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La luna se elevaba sobre las colinas cuando Karen salió de la autopista tomando una carretera lateral que llevaba a los bosques.

En la distancia, pudo percibir fugazmente por última vez las luces del lugar donde se había detenido para repostar gasolina y comerse un emparedado. Luego, el distante resplandor desapareció definitivamente. La niebla se arremolinaba sobre las curvas de la carretera y Karen puso las luces cortas del vehículo, reduciendo la velocidad, hasta convertirla en un avance lento y precavido conforme el automóvil iba tomando los sucesivos virajes.

No había tráfico alguno ni señal de casas habitadas en aquellas colinas boscosas. La luna se fue elevando y en algún lugar lejano un coyote le pagaba su lúgubre tributo.

La niebla era ya muy espesa cuando Karen alcanzó la bifurcación, pero aún así, percibió el pequeño y modesto letrero sobre una tabla blanca que proclamaba CARRETERA PARTICULAR, y torció hacia la ruta de grava que serpenteaba entre los corpulentos árboles.

En un cierto lugar del camino la luna se ocultó, no quedando otra luz más que la de los faros al inferir sobre la ruta. Dos minúsculas pupilas amarillas miraron el vehículo, por breves instantes, desde el borde del camino, y en seguida desaparecieron con toda rapidez por entre la maleza, dejando a Karen sola.

De pronto, se encontró ante una alta cerca de alambre que marcaba el final del camino. Era de proporciones gigantescas y se curvaba a ambos lados de la carretera hasta donde la vista podía alcanzar, partiendo de una puerta igualmente muy alta. Karen comprendió la finalidad de aquella protección sin sorprenderse lo más mínimo. Lo que sí la dejó estupefacta fue comprobar que la puerta estaba abierta de par en par y por un momento quedó dubitativa, pero luego recordó que estaban esperando su llegada.

Atravesó la puerta, entrando en un camino asfaltado que serpenteaba por entre los árboles. Luego, éstos se fueron aclarando y la luna volvió a salir cual si atisbara la silueta confusa de la casa.

Karen se dijo que en realidad se trataba de algo más que de una casa. Su constructor había realizado en ella el sueño de una mansión situada en un paraje de esplendor solitario. Constaba de dos pisos de ladrillo, con una imponente fachada y alas a ambos lados. La mansión de un millonario en los tiempos en que un millón de dólares significaba, todavía, una enorme cantidad de dinero.

Ahora, la casa estaba destinada a otros fines. Era un «centro de reposo», según el cortés eufemismo empleado al designarla, y sus ocupantes, aunque no millonarios, estaban lejos de poder considerarse pobres. Como Karen muy bien sabía, se necesitaba bastante dinero para contar con los servicios del sanatorio privado del doctor Griswold. Nada tenía, pues, de extraño que aquella residencia quedara limitada a una media docena de ocupantes.

Rodeando el camino, Karen se detuvo ante la entrada principal. La silueta de la casa no estaba, ahora, completamente a oscuras, ya que podía distinguir tras las cortinas corridas que cubrían las ventanas, algunas líneas de luz que arrojaban determinados reflejos sobre las rejas de protección.

Karen abrió la puerta del automóvil y la luz automática iluminó el interior. Se examinó la cara por unos momentos en el cristal retrovisor. Estaba bien peinada y su maquillaje se conservaba intacto desde que lo repasara en el lavabo del café. Sin embargo, tenía un aspecto un poco fatigado y tenso. Desde el momento de partir se había propuesto, con toda energía, borrar de su mente la conversación con Rita, pero algunas frases aún seguían resonando en su cerebro. ¿Y si todavía no está en condiciones? ¿Y si el verte le altera de nuevo? Es un gran riesgo, te lo advierto

Aún no era tarde para rectificar. Podía cerrar la puerta del coche, dar media vuelta y volver a su casa. ¿Su casa? ¿Aquel apartamento vacío por el que llevaba deambulando, sola, durante los últimos seis meses? Demasiado tiempo, desde luego.

Esforzándose por sonreír salió del coche, caminó hacia la puerta y pulsó el timbre. No hubo respuesta.

Volvió a insistir y oyó cómo su apagado zumbido se perdía en el silencio. Eran sólo un poco más de las nueve y aunque el servicio fuera escaso, le pareció imposible que todo el mundo estuviera acostado.

Bajó la mano para probar el tirador y descubrió que éste giraba y que la puerta se abría.

Entrando en el vestíbulo de alto techo y débilmente iluminado, pudo ver en rápida ojeada un suelo de baldosas, paredes cubiertas de madera y oscuras puertas cerradas a ambos lados del recinto, así como una alta y amplia escalera, en la parte frontal. Al pie de la misma, se encontraba una lámpara junto a un pupitre de recepción. Y sentada tras de él había una mujer con uniforme blanco: la enfermera de noche.

Karen vaciló por un instante esperando que la mujer la saludara. Pero se limitó a mirarla sin pronunciar palabra. Conforme se acercaba al escritorio pudo observar que la mujer no sólo la observaba fijamente, sino que estaba como enfurecida. Karen se obligó a forzar aún más su sonrisa. La luz de la lámpara aumentó su brillo, reflejándose en los saltones ojos de la enfermera.

Unos ojos saltones… y una cuerda oscura ceñida fuertemente al cuello de la mujer…

Karen dejó escapar un grito ahogado mientras que, involuntariamente, su mano se alargaba para tocar el hombro de la enfermera. La rígida figura sentada se desplomó de bruces sobre la mesa.

No hubiera servido de nada gritar. De nada, tampoco, tomar el teléfono, puesto que su cordón había sido arrancado y utilizado como dogal.

De nada servía tampoco quedarse allí sin saber qué hacer. Era preciso marcharse cuanto antes, mientras la puerta estuviera abierta. Karen se volvió y fue entonces cuando pudo ver que salía humo por debajo de la otra puerta, la que estaba cerrada en el extremo opuesto al ocupado por el escritorio. Karen recordaba aquella puerta desde su última visita. Era la que daba paso al despacho particular del doctor Griswold.

Se acercó a ella, agarró el tirador y abrió de golpe. Por un momento se vio obligada a cerrar los ojos, mas consiguió abrirlos de nuevo y mirar al frente.

Con una inmensa sensación de alivio, pudo ver que la habitación estaba vacía y que no había allí ningún incendio. El humo procedía de la chimenea situada en la pared opuesta, de la que llegaba también un hedor penetrante a papel quemado cuyos restos se habían ido amontonando sobre los brillantes leños.

Había trozos de papel rotos y esparcidos por toda la alfombra y multitud de sobres vacíos. Algunos cubrían, también, la superficie de la mesa, y unas cuantas hojas colgaban de los cajones abiertos de varios archivadores metálicos, situados en un rincón.

Karen percibió entonces otra clase de tufo. ¿Habrían vertido algo sobre los leños para provocar las llamas? No se trataba de petróleo o de gasolina, sino de algo que despedía un hedor acre imposible de reconocer.

Karen avanzó, mirando los pedazos quemados de papel esparcidos por el suelo. No había nada que indicara la procedencia del otro olor, ni tampoco la de aquel zumbido continuo que sonaba lejano y persistente.

El extraño zumbido…

Karen se volvió y pudo ver la puertecita situada en el lado opuesto de la chimenea y la línea de luz que brillaba por su rendija inferior. El zumbido procedía de allí.

Antes de percatarse con claridad de lo que estaba haciendo, Karen se había acercado a la puerta y la abría.

En el centro de la pequeña estancia de blancas paredes había un sillón; un sillón muy especial de brazos acolchados y soporte para la cabeza; un sillón provisto de muchos alambres que se extendían por doquier, como los hilos de una tela de araña.

Karen reconoció aquello como lo que era: una unidad destinada a la terapia de electro-shock. El zumbido procedía de una vitrina situada detrás y de la que surgían las conexiones. Cada una de ellas terminaba en un electrodo aferrado a la piel desnuda de las sienes, la nuca y las muñecas del cuerpo que aparecía sujeto con correas al sillón. Karen reconoció en seguida a la persona.

—¡Doctor Griswold!

Pero Griswold no respondió. Continuó sentado, donde estaba; atravesado por la corriente zumbadora, con su rígido cuerpo sacudido levemente por impulso de las descargas. Los electrodos estaban fijos a él por medio de tiras de esparadrapo, sin ninguna esponja que protegiera la piel. Karen comprendió ahora cuál era el origen de aquel tufo.

Era un olor a carne quemada.