Ordenando sobre la marcha
Warren Smoles tenía sintonizada la radio por satélite del Mercedes cuando recorrió el camino particular hasta el garaje de su casa estilo château en The Glades. Era el edificio más grande de una larga y sinuosa manzana punteada de robustas palmeras, acebos y buganvillas. El resto de las casas eran mansiones al estilo Frank Lloyd Wright típico de los cincuenta y chalets tipo art-decó versión Hollywood, de ahí que la casa de Warren Smoles destacara tanto como lo hacía su propio dueño. La canción que sonaba en ese momento era «So You Had a Bad Day», y la había puesto porque encajaba con su estado de ánimo.
Para él era nuevo que alguien lo tratara como lo había hecho esa mañana Teddy Monroe, y Smoles tenía pensado encerrarse en su minipalacio el resto de la tarde y automedicarse con un buen Tanqueray y varias horas de fútbol americano en DVD. Luego, cuando se hubiera reencontrado a sí mismo, ya pensaría alguna manera de devolverle la pelota al hijoputa del juez. De momento, tocaba batirse en retirada y hacer examen de conciencia.
Smoles vivía solo en la enorme mansión por diversas razones, la principal de ellas el hecho de que nadie quisiera compartir su vida con él en aquella casa. El servicio le duraba poco, los perros se le escapaban, y había probado con peces, pero se le fugaban también; nunca había averiguado cómo, pero el caso es que volvía a casa y se encontraba las peceras vacías.
Entonces le dio por los gatos, que son tan suyos como los perros, pero siempre están más dispuestos a dejarse vender por una cama blanda y comida a horas fijas.
Smoles tenía ahora una quincena de gatos rondando por la casa, la mayoría atigrados, un par de grises de seis dedos (como los que en su día tuvo Hemingway), y tres maine coon casi tan grandes como rottweilers. No les había puesto nombre, a ninguno (bautizar gatos era como bautizar gaviotas), y conseguir que la casa oliera tan bien como olía siempre requería contar con todo un ejército de mujeres de la limpieza a razón de tres días por semana. A cambio, nunca había tenido problemas con roedores de ninguna clase y menos aún con esos putos pájaros cantores que siempre dan la lata con sus trinos.
Dejó el coche en el garaje y llegó por un pasillo hasta la puerta lateral de la casa. Para entrar tuvo que teclear una larga y complicada contraseña.
Llevaba consigo una bolsa de latas de comida para gato, una botella de litro y cuarto de Tanqueray y tres limas frescas, de modo que cuando oyó el clic, empujó la puerta con la puntera del zapato, pasó a la zona de ocio y cocina americana y dejó la bolsa sobre la encimera de granito.
No había ningún gato rondando por allí.
Qué raro.
Normalmente aparecían al oírlo entrar, o estaban ya esperándolo junto a la puerta nada más oír el coche. Y no porque le quisieran ni les cayese bien, en absoluto, sino porque ninguno de ellos sabía cambiar la arena o utilizar un abrelatas eléctrico.
Pero ¿dónde se habían metido hoy todos?
Rodeó la encimera para ir al salón grande, una estancia de paredes de piedra presidida por un gigantesco televisor de pantalla plana y un sistema de entretenimiento capaz de llegar literalmente a las estrellas y captar programas de entrevistas hasta del espacio exterior, suponiendo que allí los hubiera, cosa que de momento no era así.
En las paredes había un sinfín de fotografías de Warren Smoles estrechando manos y compartiendo glaciales sonrisas con toda suerte de famosos del cine y la televisión, deportistas de élite y políticos, ninguno de los cuales parecía tan encantado como Smoles de salir en la foto.
Tampoco allí había gatos.
Se asomó al pasillo que iba hasta la puerta principal.
Nada. Ni un solo gato.
Raro. Muy raro.
«Pues que les den», pensó dando media vuelta con la idea de dar comienzo al festival Tanqueray. Pero entonces vio a un caballero alto y bien vestido, si bien un tanto fúnebre, sonriéndole desde el otro lado de la encimera de granito.
—Ya sé lo que va a decir —dijo el hombre.
—¿Quién coño es usted?
—¿Lo ve? Ahora pregúnteme cómo he entrado.
—Me importa un comino cómo haya entrado. ¿Quién cojones es usted? ¿Vende seguros?
—No. Soy coleccionista privado. Me llamo Harvill Endicott.
—¡Virgen Santísima! —exclamó Smoles, un tanto aliviado.
No conocía a Endicott personalmente, todos los asuntos los habían tratado por teléfono o a través de internet. Es más, el sistema utilizado por Endicott para contratarlo había sido vía PayPal.
—No era mi intención alarmarlo —dijo Endicott procurando tranquilizar al otro.
—Déjese de tonterías. Lo que quiero saber es por qué no me ha avisado mi alarma, coño. Oiga, ¿y qué ha sido de todos mis gatos?
—Tiene usted un sistema antirrobo poco fiable. Le sugiero que invierta en uno mejor. Cuando he entrado, sus gatos estaban pegados a la puerta lateral, y al ver que no era usted han hecho acopio de valor y han salido pitando. Seguro que volverán cuando las cosas se hayan calmado.
—Gracias. Dejemos aparte por el momento que haya forzado usted la entrada. Dígame, ¿qué quiere?
—Le ruego que acepte mis disculpas. No me gusta esperar a la intemperie, así que he decidido entrar. Quería agradecerle personalmente su ayuda en lo relativo a mi contacto con la señora Maranzano. Hemos llegado a un entendimiento, cosa por la que estoy agradecido.
Smoles fue hasta el frigorífico y sacó una bandeja de cubitos de hielo. De uno de los armaritos bajó un cubo y empezó a servirse una copa.
—Me alegro de haberte hecho un favor, Harvill. ¿Cuál ha sido el entendimiento?
—Es un asunto confidencial, tendrá que perdonarme.
—Yo recibí lo acordado. No tengo queja alguna. ¿Una copa?
—Pellegrino, si tiene.
—¿Perrier va bien?
—Fantástico.
Smoles, un tanto agitado todavía, pero ya mucho menos, sacó una Perrier para Endicott. Él se había servido un gin-tonic por aquello de la costumbre, y recorrió con su vaso largo el suelo de pizarra hasta el enorme sillón color borgoña instalado junto al hogar. Se sentó, puso los pies sobre una otomana grande como un búfalo, cruzó sus botas altas de piel de lagarto y tomó un sorbo.
—Mira, Harvill, no me gusta que hayas entrado así. De momento no quiero pensar en ello, pero que no se repita o comprobarás que puedo ser muy poco amable.
Endicott se acercó a la butaca y se plantó delante de Smoles con la botella de Perrier en su mano izquierda. La derecha estaba metida en el bolsillo de su pantalón gris de piel de tiburón.
Smoles lo miró de arriba abajo.
«El tipo parece un cruce de contable y director de pompas fúnebres. Viste muy bien. El pantalón demasiado holgado, quizá. Los de pinzas no me van. Bueno, como dicen los gabachos, chacun à son gout».
—Bonitos pantalones, Harv. ¿Son de piel de tiburón?
—Sí.
—¿Marca?
—Zegna.
—¿De veras? Yo suelo vestir de Brioni, este traje lo es.
—Ya me doy cuenta. Bien, a su salud.
—Eso. Salut! ¿Has resuelto ese asunto? ¿Trabajo finalizado? Confío en que hayas quedado satisfecho conmigo.
—Eso y más.
—¿Sí? Estupendo. Tengo cierta reputación y me gusta conservarla. Jodido lo de Deitz, ¿eh? Era un tipo imposible de controlar. Lo del centro comercial, bueno, eso ya fue el no va más. He oído hablar de ese tal Coker. Una especie de parca sigilosa, ¿eh? Dicen que se ha cargado a un montón de delincuentes.
—Eso tengo entendido.
—Siéntate, hombre. No me gusta hablar con alguien que está de pie. Me pone nervioso.
Endicott retrocedió un par de pasos.
—Lo siento. La gente dice que a veces me pongo amenazador. En realidad, quería hacer una pregunta. Es sobre Byron Deitz.
—De acuerdo. Espera, que pongo en marcha el taxímetro. Ching-ca-ching-ching. Bien, ¿en qué puedo ayudarte, Harv?
—Deitz transfirió una considerable cantidad de dinero a un destinatario desconocido. He podido establecer de quién se trata…
—No jodas, ¿sí? ¿Y quién era?
—Permita que me reserve la opinión. Mis pesquisas no han terminado aún.
—¿Tiene algo que ver con ese tiroteo en el rancho de Charlie Danziger el sábado pasado?
—Una vez más, me reservo la opinión. Pero lo que todavía necesito saber es por qué medio se llevó a cabo el intercambio de dinero.
Smoles achicó los ojos.
—Ah. O sea que sigues trabajando, ¿eh? ¡Todavía andas detrás del puto botín del atraco! Qué ladino eres, cabroncete. Pues yo de ti iría con cuidado. Quienquiera que robó ese banco es un chiflado de cojo…
—Le preguntaba por el método de la transferencia.
—Fue en plan paraíso fiscal.
—¿Deitz nunca le contó los detalles?
Smoles tomó un largo trago de gin-tonic, apuró el vaso y dejó que el hielo le cayera sobre la lengua. Luego empezó a partirlo con los dientes y la boca abierta, mirando todo el tiempo a Endicott con una sonrisa astuta en su rostro leonino.
—Podría ser, Harv. Sí, podría ser. Dejó caer alguna insinuación, desde luego. ¿Hasta qué punto quieres saberlo?
—¿Hasta qué punto quiere decírmelo?
Smoles rio al oírlo.
—Ni punto ni coma, Harv. A no ser que vea que tú aportas algo. Enséñame algo por lo que merezca la pena decirlo y entonces puede que hagamos un trato.
Endicott miró aquella cara presumida con una sonrisa, sacó del bolsillo del pantalón su pistola Sig y le metió una bala a Smoles en la parte más carnosa del muslo izquierdo. Harvill Endicott era persona de costumbres arraigadas.
Smoles lanzó un grito de dolor, escupió lo que le quedaba del hielo en la boca y se agarró la pierna.
—Pero ¿qué coño…?
—Te lo pregunto otra vez, Warren. ¿Hasta qué punto quieres contármelo?