Candleford House

Gracie estaba a unos sesenta kilómetros de Sallytown. Reed llegó cuando el sol empezaba a ponerse tras los montes Belfair. Gracie era una población más grande que Sallytown, pero no mucho. Dado que estaba asentada en una especie de valle entre la vertiente oriental y la occidental de la sierra montañosa, atardecía pronto, y en Division Street, la principal vía de Gracie, todas las farolas estaban encendidas.

En el cruce de Division con Widows Lament, punto neurálgico de Gracie puesto que todas las calles partían de él en forma radial, como en Washington y París, Reed pudo ver la sucursal del First Third Bank, escenario del espectacular atraco ocurrido seis meses atrás.

Era un viejo edificio de piedra que quería recordar un templo egipcio, con lo que los grandes rótulos iluminados de plástico que colgaban de la elegante fachada parecían tan fuera de lugar como unas gafas de sol Ray-Ban en un busto de mármol de Cicerón.

Era viernes noche y Gracie estaba todo lo animada que puede estarlo una población de esas características. Concretamente, en T.G.I. Friday’s no cabía lo que se dice un alfiler, y la cola para entrar en Ruby Tuesday ocupaba media manzana. En Chantilly Pantages ponían algo de unos pingüinos en 3-D, y en la plaza del pueblo se había instalado una feria ambulante.

Las tazas locas era un octágono de neón girando a toda velocidad entre chillidos adolescentes; el carrusel lanzaba a los cuatro vientos una versión en organillo de «The Skater’s Waltz». «Qué bonitos son estos pueblos», iba pensando Reed mientras atravesaba el centro y continuaba por Division Street. «Dios bendiga a los Estados Unidos».

Había pasado muchas veces frente a Candleford House cuando conducía un coche patrulla de la estatal, pero nunca le había prestado atención.

Ahora, cuando detuvo el coche frente a la entrada, se fijó mejor. Era tal como lo recordaba de antaño, un imponente edificio de cuatro plantas y piedra gris con sendos miradores a cada extremo coronados por torreones normandos. Habían invertido mucho dinero en su construcción. Tenía ventanas de bisagra emplomadas, una galería central con dos columnas historiadas y un largo balcón superior entre dos arcos de piedra labrada. En el nivel de la calle había una enorme puerta de madera incrustada en un imponente pórtico de piedra.

Candleford House estaba sucia de lluvia, viento y años, y su aspecto era tan fúnebre como la muerte. Por ser un recuerdo que Gracie deseaba fervientemente olvidar, no había en la entrada ninguna placa. Habían dejado que se fuera pudriendo en una extensa zona ajardinada más allá de un cercado metálico. Los chavales del pueblo se habían cargado las lunas de todas las ventanas, salvo las de los pisos altos, donde las ventanas estaban razonablemente intactas. El último sol incidía en las de más arriba, que brillaban doradas como ojos de lobo en la noche.

Justo delante había un rótulo de NO ESTACIONAR, de modo que Reed siguió un trecho más por Division y encontró un 7-Eleven en cuyo aparcamiento pudo dejar el coche. Salió con su linterna Maglite, cogió del portón trasero la cizalla grande y unos guantes, cerró el coche utilizando el mando a distancia y regresó a pie hacia Candleford House.

En los últimos días había refrescado, y con el sol detrás ya de los montes, el aire era bastante frío. En todo aquel trecho no había casas ni comercios, aparte del 7-Eleven. La calle estaba flanqueada por frondosos e imponentes robles que tapaban el cielo. Entre las ramas, las farolas de la calle arrojaban una enfermiza luz amarilla. Era un tramo solitario, sombrío y desagradable. A saber por qué el ayuntamiento se había molestado en poner una señal de NO ESTACIONAR. Allí no había un alma, ni siquiera coches.

Estaba clarísimo que la gente de Gracie no deseaba acercarse a aquel lugar.

Se detuvo en la acera frente a la siniestra finca y se preguntó qué diantres esperaba encontrar en aquel edificio muerto y tenebroso. Más aún anocheciendo como estaba, y eso en el supuesto de que consiguiera entrar en la casa propiamente dicha.

Al levantar la vista fachada arriba y sentirse empequeñecido por aquella tremenda lápida mortuoria, Reed tuvo dificultades para sentir cosas positivas con respecto a la señorita Beryl.

Pero había dado su palabra, de modo que buscaría la manera de entrar, husmearía un poco por allí, probablemente para no encontrar nada de nada, y se largaría cagando leches. Después volvería a la plaza, se metería en T.G.I. Friday’s a tomar un par de cervezas y un buen filete, buscaría un motel y llamaría a Kate y Nick para comunicarles las novedades, incluido el detalle de que, según la señorita Beryl, Miles Teague era un despiadado asesino.

Reed sospechaba que podía estar en lo cierto. Nunca le había caído bien Miles, y que se suicidara cuando encontraron a Rainey con vida le había parecido algo imposible de justificar mediante argumentos racionales.

La hipótesis de la señorita Beryl explicaba muchas cosas, y a Nick y Kate les iba a interesar conocerla.

Después se iría a dormir, que ya tocaba, y por la mañana tal vez volvería a Sallytown para echar un vistazo en Gates of Gilead y luego pasaría a ver a la señorita Beryl para informarle de… bueno, de lo que hubiera averiguado.

Se paseó por delante de la cerca, sin ninguna prisa. Era de tres metros de altura y estaba coronada por alambre de espino inclinado hacia el interior, como si la idea fuera impedir que lo que estuviera dentro pudiera salir de la propiedad.

O sea que trepar por allí estaba descartado.

Rodeó la finca. En la parte de atrás había una cancela, con su cadena y su candado. Miró a ver si había alguna alarma. No las había. Tampoco vio cables de electricidad o de teléfono. El edificio era una mole oscura, callada como un muerto.

Un leve resplandor en el cielo anunciaba luna para más tarde, pero Reed no pensaba estar tanto tiempo merodeando como para necesitar la luz de la luna.

Miró a su espalda, a derecha e izquierda, se puso los guantes y rompió la cadena con un golpe seco de la cizalla. Reed tiró de la vieja cancela. Estaba medio atascada y tuvo que levantarla un poco. La madera gruñó al moverse, pero, a fin de cuentas, Reed solo necesitaba abrirla unos palmos.

Se coló por la abertura y cruzó el enorme patio, un mundo de hierbajos, piedra y cristales rotos. Pegada al edificio principal, en la parte de atrás, había una especie de cocina de campaña. El techo del alpende se había venido abajo, pero parecía un buen sitio donde investigar.

Había una puerta de listones colgando de un gozne. La apartó de un tirón y se vio ante el agujero negro que en tiempos había sido una pequeña cocina. Encendió la linterna y dirigió su potente haz halógeno hacia el interior. Vio un suelo de piedra sembrado de restos de las vigas del techo. Al fondo había una puerta abierta y un tramo de escalones de piedra que subía hacia la oscuridad. El lugar olía a moho, a filtraciones y a podrido.

«Qué manera de pasar la noche del viernes», pensó, pero decidió entrar de todos modos. Su intención era ver si quedaba algo de un despacho, secretaría o zona de recepción, y pensó que debía mirar en el vestíbulo de la planta principal. Los escalones, de mármol, estaban muy gastados por los años, y le sorprendió que nadie se hubiera molestado en llevarse cosas de allí.

Una vez en el rellano de la planta, tuvo la sensación de estar en la cubierta del Titanic tras un siglo en el fondo del mar. Había un gran pasillo central con suelo de baldosas a cuadros. El techo estaba decorado con azulejos, y una gran araña de luz, toda oxidada, presidía la estancia. Reed dirigió la linterna hacia la oscuridad de arriba y vio una especie de atrio central que subía hasta un techo de vidrio de colores.

El atrio estaba limitado en sus cuatro costados por galerías altas que se apoyaban en columnas de madera tallada. Había cuatro niveles de galerías, las de más arriba apenas visibles en la oscuridad.

La comparación con el Titanic (o al menos con imágenes que había visto del salón de baile) se hizo todavía más apropiada.

A su derecha había algo marrón, medio destrozado; los restos de un enorme mostrador de roble macizo, y detrás de este una pared de casilleros, tal vez para llaves o cartas. Era sin duda la recepción, como si Candleford House fuera un sitio en el que uno tuviera que registrarse para un fin de semana en plan balneario. Al acercarse, sus botas crujieron sobre cristales rotos y polvo de revoque acumulado durante años.

La mesa no era más que un trozo de madera muerta y podrida. La pared de casilleros estaba vacía. No había por allí libros de registro enmohecidos ni papeles de ninguna clase. A la derecha del mostrador vio una puerta con unas letras que en su momento habían sido doradas. PRIVADO. Reed hizo caso y la abrió de un puntapié.

La pesada puerta se estampó contra la pared de detrás y Reed iluminó el interior. No había nada, solo una lámpara de techo colgando de una cadena y un suelo de tablones podridos. Ni siquiera podía llamarse revestimiento; tan solo las maderas bastas de una solera. Al fondo había una fila de ventanas, y a través de sus cristales astillados pudo ver el aparcamiento, el cercado metálico y, calle abajo, el fulgor azul del 7-Eleven.

Si alguna vez había habido algo en aquel cuarto, hacía mucho que se lo habían llevado. Probablemente ocurría otro tanto en el resto de habitaciones de la casa.

¿Qué podía haber visto Leah Searle que provocara su muerte? ¡Si no había nada!

Candleford House era un cascarón vacío.

Dentro no había otra cosa que aquel olor a podrido, a polvo de yeso y moho. Ni siquiera notó pestazo a ratas o ratones; tampoco había visto cucarachas. No había cagarrutas de paloma en el suelo ni murciélagos revoloteando en lo alto. «Ni ratas ni gatos ni glotones», como decía la canción.

Lo cual, pensándolo bien, era francamente extraño.

Los agentes de patrulla pasan mucho tiempo en edificios en ruinas, rescatando a gente sin techo, persiguiendo a delincuentes o buscando mascotas extraviadas. Reed había estado en cientos de edificios así, y desde el primero hasta el último aquello era un desfile de bichos y alimañas. Normalmente apestaban a amoníaco, por el guano de los murciélagos, y siempre se oía el murmullo de las palomas correteando entre las vigas.

Candleford House estaba completamente desierta.

Y silenciosa.

Reed no oyó que pasaran coches, y en la feria que había a varias manzanas de distancia estaban poniendo suficiente música mala como para enloquecer a todos los perros en varios kilómetros a la redonda. Y, sin embargo, aquí no se oía nada, como si la casa entera estuviera aguantando la respiración. Incluso el ruido de sus botas pisando los escombros sonaba opaco y amortiguado.

Reed comprendió entonces que Candleford no estaba vacía en absoluto, sino llena de silencio, una espesa niebla de silencio ensordecedor.

Por primera vez desde que había entrado, notó una tirantez en el pecho y el cuello, el cambio de temperatura en la espalda (unos puntos helados, otros muy calientes), y supo qué le pasaba. Tenía miedo.

¿Miedo a qué?

La respuesta surgió de lo más profundo de su sistema límbico: miedo a «la nada».

La nada está en Candleford House.

La nada está contigo ahora mismo.

La nada está detrás de ti.

Reed giró sobre sus talones al tiempo que sacaba la Beretta y movía la linterna a un lado y a otro, primero abajo y luego hacia las sombras densas de las galerías superiores.

Y no vio… nada.

Se desperezó con una sacudida, obligando a su cuerpo a relajarse.

Esto era de locos. Si lo que había asustado a Leah Searle era la nada, entonces todo esto carecía del más mínimo sentido.

Decidió echar un vistazo rápido a las cuatro plantas, habitación por habitación, a fondo, y luego dejarlo.

Encontró la escalera, verificó si aguantaría y empezó a subir con tiento, apoyando el peso en los costados de cada peldaño, pues no se fiaba de hacerlo por el centro.

Llegó a la galería de la primera planta. Había cuatro dormitorios grandes en cada lado, las ventanas rotas, todas las habitaciones vacías. Le llevó una hora entera registrar las cuatro plantas, y lo que esperaba se confirmó: en ninguna habitación había nada.

Nada tampoco en el atrio central. Nada en el comedor, nada en las naves desiertas que tal vez habían servido como salas de hospital. Nada tampoco en los pequeños cuartos sin ventana del piso alto, los que tenían pesadas puertas con un ventanuco protegido por barrotes de hierro. Reed entró en todos y cada uno de ellos. Al fondo de la galería de la cuarta planta, más allá de una serie de celdas (no se les podía llamar otra cosa), vio una puerta abierta.

Franqueó el umbral siguiendo el haz de su linterna y se vio dentro de lo que, en tiempos, debió de ser una muy bonita habitación.

Conservaba su suelo de roble. Cuatro ventanales, todos ellos con el cristal intacto, dejaban entrar la pálida claridad que debía de venir de la luna recién salida.

Reed se acercó a la ventana, miró al exterior y vio Division Street allí abajo, entre el ramaje de los robles. Seguía desierta, como la manzana entera, pero el asfixiante silencio que imperaba en el resto de la casa no era tan intenso aquí.

Por encima del bosque en que estaba asentado el pueblo le llegaron, débilmente, risas de niños y los sones pachangueros del carrusel. Incluso el aire era aquí más fresco y agradable.

Se volvió para contemplar la habitación. No era grande, pero los dibujos de flores blancas y ramas verdes en lo quedaba de una alfombra oriental en mitad de la estancia le recordó a aquella puerta pintada que había en el pasillo de arriba de la casa de su padre, bueno, de Kate.

La alfombra presentaba unas marcas, señales profundas dejadas tal vez por algún mueble. Por la distancia entre unas y otras, hacían pensar en una cama, más que en un diván. Colgada de una cadena, de forma que habría iluminado la zona central del lecho, había una lámpara metálica grande de color verde, con pantalla cónica, como las que se veían en fábricas antiguas o en apartamentos modernos. El techo de la habitación tenía forma de arco, y en lo alto de las paredes se veían molduras en forma de corona.

Salvo por esa lámpara tan fea, el conjunto de la habitación era bastante agradable incluso ahora, y contrastaba mucho con la sensación general de la casa y su aspecto de cárcel victoriana.

Lo que más le inquietó de la lámpara fue su situación. Estaba justo sobre la mitad de la alfombra y, si acertaba al suponer que las marcas eran de las patas de una cama, toda esa cruda luz fabril habría hecho completamente imposible que alguien pudiera leer acostado en la cama. En cambio, habría iluminado el centro de esta como un potente foco.

Es decir, a la persona que hubiera estado acostada justo en medio.

Eso le pareció no solo extraño, sino espeluznante, como si la función de aquel cuarto en concreto fuera que alguien situado a los pies de la cama pudiera contemplar a una persona tendida en ella, bajo el fuerte resplandor de la lámpara colgante.

Levantó la vista de la alfombra y dirigió la luz hacia las paredes. El papel que las cubría estaba descolorido y medio desenganchado, pero su diseño floral era bonito incluso en su estilo recargado y pasado de moda. Había un pequeño cuadrado más claro, donde seguramente estuvo colgado un marco, aunque en un lugar muy bajo, apenas hacia la mitad de la pared.

En vez de pisar la alfombra, cosa que, sin saber bien por qué, prefería no hacer, Reed la rodeó para examinar de cerca el cuadrado más claro en el papel de la pared.

No había allí ni clavo ni gancho. Y, de cerca, advirtió que el papel de ese trozo cuadrado no encajaba con el dibujo de alrededor. Era el mismo papel, sí, pero la parte del cuadrado pertenecía a otra sección del rollo de papel y la habían pegado allí después.

¿Por qué?

Reed dio unos golpecitos en el centro del cuadrado.

Sonó un poco a hueco, y todo el cuadrado se movió ligeramente. Reed examinó los bordes y vio que había como costuras. Aquello estaba cortado a medida, pero ¿qué era lo que habían querido tapar?

¿Una ventana?

Dio unos golpes alrededor.

Todo el cuadrado vibró, y la esquina inferior izquierda se salió un poco hacia fuera.

Reed hizo palanca con la hoja de la cizalla. Un momento después el cuadrado se despegaba entero, dejando a la vista un espacio oscuro.

Metió la linterna en el hueco y vio una especie de pequeño vestidor, sin ventanas, aproximadamente de un metro y medio por noventa centímetros. En mitad del espacio había un sillón cubierto con una apolillada funda de terciopelo, morada en sus buenos tiempos. Junto al sillón había una mesa con un cenicero y algo que podría haber sido una caja para tabaco. El sillón estaba situado de manera que quien lo ocupara estaría mirando justo hacia la abertura cuadrada. Más claro, el agua. El motivo no dejaba lugar a dudas.

Una habitación para violaciones, ese era el sentido de aquel bonito y espacioso cuarto.

Que disponía de un vestidor y una «ventana» desde donde alguien podía mirar cómo se llevaba a cabo la violación.

Miró de nuevo hacia el escondite y vio el tenue contorno de una puerta, un panel de madera abierto en la parte del fondo. Para que la persona que estuviera mirando la violación, o la tortura o lo que fuese, pudiera entrar y salir sin ser vista.

Reed retrocedió un paso y luego dio una patada contra la pared, debajo del cuadrado abierto. La pared se agrietó y cedió un poco.

Repitió la operación, varias veces.

La pared se resquebrajó del todo. Acabó de destrozarla a puntapiés, se metió en el vestidor, apartó la silla de un empujón e incrustó el tacón de su bota en el panel de madera que servía de puerta.

No era más que un panel cepillado de pícea. Giró violentamente hacia atrás sobre unas bisagras oxidadas, y lo que vio Reed fue una habitación grande, de techo alto, una de cuyas paredes tenía ventanas de cristal emplomado.

La luz de la luna entraba en la habitación. En medio de esta había una imponente cama con dosel, reducida ahora a simple madera, pues el colchón y el somier habían desaparecido. Estaba intacta, aunque cubierta de polvo, y descansaba sobre una gran alfombra persa, blanca de polvo y medio podrida por la humedad.

En la habitación no había nada más aparte de una cómoda en la pared opuesta a las ventanas; todos sus cajones estaban abiertos, como si un ladrón los hubiera desvalijado con prisas.

Reed se acercó al mueble e iluminó el cajón superior. Lo habían forrado con papel de periódico, que ahora estaba amarillento y agrietado. Estiró por un lado y se despegó.

Era una página de anuncios de herramientas, navajas de afeitar, tenacillas para rizar el pelo, tirantes, brillantina, todo ello de un tono sepia descolorido. En la esquina superior izquierda estaba impresa la fecha:

23 de septiembre de 1930

Reed sacó el cajón entero y lo volcó. Nada. El siguiente. Nada. Y nada tampoco en los otros.

Pero en la cara inferior del cajón de abajo vio la marca de un fabricante grabada en la madera:

J. X. HUNTERVASSER E HIJOS

OGILVY SQUARE, SAVANNAH

EBANISTERÍA PARA GENTE PUDIENTE

Un poco más abajo de la marca del fabricante, pegado con cola a la madera, había un cuadradito de papel amarillento. Era un impreso, y las letras mecanografiadas se podían leer todavía.

CÓMODA KINGSFIELD

MODELO DELUXE PARA CABALLEROS B-2915

HECHA A MEDIDA PARA EL SEÑOR

ABEL TEAGUE

REGALO DE SU PADRE EL CORONEL JUBAL TEAGUE

ENTREGADO EL DÍA DE NAVIDAD

Reed siguió iluminando un rato el cajón y luego lo dejó en el suelo.

¿Era esto lo que Leah Searle había encontrado? De ser así, tenía que haber un modo más fácil de entrar en la habitación que echando dos paredes abajo a patadas. Pero esto era una prueba fehaciente de que Abel Teague había… ¿había, qué?

¿Vivido en Candleford House o, al menos, ocupado esa habitación cuando paraba en Gracie, hasta 1930 como mínimo? Clara Mercer había sido ingresada en Candleford House el 14 de junio de 1924.

El incendio de los archivos de Niceville en 1935 hacía imposible saber quién firmó aquella orden; los documentos habían quedado destruidos. ¿Acaso Leah Searle localizó una copia? En tal caso, ¿qué probaría eso?

Bueno, de entrada demostraría que Abel Teague dispuso que Clara Mercer fuera arrebatada de la custodia de los Ruelle y llevada a Candleford House como cautiva para su solaz. Lo cual, después de lo que ya le había hecho a ella, era de un sadismo tan cruel que casi asustaba pensarlo. Y quería decir que Clara Mercer había pasado siete años encerrada en este lugar, soportando todo tipo de abusos por parte del mismo hombre que había arruinado su primera juventud muchos años antes. El empapelado podía significar que Teague vivía aún aquí, o al menos visitaba la casa con regularidad, cuando Clara Mercer quedó encinta. Clara se lanzó a Crater Sink en 1931.

¿Era posible que Teague hubiera partido apresuradamente poco después y que, con las prisas, hubiera olvidado coger una reliquia de familia, un regalo de Navidad de su padre, y que el objeto quedara aquí para pudrirse?

Sin duda, eso explicaría por qué Glynis Ruelle había abrigado un odio tan tremendo hacia Abel Teague, que la torturó hasta el fin de sus días. Pero Glynis Ruelle había muerto en 1939.

Y todo ese asunto era ya historia.

¿Qué interés podía tener Miles en todo ello, que lo empujara a asesinar a Leah Searle y a su propia esposa? Para terminar la faena volándose la tapa de los sesos con un Purdy de anticuario. En Niceville nadie ignoraba que Miles Teague tenía un familiar perverso. El amargo recuerdo de los crímenes de London Teague era el motivo de que el club de golf de la ciudad llevara el nombre de Anora Mercer.

¿Qué firma constaba en esa orden de reclusión…? ¿Y por qué Abel Teague ocupaba la habitación más bonita de Candleford House? ¿Acaso la razón de ser de la casa era simplemente procurar solaz y entretenimiento a Abel Teague?

Todo un hospital lleno de víctimas y, en la planta superior, sofisticadas instalaciones para satisfacer sus corruptas inclinaciones. ¿Por qué quienes regentaban Candleford House iban a correr semejante riesgo?

A menos que fuera el propio Abel Teague quien costeara la construcción de Candleford House. Y su mantenimiento. Quizá era él quien pagaba al personal, a los guardias, a los curanderos. Quizá fue él quien pagó a alguien para que quemase los archivos. Si el dinero de la familia Teague creó y mantuvo el más famoso infierno privado en todo el sur profundo, ¿mataría Miles Teague a Leah Searle y a su propia mujer para que eso no se supiera?

Pues claro que sí.

Reed dio media vuelta y se dispuso a salir.

En medio de la habitación había una mujer joven, bañada en la luz de la luna que entraba por las ventanas. Estaba descalza y llevaba un vestido de una tela muy fina; parecía gris, pero quizá era verde. La joven tenía la tez pálida, pero era guapa, con ojos grandes y largos cabellos de color caoba. No llevaba nada debajo del vestido; el claro de luna realzaba su precioso cuerpo, que, sin embargo, no arrojaba sombra alguna. Sus manos descansaban, juntas, sobre el vientre redondeado. Estaba mirando a Reed de una manera extraña, que él identificó como curiosidad.

«Es mi primer fantasma», estaba pensando Reed. No sintió ningún miedo, únicamente el deseo de permanecer muy quieto y callado y no hacer nada que pudiera provocar la desaparición de aquella imagen. La joven miró en derredor y luego de nuevo a él.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Acento típico de Savannah, la voz grave, suave y clara.

—Me llamo Reed Walker.

Ella pareció reflexionar.

—Tu madre es Lenore, ¿verdad?

—Sí.

—Ahora está con Glynis. Y es feliz.

—¿Mi padre está allí también?

—No. Lo siento. Se lo llevó la nada. Que siempre se queda con todo lo que coge. La nada está en este lugar, ahora mismo, ¿no la sientes? Es preciso que te vayas.

—¿Tú eres Clara Mercer?

—Sí. Viví durante un tiempo en esta casa. Ahora vivo con Glynis. ¿Por qué has venido?

—Para averiguar lo que sucedió aquí.

Ella miró en derredor.

—Sucedieron cosas horribles. Esto era de Abel Teague. Yo viví largos años con él en este lugar. Con él y con la nada. Se cebaron los dos en mí. Eran y no eran al mismo tiempo. Todavía ahora.

—¿Por qué has venido?

La joven miró a su alrededor.

—Para acordarme de que ya no estoy aquí. A veces me pasa que no lo recuerdo. Glynis dice que venir aquí me ayuda a recordar. Pero nunca me quedo. Tú deberías marcharte también.

—¿Dices que Abel Teague vive todavía?

—No —dijo negando con la cabeza—, no en ese sentido. No me refería a vivir como tú y yo. Glynis le obliga a cavar sus campos. Abel sufre y no hace daño a nadie. Yo a veces bajo a los campos y lo miro. Pero la nada está tratando de rescatarlo. Por mediación del chico. Debes procurar que eso no suceda.

—Y ¿cómo lo hago?

—La nada utiliza al chico para que vuelva Abel. De hecho, ya está cambiando. Debes impedirlo.

—¿Cómo?

—Todavía tiene la facultad de apartarse de ese camino. Si no lo hiciera, deberás matarlo. —La joven volvió la cabeza y se quedó muy quieta—. La nada. Tengo que irme. Y tú también.

—¿Por qué?

—Porque la nada está pensando en ti.

Dicho esto, desapareció.

Pero la habitación no quedó vacía. Fue como si un compresor estuviera metiendo aire a presión. Reed notó esa presión en la piel, en los pulmones, en la garganta. Empezaron a dolerle los oídos, como si estuviera sumergiéndose a gran profundidad. La presión surgía del suelo y de las paredes, acorralándolo.

Reed retrocedió hasta las ventanas. No se oía absolutamente nada, el silencio era apabullante. No podía oír sus propios latidos, pero sí el martilleo de su corazón en el pecho. Le pareció como si el silencio y la presión formaran parte de una misma cosa. Y la cosa estaba muy cerca de él, rozándole casi la piel, a unos centímetros de su cara. Y la cosa tenía una «mente», una mente fría y no humana y profundamente distinta de Reed Walker y toda su especie.

Se sintió examinado.

«Evaluado».

«Analizado».

Supo que si abría la boca aquella cosa silenciosa se le colaría dentro y ya no saldría de allí, se cebaría en él. Sacó la cizalla, rompió un cristal y se dejó caer hacia atrás por la ventana. Fue un largo descenso hasta chocar contra la rama de un roble, caer otra vez, dar contra otra rama, agarrarse a ella, detener la caída y luego notar que la horqueta cedía, y otra vez caer, azotado por las ramas en su descenso, ramas que de golpe desaparecían, un instante de caída silenciosa y finalmente el golpe durísimo contra la hierba del suelo y, tras rebotar una vez, quedar allí tendido sin conocimiento.