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Carecer de noticias es tener buenas noticias…

Aunque no para un informador.

El Departamento de Policía de Los Ángeles no tenía aquella tarde ninguna declaración oficial que realizar, y lo mismo ocurría con el departamento del Sheriff. Era imposible ponerse en contacto con el teniente Barringer, que estaba recluido en algún sitio intentando recuperarse durmiendo un poco. En cuanto al capitán Runsvick, encargado del Departamento de Homicidios, no tenía nada que ofrecer aparte de unos cuantos consejos.

—Tómenselo con calma —dijo—. Desde luego, estamos recibiendo un montón de llamadas que comprobaremos. En cuanto consigamos algo, se lo comunicaremos a ustedes. Hasta entonces de nada serviría esparcir rumores.

A unas cuantas manzanas de distancia, en la agencia Sutherland, la prensa se encontraba en una situación parecida. A Ed Haskane no le hubiera importado hablar pero no tenía nada que decir. Sí, era el jefe de Karen y no había conocido nunca a su marido, ni nunca le habló de él excepto cuando le licenciaron del servicio y ella estuvo muy nerviosa pensando que pronto le iba a tener de nuevo en casa. A partir de entonces, consideró que todo marchaba con normalidad. Le afectó mucho saber que Bruce Raymond estaba en un sanatorio psiquiátrico. ¿Cómo era la señora Raymond? Una mujer muy inteligente que trabajaba a la perfección. Todo aquello podía ser verdad, pero no facilitaba ningún comentario sensacional.

A media tarde, Tom Doyle no permitió la entrada en el apartamento de Karen a un grupo de buscadores de noticias, y éstos hubieron de recurrir a los vecinos, mas sin conseguir gran cosa. Sólo unas cuantas mujeres hablando al borde de la piscina recordaban haber visto a Bruce Raymond, pero ninguna había hablado con él durante su breve estancia allí, seis meses antes. Al parecer, Karen estaba considerada como una solitaria, no tenía amigos y jamás bajó a la piscina. Cuando Bruce se ausentó, la mayoría de los vecinos ni siquiera observaron su partida, y los pocos que así lo hicieron creían que se trataba de una separación o de un divorcio.

A última hora de la tarde una unidad móvil de la Televisión se trasladó al sanatorio Griswold. Ya habían estado allí por la mañana encontrándose con que el lugar había sido declarado prohibido. Ahora la situación seguía igual. Unos coches de la Policía guardaban las puertas mientras en el interior, el sargento Cole supervisaba a un equipo de investigadores. Si algo había pasado, nadie estaba en condiciones de comunicarlo al público. Los encargados de la cámara ya habían tomado algunas vistas del exterior durante la mañana, así que de nada hubiera servido repetirlas. Enfocaron, entonces, a algunos residentes locales de largos cabellos, formando grupos al borde de la carretera; pero como las observaciones de aquellos buscadores de noticias se habían limitado en su mayor parte a confusos comentarios y a alguna que otra palabra malsonante, la visita estaba resultando una completa pérdida de tiempo y de película.

Era ya de noche cuando la unidad móvil interrumpió su regreso a la ciudad al detenerse en el Raymond’s Charter Service. Una vez más, el intento resultó fallido. Coches de policía guardaban las entradas y un agente uniformado rehusó cortésmente dejar pasar a los informadores. Hubo un poco de discusión en el interior de la unidad sobre si era o no aconsejable mantenerse por los alrededores, esperando que los agentes se marcharan; pero se estaba haciendo tarde y las noticias de las diez no podían esperar, así que caso de retrasarse, no llegarían a tiempo para emitirlas.

Dentro de la oficina, Rita Raymond miró por la ventana mientras la unidad móvil se alejaba. No dijo nada, ya que estaba haciendo lo posible para hablar lo menos que pudiera.

Sin embargo, no era fácil mientras el sargento Galpert realizara el interrogatorio. Y lo estaba haciendo con los modales porfiados de un fox terrier royendo un hueso.

—¿Asegura usted, pues, que su hermano no realizó ninguna tentativa para comunicarse con usted?

—Quizá lo haya intentado, pero sin resultado alguno.

—¿Quiere eso decir que quizá anduvo por aquí? —preguntó Galpert frunciendo el ceño.

—Yo no le he visto —Rita encendió un cigarrillo y volvió a mirar por la ventana—. Y al parecer, sus hombres tampoco —exhaló el humo, que el ventilador situado tras ella arremolinó hasta convertirlo en una leve traza, fina como una telaraña—. Dígame, sargento, ¿no es obligatorio llevar un mandamiento judicial cuando se practique un interrogatorio como éste?

Galpert la miró a punto de gruñir como si intentara quitarle su hueso.

—Usted me ha dejado entrar por propia voluntad. Pero desde luego, si quiere discutir aspectos técnicos…

—No quiero discutir nada —contestó Rita, conteniéndose, ya que cualquier forma de antagonismo sólo hubiera provocado ladridos y zarpazos—. Créame. Estoy tan ansiosa de localizar a Bruce como cualquiera de ustedes. Pero ya le he dicho que no ha intentado comunicarse conmigo.

—¿Cuándo vio a su hermano por última vez?

—Usted sabe que ingresó en el sanatorio el invierno pasado.

Galpert hizo una señal de asentimiento.

—Sí. Y también que usted le visitó allí.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Su cuñada.

Rita reprimió un fruncimiento de cejas. Desde luego, Karen pudo muy bien mencionar tales visitas puesto que debía conocerlas. De nada iba a servir ahora ocultarlo.

—¿Cuándo vio a su hermano por última vez? —repitió Galpert.

—El jueves por la tarde. Nunca iba los fines de semana, porque es cuando tengo más trabajo.

—El jueves pasado por la tarde —repitió Galpert inclinándose hacia adelante. El terrier tenía atrapado su hueso con toda firmeza y no estada dispuesto a soltarlo—. ¿Qué ocurrió?

—Nada —repuso Rita, aplastando el cigarrillo—. Era un día muy bonito y dimos un paseo por los jardines.

—¿Los dos solos? ¿Sin ningún acompañante?

—No era necesario. Él estaba perfectamente bien desde hacía varios meses.

—¿Y antes de eso?

Rita vaciló.

—Le visité algunas veces en su habitación —movió la cabeza—. Oiga, si está intentando hacerme afirmar que seguía perturbado…

—¿Lo estaba o no?

—Lo estuvo al principio. Por eso lo recluyeron. Pero nunca fue violento o irracional como otros, ni siquiera entonces.

Galpert no estaba satisfecho con su hueso; quería ahora el tuétano.

—En cuanto a los demás enfermos. ¿Usted los veía?

—No, nunca. El doctor Griswold era muy estricto en el respeto a la vida privada de sus pacientes.

—¿Entonces, cómo sabe que había algunos que eran violentos e irracionales?

—Porque Bruce me lo contaba. No eran muchos, sólo unos cuantos.

—¿Quién, por ejemplo?

Rita arrugó la frente.

—Trato de recordar si alguna vez les mencionó por su nombre.

—Piense un poco.

—Bueno, había uno del que me habló hace pocos meses. Acababa de ingresar.

—¿Alcohólico?

—Sí. Y el motivo por el que Bruce le mencionó fue por comentar cómo había llevado sus negocios hasta entonces. Trataba en fincas.

—¿Aquí, en la ciudad?

—En algún lugar de Los Ángeles. En Culver City o por ahí.

—¿Cuál es su nombre?

—Me lo dijo, pero no me acuerdo.

—¿Y qué comentó sobre él?

—Que había inventado un sistema para adquirir propiedades baratas. Pero a usted no le interesarán esos asuntos…

—Continúe.

—Bueno, supongamos que alguien tiene una casa para vender. Acude a él y le dice lo que quiere por ella. Él promete entrar en acción siempre y cuando se le dé una exclusiva… Y desde luego, acción no falta. A los pocos días lleva a los primeros visitantes: una pareja de mediana edad con automóvil nuevo y un aire respetable y formal. Recorren la casa y la mujer dice gustarle mucho por estar enclavada, precisamente, en el lugar que ellos siempre han deseado. Pero el hombre no está de acuerdo. Si no hay piscina quiere piscina, y si la hay la rechaza. El garaje no tiene suficiente cabida o necesita tuberías de cobre o algo por el estilo. Mientras se van haciendo todas estas objeciones ofrece un precio mucho más bajo que el que el dueño solicita. Un precio realmente ridículo.

»Uno decía que no y se marchaban, pero el agente inmobiliario aseguraba que no había por qué preocuparse porque existían otras muchas posibilidades.

»Desde luego, a los pocos días llegaba con otra pareja. Iban en un automóvil pasado de moda y su aspecto era bastante desaliñado. No encontraban defecto alguno y el hombre aseguraba que aquella era la casa que siempre habían estado buscando. Sólo existía un pequeño problema: la financiación. Había perdido su empleo en la industria aeroespacial y si quería cerrar el trato necesitaba que le concedieran una segunda hipoteca a bajo interés.

»Cuando se habían ido, el agente inmobiliario les aseguraba que todo acabaría bien, instándolos a tener un poco de paciencia. A las pocas semanas aparecía con una nueva pareja. Esta vez eran chicanos o acaso negros con algunos niños. Aquello acababa con el aguante de cualquiera. Y no por una simple cuestión étnica, sino porque resultaba que aquella gente no quería comprar sino simplemente alquilar la casa, efectuando pagos mensuales.

»Bueno, pero entonces el propietario empezaba a desilusionarse y, por su parte, el agente reconocía que la venta se estaba poniendo problemática. Admitía que quizá el mercado andará un poco flojo y que el momento era difícil, pero aún así seguían vendiéndose casas y él estaba seguro de que acabaría por encontrar un comprador…, siempre y cuando el propietario redujera un poco el precio hasta ponerlo en una cifra más realista. Lo normal era que le contestasen un poco airadamente; aunque su exclusiva de tres meses iba ya por la mitad y lo mejor era esperar por si se presentaba alguna nueva oportunidad.

»Les dejaba sudar durante unas semanas. Si se le llamaba decía que se lo tomaran con calma y que estaba haciendo lo posible y lo imposible. Finalmente aparecía con nuevos aspirantes: Una pareja joven que viajaba en un microbús, llevaban el pelo largo, en fin, todo el disfraz. Decían que la casa era «fetén», pero que no tenían un céntimo. ¿Qué les parecía si les dejaran vivir allí para cuidar de la vivienda hasta que se encontrara un comprador?

»Luego de deshacerse de ellos, el propietario se sentaba a esperar. Y seguía esperando y esperando. Y cuando llamaba al agente inmobiliario, éste se encontraba siempre fuera y nunca respondía. Hasta que un buen día hacía acto de presencia con un caballero de mirada sagaz y aspecto de ejecutivo, acompañado de su esposa. Ambos recorrían la casa mirándolo todo sin hacer comentarios. Finalmente, el hombre preguntaba el precio y usted se lo decía, quizá rebajando algún millar de dólares. El hombre no respondía una palabra, miraba sólo a su esposa y ambos daban media vuelta y se marchaban.

»Después de aquello, usted esperaba una vez más. Quizá transcurriera otro mes sin que el agente pronunciara palabra, y finalmente, se recibía una llamada telefónica del marido de la primera pareja que había visitado la casa, la correcta pareja con el automóvil nuevo. Él y su mujer habían estado pensándolo bien, y si la finca aún seguía en venta, estaba dispuesto a mantener su oferta pagando al contado.

»Si lo que uno deseaba era vender la casa, lo más probable era que aceptara. Desde luego, el agente inmobiliario volvía con la pareja trayendo los papeles dispuestos y el asunto se acababa acordándose la venta por un precio ridículo.

»Lo que el propietario no sabría nunca es que el verdadero comprador era el agente inmobiliario. Porque la agradable pareja eran empleados suyos y en cuanto a los demás, los desastrados, los negros, los niños, el ejecutivo, vivían de su trabajo como actores.

—¿Actores?

—En efecto. Actores profesionales alquilados por días para hacer el papel de aspirantes. Todo aquello no era más que una comedia utilizada para adquirir fincas a una fracción de su precio normal y revenderlas después por una cifra elevada, obteniendo saneados beneficios —Rita movió la cabeza—. ¿Qué le parece? No es extraño que se hiciera rico.

—¿Quién?

—Lynch.

Galpert la miró rápidamente.

—¿Está segura de que se llama así?

Rita movió la cabeza.

—No. En efecto, no era Lynch, sino… Lorch. Se llamaba Jack Lorch.

Galpert la miró sonriente, luego tomó su hueso y se marchó.

Rita permaneció en el umbral de la puerta, viéndole alejarse en su vehículo. Al cabo de unos momentos volvió a entrar en su despacho.

Tranquila y precavidamente, Bruce Raymond salió de su escondite en la carlinga de un avión que se encontraba fuera del hangar. Luego, se perdió en la noche.