El sol matinal que entraba por la ventana tras el doctor Vicente, formaba un halo alrededor de su cabeza.
Karen, sentada al otro lado de la mesa, parpadeó a causa de la fuerte claridad. Le dolían los ojos, fatigados por la falta de sueño, y se hizo atrás para evitar la luz. Sin embargo, no le era posible eludir la mirada directa del psiquiatra de la Policía. Ni tampoco sus directas preguntas.
—¿Por qué estaba su marido en el sanatorio?
—Por favor —respondió Karen, moviendo la cabeza—, anoche ya se lo expliqué todo al teniente Barringer. ¿No podría leerlo en sus notas?
—Tengo aquí una transcripción de sus declaraciones —dijo el doctor Vicente, pasando una rápida mirada por las páginas escritas a máquina que había en la mesa frente a él—. Pero sería una gran ayuda si usted facilitara un poco más de información —sonrió—. Por ejemplo, ha mencionado el estado de su marido, pero eso no es muy claro. ¿Podría describirme su conducta?
Karen se ladeó un poco hacia la izquierda para evitar que el sol le diera en la cara.
—No hay mucho que describir realmente. Parecía un hombre muy tranquilo. Demasiado tranquilo.
—¿Retraído?
—Podríamos llamarlo así. Pasaba mucho tiempo sentado sin decir nada. Sin leer o ver la televisión… Simplemente sentado. No le interesaban nuestros amigos ni salir a cenar o a un teatro. Luego tomó la costumbre de dormir hasta mediodía.
—¿Se quejaba de cansancio?
—No. Bruce nunca se quejaba ni hablaba de cómo se sentía.
—¿De qué hablaba, pues?
—Durante algún tiempo me explicó que estaba pensando en enviar resúmenes y concertar entrevistas con industriales. Antes de hacer el servicio militar había trabajado en una fábrica de ordenadores. La verdad es que no creo que nunca lo llegara a hacer.
—¿Usted no se lo preguntaba?
—No. Porque veía algo raro en él, aun cuando rehusara confiarme nada.
—Sin embargo, debieron discutir antes de decidirse a ingresarlo en el sanatorio.
Karen se esforzó por sostener la mirada del doctor Vicente.
—Fue el propio Bruce quien lo decidió. Sabía que tenía problemas y deseaba que le prestaran ayuda.
—Comprendo —expresó el doctor Vicente, echándose atrás—. Mas, según mis informes, ese sanatorio es muy caro. Y ustedes debían saber que un tratamiento similar podía conseguirse gratis a través de la Administración de Veteranos.
—Le irritaba la idea de ir a un hospital para veteranos.
—¿Por qué?
—Porque, a su juicio, las instituciones para enfermos mentales son como una cárcel o peor. No podía soportar la idea de que lo tuvieran allí encerrado como un animal.
El doctor Vicente preguntó, con voz suave:
—¿Es que su esposo había estado ya alguna vez en un instituto mental para veteranos, señora Raymond?
La sensación de tener arena en los párpados desapareció cuando los ojos de Karen se llenaron de repentinas lágrimas.
—¡No hable así de Bruce! Ya le dije que aceptó ir al sanatorio voluntariamente, y, según el doctor Griswold, estaba ya curado. No es un loco, ni nunca lo ha sido.
Fue más tarde cuando Karen comprendió que el teniente Barringer debió haber estado escuchando la entrevista desde otra habitación. En este momento sólo vio entrar a un hombre fatigado con la cara sin afeitar.
—¿Interrumpo? —preguntó el teniente.
El doctor Vicente movió la cabeza, mientras Karen se enjugaba los ojos con un pañuelo sacado de su bolso.
Barringer se acercó a la mesa.
—Sólo quería decirle que estamos radiando el comunicado. Los servicios de noticias de la radio y la televisión lo emitirán durante el día. Rogamos a los familiares de los pacientes que no hemos podido localizar en el sanatorio, que se pongan en contacto con nosotros, que identifiquen a esas personas y nos faciliten cuanto puedan averiguar sobre su paradero.
El doctor Vicente suspiró.
—Yo de usted no confiaría demasiado en tal ayuda.
—¿Por qué?
—Porque me temo que las familias sentirán lo mismo que siente la señora Raymond. No quieren correr el riesgo de incriminar a un marido, esposa, hijo o hija. Debe usted recordar que esos pacientes estaban internados en un sanatorio con el propósito explícito de que su condición no traspasara los límites de lo privado. Estos crímenes sólo intensificarán el deseo, por parte de los familiares, de proteger a sus seres queridos de toda posible acusación.
—Sé que se trata de una posibilidad remota —dijo Barringer. Y miró a Karen—. Por eso esperaba que la señora Raymond nos ayudara.
Karen levantó rápidamente la mirada.
—No son ustedes razonables. El que Bruce fuera un paciente en el sanatorio no significa que haya de estar involucrado en esos crímenes. ¿Por qué había de matar a cuatro personas y escapar cuando estaba a punto de ser dado de alta?
—Está usted haciendo deducciones precipitadas.
—¿Usted no? —preguntó Karen, mirando directamente a Barringer—. Esta mañana dijo que Dorothy Anderson había sido asesinada para evitar que hablara. ¿Dónde están las pruebas? Se cometen crímenes todos los días. Quizá se trató de una sencilla coincidencia.
El teniente Barringer se encogió de hombros.
—El coche de Griswold se echó de menos anoche. Lo hemos localizado hace cosa de una hora… aparcado en una calle lateral, a una manzana del piso de Dorothy Anderson.
Karen volvió la cara, pero la voz de Barringer la acosó:
—¿Todavía le parece coincidencia, señora Raymond?
—Ya les he dicho que Bruce es incapaz de hacerle daño a nadie.
—No estamos acusando a su marido —dijo el doctor Vicente, levantándose y rodeando la mesa para acercarse a Karen—. Todo cuanto decimos, todo cuanto sabemos hasta ahora es que es uno de los cinco fugados del sanatorio. Y que, basándose en la evidencia, actualmente a nuestro alcance, parece que uno o más de esos fugados son los autores de los asesinatos.
—Pero usted admite que no sabe cuál de ellos es —respondió Karen.
—En efecto —afirmó el doctor Vicente, apretándose los labios con los dedos—. Pero todos los indicios parecen apuntar hacia un sociopático. Alguien que, al parecer, obra con completa normalidad y que incluso puede actuar con brillantez e inteligencia la mayor parte del tiempo… En cambio, se vuelve implacable cuando opta por emplear la violencia. No tenga la menor duda. Quien mató a esas personas sabe exactamente lo que está haciendo y por qué. Trata de destruir cualquier prueba de su identidad, caiga quien caiga. Y eso significa que usted también está en peligro.
—¡Eso es ridículo!
—¿Ah sí? —preguntó Barringer, frunciendo el ceño—. El periódico de la mañana publica en primera página un relato de los hechos. Y su nombre figura en él.
Karen no dijo nada, pero sus manos apretaron con fuerza el borde del bolso.
—No nos interprete mal, por favor. No intentamos alarmarla. Sólo hacerle comprender la importancia que tiene cooperar con nosotros en todos los sentidos. Su propia seguridad personal está en peligro. Cualquier cosa que nos diga podrá contribuir a la captura del criminal.
Los dedos de Karen apretaron aún más los pliegues del bolso. Moviendo la cabeza, repuso:
—Ya les he contado todo lo que sé.
—De acuerdo —dijo el teniente Barringer—. Vendrá con nosotros a la ciudad.
—¿A la ciudad?
Barringer hizo una señal de asentimiento.
—Tengo que mantenerla en custodia para su propia protección.
—¡No! —exclamó Karen, levantándose rápidamente.
—Lo siento, pero es usted un testigo esencial.
—Ya tienen mi declaración.
—Si se producen más acontecimientos, necesitaremos hablar con usted otra vez.
—Para eso no es preciso que me encierren. No voy a ir a ningún sitio. Tengo mi trabajo en la ciudad y pueden comunicar conmigo a cualquier hora del día o de la noche.
—E igualmente puede visitarla el autor de los crímenes —insistió el teniente Barringer, moviendo la cabeza—. Somos responsables de su seguridad.
—¡Pero esto puede continuar semanas enteras! Perderé mi empleo…
—Y salvará su vida.
—¡Por favor! Debe existir algún otro sistema —Karen hablaba precipitadamente—. Supongamos que me ponen un guardián…
—¿Se da cuenta del número de personas que ya están involucradas en el caso? Por otra parte, andamos escasos de agentes. Lo que usted pide significa dedicar tres o cuatro hombres a esta tarea trabajando en turnos de ocho horas. Y no se trata sólo de una cuestión de personal, sino que también pensamos en el dinero del contribuyente.
—Yo también soy un contribuyente. Y también mi dinero anda involucrado en el caso. Si pierdo mi empleo en la agencia por culpa de este asunto… —Karen notó que iba a ponerse a llorar y contuvo las lágrimas—. Por favor, tienen que darme una oportunidad.
Barringer miró al doctor Vicente.
—De acuerdo —dijo—. Pero que quede bien claro: no habrá declaraciones a la prensa ni entrevistas por la televisión. Y tendrá usted que cumplir las órdenes de la persona a quien encarguemos de su vigilancia.
—Lo prometo.
—Piénselo bien. No será fácil. Mientras dure esto no va a tener vida privada. Siempre habrá alguien vigilándola de día y de noche. Y si sucede algo…
—No va a suceder nada —replicó Karen, rápidamente—. Ya lo verán.
Miró a los dos hombres intentando deducir por la expresión de sus caras si la creían o no.
No es que tuviera gran importancia.
Porque tampoco ella misma lo creía.