entrante en la línea de edificios y torció hacia ella. De nada le hubiera servido querer entrar por la puerta principal. Las luces estaban apagadas y la puerta cerrada y no podía destrozar la cerradura a la vista de cualquiera que pudiera pasar por allí.
Lorch miró a su alrededor. No había nadie. Se desplazó hacia un lado de la casa, pasando ante el letrero de madera clavado en el césped, y se introdujo en las sombras que se extendían más allá. Salió a un callejón vacío. Había una entrada trasera, aunque Lorch no pretendió tampoco utilizarla. Sabía que la puerta permanecía también cerrada. Lo mejor era entrar por la ventana.
La ventana se encontraba al otro lado del edificio. Acercóse lentamente, sintiendo la sequedad de su garganta. Las persianas estaban subidas y pudo ver la oscuridad del despacho, y también el escritorio; pero no el armario con las botellas porque quedaba totalmente en la sombra. Sin embargo, sabía que se encontraba allí y que lo único que le obstruía el paso hasta él era aquella tenue lámina de cristal. Encontrar una piedra en el callejón era muy fácil.
Pero no. Había que planearlo bien. Lorch movió la cabeza y respiró profundamente. Romper cristales era demasiado escandaloso. Si pudiera abrir la ventana con algún instrumento…
Lorch extendió sus húmedas manos tanteando el armazón. Le temblaban y tendría que apresurarse. Apretó la madera con los dedos. La ventana se iba levantando.
No estaba cerrada por dentro.
El condenado Blix y su eficiencia. Tan buen empleado y se olvidaba como un tonto de cerrar la ventana. En cuanto le viera, le echaría un buen rapapolvo.
Pero no iba a ver a Blix. Todo su plan se basaba en aquello: en no ver a nadie. En tomar el dinero y salir de allí normalmente, sin correr.
La ventana acabó de abrirse.
Jack Lorch se asió al antepecho intentando salvarlo. El sudor le cubría la frente por el esfuerzo. Se sentó jadeando unos instantes mientras miraba al callejón, atento a cualquier ruido. La oscuridad y el silencio le dieron confianza y su respiración volvió a normalizarse. En cambio, su garganta seguía seca. Muy seca.
Salvó la ventana y entró en el despacho. El escritorio destacaba en las sombras. Había una lámpara, pero Lorch no la encendió. Era demasiado arriesgado y además no necesitaba luz porque conocía cada palmo de la oficina, incluso cada centímetro. Podría haber seguido su camino a ciegas. El armario de los licores estaba a cinco pasos a la izquierda, en el muro, detrás del escritorio. Después de recorrer tantos kilómetros ya sólo se encontraba a cinco pasos de su objetivo.
Lorch tanteó el costado de la mesa. El dinero estaría en el cajón superior de la derecha. Encima habría unas cuantas monedas y billetes de poco valor para pagos pequeños. Debajo estaría la caja de metal para los cheques y los billetes grandes. Cerrada, desde luego, pero la llave también estaba siempre allí, bajo la carpeta. La cogería, y abriría la caja después de haber accionado la combinación: cuarenta a la izquierda, cincuenta y siete a la derecha, veinte a la izquierda, y sacaría el dinero para meterlo en su bolsillo. Pero todo aquello podía esperar unos minutos. No era el bolsillo, precisamente, lo que le ardía.
Lo primero era lo primero. Y en aquella ocasión lo primero era beber; luego el dinero, y, por último, los planes. O quizá una bebida extra antes de planear. Siempre había trabajado del mismo modo, sentado detrás del escritorio, relajándose con un trago mientras daba forma en su mente a lo que habría de hacer. Y así era como actuaría también ahora. Una copa, dos copas; no más. Sobre todo, considerando que tenía el estómago vacío. No iba a volver a la antigua rutina. Había terminado con el alcoholismo; ya le había pagado su tributo. Pero aquel primer trago le era totalmente necesario y además en seguida. ¡Al diablo con Griswold y con su charlatanería erótica y sus necedades acerca del anhelo infantil de aferrarse a un pezón! En cuanto el dinero estuviera en su bolsillo podría disponer de todos los pezones del mundo. Montones de tetas, todo cuanto quisiera… Sólo con haberse tomado la primera copa.
Lorch se introdujo en la sombra profunda del rincón. Se movía con más rapidez de la que se hubiera figurado, y al dar unos pasos, su cabeza golpeó contra el borde del armario empotrado en la pared. El golpe no fue fuerte, pero el dolor bastó para darle la necesaria sobriedad.
Sobriedad. Bonita palabra. Y extraña sensación. Porque sobriedad era lo que sentía en el momento de abrir la puerta del armario. Hasta aquel momento había estado borracho. Seco durante dos meses y medio pero borracho como una cuba. La borrachera es un estado de ánimo.
Desde luego, ¿cómo no se había dado cuenta hasta entonces? El alcoholismo no está en las botellas sino en el anhelo de beberlas. Un poco de licor aliviaba el dolor de la realidad, pero el viejo Griswold había dicho la verdad cuando afirmaba que el dolor es una cosa subjetiva. Tan subjetiva como las tonterías que se le habían ocurrido mirando el almacén de licores. Un alcohólico está borracho antes de beber. Se forja su propio y disparatado mundo y sus pensamientos empiezan a estremecerse incluso antes que sus piernas.
Lorch alargó la mano y abrió la puerta del armario de los licores intentando fijar la vista en su interior.
Vio los tres grandes estantes llenos de botellas. Ginebra, vodka, vermut, bitters en la parte inferior; whisky irlandés y canadiense en medio, y arriba, el sólido bourbon. Algunas botellas parcialmente vacías y mal tapadas, dejaban escapar el olor de su contenido. Los acres efluvios le penetraron por la nariz y descendieron por su garganta. La diestra de Lorch se tendió automáticamente hacia el estante superior pero vaciló y la retiró. Había notado de repente que la garganta ya no le ardía.
Era muy extraño. Toda la sequedad había desaparecido y ahora sentíase consciente de otra reacción. Una reacción muy interior. Tenía hambre. No necesitaba beber. Desde luego le hubiera gustado echar un trago, de nada servía engañarse, mas no lo necesitaba. Lo que necesitaba era alimento. Una buena y sólida comida. De pronto, comprendió lo que debía hacer.
No era necesario ningún plan. Ahora que estaba sobrio, verdaderamente sobrio, se dijo que nunca tuvo necesidad de planes. Sentirse borracho y pensar en algún medio para escapar de allí había sido su idea de borracho. Eso no le serviría de nada. No podía servirle de nada. ¿Dónde iría y cuánto tiempo iba a pasar antes de que le pescaran? Más tarde o más temprano se averiguaría su participación en todo aquello. Al día siguiente, Blix contaría que estuvo allí a escondidas y se presentaría como un gran héroe.
Lo mejor era tomarle la delantera a Blix, llamar él mismo a la Policía, y revelar lo sucedido. Poner las cartas boca arriba, nombrar a los demás y cooperar. Desde luego, tendría que dar explicaciones sobre su participación en los hechos y provocaría una gran publicidad. Pero podía ser buena…, al menos para él y para su negocio. Era admirable ver cómo cada pieza encajaba en su sitio, en cuanto se dejaba de pensar como un borracho.
De pie en la oscuridad, Lorch empezó a cerrar la puerta del armario. Al hacerlo observó que había un hueco en medio del estante superior. Faltaba una botella de bourbon. Blix no bebía. ¿Quién podía haberla cogido?
La respuesta le vino de las sombras a su espalda. Jack Lorch se volvió justo a tiempo para ver el borroso movimiento de la botella al abatirse sobre él para aplastarle el cráneo.
Cuando cayó al suelo, el armario se inclinó sobre él y los cristales rotos se desparramaron por el suelo y se le hincaron en la carne. En la oscuridad la sangre y el whisky se mezclaron y lo último que pudo pensar Lorch fue que Griswold había tenido razón. Después de todo, el licor le había matado.