Karen salió corriendo del sanatorio, acuciada por la idea de alejarse de allí cuanto antes.
En realidad no se trataba sólo de un impulso consciente, sino más bien de una fuerza tan ciega como el pánico que la había provocado; tanto como la niebla que ahora atravesaba dificultosamente con el coche siguiendo las curvas de la carretera entre los bosques, en su camino de regreso a la autopista.
Hasta cierto punto, las dificultades del sendero le resultaron beneficiosas, porque el conducir la ayudó un poco a controlar su pánico, y al llegar a la bifurcación, se había calmado casi por completo. La tenue claridad que emanaba la estación de servicio le indicó que habían cerrado aquella noche. Pero vio en el exterior la cabina telefónica y se dijo que debía detenerse y hacer una llamada.
Más tarde, Karen no pudo recordar en absoluto qué había dicho a la Policía, pero sí que ello bastó para poner en movimiento a los agentes. No quiso darles su nombre, y prometió quedarse esperando su llegada, aunque en su interior no tenía intención alguna de hacerlo y así lo había decidido, incluso antes de hacer la llamada.
Pensaba que, una vez las autoridades quedaran advertidas, era de su competencia ocuparse del caso. ¿No había dicho Bruce que la idea de servicio consiste en cumplir con el deber, permanecer en el puesto y no ofrecerse nunca voluntario? Pues bien, ella había cumplido con su deber y ahora todo era cosa de la Policía. No podía quedarse allí, porque hubiera significado verse envuelta en el asunto y complicar, también, a Bruce. Y no podía involucrarlo en modo alguno, teniendo en cuenta sus antecedentes y su historial clínico. Así pues, colgó el auricular cortando bruscamente la comunicación en mitad de una frase, y volvió al coche convencida de que cuando los agentes llegaran a la estación de servicio ella se encontraría tan lejos que no podrían localizarla.
Lo que no pudo prever es que iba a tener dificultades con la puesta en marcha del automóvil.
No se trataba de la gasolina ni del carburador o de cualquier otra parte del mecanismo. El problema era sólo que le temblaban los dedos hasta tal punto que no le era posible dar vuelta a la llave de contacto. Estaba tranquila y con perfecto dominio de sí misma, pero el cuerpo le temblaba de manera incontrolable. No sentía sensación alguna concreta, tan sólo una especie de adormecimiento. Estoy sufriendo un ataque de nervios, pensó.
Si por lo menos pudiera llorar o gritar, quizá lograra efectuar algún movimiento. Por el momento, únicamente sentía el incesante temblor de sus manos al intentar manipular la llave mientras la imagen del cuerpo de Griswold sacudido por los impulsos eléctricos seguía fija en su mente. Al levantar la vista vio reflejados en el espejo retrovisor los ojos del cadáver.
Cerró los párpados y se apretó las manos, estremecida.
Seguía sentada allí cuando el coche de la Policía emergió de la niebla proyectando la luz de sus faros.
En el coche iban tres hombres. El sargento Cole se mostró muy cortés y agradable, esperando paciente hasta que ella consiguió abrir su bolso y sacar la licencia de conducir. Seguía sin poder dominar el temblor de sus dedos, en cambio, de modo extraño, su voz era firme. Al principio rehusó de plano acompañarles al sanatorio mental, pero el sargento Cole le dijo que uno de sus hombres se haría cargo del volante y le aseguró que no la obligarían a mirar los cadáveres.
El agente que condujo el coche de Karen hasta el sanatorio era un hombre de mediana edad, bajo y robusto, llamado Montoya. Su compañero, Hyams, más joven y esbelto, se situó junto a Karen en el asiento trasero.
Karen no hubiera podido imaginar nunca verse escoltada de aquel modo. Al principio se sintió tan sólo algo confusa. Luego se dijo que aquello era una medida de precaución, y la idea le produjo un gran impacto sacándola de un transtorno, para sumirla en otro.
¿De modo que la consideraban sospechosa?
Karen se sintió angustiada y cambió de posición, nerviosamente, esperando que uno de sus acompañantes rompiera el silencio y empezara a formularle preguntas.
Mas no hubo pregunta alguna. Montoya mascaba goma concentrándose en la carretera, mientras el coche patrulla los seguía a muy poca distancia. En cuanto a Hymans, parecía muy tranquilo, como si estuviera medio dormido. Sin embargo, cuando ella alargó la mano hacia su bolso para sacar un pañuelo, la diestra del policía se situó rápidamente a escasos centímetros de la culata del revólver que asomaba de su funda. Karen lo vio y él sonrió, aunque la mano siguió allí, durante el resto del camino.
Finalmente el coche aparcó en la calzada ante el enorme edificio. Hyams no hizo intención de salir y continuó junto a la mujer.
—¡Espere! —dijo Cole a su compañero una vez hubo salido del coche patrulla. Después hizo una seña a Montoya—. Vámonos.
La puerta delantera del auto estaba abierta. Karen se dio cuenta de que Montoya no la había cerrado al bajar. Los dos hombres desaparecieron en el interior de la mansión. Karen los vio alejarse retorciendo el pañuelo entre sus dedos. Aunque Hyams no decía nada, ella tenía la sensación de que vigilaba todos sus movimientos.
Pareció transcurrir mucho tiempo hasta que el sargento Cole emergiera otra vez de la casa. Ahora caminaba con mucha rapidez moviendo las piernas como tijeras que cortaran el camino hacia el coche patrulla. Abrió la puerta, se metió en el asiento delantero e, instantes después, Karen pudo oír el rumor producido por el intercomunicador. No pudo distinguir lo que decía, pero su mensaje fue bastante prolongado. Se preguntó si habría localizado a otro miembro del personal del sanatorio o a algún paciente y qué habría sabido por ellos.
Finalmente, regresó al coche de Karen e hizo una seña a Hyams para que bajara el cristal de la ventanilla en el lado que ocupaba.
—¿Quiere venir conmigo?
La pregunta iba dirigida a Karen, pero fue Hyams quien hizo una señal de asentimiento. Todo muy correcto y cortés. Si Karen rehusaba, serían igualmente corteses y correctos en arrastrarla hacia el interior del edificio.
¿O quizá era injusta con ellos al pensar así? Posiblemente porque cuando entraron en el vestíbulo, el sargento Cole avanzó situándose delante de ella para ocultarle el interior de la sala de recepción. Así, pues, cumplía con su promesa de que no volvería a ver los cadáveres.
—Por aquí —dijo, indicando una puerta abierta a la izquierda.
Cuando Hyams la conducía hacia la misma, pudo ver, fugazmente, a Montoya bajando la escalera situada al final del vestíbulo. Incluso, bajo la escasa luz reinante, a Karen le pareció que su cara atezada tenía un aspecto intensamente pálido; quizá fueran imaginaciones suyas.
El sargento Cole hizo una seña a Montoya conforme éste se acercaba.
—Ya han salido hacia acá. Cuando lleguen quiero que se pongan en seguida en movimiento e inicien las operaciones pertinentes. Me uniré a ellos en cuanto pueda. A menos de encontrar algo que nosotros no hayamos visto, no quiero que me molesten.
—De acuerdo —asintió Montoya.
Cole se hizo a un lado e indicó a Karen que traspusiera la puerta. Él la siguió junto con Hyams.
La habitación era, evidentemente, un estudio con estanterías que ocupaban dos de sus paredes desde el suelo hasta el techo. Había cortinas en las ventanas del tercer muro, y en el cuarto, al fondo, se observaban multitud de diplomas y certificados médicos vistosamente enmarcados. Karen miró la mesa escritorio y los dos enormes y anticuados sillones de cuero situados ante ella, y se dijo que aquello ya lo había visto antes. En efecto, había estado en la misma habitación con Bruce, cuando lo interrogaron antes de internarle.
El sargento Cole era, ahora, quien ocupaba la mesa, mientras Hyams, y no Bruce, se encontraba a su lado. El doctor Griswold había muerto, y Bruce…
¿Dónde estará? ¿Por dónde andará en estos momentos? Cerró los ojos, mientras exhalaba un silencioso grito.
—¿Se encuentra bien, señora Raymond? —la voz de Cole sonó suave y amistosa.
Karen parpadeó y miró sus ojos.
—Siéntese, por favor.
Ella ocupó el sillón más cercano al escritorio, consciente de la fría presencia de Hyams.
La sonrisa de Cole parecía despreocupada y tranquila, aunque Karen observó que tenía en la mano un bolígrafo con el que se disponía a escribir sobre un bloc de papel abierto sobre la mesa. Los movimientos de los dos hombres mostraban un aire inseguro; sin embargo, daban la sensación de saber muy bien lo que estaban haciendo. Karen recordó con qué rapidez la mano de Hyams había bajado hasta colocarse junto a la culata de su revólver cuando iban en el coche.
Procedimientos reglamentarios. Interrogatorio del testigo. ¿Testigo o sospechoso? Tendría que tener mucho cuidado; un cuidado muy especial.
—Señora Raymond, quisiéramos que nos contara lo sucedido.
Lo más curioso de aquello era que, mientras Karen hablaba, se iba sintiendo cada vez más tranquila. Supuso de antemano que Cole le preguntaría el motivo por el que Bruce estaba en el sanatorio y ya tenía la respuesta preparada; no obstante, lo que no pudo prever fue que no haría más preguntas acerca de su «desequilibrio nervioso». Cuando Karen hubo notado que sus explicaciones eran aceptadas, no tuvo ya dificultad en proseguir.
Les contó cómo Griswold la había llamado a su oficina y, a petición del sargento Cole, dijo exactamente la hora. También les contó, aunque de modo aproximado, cuándo había visto a Rita, y al interrumpirle Cole, le dio también las señas y el teléfono de aquélla.
Hasta entonces, todo pareció marchar bien. Pero ahora, al iniciarse el relato de su conversación con la hermana de Bruce, tendría que evitar a toda costa referirse a la advertencia de su cuñada y a su opinión de que Bruce no estaba restablecido del todo.
¿Cómo lograrlo?
La ayuda le vino del exterior, en forma del aullido penetrante de unas sirenas. Luego oyó rumor de pasos al otro lado de la puerta en el vestíbulo, acompañado de un profundo murmullo de voces diversas.
El sargento Cole frunció el ceño e hizo una seña a Hyams.
—Dígales que no hagan tanto ruido —le ordenó.
Hyams se levantó y fue hacia la puerta. Al abrirla se escuchó un barullo tremendo. Salió y, momentos después, el ruido había amainado considerablemente. Hyams volvió a entrar en la habitación cerrando la puerta y volvió a sentarse. Cole miró a Karen.
—¿Decía usted?…
Era fácil reanudar el hilo de su historia, tomándolo en el punto en el que había dejado a Rita para enfilar el camino hacia el sur. Fácil proporcionar a Cole un informe de todos sus movimientos que él pudiera anotar en el bloc: la parada para poner gasolina, el bocadillo, la ruta por entre la niebla y su llegada al sanatorio.
—¿Ha dicho las nueve?
—Aproximadamente. Quizá unos minutos después.
Nuevo rumor de pasos, ahora en el piso de arriba. Cole miró rápidamente hacia el techo, aunque no dijo nada. Hizo una seña a Karen para que prosiguiera.
Ella se sentía titubeante, y no porque tuviera necesidad de ocultar algo, sino por lo doloroso de revelar algunas cosas.
Sin embargo, las preguntas de Cole la guiaron, paso a paso, a través del camino, llevándola hasta la puerta principal de la casa. ¿Qué ocurrió cuando hubo tocado el timbre? ¿Cómo descubrió que la puerta estaba sin cerrar con llave? ¿Qué fue lo primero que notó al entrar?
Las preguntas la fueron llevando de nuevo al interior del edificio. ¿Cuándo vio a la enfermera? ¿Cuál fue su reacción al comprobar que estaba muerta? ¿Pensó en localizar un teléfono en alguna otra habitación y llamar a la Policía?
Pensó que aquello era lo que se denomina simbiosis. Él volcaba interrogantes y ella aportaba respuestas. Pero las primeras eran cada vez más difíciles de asimilar y se preguntó si sus contestaciones resultaban coherentes.
Karen le contó lo del humo y él quiso saber qué había llamado primero su atención, si lo que vio o lo que olió.
Ante su sorpresa a la vista del despacho de Griswold, Cole le fue extrayendo, poco a poco, una completa descripción del aposento y de su contenido.
Llegó luego la parte más escabrosa: la entrada en la otra habitación y el descubrimiento del cuerpo de Griswold. Karen no podía permanecer en aquella estancia de manera prolongada ni siquiera en el recuerdo. La evocación de la imagen y el tufo le provocó un acuciante deseo de huir y precipitó su relato hasta el momento en que, efectivamente, había echado a correr.
Cole levantó el bolígrafo del bloc y le hizo señas de que detuviera su avalancha de palabras.
—Perdone, señora Raymond. ¿Dice usted que se volvió y salió corriendo del despacho del doctor Griswold hasta llegar al vestíbulo?
—Sí.
—¿Qué hizo a continuación?
—Me dirigí a la puerta principal.
—¿Directamente?
—En efecto.
Cole detuvo la escritura sobre el papel, y sonrió a Karen.
—¿Supongo que estaría trastornada, verdad?
—¿Trastornada? Estaba horrorizada.
Cole hizo una señal de asentimiento.
—Descanse y piense un momento. Quizá haya algo que no haya recordado, algo que también sucediera —Karen negó con la cabeza.
—No lo creo.
—¿Subió la escalera? —murmuró Cole.
—No.
—Dice que se sentía presa de pánico, casi conmocionada. ¿No sería posible que hubiera hecho algo sin darse cuenta de sus actos?
Karen frunció el ceño.
—Salí corriendo de la casa —dijo.
—¿Está segura de no haber subido las escaleras antes de salir?
—¿Por qué había de hacerlo?
En aquel momento se abrió la puerta y Montoya entró en el despacho. Karen se volvió y le vio de pie algo más allá. Cole le miraba.
—Lamento interrumpirlo, sargento.
Cole hizo una señal de asentimiento.
—¿Qué sucede?
—Ya han terminado con Griswold y la enfermera —dijo Montoya—. Pero antes de acabar con su tarea han pensado que quizá usted quiera echar una mirada a los cadáveres que hay arriba.