La previsión meteorológica había resultado acertada. El tiempo era claro y soleado en Los Ángeles.
De todas maneras, a la gente no le preocupaba mucho el tiempo. Todo el mundo andaba inquieto, fijando su atención en el relato de la primera página del Times y escuchando las noticias matutinas. A pesar del calor, un estremecimiento colectivo parecía recorrer la ciudad entera. La gente empezaba a recordar.
Recordaba los tiempos del estrangulador de Boston y de los crímenes a sangre fría en La Pradera; al individuo apostado con un fusil en una torre de Texas, al asesino psicótico en Phoenix, al exterminador de trabajadores emigrantes que había llenado más de veinticuatro profundas fosas distribuidas por diversas granjas de California. En algún lugar, cercano a La Bahía, otro criminal convirtió sus homicidios en triunfos personales jactándose del número de sus víctimas en cartas dirigidas a los periódicos que firmaba con el nombre de «Zodiac». Y allí mismo, en el cálido y atractivo Los Ángeles, la gente recordaba a la familia Manson.
Todos los hombres son hermanos, pero ¿cuál de ellos se llama Caín?
La pregunta resultaba odiosa, y la comparación también. Porque Caín mató a Abel por cuestiones personales que, aunque inaceptables, resultaban comprensibles.
Pero nada había de personal en los crímenes que ahora se estaban cometiendo. El moderno Caín se había convertido en un asesino que descargaba sus golpes, salvajemente, en lugares diversos.
En los tiempos bíblicos, Dios condenó a Caín, pero no lo mató, y Caín se fue a vivir a la tierra de Nod.
Ahora, ese sustituto de Dios que es el psicoterapeuta condena a Caín marcándolo como sociopático, psicópata, esquizofrénico múltiple, personalidad cicloidea… y lo manda a un sanatorio mental.
Eran cinco los asesinos en potencia que andaban sueltos, campando por sus respetos. Su rastro sangriento iba desde el distante barranco hasta el mismo corazón de la ciudad. Y dicho corazón empezaba ahora a latir y resonar consciente de su propia vulnerabilidad.
Los teléfonos sonaban y las mujeres intercambiaban histéricas preguntas. ¿Has leído el periódico? ¿Has oído las noticias por la televisión? ¿Crees que lograrán dar con ellos? ¿Conseguirán atraparlos? Se cancelaban horas en la peluquería y se abandonaban compras a realizar. La pobre Dorothy Anderson. ¿Te acuerdas de aquellas enfermeras de Chicago? No pienso salir de casa en todo el día.
Eran los hombres quienes salían a hacer las compras. Y antes de dirigirse a su trabajo entraban en una ferretería para comprar candados y aparatos de alarma de fácil instalación.
Conforme el día se fue haciendo más caluroso, los niños lloriqueaban al no poder salir al exterior. ¿Por qué no puedo salir, mamá? Quiero jugar. Me prometiste ir a la piscina, ¿te acuerdas?
Pero las mamás se mantenían inflexibles, guardándolos tras puertas herméticas convertidas en barricadas que los defendían de quien llamase a la puerta, aunque no fuera más que el lechero.
El sol de mediodía estaba ya alto, pero la gente de Los Ángeles seguía en sus casas escuchando las últimas noticias, que en realidad nada tenían de nuevas.
En el cuartelillo de West Valley, en Van Nuys, Hollywood, los muchachos del laboratorio carecían de información. No había ninguna novedad.
El criminal había tenido mucho cuidado en borrar sus huellas. Y, además, usaba guantes. El piso de la señorita Anderson y el automóvil de Griswold no habían aportado ninguna, y tampoco se observó nada en el sanatorio, donde el equipo continuaba trabajando. No podían sacarse conclusiones, ni nadie había telefoneado ofreciendo información.
—Sólo las habituales llamadas de algún bromista —dijo el teniente Barringer al doctor Vicente, mientras se tomaba el último sorbo de café y se quedaba contemplando la taza con el ceño fruncido—. ¿Por qué harán esas llamadas, doctor? ¿Por qué todos los tontos de la ciudad toman el teléfono en circunstancias como ésta? Confesiones fingidas, informaciones falsas sobre tipos ocultos debajo de la cama, viejas contándonos sus sueños…
—Si se toca un nervio se consigue reacción —respondió Vicente—. Y la reacción ante la violencia suele ser también violenta, adoptando cierta variedad de formas. La gente tiende a dramatizar sus sentimientos de culpabilidad y a fantasear sobre sus temores.
—Deje la conferencia para la universidad —dijo Barringer, moviendo la cabeza y bostezando sonoramente—. Tengo que dormir un poco.
El doctor Vicente vaciló.
—Quiero decirle algo antes de que se marche.
—¿De qué se trata?
—Esta mañana me puse en contacto con Sawtelle. La Organización de Veteranos tiene una ficha de Bruce Raymond.
—¿Como paciente?
—No. Allí no ingresó como enfermo. Se trata de un alta médica demostrativa de que estuvo en observación psiquiátrica antes de ser licenciado. Esto es cuanto me pudieron decir por teléfono, pero esta noche me lo darán por escrito.
—Me parece muy bien.
—¿De veras? —preguntó el doctor Vicente, con expresión pensativa—. No tengo idea de lo que dirá ese informe, pero una cosa está muy clara para mí. Cualquiera que fuese la enfermedad padecida por Bruce Raymond, es evidente que no sanó por completo. Por eso tuvo luego que ir al sanatorio.
—No me cuenta usted nada nuevo —dijo Barringer.
El doctor Vicente entornó los párpados.
—Sin embargo, aun sabiéndolo, ha dejado que la señora Raymond vuelva a su casa.
—Sí, pero vigilada las veinticuatro horas del día.
—Su marido puede ser peligroso.
—Hemos puesto un aparato para intervenir las llamadas telefónicas que se hagan a su apartamento. Si trata de ponerse en contacto con ella directamente, estaremos al acecho.
—¿Espera que lo haga? ¿Por eso ha dejado partir a esa mujer…? ¿Para usarla como cebo?
—No quiero hacer comentarios.
—Pues yo sí los haré. Creo que se trata de un riesgo excesivo.
—Fue ella quien lo pidió, ¿no se acuerda? Y le estamos dando cuanta protección nos es posible.
—Si realmente la quiere proteger, hubiera sido mejor retenerla aquí.
—No sea pesado, doctor —dijo Barringer, levantándose—. Para mí estará mucho mejor bajo esas condiciones de seguridad. Pero se trata sólo de una parte del asunto. Porque hay otros tres millones de personas cuyos teléfonos no están intervenidos y que no tienen a nadie para cuidar de ellas. Que carecen de toda protección y a las que, sin embargo, habría que proteger también. Ninguna estará segura hasta que agarremos al responsable de los crímenes.
El doctor Vicente se encogió de hombros.
—Habla usted como si fuera el único involucrado en el caso. ¿Cuántos hombres trabajan con nosotros, incluyendo los del Departamento de Policía de Los Ángeles y los del sheriff? Deben de ser centenares.
—Sí, pero ninguno ha conseguido un indicio al que poder aferrarse —Barringer sacudió la cabeza—. Estoy de acuerdo en que dejar marchar a esa chica es un riesgo considerable. Pero si con ello obtenemos alguna pista de Bruce Raymond o de cualquier otro de los sospechosos, vale la pena correrlo.
—De acuerdo —asintió el doctor Vicente, yendo con el teniente hacia la puerta—. Vamos a descansar un poco.
—Yo así lo pienso hacer —dijo Barringer.
Y así lo hizo.
Sentada en su piso, bajo el zumbido del acondicionador de aire, Karen miraba alternativamente al teléfono y a Tom Doyle.
El teléfono era negro y cuadrado, y estaba silencioso.
Tom Doyle era blanco, alto y asimismo guardaba silencio.
El teléfono estaba en un extremo de la mesa. Tom Doyle llevaba una hora sentado en el sofá, como si fuese un accesorio más del piso, igual que el teléfono o cualquier otro objeto.
Karen pensó que se había buscado todo aquello por propia voluntad y que no había motivo para lamentar la presencia del guardián, aunque nunca creyó que alguien la vigilaría tan de cerca. Está aquí para protegerme. Es su trabajo. Tengo que mostrarme razonable.
No obstante, era más fácil decirlo que hacerlo. Doyle leía una revista y Karen le dirigió una mirada de soslayo. Era alto y desgarbado, con el pelo rojizo y una cara pálida cubierta de pecas. Probablemente tendría treinta y tantos años. Llevaba un traje gris de verano con solapas no muy anchas, camisa a rayas blancas y grises y corbata azul claro. Un tipo tradicional con poco aspecto de detective.
Karen frunció el ceño. ¿Cómo imaginaba que iba a ser un detective? Se dijo que había visto demasiada televisión; demasiadas películas con aquellos tipos ya mayores, de facciones muy marcadas, haciendo alarde de inteligencia, y aquellos jóvenes sonrientes ex empleados de estación de servicio, que exhibían los músculos, yendo de acá para allá por las colinas de San Francisco, mientras la música rock brotaba estrepitosa de la radio.
Doyle no conducía ningún coche deportivo, ni sonaba allí ninguna música rock, sino sólo el zumbido del acondicionador. Pero era un detective, que apenas hubo llegado lo primero que hizo fue examinar la puerta para ver si alguien había forzado la cerradura. Luego comprobó todo el apartamento, revólver en mano, asegurándose de que Karen permaneciera apartada mientras abría y cerraba armarios y verificaba las ventanas. La del cuarto de baño estaba un poco levantada, y de no haber dicho en seguida a Doyle que la dejó así el día anterior antes de irse a trabajar, el detective probablemente hubiera llamado a Barringer para que la volvieran a llevar a la comisaría. Era un guardián en toda regla. No había duda de ello.
Karen se movió en la silla y su pie izquierdo empezó a golpear el suelo como un metrónomo nervioso. Doyle la miró.
—No es preciso que me haga compañía, señora Raymond. Si quiere descansar un rato…
—No podría dormir —dijo Karen, evitando su mirada y concentrándose en el teléfono—. Bruce, sé que estás por ahí en algún lugar. Pero ¿por qué no me llamas?
La voz de Doyle sonó suave.
—No se preocupe. No tocaré el teléfono. Si suena mientras usted duerme, la despertaré y dejaré que conteste.
Sí. Era un detective con todas las de la ley. ¿O acaso obraba así porque sus reacciones resultaban demasiado claras?
Karen se levantó, tratando de sonreír.
—Gracias. Creo que voy a tenderme en la cama unos minutos.
Se dirigió hacia la puerta del dormitorio.
—Señora Raymond…
—Dígame.
—Es mejor que no cierre la puerta.
Karen entró en el dormitorio. No cierre la puerta. Estupendo, ¿y si quería ir al cuarto de baño?
Eso es lo que hizo, precisamente, atravesando el dormitorio y dejando la puerta del baño entreabierta. Él no podía verla desde la sala de estar, a menos que la siguiera. Aquello era peor que encontrarse en la cárcel. Comprendía perfectamente lo que debió sentir Bruce mientras vivió en el sanatorio sujeto a observación bajo la vigilancia continua de alguien. Bruce, ¿dónde te encuentras? Sé que has estado aquí.
Lo sabía porque había mentido a Doyle en lo de la ventana del cuarto de baño, ya que al irse a su trabajo la mañana anterior, la había dejado cerrada, y bien cerrada, incluso con el pasador puesto.
Se acercó rápida y precavidamente con el oído atento a cualquier ruido que pudiera indicar que Doyle se había levantado. Con mucho cuidado, bajó la ventana y observó el cierre metálico y brillante, destacando en sentido paralelo contra la gastada superficie de la pintura. Sí. Estaba bien claro que había sido forzado desde el exterior.
Karen tuvo la seguridad de que Bruce había estado en la casa desde el momento en que vio la ventana a medio abrir porque nunca salía del apartamento sin asegurarse de que todas las puertas quedaban cerradas. De no haber tenido la presencia de ánimo para decir a Doyle que la había dejado abierta; si no hubiera sido lo suficientemente rápida como para anticipársele, habría hecho lo que ahora estaba haciendo ella, es decir, obtener la confirmación a su sospecha.
Karen respiró profundamente. ¿Confirmación de qué? ¿De que Bruce había estado en el piso?
Aquélla había sido su idea desde el principio. Y por eso había mentido a Doyle.
Ahora, sin embargo, al mirar la cerradura forzada, tuvo que admitir que no podía estar totalmente segura. Después de todo, Bruce tenía una llave del apartamento. A menos, claro está, de que no la llevara encima cuando salió del sanatorio. Era posible que Griswold se hubiera hecho cargo de todos sus efectos personales, guardándolos en algún lugar y quizá no tuvo la oportunidad de localizar la llave. Pero aunque así fuera, ¿cabía pensar que se hubiera arriesgado a entrar de aquel modo?
El asesino de Dorothy Anderson había entrado en el piso por la ventana del cuarto de baño.
A lo mejor no era Bruce quien forzó la cerradura. ¿Y si hubiera estado allí el asesino?
Karen se volvió para regresar al dormitorio. Lo mejor era decírselo a Doyle.
¿Decírselo? Aminoró el paso y se detuvo ante el espejo del cuarto de baño.
No podía hacerlo porque hubiera sido lo mismo que admitir su mentira y estaba segura de que Doyle se la hubiera llevado de nuevo al cuartelillo dejándola tras los barrotes, sin posibilidad alguna de obtener noticias de Bruce ni de que éste las tuviera de ella.
¿Pero y si verdaderamente Bruce había pretendido agredirla?
¿Y si fue él quien intentó entrar en su piso y matarla?
No. Bruce no podía ser.
¿O sí podía?
Karen vio sus pupilas dilatadas reflejándose en el espejo.
¿Era capaz de ello?
Ésta era la importante pregunta que llevaba tanto tiempo tratando de eludir. Ahora se veía obligada a enfrentarse a la cuestión de igual modo que miraba su cara en el espejo.
Sabiendo cómo se había portado con él, ¿podía considerarlo sospechoso?
Lentamente, Karen retrocedió hacia la ventana y la abrió, dejándola de nuevo en su anterior posición. Así estaba mejor. Doyle nunca sabría lo ocurrido. Sin embargo, aquello no contestaba la pregunta.
¿Era culpable Bruce?
No lo sabía.
Ahora, mirando hacia el solitario callejón, sintió el temor de averiguarlo.