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En opinión del fallecido Edgar Cayce, la zona conocida como el sur de California puede hundirse muy pronto bajo el mar.

Por lo general, Karen no hacía caso de predicciones como aquélla, y también ignoraba lo relativo a los peligros de la contaminación y los desastres sísmicos; pero, ahora, no se sentía segura. Circulando a empellones por la autopista de Hollywood se preguntó si el augurio no se habría cumplido ya, porque de nuevo creía estar sumergida bajo el agua. A su derecha las altas colinas parecían estremecerse, a su izquierda la torre del Capitolio oscilaba, y la pista, ante ella, se dibujaba confusa con la negrura de su asfalto.

Sólo la velocidad del coche le confería la sensación de estar relacionada con el elemento aire. Su respiración se aceleró conforme trataba de coordinar sus ideas. El sentido común le aconsejaba saltar por el bordillo de la autopista o acaso aprovechar la próxima salida. Pero ya no había tiempo, puesto que iban a dejar en libertad a Bruce.

Puesto que iban a dejar en libertad a Bruce.

Karen intuyó la proximidad de una bifurcación y viró hacia la calzada lateral que la condujo a la autopista de Ventura. El tráfico de media tarde empezaba a condensarse, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la atención fija en la ruta. Aguzó la mirada, pero seguía interiormente borrosa, haciéndola consciente de las profundidades de su entraña visual. Le pareció que su vida entera desfilaba ante sí misma.

Pero ¿qué vida podía recordar? Cierta vez existió una chiquilla que estuvo en Disneyland con papá y mamá. Mas papá y mamá estaban enterrados y la niña se había convertido de la noche a la mañana en una alta joven rubia, de largas piernas que estudiaba en la UCLA y que se licenció más tarde en periodismo. Karen trató de evocar el campus universitario, pero los cabrilleos oscuros volvieron a surgir ante su vista, nublándole el cerebro.

Luego apareció Bruce, iniciando una lenta aproximación hacia ella, y ambos siguieron su ruta más tarde cogidos de la mano bajo la aplastante presión del agua, mientras de sus bocas surgían tenues murmullos de risas, y sus labios se unían brevemente… muy brevemente. Luego, Karen quedó sola de nuevo, trabajando en la agencia, intentando capear la tormenta, aminorar la fuerza de las olas.

Por lo que más quieras, basta —se dijo a sí misma—. No sigas jugando con las palabras. Ahora no estás redactando textos publicitarios, ni te ahogas en nada… excepto en tus propias recriminaciones.

Karen parpadeó sintiendo acelerarse su interés, cuando tomaba la calzada derecha que conducía al norte de la autopista de San Diego. Ya estaba bien de juegos de palabras. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo y a dónde quería ir.

Mientras veía la rampa cada vez más cercana, un avión retumbó sobre ella, dejándose caer sobre la pista, deslizándose al otro lado de las calzadas. Lo perdió de vista al enfilar la rampa y descender para tomar una curva a la izquierda que, por un paso inferior, la condujo a la calle.

Avanzando a velocidad reducida, percibió de improviso el aire acre y caliente del valle de San Fernando. De su imaginario mundo submarino había pasado a un desierto. En un tiempo no muy lejano, también el valle había sido un desierto arenoso, hasta que un millón de colonos se instaló en él, invadiéndolo con sus enclenques arbustos y sus casitas parecidas a cajas de galletas. Pero a pesar de los supermercados, las boleras, los talleres de reparación de automóviles, los cines al aire libre, los bares de hamburguesas y las funerarias también al aire libre, aquello continuaba siendo un desierto. El viento impulsando la arena por los aparcamientos de los centros comerciales, donde los descendientes de los laboriosos pioneros compraban pantalones a rayas como los que Karen inmortalizara en su proyecto publicitario.

Karen siguió su ruta hacia el oeste, con el sol de cara; torció hacia el norte luego de un «stop» luminoso y continuó bordeando el dilatado espacio del aeropuerto, a su derecha, donde el avión que antes pasara sobre ella, se desplazaba pesadamente después de aterrizar. Entró por la tercera puerta y se detuvo, finalmente, junto a unos monoplanos que se agrupaban al lado de un hangar con techo de hojalata, como inertes abejas metálicas ante un panal vacío.

Anexa al almacén se veía una edificación cuadrangular, de tablones, con un letrero medio despintado en el que se leía: Raymond’s Charter Service. Sobre la puerta, un rótulo menor indicaba: Oficinas. De pie ante dicha puerta, entornando los ojos por causa del sol, estaba Rita Raymond viendo acercarse a Karen.

Al verla, Karen se dijo por enésima vez: Cuánto se parece a Bruce. Y también por enésima vez volvió a sentir la misma sensación de titubeo al acercarse a ella. Porque sabía muy bien que no obstante el asombroso parecido físico con Bruce, Rita era muy distinta a él.

Rita era alta, de pelo oscuro, cara bronceada y ojos castaños y sombríos. Vestía pantalón tejano, botas y una camisa descolorida, de manga corta. El conjunto no disimulaba en modo alguno la anchura de sus caderas y la evidente plenitud de sus senos. Los ojos, la nariz y la boca podían ser idénticos a los de Bruce, pero aquel cuerpo era exclusivamente suyo. En opinión de Karen, el físico de Rita debía constituir una propiedad muy personal, porque nunca había visto a la hermana mayor de Bruce acompañada de ningún hombre. Si disfrutaba de una vida sexual debía hacerlo muy a escondidas, en contradicción con la exuberancia de tales atributos. Pero era capaz de profundos afectos: le gustaban los aviones, los minuciosos cuidados mecánicos que les prodigaba, el volar, y asimismo amaba a su hermano.

Pero no a mí, se dijo Karen. Y vaciló una vez más sintiendo la mirada incisiva de Rita.

Tuvo que hacer un esfuerzo para seguir acercándose, obligarse a una sonrisa y a un saludo.

—Veo que ya te has enterado de la noticia —dijo Rita.

—Sí —repuso Karen con voz insegura—. ¿Te han llamado a ti también?

—El doctor Griswold me telefoneó anoche.

—¿Anoche?

Karen no pudo impedir cierta expresión de sorpresa. En cambio, Rita no alteró su actitud. Se hizo a un lado y la invitó a entrar.

—Pasa.

Una vez dentro, Rita le indicó un asiento junto al gran ventilador eléctrico puesto en el suelo. Karen percibió en seguida la fuerte vibración del aparato, cuyo chorro de aire agitaba los mapas de vuelo clavados en la pared.

—Supongo que pensarás ir —inquirió Rita.

—Desde luego. Ya estoy en camino.

—¿Ahora? ¿Esta noche?

—Salí del trabajo apenas recibí el recado —manifestó Karen sintiéndose nerviosa bajo la mirada inflexible de Rita. El aire del ventilador le agitaba el cabello—. ¿Crees que iba a retrasarme un minuto más de lo necesario?

—No —dijo Rita moviendo la cabeza—. Ya le advertí a Griswold que no esperarías.

—Ya he esperado bastante… Hace más de seis meses. ¿No crees que es hora de que vea a mi marido?

—No es ésa la cuestión —replicó Rita—. Se trata de un caso clínico.

—El doctor Griswold me dijo que podía ir. Quiere que Bruce me vea. ¿No te ha informado de ello? Su reacción le hará decidir si está o no en condiciones de ser dado de alta.

—Lo sé —dijo Rita encendiendo un cigarrillo y dando una profunda chupada—. Pero me acuerdo de la última vez que lo visitaste.

—Entonces Bruce estaba enfermo… las dos lo sabemos. Ahora ha recuperado la normalidad. Tú misma lo dijiste.

Rita exhaló el humo. El aire del ventilador lo convirtió en un halo gris que, al disolverse, enmarcó su cara.

—Te dije que entonces me pareció totalmente normal. Y ha ido mejorando una semana tras otra —el halo se disolvió y Karen pudo ver de nuevo la fría mirada—. No debes olvidar una cosa importante: que soy su hermana. Y que nunca tuvo motivos para enfadarse conmigo.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Karen sintiendo cierta tensión en la mandíbula y las sienes—. ¿Insinúas que soy la responsable de lo sucedido?

La única respuesta fue seguir oyendo el zumbido monótono del ventilador. Karen pensó: Con todas esas insinuaciones intenta disimular el odio que siente hacia mí. Quiere que sea yo la culpable.

Le latían las sienes y su mandíbula se había puesto tan rígida que le era difícil articular palabra. Finalmente pudo decir:

—De acuerdo. Soy yo la responsable de que Bruce ingresara en el sanatorio. Tú lo has ido a ver cada semana. A mí me dijeron que no lo hiciera y no lo hice. He estado seis meses sin aparecer por allí. Ahora tengo permiso y pienso aprovecharlo. Si está en condiciones de salir, ello forma parte de mi responsabilidad. He de procurar que no permanezca encerrado ni un minuto más de lo necesario.

Rita aplastó la colilla.

—Sólo quiero añadir una cosa —dijo entornando los ojos al mirarla—. ¿Y si no estuviera completamente restablecido? Supongamos que al verte empeora otra vez. ¿Estás también dispuesta a aceptar esa responsabilidad?

Karen tuvo que callarse, mientras el eco de la pregunta quedaba pendiente en el aire.

—¿Por qué te llamó Griswold antes que a mí? —preguntó finalmente.

—Porque he estado visitando a Bruce todo este tiempo, y quería conocer mi opinión antes de decidirse.

—¿Y se la has hecho saber? —la voz de Karen era casi inaudible—. Le dijiste que Bruce no estaba en condiciones para verme.

—Le dije la verdad —contestó Rita—. Es decir, que a mi modo de ver, resulta peligroso poneros frente a frente sin haber advertido a Bruce con anterioridad. Me contestó que lo pensaría.

—Entonces, si me llamó hoy, es porque lo ha pensado. —Karen se levantó—. Pues bien, si él está dispuesto a correr ese riesgo, yo también.

—No sois sólo tú y Griswold quienes corréis el riesgo, sino también Bruce —dijo Rita—. ¿Es que no te das cuenta?

Karen empezó a caminar hacia la puerta, pero Rita se interpuso rápidamente en su camino, sujetándole un brazo con sus fuertes dedos.

—Te lo advierto. No vuelvas con mi hermano.

Karen se liberó de un tirón.

—Es mi marido —repuso—. Y quiero que viva conmigo.

—No vayas a verle.

La dura voz de Rita se confundió con el zumbido del ventilador conforme Karen la empujaba y salía de la estancia. Rita no hizo ningún intento para seguirla, pero cuando Karen se deslizaba en su asiento del coche creyó oír que la llamaba. El ruido del motor le impidió oír sus palabras y la escasa claridad reinante tampoco le permitió ver la expresión sombría de su cara.

Karen tomó la curva y bajo la luz crepuscular se dirigió velozmente hacia la verja de salida, tras de lo cual torció a la derecha enfilando la calle, hacia el sur.

Se había hecho de noche con una rapidez inusitada.