Endicott apela a la viuda negra
La viuda de nuevo cuño del difunto Frankie Maranzano era ahora la única inquilina (sin contar a Frankie Il Secondo, el flatulento chihuahua) del dúplex de trescientos metros cuadrados en lo alto de un obelisco de cristal verde y sesenta y cuatro plantas llamado The Memphis. Aunque Frankie tenía «criados» viviendo en el edificio (mercenarios y pistoleros), Delores no se veía dispuesta a estar a solas con ellos en tanto no hubiera averiguado cuál era el punto flaco de sus respectivas lealtades. Así pues, procuraba tenerlos ocupados en la organización del funeral por Frankie y el pequeño Ritchie mientras representaba el papel de viuda desconsolada en el apartamento de lujo.
Y no porque las muertes de Frankie y Ritchie no le dolieran. Frankie y Delores habían sido felices durante muchos años. Y luego se conocieron.
Delores pensaba que quizá fue Coco Chanel quien dijo: «Si te casas por dinero, te has ganado hasta el último céntimo». Y a Frankie se le daba muy bien lo de convertir al pequeño Ritchie en una versión reducida de sí mismo, pero el mundo no necesitaba dos Frankies Maranzanos.
Ahora que ambos faltaban, Delores empezaba a sentir el mundo y, concretamente, la suite en The Memphis, como algo propio.
El obelisco formaba parte de un grupo de rascacielos de viviendas surgidos en torno a Fountain Square, el centro geográfico del barrio comercial y financiero de Cap City. Tenía justo enfrente, al otro lado de la plaza, el Bucky Cullen Federal Complex, donde Boonie Hackendorff, agente especial del FBI, disfrutaba de su despacho con vistas a Fountain Square y, naturalmente, a su edificio más emblemático, The Memphis. A la inversa, Frankie Maranzano gozaba de una bonita vista de la cabeza calva de Hackendorff, sentado este a su mesa de trabajo en el citado despacho.
Frankie Maranzano, que no era precisamente un admirador del FBI ni de nada que tuviese que ver con la policía, había entretenido más de una vez a sus invitados apuntando con uno de sus potentes rifles Remington a la cabeza de Boonie; el diámetro de la plaza era de casi mil metros, y aunque disparar hacia abajo significaba habérselas con los vientos cruzados que serpenteaban entre los rascacielos, aquel no era un blanco imposible.
Pero sí para Frankie.
Aunque él no lo sabía. Naturalmente, los invitados de Frankie Maranzano reían como locos cuando su anfitrión decía «¡Bang!», fingiendo que recibía en el hombro el fuerte retroceso del arma. Y siempre reían igual por muchas veces que repitiera la gracia.
Cosa que hacía a menudo.
Frankie no tenía un sentido del humor enrevesado, pero sus negocios sí eran de una complejidad casi bizantina. Delores, su extía buena personal (en realidad, dejó de ser su «tía buena» tan pronto como terminó la boda), era muy consciente del carácter precario de su posición.
Se hallaba sentada al escritorio de Frankie, un bloque de granito negro macizo apoyado en dos leones de san Marcos en piedra tallada procedentes de una plaza de Venecia. Anochecía, y más allá de la pared de cristal que tenía detrás, Cap City refulgía como una constelación de piedras preciosas, pero los rutilantes bloques residenciales y de oficinas, y los hoteles que conformaban el skyline, iluminaban en vano la nuca de Delores, ya que esta estaba embebida en los problemas que le planteaba el prematuro fallecimiento de su querido (pero no tanto) Frankie.
El principal problema surgido a raíz de su «experiencia repentina con la mortalidad», como se lo había descrito en un correo a su madre, residente en Guayaquil, era que a los diversos socios que Frankie tenía en Denver, Vancouver y Singapur les estaba costando aceptar que una cazafortunas y puta barata sudamericana diera por sentado que, por el mero hecho accidental de ser la tercera esposa de Frankie, podía ocupar la butaca de Maranzano y meter las narices en asuntos que ninguna simple putana tenía capacidad para entender, y mucho menos gestionar.
Uno de los socios de Frankie, que había telefoneado para expresar sus condolencias e interesarse por el funeral, había terminado aconsejándole que meditara sobre a cuál de los socios del difunto iba a proponerle que se hiciera cargo de la parte del negocio en Cap City.
Y cuando Delores dio a entender que quizá se ocuparía ella misma, Tony se había echado a reír, diciendo: «Coño, Delores, eres un auténtico bombón y siempre me has gustado, y mantenías a raya a Frankie (no sé cómo cojones lo hacías), pero no eres un bombón macarroni. Ahí está el problema, ¿entiendes? Nadie va a trabajar con una prostituta hispana. Con una bachicha, sí, seguro, pero ¿una puta hispana? No sería decoroso. Oye, que conste que no es un insulto, ¿eh?».
Así que Delores se sentía entre la espada (o la pistola) y la pared. Y cuando un tal señor Harvill Endicott, «coleccionista privado y facilitador», le hizo llegar una nota personal entregada en mano por mensajero, en papel de carta del caro y acompañada por una estampa donde decía que el tal Endicott se había tomado la libertad de pagar una novena en memoria de su difunto esposo en la catedral del Santo Nombre para el domingo siguiente, Delores se sintió intrigada. La nota era sencilla y directa:
Acepte usted mis disculpas por entrometerme en tan delicada ocasión. Dispongo de detalles relativos a la muerte de su marido que creo que podría convenirle conocer. Si desea usted investigar mis credenciales, póngase en contacto con Warren Smoles, del bufete Smoles Cotton Heimroth & Haggard, en el número que consta abajo.
Le ofrezco mi asesoramiento por mera cortesía y no pienso aceptar pago de ninguna clase, ahora o en un futuro.
Que quede claro que nuestra conversación será de índole totalmente confidencial. Solo pido una hora de su tiempo, tan pronto como se vea usted en disposición de recibirme. Quisiera que tuviese en cuenta que el tiempo vuela.
Atentamente la saluda,
Sr. Harvill Endicott
Coleccionista privado y facilitador
La nota iba acompañada de un sobre para responder a vuelta de correo y de una tarjeta en blanco. El señor Endicott no proporcionaba ninguna dirección de hotel ni comercial, tampoco un número de móvil o una dirección de correo electrónico.
Tras leer la nota un par de veces, Delores pensó en llamar al asesor legal de Frankie, pero luego se dio cuenta de que Julian Porter no era, ni había sido nunca, amigo de ella, y que tampoco había mostrado ningún interés por su persona aparte de querer llevársela a la cama en cuarenta y siete ocasiones.
De modo que telefoneó a Warren Smoles, el hombre que había chupado plano en todo aquel numerito del Galleria Mall. Aunque Smoles parecía distraído por algo (se encontraba en un lugar público y alguien le lanzaba gritos), supo encontrar el momento para expresar, en su estentórea y bien timbrada voz, su infinita estima por el señor Endicott y sus buenas obras.
Delores colgó el teléfono y buscó «Harvill Endicott» en Google. Resultado de la búsqueda: nada.
Volvió a llamar a Warren Smoles para comunicarle este particular, a lo que él respondió que la ausencia de todo rastro cibernético del señor Endicott no debía extrañarle, puesto que sus servicios eran de índole confidencial, y nada hablaba tanto a favor de su discreción y exclusividad como el hecho mismo de que Google no registrara su existencia.
Y por eso, también, el señor Endicott no revelaba jamás su ubicación ni otros detalles personales más que cara a cara, y eso en el supuesto de que llegara a establecerse una confianza mutua.
Delores lo consultó con un par de martinis y decidió arriesgarse a conocer al tal Harvill Endicott.
El relato de la muerte de su marido y del pequeño Ritchie había sido, a su modo de ver, manipulado para dar una imagen desfavorable de Frankie y pintarlo como víctima de su carácter voluble e imprevisible.
Sin embargo a Delores, que no era ninguna tonta, ese relato le parecía de lo más convincente (no en vano, las rabietas de Frankie eran legendarias entre sus círculos empresariales). Pero si había información que pudiese debilitar dicha interpretación y, quizá, sentar las bases de un pleito a gran escala, cosa que ella contemplaba ya, Delores estaba más que dispuesta a conocerla.
Invitó vía mensajero al señor Endicott a visitarla en sus habitaciones de la Pinnacle Floor en The Memphis, el viernes siguiente a las siete de la tarde.
En la nota le advertía de que, debido al tipo de negocios en que se movía su difunto marido, el señor Endicott sería sometido a un riguroso registro por parte del personal de seguridad, y pedía disculpas por adelantado. Menos de tres horas después llegaba la respuesta del señor Endicott: decía que estaría encantado de aceptar su invitación y confirmaba que acudiría a la hora convenida.
Para la que en esos momentos faltaba apenas un minuto.
El teléfono que había sobre la mesa de Frankie empezó a sonar. Los vigilantes del vestíbulo de abajo acababan de franquear la entrada a un tal señor Harvill Endicott y querían saber si la señora Maranzano deseaba que lo mandaran arriba en el ascensor.
—¿Lo habéis registrado?
—A fondo, señora. ¿Quiere que suba uno de nosotros con él y esté allí durante la visita?
Los guardias de abajo eran neutrales (trabajaban para todo aquel que pudiera permitirse vivir allí), pero se sacaban un buen sobresueldo pasando chismes a los medios de comunicación locales, y cualquier cotilleo referente a Maranzano era de máximo nivel.
—Gracias, Michael. No, dile que suba.
Tenía el iMac de Frankie a mano y conectó la cámara de vídeo del vestíbulo. Se veía a un hombre alto de mediana edad, elegantemente vestido con un traje azul marino de raya fina y una camisa blanca. El hombre miraba hacia la cámara como si supiese que estaba siendo observado y deseara transmitir hasta qué punto era un ser inofensivo. Tenía la cara pálida y alargada, los ojos hundidos y aspecto general de rata de biblioteca. Entró en el ascensor y, apenas un minuto después, llegó a la planta privada, cruzó el recibidor de intrincadas baldosas y llamó al timbre, siempre observado por Delores.
El otro Frankie, que en ese momento estaba apoltronado en el inmenso sofá modular que presidía el salón, reaccionó al timbrazo con un acceso de histéricos gañidos, lo cual recordó a Delores que tenía que mandarlo al veterinario para que le extirpara las cuerdas vocales.
Recorrió la gigantesca moqueta blanca que contribuía a acallar los ecos de la suite minimalista, le atizó a Frankie un puntapié en las costillas y fue a abrir la puerta. El señor Endicott, iluminado por la cálida luz del aplique que había sobre la puerta, le devolvió la sonrisa y la miró con una expresión de amistoso interés.
—Encantado de conocerla, señora Maranzano —dijo acompañando sus palabras de una ligera venia, pero sin ofrecerle la mano—. Soy Harvill Endicott. Gracias por recibirme.
—Oh, de nada —respondió ella haciéndose a un lado y observándolo a él contemplar la suite.
—Impresionante —fue todo cuanto dijo el señor Endicott mientras pensaba «típico mafioso señorial», a la espera de que ella tomase la delantera.
—Si le parece bien, hablaremos en el despacho de Frankie.
Endicott siguió con auténtico placer aquel espléndido trasero y sus bamboleantes caderas. Delores llevaba puesta una ceñida falda de cuero negro y una cazadora de cuero rojo, el mismo rojo vivo que el de las suelas de sus zapatos negros de tacón.
Lo hizo sentar en uno de los sillones Eames de su difunto cónyuge mientras ella lo hacía detrás de la mesa de trabajo. Pulsó un botón y una bandeja de plata con hielo, botellas de diversos licores y refrescos surgió del interior de un mueble que ella tenía detrás.
—¿Le apetece beber algo, señor Endicott?
Endicott, que había cruzado las piernas y tenía sus manos de largos dedos sobre el regazo, negó con la cabeza.
—Por desgracia, mi constitución no tolera el alcohol. Metabolizo muy mal.
—¿Un poco de Pellegrino, entonces?
—Eso sí, muchas gracias.
Frankie Il Secondo apareció a los pies de Endicott y lo miró con saña. Se retorció, gruñó, enseñó sus afilados dientes, se tiró un pedo con toda la mala intención y apoyó su huesudo trasero en el suelo, centrándose a continuación en Delores, que estaba muy erguida en la butaca y lo miraba sobre el borde de cristal de un vaso largo con gin-tonic.
—Bueno —dijo él—, vayamos al grano.
—De acuerdo. Empiezo yo. ¿La muerte de mi esposo fue el resultado de una negligencia policial?
—Está pensando en una demanda, ¿me equivoco?
—No acabo de decidirme.
—Entonces le recomiendo que se abstenga. He escuchado la conversación por radio entre los agentes presentes en el escenario de los hechos y, para serle franco, su marido le estaba disparando a un inspector de policía cuando fue abatido. Recibió dos advertencias en el sentido de deponer el arma, pero no hizo caso y un francotirador de la policía lo mató de un tiro. Estamos ante un elemento inoportuno que, en el caso que nos ocupa, no parece que sea rebatible. Existen muchos casos así en los anales de la justicia civil, y el resultado suele ser un cuantioso desembolso de dinero y una inversión considerable de tiempo por parte del demandante… para no conseguir otra cosa que hacer más rico aún a todo un ejército de abogados. No he venido para aconsejarle que tome semejante camino. A decir verdad, y dadas las vulnerables circunstancias en que se encuentra usted ahora mismo, se lo desaconsejo rotundamente.
—¿A qué ha venido, entonces?
—Imagino que los negocios de su marido están en fase transitoria, por decirlo así.
—¿Qué sabe usted de los negocios de mi marido?
—Mucho, puesto que varias personas que están en el mismo ramo suelen contratarme con cierta frecuencia. Y, naturalmente, he hecho mis propias pesquisas.
—¿De veras? Suponiendo que yo supiese de qué está usted hablando, entonces ¿qué?
—Sé que su posición es precaria. En transiciones de este tipo, la esposa a menudo es víctima de la incertidumbre. No cabe duda de que esto, ahora, la tiene preocupada. Sin embargo no hay motivo para ello. Es más, le aseguro que tiene ante usted una grandísima oportunidad… pero es preciso actuar con decisión.
—Explíquese.
—Como le digo, he investigado los asuntos de su marido y está claro que sus diversos socios a lo largo y ancho del país desconfían de su capacidad para dirigir la parte Maranzano del conglomerado con la misma energía y resolución de que él hizo gala en vida.
—Si me está diciendo que ellos piensan que soy una prostituta hispana ávida de dinero a quien habría que echar de una patada, o algo peor, ha dado usted en el blanco.
—Así es. ¿Y se ha preguntado qué hacer al respecto?
—Naturalmente. Si no, estaría loca. Pero sigo a la espera de que me cuente algo útil.
Endicott tomó un sorbo de Pellegrino y echó un rápido vistazo a Frankie Il Secondo, el cual, aunque el cansancio le vencía, trataba de mantener la mirada malévola sin interrumpir su lanzamiento de emisiones fétidas. Endicott pensó brevemente en dejar caer el grueso vaso de cristal sobre la cabeza del chucho. Luego levantó la vista y sonrió a Delores, quien tal vez le había leído el pensamiento.
—Mi consejo es este, señora: vengue a su marido.
—¿Vengar a Frankie? ¿Me está diciendo que haga algo contra los que lo mataron? Pero esos tipos eran policías…
—Sí, es exactamente lo que estoy diciendo.
—Ya. O sea que está como una chota.
—En modo alguno. El agente en concreto que mató a su marido es un poli corrupto responsable de la muerte de cuatro policías hace varios meses. ¿Se acuerda del robo al First Third de Gracie?, ¿un botín de más de dos millones de dólares?
—Recuerdo que Frankie dijo: «Ojalá lo hubiera robado yo».
—El hombre que organizó ese golpe y que ejecutó a cuatro agentes de policía que le estaban persiguiendo es el que disparó contra su marido.
—¿El francotirador ese?
—En efecto. Sargento Coker, del departamento de policía del condado de Belfair. Es un tirador superexperto y ha sido condecorado como héroe del cuerpo policial. Además de eso, y en mi opinión, es un peligroso psicópata.
«Que tampoco tiene nada de malo», estaba pensando Endicott. «Nadie tan estable y tan de fiar como un verdadero psicópata». Hacía ya tiempo que Endicott se había dado cuenta de que él mismo lo era.
—¿Y todo eso lo sabe a ciencia cierta?
—Estoy plenamente convencido.
—¿Tiene pruebas?
Endicott sonrió, volvió al Pellegrino y aprovechó el viaje para apartar con el pie unos centímetros a Frankie Il Secondo. Aunque el perro parecía estar dormido, sus ventosidades no remitían, lo que indujo a Endicott a repensar su postura sobre limitación e intercambio de derechos de emisiones.
—Yo no deseo presentar pruebas ante ningún tribunal. Mi deseo es enfrentarme al sargento Coker y a su cómplice y sacarles los dos millones, sin que en mis planes entre que sobrevivan a dicho enfrentamiento. A cambio de su ayuda en cuanto a hombres y materiales, estoy dispuesto a compartir con usted los beneficios de este proyecto.
—Entiendo. Y yo ¿qué tendría que hacer?
—Por una tarde de trabajo usted cobrará cien mil dólares (una bagatela, lo reconozco). Ahora lo más importante es que todo el mundo vea que toma rápidas y contundentes medidas para vengar a su marido y al nieto de este. Eso hará ver también a los ayudantes de su difunto marido que es tan despiadada como lo fue él. Los socios empresariales de Frankie tomarán debida nota de ello, y estoy convencido de que entenderán que les interesa aceptar la transición de poder entre Frankie y su viuda a riesgo de que esto acabe en una guerra a tiros, cosa que no interesa a nadie. Accederá usted al control absoluto de un negocio que, según mis pesquisas, proporciona unos beneficios anuales que superan los treinta millones. Y todo esto a cambio de una sola tarde de trabajo, a cargo de gente que ya trabaja para usted. Sería lo que los franceses llaman un coup de main. Un golpe audaz y temerario.
—Puede que los amigos de mi marido solo piensen que estoy tan chiflada como usted.
—No digo que no. Pero también le tendrán miedo, y el temor es el principal componente del respeto.
A ella, se dio cuenta Endicott, le gustó el aforismo.
Pero seguía dudando.
—¿Y si lo mando a freír espárragos?
—Iré rápidamente a freírlos. Y después buscaré otras maneras de alcanzar mi objetivo. Pero eso no cambiará su precaria situación, señora, una situación que podría volverse fatal. Como le he dicho, es preciso tomar medidas contundentes.
—Está usted completamente majara, ¿no es cierto?
—En absoluto. Y todo lo que he dicho no podría ir más en serio.
—¿Cómo sé que no es un capullo del FBI?
—En eso le doy la razón. Si llegamos a algún tipo de entendimiento, puedo proporcionarle referencias muy persuasivas. Le aseguro que básicamente soy un facilitador privado.
Ella se echó a reír.
—Ya. Y ahora quiere facilitarse un kilo y medio por la vía rápida. Si conoce a gente triunfadora, ¿por qué no les pide ayuda a ellos? ¿Por qué a mí?
—Los caballeros que me enviaron aquí no tienen la menor intención de compartir el botín conmigo. Son de la opinión de que ese dinero robado les corresponde a ellos. Yo soy solamente un empleado, un sirviente.
—Pues como se huelan que les ha hecho una trastada, se van a cabrear bastante.
Endicott se regocijó interiormente viendo asomar a la verdadera chica de los bajos fondos; le satisfizo comprobar que Delores Maranzano era tan mafiosa como su marido. Y él, Endicott, sabía hacer tratos con mafiosos.
—Están los tres encerrados en Leavenworth y puede que no salgan de allí. Para conseguir esto hará falta gente muy competente. ¿Su marido tiene personal con mano de hierro?
—Hay cuatro exmilitares que habían trabajado para Blackwater. Y los otros dos tienen lazos de sangre con Frankie. Todo gente experta.
—¿Puede darles órdenes?
—Nunca lo he intentado. Son hombres de Frankie.
—¿Están cerca de aquí?
—Viven en este mismo edificio.
—¿Cuántos de ellos están disponibles?
—Normalmente, seis. En estos momentos, cinco. Manolo está de vacaciones en Ibiza. Regresa esta noche.
—¿Qué haría falta para que le fuesen leales a usted como lo eran a Frankie?
Ella se encogió de hombros.
—Los exmilitares van por libre. Tendrían que estar convencidos de que yo puedo manejar los asuntos de Frankie; y de que seguirán cobrando igual que antes. Manolo y Jimmy son parientes. No sé por dónde podrían salir. Básicamente, todos querrían comprobar si tengo suficientes huevos para llevar el negocio adelante.
—Bien, en tal caso habrá que persuadirlos de eso.
—Ah. ¿Y cómo?
—Dígales que suban a tomar unas copas.
—¿Ahora? ¿Ya mismo?
—Sí.
—¿Qué es lo que ha pensado?
—Una demostración.