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Después de comer, Karen regresó a su despacho.

Parpadeaba por culpa de la niebla que envolvía las calles, aunque sin experimentar ninguna sensación de molestia. Siempre había niebla en la parte baja de Los Ángeles. O, al menos, frecuentemente. Para ver al oculista era mejor elegir un día claro.

La empresa donde trabajaba Karen se encontraba en un alto edificio, propiedad de una firma de préstamos y ahorros. Miles de inmuebles semejantes parecían haber brotado por toda la ciudad en los últimos años. Si los tumbaran en el suelo, uno junto a otro, hubieran parecido la consecuencia lógica de un nuevo terremoto.

Karen aceptó la posibilidad del terremoto del mismo modo que aceptaba la niebla. No era cosa suya. El nombre que marcaba la puerta de aquel apartamento del piso diez era el de la «Sutherland Advertising Agency, Inc.».

Abrió y entró en la recepción saludando a Peggy, que se hallaba tras el cristal divisorio. Como pasa con las recepcionistas de su clase, Peggy había sido elegida más por lo espectacular de su figura que por lo despejado de su inteligencia. Era como una especie de palurda puesta en una vitrina.

Peggy le dedicó una superficial sonrisa de segunda clase, y apretó el botón que abría, con un zumbido, la cerradura de la puerta sin placa alguna, situada al fondo a la derecha. Karen giró el tirador y entró en el pasillo que se hallaba al otro lado.

Acababa de entrar en un mundo distinto. Suther Land, «la tierra del sur», según su geografía particular. El largo pasadizo que estaba recorriendo era como una ruta que la llevara a un ambiente extraño y remoto.

Detrás de una doble puerta revestida de roble se hallaba el salón del trono de quien regía la empresa: Carl Sutherland III. Lo más curioso era que no se veía en él ninguna mesa escritorio. Pero es que en el reino de los negocios, la mayor muestra de supremacía consiste en tener un despacho desprovisto de tan degradante instrumento de trabajo. Cuanto el directivo moderno necesita es una instalación de bar lo más ostentosa y amena posible, un intercomunicador y un dictáfono. Un dictador. Tal era la auténtica función de Sutherland. Claro que los directivos pasan muy escasos momentos en salones del trono y por ello el mayor de los despachos de la Sutherland Advertising Agency estaba casi siempre vacío. Karen sólo había visto a aquel hombre un par de veces, durante los cuatro años que llevaba trabajando allí, habiéndose esfumado seis meses antes, cuando sufrió un ataque al corazón, a bordo de su yate. A partir de entonces, el negocio de la agencia había aumentado casi un veinte por ciento; pero pudo tratarse de una simple coincidencia.

Karen avanzó por el recinto, pasando ante las puertas más sencillas, aunque revestidas de roble, de los despachos que seguían en importancia al del jefe. Eran cinco y estaban ocupados por los cinco administradores principales. Éstos disponían de mesas escritorios, pero como una deferencia a su alto cargo, no había encima de ellas nada en absoluto, excepto un teléfono. Los montones de papeles se acumulaban en las mesas más modestas de sus secretarias particulares. Y, lo mismo que su jefe, rara vez se veía en sus despachos a los administradores, pero sus secretarias sabían dónde encontrarlos y cómo intervenir las llamadas de sus esposas.

Más allá, siguiendo el corredor, se amontonaban los dominios del director artístico, del de medios de comunicación y del de impresos. Sus recintos eran menores y estaban comunicados por una sala de reuniones de uso común. Y desde luego, se hallaban siempre ocupados. Las puertas se abrían y se cerraban sin parar, entrando y saliendo por ellas impresores, grabadores, jefes de ventas, mensajeros y personal de menor importancia que llevaba y traía escritos. A veces los reunidos, con su profusión de voces y de imprecaciones, se desbordaban por el pasillo; pero Karen estaba acostumbrada a esquivar a los grupos que le impedían el paso.

Volvió la esquina del corredor y siguió caminando por delante de una sucesión de cubículos sin puerta, alineados a ambos lados, especie de celdas cada una con su ventana y con el espacio justo para contener un archivador, dos sillas y un pequeño pupitre o tablero para cada ocupante. Una cosa muy simple, pero nadie hubiera esperado que dibujantes o redactores fuesen capaces de impresionar a nadie. Se limitaban, sencillamente, a realizar el trabajo de creación que mantenía activa a la agencia.

Al extremo del segundo pasillo, Karen llegó a su propio cubículo, dejó el bolso en un cajón, apartó el teléfono hacia un lado y se sentó para estudiar el proyecto, ya aprobado y firmado, de un anuncio en blanco y negro, a toda página, que debería aparecer en diversas revistas de modas relacionadas en una hoja adjunta, con las correspondientes fechas de publicación. Miró las notas y sugerencias y examinó el proyecto, tratando de imaginarse cómo sería una vez terminado.

En primer plano, con los brazos cruzados desafiadoramente sobre el desnudo tórax, aparecía un despectivo joven con el pelo en desorden, cayéndole sobre la frente, entornados los pesados párpados, mirando con aire de drogado. Los pantalones a rayas muy ceñidos en la entrepierna, como una velada sugerencia.

Tras él, la muchacha, toda ángulos y codos, manos en las caderas, piernas separadas. Cabellos largos, cayéndole a ambos lados de una cara de pómulos salientes, y una boca de trazo sombrío. La típica joven bruja afectada de desnutrición o actuando de estrella en una película de Andy Warhol.

Entre los dos, una bicicleta. No una motocicleta. Sólo los cerdos usan motocicletas.

Karen hizo una distinción mental entre cerdos como insulto y cerdos como animales útiles. Si hacía alguna referencia a la bicicleta debería tenerlo presente. Por otra parte, el anuncio era de pantalones, y valía más concentrarse en dicha mercancía. Empezó a formar frases y a descartarlas. El vocabulario popular del año anterior no servía ya para nada. La nueva generación era conocida como la de la «gente encantadora». Las ropas debían ser pesadas y extrañas; Karen tomó el bloc de notas y redactó un proyecto de frase: En marcha para la acción.

No valía la pena perder el tiempo en una descripción de aquellos pantalones. No se compran pantalones a rayas. Se compra al aspecto de los pantalones. Pero el aspecto ¿qué significaba? Profundidad. A fondo. Echar el resto. El diccionario de frases modernas sonaba como la descripción de las actividades en una casa de fulanas.

Mas por otra parte, ¿quién era ella para expresar un juicio? Se dijo que aquello era una casa de fulanas que azuzaba las apetencias de los jóvenes. Y su trabajo, el de una prostituta. Al año siguiente, las frases cambiarían, pero ella seguiría siendo una furcia. A menos de dejar ese empleo y adoptar una profesión honrada. Pero por el momento, necesitaba el dinero, y Bruce también, y lo mejor era continuar con su trabajo.

Sonó el teléfono y Karen tomó el auricular.

—¿Cariño?

Reconoció la voz y el tono del jefe de redactores.

—Sí, señor Haskane.

—Acaba de llamar Girnbach. Quieren también el texto cuando veamos el dibujo esta tarde.

—Estoy trabajando en ello. Quedará listo en veinte minutos.

—¡Espléndido! ¿Lo traerá aquí o voy a su despacho?

—Se lo llevaré en cuanto haya terminado.

—No es preciso que llame. La espero con champán frío y un colchón bien caliente.

Karen dejó que el jefe de redactores colgara sin haberle dado una respuesta. ¡Pobre Haskane! Comprendía su estado de ánimo. Un hombrecillo rollizo y calvo, atrapado en medio del conflicto generacional. Un barrigón sin estómago para afrontar determinadas cosas.

Debía resultar duro trabajar rodeado de visiones fascinantes que nunca podría hacer realidad. De anuncios de pantalones «marchosos» sin comprender las posibilidades que aquello involucraba. Sintiendo celos de los miembros de la empresa que se gastaban cantidades enormes en viajes para obtener fotografías destinadas a la publicidad en las revistas, yendo a Cannes una semana para captar la imagen de una modelo desnuda sosteniendo en alto una bombilla tan bisexual como ella misma. Haskane aportaba las palabras mientras los otros disfrutaban de los hechos. No era extraño que se mostrara tan descarado por teléfono.

Karen se preguntó qué pasaría si alguna vez le seguía la corriente en alguno de aquellos excesos verbales. Era capaz de caerse muerto mientras se dirigían hacia un motel. O a lo mejor, ¿quién sabe?, le daba una sorpresa.

Aunque lo grave sería si la sorpresa se la daba a sí misma. Después de todo, hacía ya mucho tiempo que no había recorrido la ruta del champán frío y del colchón caliente. ¿Cómo estar, pues, segura de sus propias reacciones? ¿Acaso no vivía sujeta a las mismas presiones que aquél a quien se jactaba de compadecer? Lo que hacía era vender sexo y no comprarlo; actuar de dama de honor, pero nunca de novia. Había sido novia una vez. Luego se convirtió en esposa. La señora Karen Raymond. Aunque sólo de nombre. ¿No se decía así ahora?

¡Al diablo con ellos! Y sobre todo con Ed Haskane y sus insinuaciones. Probablemente, ambos eran tal para cual. No viejos ni feos, pero sujetos a anticuadas costumbres producto de su ambiente cotidiano.

Karen movió la cabeza y no quiso pensar más en el asunto. Volviéndose hacia la máquina de escribir, puso papel y copiador y durante los siguientes veinte minutos, se concentró en la imagen de aquel muchacho displicente y medio desnudo y en su desgreñada compañera, ignorando sensatamente el impulso que la inducía a escribir al pie del anuncio: «Yo, Tarzán; tú, la mona».

La portátil eléctrica zumbaba, mientras ella murmuraba entre dientes, hasta que, finalmente, la página quedó cubierta por una prosa tensa en la que se encomiaban las inefables glorias de un par de pantalones listados con alusiones a la entrepierna, todo ello muy adecuadamente descrito.

Karen sacó el papel de un tirón, depositó una copia en el cajón del escritorio, y sujetó la otra copia y el original, con un clip, a la parte superior del boceto. Se levantó e iba ya hacia la puerta, cuando el teléfono sonó de nuevo.

Volvió al escritorio, descolgó y esperó a que le hablaran.

—¿La señora Karen Raymond?

—Yo misma.

—Un momento, por favor.

Se oyó entonces al comunicante. Ella escuchó sus palabras, diciendo «sí, sí» varias veces y «muchas gracias» sin que le fallara la voz.

Pero al colgar de nuevo, casi no acertó en el soporte, de tal modo le temblaba la mano.

Recorrer el pasillo hasta el despacho de Haskane fue como andar bajo el agua, y cuando tomó el tirador de la puerta, su mano seguía temblando.

Abrió, no obstante, y entró en el despacho de Haskane, e incluso consiguió salir airosa del insípido cambio de impresiones acerca del anuncio.

La voz de Haskane sonaba desvaída, y su cara de luna tenía un aspecto distorsionado y acuoso, como la de esos peces hinchados que nadan tras el cristal de un acuario. Karen logró entender que le gustaba su texto y que quería que lo pasara a limpio para presentárselo al cliente aquella misma tarde, a última hora. ¿Le importaría estar a mano y tomar parte en la reunión, por si se proponía algún cambio?

Karen se ahogaba, le pareció como si se hundiera en la tercera zambullida, pero logró salir a flote en el último instante, tratando de respirar desesperadamente.

Haskane la miró, preocupado.

—¿Le pasa algo?

—Si no le importa, preferiría no asistir a la reunión. Quisiera salir pronto.

—¿Dolor de cabeza?

—Sí —dijo Karen, aspirando el aire con dificultad.

—Bueno. No creo que haya problemas. Puede retirarse.

—Gracias —dijo Karen, con una mirada de agradecimiento, saliendo a continuación.

Lamentaba no haber podido decirle la verdad.

No quería ver la expresión de su rostro cuando le explicara: «Lo siento, pero tengo que irme en seguida a Topanga Canyon. Acaban de notificarme que mi marido va a salir del manicomio».