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Es de sobra conocido el dato histórico de que William Tecumseh Sherman nunca pisó Sherman Oaks. Estaba demasiado ocupado, atravesando Georgia.

Dorothy Anderson lo envidiaba.

Por lo que recordaba de sus tiempos escolares, la marcha a través de Georgia no fue exactamente una excursión. Debió de hacer un calor espantoso, aunque quizá no tanto como el que reinaba en su apartamento de un solo dormitorio en el primer piso. Y el ruido que debieron soportar los soldados no sería tampoco peor que el que ella padecía, cada fin de semana, cuando sus vecinas, dos azafatas de las líneas aéreas, ofrecían hospedaje a su propio ejército particular de voluntarios, reclutados en el bar «Swinging Singles», del Magnolia Boulevard.

Dorothy nunca había visto ninguna magnolia en el Magnolia Boulevard. Y, pensándolo bien, tampoco había visto muchos robles en el Robledal de Sherman.

El único motivo que la impulsó a tomar aquel piso había sido lo adecuado de su ubicación: a dos manzanas de la autopista y a menos de media hora del sanatorio del que, según pensaba, saldría cada tarde a las seis treinta, quedando libre para el resto de la jornada.

El inconveniente residía en que, con ciento cincuenta dólares al mes, no se pueden conseguir grandes comodidades en un hogar actual. Por ejemplo, aquella misma noche, a pesar del acondicionador de aire que zumbaba en la pared, el lugar estaba caliente como un horno.

En cuanto a libertad, ¿hasta qué punto podía considerarse libre? Para Dorothy, libertad significaba poder ir de compras al supermercado, cargar con las provisiones hasta casa, desempaquetarlas, prepararse la cena en el viejo fogón y sentarse a la mesa para un menú a base de congelados acompañados de una apetitosa y auténtica salsa, deliciosamente caliente gracias al milagro del gas natural. O eso, al menos, era lo que proclamaban los anuncios. A Dorothy le hubiera gustado saber en qué consistía el disfrute de una comida sin salsa auténtica y sin gas natural.

Desechó la idea. Si no era consecuente, acabaría por comportarse como los pobres chiflados del sanatorio.

Dorothy quitó la mesa y lavó los platos. Era un trabajo que los enfermos no hacían porque, en realidad, ninguno de ellos era pobre, en el sentido estricto de la palabra. Por el contrario, ellos o sus familiares tenían mucho dinero. Habían de tenerlo, forzosamente, considerando los precios que imponía Griswold. A cambio de aquel dinero, recibían un tratamiento regio, disfrutando de la residencia y de los agradables espacios situados en su parte posterior. Una valla encerraba todo el complejo. Pero, en realidad, ¿quién no vive hoy día rodeado de una valla? Y si alguien no lo cree, que trate de ir a algún lugar sin el correspondiente carnet de identidad; emprender un viaje fuera del país sin el pasaporte, torcer a la derecha en una calle de dirección obligatoria hacia la izquierda, o que compruebe lo lejos que puede ir en una marcha por Georgia antes de que algún sheriff exaltado le detenga por vagabundeo. En realidad, no hay que ir a ningún sitio especial para darse de cabeza contra una valla cuidadosamente situada, ya sea en la ciudad, la provincia, el Estado, en forma de impresos para la declaración de impuestos, comunicaciones de las compañías de seguros, o avisos de pago de las tarjetas de crédito.

Los pobres perturbados no tenían por qué preocuparse de semejantes cosas. No estaban obligados a cocinar ni a comer alimentos congelados ni a lavar vajillas de plástico.

Mirándolo bien, quizá no estuvieran tan chiflados. Tal vez supieran cosas de las que ella no se había enterado aún. Cosas tales como dejar que todo transcurra normalmente, sin preocuparse lo más mínimo por nada. A lo mejor la chiflada era ella por dedicar su vida a cuidarlos. No hay que estar loco para trabajar allí, aunque ayuda bastante.

Dorothy apiló los platos de plástico sobre el soporte también de plástico del armario, caminó seis pasos hasta la sala de estar y empezó a manipular los botones de plástico del televisor portátil.

No es que tuviera interés en algún programa en concreto. Sin embargo, el ruido le resultaría beneficioso, ya que, al menos, contribuiría a contrarrestar el del stereo del vecino, cuyo clamor atravesaba la pared.

También hubiera podido salir de la casa, pero ¿dónde iría? El cine local exhibía la reposición de dos comedias clásicas. Una sobre cierto joven airado que andaba de un lado para otro vestido de gorila, la otra sobre el problema de un apacible muchacho que disfrutaba teniendo contacto sexual con un cerdo. Por más artísticas y trascendentales que fueran ambas producciones, ensalzadas por diversos críticos, Dorothy comprendió que sólo servirían para recordarle a sus pacientes.

Como alternativa tenía la posibilidad de concurrir al «Swinging Singles», frecuentado por las dos azafatas del piso de arriba. Se dijo, sin embargo, que no era lugar para una mujer de treinta y nueve años (bueno, bueno, cuarenta y cuatro.) Había ido ya muchas veces a aquél o a otros locales semejantes, acabando siempre liada con algún tipo seductor.

El mundo, o al menos el mundo de los lugares de diversión nocturnos, que comprendía las tabernas locales, estaba lleno de tipos semejantes. Hombres de charla ingeniosa, bien vestidos, bronceados por el sol y de unos treinta y nueve (o cuarenta y cuatro) años con un toque de gris en las sienes y otro toque de tinte o de peluquín en la parte superior del cráneo; todos propietarios de coches deportivos de segunda mano de los que aún adeudaban varios plazos, y atrasados también en el pago del subsidio a sus esposas divorciadas. Aunque esto sólo se averiguaba después de descubrir que el bonito bronceado terminaba justo debajo del cuello de la camisa, y que la esbelta cintura desaparecía en cuanto se quitaban los entallados pantalones.

Era divertido saber que poca gente conocía el verdadero significado de la palabra «seducción», fórmula y hechizo creado para despertar ilusiones y usado por los magos para engañar a su clientela. Dorothy aprendió a protegerse de los tipos seductores. Había aprendido por dura experiencia lo que se ocultaba bajo sus sonrisas amables y su adulación sin tasa. Y no sólo por episodios de una noche, sino por su trabajo cotidiano. Porque muchos de cuantos terminaban en el sanatorio mental de Griswold eran seductores como aquéllos, charlatanes volubles especializados en la sinceridad y el sentimentalismo, propensos al remordimiento, a la contricción y a las promesas de arrepentimiento por cada uno de sus pecados. Pero bajo la artificiosa habilidad para manipular a los demás, bajo aquel engaño minuciosamente calculado, no había más que el muchacho que nunca creció. Aunque en realidad nunca tuvo que crecer, puesto que estuvo siempre escuchando a papá y a mamá decir lo guapo que era, mientras se esforzaban en arreglarle sus problemas. Más adelante, siempre surgiría alguna Dorothy u otra tonta parecida, dispuesta a pagar sus gastos y a soportar sus mentiras y sus manías de grandeza. A menos, claro está, de que el muchacho se metiera en algún lío que no pudiera solucionarse con sólo el encanto personal. En tales casos el chico se perdía de vista y acababa dando patadas y profiriendo gritos, encerrado en un cuarto o en la celda de una cárcel. O, si su familia podía permitírselo, en el sanatorio del doctor Griswold.

Dorothy no quería tener más relaciones con semejantes seductores, porque siempre los veía como al muchachito incapaz de amar realmente a nada o a nadie aparte de a sí mismo, y que contrarrestaba sus frustraciones matando gatos con un cuchillo de carnicero.

Conectó, pues, la televisión, y estuvo viendo cómo unos galanes profesionales ponían en escena una comedia sobre dos detectives muy avispados y artificiosos cuya pericia como criminólogos científicos quedaba ampliamente demostrada al descargar un puñetazo en la mandíbula del «malo» o tumbarlo de un golpe de kárate.

Otros dos espectáculos, igualmente superficiales, y las últimas noticias siguieron al programa. Como aquello no era en realidad muy atractivo, Dorothy disminuyó el volumen del televisor sin apagarlo del todo. Quería seguir oyendo voces, sentir la sensación, al menos auditiva, de que no se encontraba completamente sola. A los treinta y nueve (o cuarenta y cuatro) años nadie quiere estar solo, sobre todo a media noche.

Dorothy pasó a su dormitorio y apartó el cobertor de la cama; luego sacó del armario el camisón y lo colgó en el cuarto de baño. A partir de entonces sus movimientos fueron totalmente automáticos, condicionados por la larga costumbre.

Conforme se desnudaba, el locutor iba diciendo algo que no entendió muy bien acerca de la situación en Asia. El comentario sobre unas manifestaciones y desórdenes en Washington quedó ahogado por el ruido del agua de la ducha. Mientras se secaba con la toalla y se ponía el camisón, Dorothy miró a través de la puerta del cuarto de baño, viendo en la pantalla del televisor a una pareja increíblemente fea de edad madura que se afanaba fingiendo disfrutar, enormemente, al servirse cierto café instantáneo de una jarra.

Ya era casi la hora del servicio meteorológico, cuyo pronóstico la ayudaría a decidir qué vestido debía prepararse para la mañana siguiente. Abrió la ventana del cuarto de baño, ahora lleno de vapor, y pasó a la sala de estar para escuchar la información.

El locutor estaba difundiendo una noticia de última hora según la cual: «algunos pacientes se han escapado esta noche de un sanatorio mental, privado, en Topanga Canyon, después de haber matado a cuatro personas».

Dorothy exhaló una exclamación ahogada y aumentó el volumen del aparato. «… tres de las víctimas del ataque criminal han sido identificadas: se trata del doctor Leonard Griswold, de cincuenta y un años, propietario y gerente del sanatorio; de la señora Myrtle Freeling y de Herbert Thomas, miembros del personal…»

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Dorothy.

En aquel momento sonó el teléfono.

Corrió al dormitorio y tomó el auricular.

—¿Señorita Anderson? Aquí el teniente Barringer, del departamento de Policía de Los Ángeles.

Era difícil oír al teniente mientras funcionara el televisor. Le estaba diciendo algo sobre el descubrimiento de los cadáveres.

—Ya me he enterado —contestó Dorothy—. Estaba escuchando las noticias.

El aire que entraba por la ventana del cuarto de baño no podía llegar hasta ella; pero, no obstante, Dorothy sintió frío y se puso a temblar. No había podido oír las últimas palabras del teniente e hizo un esfuerzo para seguirle.

—… la cuarta era una de las pacientes. Necesitamos su ayuda para identificarla. Se trata de una mujer de unos sesenta y cinco años, baja, delgada, que lleva lentes sin montura…

—La señora Polacheck —dijo Dorothy—. Francés Polacheck. P-O-L-A-C-H-E-C-K. No, no lo sé. Era viuda. Creo que vivía en Huntintong Park, donde tiene una hermana.

—¿Cuántos pacientes más se encontraban en el sanatorio?

—Cinco —no había corriente de aire, pero Dorothy continuaba temblando—. Por favor, dígame, ¿qué ha pasado?

—¿Podría facilitarme sus nombres?

—Sí —respondió Dorothy, respirando profundamente. Creyó notar un poco de aire y se volvió. La puerta del armario de su dormitorio empezaba a abrirse poco a poco.

Dorothy se puso a gritar. Era ya demasiado tarde.

A los pocos minutos eran cuatro las aberturas que se habían practicado en el piso. La de la ventana del cuarto de baño. La de la puerta del armario. La del cajón de la cocina donde se guardaba el cuchillo. Y la de la garganta de Dorothy.

En el televisor de la sala de estar, el meteorólogo prometía tiempo soleado y estable para el día siguiente.