No, Harvill, en serio,

¡cómo se te ocurre!

Era un bonito y despejado atardecer y la vista desde Fountain Square no podía ser más espectacular. Delores Maranzano estaba junto a la gran ventana panorámica del salón de su suite en la Pinnacle Floor de The Memphis, contemplando las luces de la ciudad que empezaban a guiñar y titilar en el fresco aire otoñal. Llevaba puesto un vestidito negro de Coco Chanel porque acababa de llegar del funeral por el pobre Frankie en la catedral del Santo Nombre, donde habían dicho la novena que el señor Endicott había tenido la amabilidad de pagar, con el decorado medieval de una espléndida catedral católica al fondo y un coro completo.

Ahora estaba tomando un gin-tonic para animarse mientras admiraba el panorama. Pero estaba intranquila. Las cosas no habían salido bien en aquel rancho en el monte; de hecho, habían salido francamente mal.

Delores no solo había perdido a cuatro buenos jóvenes de su plantilla, sino también a su sobrino Manolo, que había acabado con la cara reventada de un tiro en medio de aquel fiasco y ahora yacía en la morgue del Lady Grace, en una camilla metálica, junto a otros cuatro cadáveres.

El estado de Manolo le había sido descrito por un tal agente Boonie Hackendorff del FBI (cuyas oficinas, al otro lado de la plaza, ella estaba mirando en ese momento) con estas palabras: «Esto es de ataúd cerrado, señora. De ataúd cerrado».

Por lo visto, la investigación pertinente iba a enturbiar el futuro inmediato de Delores, y el agente Hackendorff había dado muestras de ser un hombre muy insistente. Bueno, ya pensaría en eso otro día. Al menos había un lado positivo.

Había sabido, por boca de Tony, que los socios de Frankie estaban realmente impresionados ante la energía demostrada en su intento de vengar la injusta muerte de su marido, y que, si bien la operación había sido un fracaso, ese despliegue de determinación y coraje por su parte le había hecho subir enteros dentro de la organización. Estas cosas cavilaba Delores cuando llamaron a la puerta.

Frankie Il Secondo estaba en el veterinario recuperándose de la extirpación de sus cuerdas vocales, de modo que Delores no tuvo que aguantar un estridente crescendo de gañidos histéricos mientras iba a abrir.

El señor Endicott llegaba, como siempre, puntual. Allí estaba, iluminado por el aplique que había sobre la puerta, con una sonrisa triste y cordial en los labios y un ramo de rosas blancas en la mano.

—Gracias por acceder a recibirme —dijo.

—No tiene importancia. Pase, por favor.

Delores se hizo a un lado e inclinó levemente la cabeza, invitándolo a entrar.

Él notó rápidamente la mejora; buscó con la mirada a Frankie Il Secondo y no lo vio por ninguna parte. Con las flores todavía en la mano, se detuvo en medio de la estancia a la espera, supuso Delores, de que ella hiciese algo inteligente con el ramo.

Delores sonrió, fue con las rosas a la cocina, llenó el fregadero de agua, puso allí el ramo apoyado en vertical y volvió con una botella de Pellegrino y dos vasos. Dejó las cosas sobre la mesita baja y le sirvió un vaso al señor Endicott, que parecía incómodo.

—Le agradezco mucho que haya aceptado verme, señora Maranzano…

—Por favor, ¿después de todo lo que hemos pasado? Hablémonos de tú.

Endicott hizo una ligera venia.

—De acuerdo. Soy plenamente consciente de que los acontecimientos del fin de semana te han supuesto toda una serie de problemas, y créeme que lo lamento. Fue mala suerte que cuando tus hombres llegaron allí se encontraran con que varios policías habían ido de visita al rancho. Si no me equivoco, el agente Hackendorff del FBI se habrá puesto en contacto contigo…

—Así es. Esta misma mañana. A primera hora.

—¿Ha sido muy… antipático?

—La verdad es que no. El hombre tenía la impresión de que mi sobrino, Manolo, había decidido tomar la iniciativa por su cuenta y riesgo. Yo le he dicho que no sabía nada de que Manolo tuviera planes en ese sentido y que, de haberlo sabido, habría hecho cualquier cosa para impedírselo.

—Excelente. ¿Puedo preguntar si…?

—¿Si salió tu nombre a relucir?

Endicott inclinó la cabeza.

—En ningún momento. Para qué complicar las cosas, ¿no?

—Excelente. Gracias por tu discreción. Confiaba en que tu respuesta fuera esa.

—Ya. Me lo imagino —dijo Delores, con una astuta mirada de abajo arriba que fue inequívocamente seductora.

«Dios mío».

«¿Me está tirando los tejos esta mujer?».

Endicott había pensado cargársela con uno de los cuchillos de cocina (los vigilantes de abajo eran demasiado meticulosos como para arriesgarse a subir con un arma de fuego), pero sabe Dios que tenía un tipo espectacular, y la pobrecilla lo pasaba tan mal…

«Ordenar sobre la marcha» era su lema. Y en cuanto hubiera ordenado el problema Delores, pensaba volver a casa de Warren Smoles y ordenarlo a él también.

Había optado por quedarse a vivir discretamente en casa de Warren, ya que tanto hoteles como moteles eran un poco peligrosos para él en aquellos momentos. Incluso había decidido alargarle la vida a Warren unos días más. Ahora mismo el hombre estaba en casa, tumbado en su cama extragrande, desnudito, atado y amordazado.

El motivo de semejante decisión era principalmente que, habida cuenta de que el abogado se había vuelto locuaz, Endicott estaba aprendiendo muchas cosas sobre los entresijos de Cap City. Niceville y Cap City estaban llenas de posibilidades para un psicópata con talento y espíritu emprendedor. En cuanto a Delores, siempre podía cortarla a pedacitos después de haber hecho el amor. Estaba casi seguro de que en algún lugar del apartamento había un jacuzzi. Para esas cosas eran perfectos. Con renovado interés, Endicott observó que ella intentaba seducirlo.

El vestido que llevaba era negro. Delores cruzó las piernas con devastadores efectos y acto seguido se inclinó para escanciar más Pellegrino, regalándole una breve vista de sus maravillosos pechos. La nueva perspectiva le permitió a él concluir que Delores no llevaba sujetador. Siempre inclinada hacia delante, y separando ligeramente las piernas, ella le pasó el vaso.

Endicott empezó a notar que le ardía la piel.

Ella se recostó en su asiento y volvió a cruzar las piernas, esta vez más despacio. El efecto fue aún más devastador.

—Delores, déjame decirte que esta noche estás guapísima. Hay veces en que la pérdida hace que una mujer…

Delores se levantó.

—Voy a ponerme algo más cómodo, Harvill. Vuelvo en cinco minutos.

Él le concedió tres. Tenía puestos los calcetines y el calzoncillo, pero por lo demás estaba desnudo cuando abrió la puerta del dormitorio grande con el pie izquierdo. Llevaba en cada mano un vaso de vino blanco, de modo que no pudo hacer gran cosa cuando Desi Muñoz le golpeó en la nuca con el cañón de la Dan Wesson calibre 44 de Frankie Maranzano.

Las gafas salieron volando, y el señor Endicott se desplomó en el suelo. Giró sobre un costado y al mirar arriba vio la mole de Desi. Ni siquiera contento era, el tal Desi Muñoz, una visión agradable. Y en aquel preciso momento no estaba contento ni mucho menos.

—Desi, te hacía en Leavenworth…

—Pues ya ves.

Delores estaba detrás de él, medio desnuda.

Y, a diferencia de Desi, ella sí parecía contenta. Mucho.

—Me dijiste que estaban en Leavenworth. Pregunté por ahí y me enteré de que Desi había salido. Pensé que debía llamarlo, Harvill. A ver, somos todos de la misma familia, ¿no es cierto, Desi?

—Y que lo digas, joder.

—Desi ha accedido a ocuparse de mi parte del negocio. Tiene mucha experiencia en esto. El señor LaMotta y el señor Spahn vendrán más adelante. Qué emoción, ¿verdad? Y todo gracias a ti, Harvill. Desi, ¿le vas a pegar un tiro aquí mismo? Es que, verás, la alfombra es nueva…

Desi frunció el ceño.

—Está bien. ¿Dónde lo hago entonces?

—¿Qué tal en la bañera del cuarto de invitados? Es un jacuzzi. Lo digo por la sangre y los trocitos repugnantes y tal…

—Vale. En el cuarto de baño. Levanta, Harvill.

Camino del cuarto de baño, el señor Endicott trató de pensar a toda velocidad. Sabía que algo se le iba a ocurrir. Y, en efecto, así fue. Y no pudo ser más brillante, pero antes de que tuviera tiempo de poner la operación en marcha, Desi le pegó un tiro en la nuca. Que te peguen un tiro ahí, a quemarropa, con un revólver del calibre 44 hace que la idea misma de tener cabeza se vuelva más que discutible.

Como era un caballero, al menos en lo concerniente a extías buenas semidesnudas con un patrimonio valorado en treinta millones de dólares, Desi Muñoz tiró los restos mortales de Harvill Endicott al jacuzzi para que se desangrara él solito.

Después, Delores y él volvieron a la sala de estar y procedieron a conocerse mejor el uno al otro.

Como nota al pie de la prematura decapitación a que fue sometido Harvill Endicott, debe mencionarse que la ausencia de Warren Smoles del mundillo social de Niceville tardó casi tres semanas en ser notada. Sus colegas del bufete de abogados conocían la paliza a que lo había sometido Teddy el Terrible (había sido durante días la comidilla de los círculos judiciales; lo del «sultán de la Cochambre», creación del juez Monroe, estaba en boca de todos), y no les extrañó que Smoles no asomara la cabeza.

Warren Smoles no tenía amigos personales, y cuando las mujeres de la limpieza se presentaron el miércoles siguiente y encontraron la casa cerrada y el código de la alarma cambiado, simplemente lo pusieron en la lista de «clientes tachados». A nadie más le importó un pito el señor Warren Smoles.

Exceptuando a los gatos, claro está.

En vista de que el nuevo individuo no volvía, de que el pienso se acababa, de que el abrelatas eléctrico continuaba siendo una misión imposible para ellos y de que para beber no tenían más que el hilillo de agua que bajaba de una bañera en el tercer piso, los gatos empezaron a interesarse un poco más por Warren Smoles.

Este estaba despatarrado encima de su cama extragrande en la habitación principal, tal como lo había dejado Endicott. Estaba atado como un jamón navideño y tenía un agujero de bala en el muslo izquierdo.

Pero aún vivía.

Cada vez que los gatos se colaban en la habitación, él se debatía en la cama y hacía ruidos raros para llamar su atención. Por desgracia, si el abrelatas eléctrico ya era demasiado para unos animales que carecían de pulgares oponibles, ni que decir tiene que los mininos poco podían hacer con los nudos, las mordazas y las esposas de cuerda plastificada que impedían a Warren Smoles moverse de donde estaba.

Eso sí, mirarlo era muy divertido.

Siendo gatos, enseguida perdieron interés por lo que hacía el humano y decidieron reanudar sus esfuerzos por conseguir algo que llevarse a la boca. Al final todos ellos comprendieron que en la maldita casa no quedaba absolutamente nada que comer.

La mañana del quinto día empezaron a congregarse otra vez alrededor de Smoles. Él, para entonces, ya no se debatía ni hacía ruiditos raros. Estaba muy deshidratado y perdía el conocimiento cada dos por tres. Los gatos, que eran quince, se instalaron en la cama y contemplaron a Smoles con ojos entornados.

Tras un rato de indecisión, uno de ellos (un atigrado, como no podía ser menos) le pegó un mordisco a modo de ensayo. Smoles pareció revivir un poco como consecuencia de ello; hizo bastante más que retorcerse y menearse, y retomó su manía de emitir sonidos agudos. Pero enseguida quedó en evidencia que, aparte del baile de san Vito y el recital de alaridos, Smoles era básicamente inofensivo.

Los de raza maine coon fueron los primeros en ponerse en faena, y al poco rato los demás se animaron también. Hubo consenso: Smoles sabía a jamón.