Beryl, una verdadera joya

Eran más de las tres de la tarde del viernes cuando Reed llegó a la plaza principal de Sallytown, aparcó su reluciente Mustang negro al pie de un generoso sauce y se apeó del coche flexionando la espalda dolorida. El accidente frente al Super Gee lo había dejado bastante maltrecho, entre otras cosas porque el cinturón de seguridad se le había clavado en el pecho y los hombros. Fue un alivio estar de pie al sol y contemplar Sallytown.

Conocía bien el pueblo ya que había patrullado por él durante un año antes de cambiarse a poli perseguidor. Era la típica población adormilada en torno a una calle principal, de unos tres mil habitantes, idéntica a tantas otras desperdigadas por el sur, y la plaza principal tenía lo que la mayoría de las plazas principales en el sur, un ayuntamiento de ladrillo rojo con la bandera confederada colgando en el exterior, un florido jardín central presidido por una estatua de un caballero rebelde y robles por doquier, todos ellos luciendo flecos de musgo español.

Al fondo de la plaza estaba la iglesia episcopaliana de Cristo Redentor, construida en 1856 y reconstruida en 1923 tras el incendio provocado por un rayo. Era un edificio blanco de madera con una torre de campanario fina cual aguja y pintada de gris plata. Desde kilómetros de distancia podía verse la aguja elevándose entre los árboles y reluciente como una punta de lanza.

La placa que había en un lado del ayuntamiento decía que este había sido edificado en 1836 y que durante la contienda civil había sido cuartel general de Robert E. Lee y su estado mayor durante tres meses en 1864. Una suave luz otoñal bañaba la plaza y los edificios, así como a los transeúntes que deambulaban por la calle mayor entrando y saliendo de los comercios.

Los vehículos eran sobre todo camionetas y viejos modelos de Detroit. Las camionetas lucían pegatinas con frases como «Esta camioneta la ha asegurado Smith & Wesson» o «¿Estás en el paro?, ¿tienes hambre? Pues trágate tu coche japonés». A Reed, que era muy del sur, tampoco le pareció mal que ondeara la enseña de los confederados.

Aunque un hatajo de palurdos tarados mentales la había profanado allá por los años sesenta (algunos seguían haciéndolo), para Reed la bandera de la Confederación siempre sería sinónimo de Chickamauga, Shiloh, Manassas, Vicksburg y los miles de chicos de campo que allí murieron.

Lógicamente, no iba a intentar explicárselo a nadie de más al norte del río Ohio.

Se desperezó de nuevo, masajeándose una contractura en el cogote, y atravesó la plaza en dirección al ayuntamiento, que era donde estaban los archivos municipales, concretamente en la segunda planta, con vistas al aparcamiento de la parte de atrás. Iba de paisano (tejanos y botas camperas, camiseta blanca y blazer azul marino), pero en una pistolera prendida de la cintura llevaba su Beretta reglamentaria, y la placa dentro del bolsillo de la chaqueta. No estaba allí por trabajo, pero eso nadie tenía por qué saberlo.

Subiendo la escalinata hacia las puertas de madera tallada le vino a la mente la llamada que había recibido de Nick a primera hora de la mañana; le comunicó el robo de los cadáveres de los hermanos Shagreen del estacionamiento cerrado de la policía estatal. A Reed no le afectó mucho la noticia, aparte de la sorpresa de saber que los Shagreen tuviesen amigos tan íntimos como para molestarse en robar sus cadáveres. Nick le dio a entender que esos amigos podían estar buscando a un tal Reed Walker.

Y la postura de Reed al respecto no fue otra que confiar en que así fuera: cómo iba a disfrutar metiéndoles una bala a cada uno…

Los viernes la oficina de archivos estaba abierta hasta las cinco. Cuando entró en aquel espacio medio en penumbra con sus ventanales de guillotina y el ventilador girando perezoso en el techo, lo primero que llamó su atención fue la esbelta figura de la señorita Beryl Eaton, que le esperaba desde hacía más de una hora.

La señorita Beryl tenía setenta años largos, muy largos, pero seguía siendo guapísima, con aquella piel pálida y sus vivaces ojos azules. Llevaba la larga melena blanca enrollada a la cabeza en espiral y sujeta mediante un pasador de plata. Había sido la archivera de Sallytown desde los años cincuenta, y ahora estaba viuda y era casi un monumento viviente.

—Reed, qué gusto verte. Tienes muy buen aspecto.

—Me encuentro bien, gracias, señorita Beryl. Usted, como siempre, despampanante.

—Y tú, para variar, mentiroso pero encantador.

La archivera preguntó por su familia, exigiendo detalles, no meras vaguedades para salir del paso. Dijo que sentía mucho la desaparición de Dillon Walker y le preguntó a Reed si habían avanzado algo en la investigación sobre las circunstancias del caso.

Reed se vio obligado a salirse por la tangente confiando en que la señorita Beryl no llegara a detectarlo. Mientas tanto, ella lo acompañó hasta la zona de registros, donde había una larga mesa de caballete reluciente de vieja y, encima de ella, una cafetera de plata que olía a café fuerte, solo, un tazón de porcelana y varios vetustos libros de registro. Cada uno de ellos era tan grueso como la Biblia del rey Jacobo. La señorita Beryl le arrimó una silla y miró a Reed instalarse a su gusto.

—Me he tomado la libertad de traer los archivos parroquiales de Cristo Redentor de la época que me dijiste. Es ese tomo más nuevo, el de la izquierda. Los otros son registros de la propiedad y de contribuyentes y, cómo no, los diversos censos de que disponemos para el período requerido. ¿Vas a necesitar algún tipo de ayuda?

Aunque Reed le había anunciado que deseaba investigar una partida de nacimiento de alrededor del año 2000, no había concretado más y la señorita Beryl era demasiado diplomática como para sondearle, pues aparentemente pensó que se trataría de un asunto oficial y que como empleada municipal no tenía por qué meter las narices.

—Creo que me apañaré, gracias, señorita Beryl.

La mujer asintió con la cabeza y abandonó silenciosamente la sala, dejando tras de sí un leve aroma a mimosas. Reed cogió el registro parroquial, lo abrió y se puso a la faena. El trabajo fue duro y penoso. Página tras página de notas escritas a mano casi ilegibles, o a máquina en letras medio borradas, y aquel olor a moho típico de ciertos libros al abrirlos. Ninguno de los documentos importantes había sido escaneado a una base de datos, aunque sí había planes de hacerlo cuando la situación económica mejorara. Kate le había explicado que Sylvia no encontró absolutamente nada tras sus pesquisas a través de la página de Ancestry, de modo que una base de datos posiblemente tampoco habría servido de mucho.

Reed se tomó el café y siguió con ello. Una hora más tarde reapareció con sigilo la señorita Beryl y se quedó allí de pie, junto a él. Reed estaba encorvado sobre una pila de libros y registros, y por su expresión parecía tan frustrado como exhausto.

—Pobre muchacho. Tienes muy mal aspecto.

Reed, a quien nunca le había gustado el trabajo de mesa, la miró y le sonrió.

—Estoy totalmente atascado, señorita Beryl.

—Quizá yo pueda ayudarte un poco.

Reed volvió a mirar la pila de libros. No estaba llegando a ninguna parte, y el tiempo se le agotaba. La señorita Beryl tomó asiento en el otro extremo de la mesa, cruzó sus manos de largos dedos y le sonrió.

—No es una investigación oficial, ¿verdad, Reed?

Él la miró con una sonrisa irónica.

—Sí. No. Pero podría serlo. ¿Qué le parece esta respuesta?

—Muy juiciosa. Deja que te eche una mano. Deduzco, por las páginas que veo ahí abiertas, que intentas determinar un nacimiento. ¿Es así?

—Sí.

Ella se retrepó en la silla y se lo quedó mirando.

—Siempre me has caído bien, Reed. Muchos de los policías jóvenes con los que trato se muestran desdeñosos con esta pobre vieja que lleva los archivos. Tú nunca has sido así. Te veo preocupado y descontento. Y me atrevería a decir que se trata de un asunto familiar…

—En cierto modo.

—¿Puedes concretar?

—Es la familia Teague.

La expresión de la archivera experimentó ligeros cambios: perdió su calidez, la mujer se puso en guardia.

—Conozco bastante bien a los Teague. ¿Qué rama de la familia?

—Miles. Y su esposa Sylvia.

La señorita Beryl tardó unos segundos en volver a hablar, y lo hizo en un tono reservado y prudente.

—Miles Teague. Murió, ¿no es cierto?

—Murió, sí.

—Suicidio.

—Así es. Y Sylvia ya no está.

—Lo sé. ¿Puedo hacer una conjetura?

—Por supuesto.

—Estás investigando una adopción que Miles se encargó de gestionar. Un muchacho llamado Rainey. Rainey está ahora bajo la tutela de tu hermana Kate, y ella tiene varias preguntas…

—En efecto. Muchas.

—Rainey es ese muchacho que protagonizó aquella tragedia hará cosa de un año, ¿verdad? Primero lo raptan y luego aparece en una tumba totalmente cerrada. ¿La desaparición de Sylvia, el suicidio de Miles?

Reed asintió, a la espera.

La señorita Beryl guardó silencio un buen rato. Sin duda se debatía entre el tacto y la verdad.

—Mira, Reed, voy a hacer un acto de fe. Confío en no arrepentirme después.

—Cualquier cosa que diga quedará entre nosotros.

—Puede que no. ¿Tú te acuerdas de Leah Searle?

—De nombre. Era la abogada que contrató Miles para el papeleo de la adopción.

—La conocí cuando ella empezó a trabajar en ese asunto. Aquella joven me impresionó, era muy competente. Al principio tuvimos una relación puramente profesional. Yo la ayudaba con los archivos y los libros parroquiales. Eran temas complejos y el material archivado era caótico. Perseveramos, a pesar de ello, pero fue un fracaso. Al final nos convencimos de que no existía la menor constancia fiable del nacimiento de Rainey en ningún archivo o base de datos disponible.

Hizo un gesto abarcando los libros desplegados sobre la mesa.

—Mirando todo este material puedes estropearte la vista, Reed —continuó—, y te irás tan desconcertado como al entrar. ¿Estás al corriente de que Leah Searle murió hace un tiempo?

—Tengo entendido que se ahogó.

La señorita Beryl enarcó una ceja y sonrió.

—En su propia bañera. Dijeron que fue un «accidente».

Reed la observó.

Ella aguantó su mirada.

—Estamos llegando al meollo del asunto. Ella se encontraba en Gracie, haciendo sus pesquisas. Si no me equivoco, en esa época había dejado de trabajar para Miles. Creo que ella estaba investigando por su cuenta.

—¿Sobre Rainey?

La señorita Beryl se encogió de hombros.

—No solo sobre él. La investigación había ido ramificándose. ¿Sabías que los Teague tienen cierta mala fama, no solo aquí, en Sallytown?

—Sé algo de London Teague. Que probablemente hizo asesinar a su tercera esposa, allí en Luisiana, antes de la guerra de Secesión, y que el padrino de ella fue a pasarle cuentas.

—Anora.

—Sí. Ella era…

—Una Mercer. Igual que tú, por parte de madre. El padrino de Anora era John Gwinnett Mercer. Al morir su ahijada, London Teague y él se enfrentaron en casa de John Mullryne, en Savannah. La pelea no dio resultados concluyentes.

Reed estaba preguntándose por qué la señorita Beryl parecía tener tanto interés por su familia. La conocía mejor que el propio Reed. Pero no dijo nada, y ella continuó.

—London Teague tuvo dos esposas, antes de Anora. La primera, cuyo nombre se desconoce, murió de malaria en las Antillas, donde London dirigía un mercado de esclavos que proporcionaba hombres a barcos que iban a las Carolinas. La segunda mujer, Cathleen, tuvo dos hijos, Jubal y Tyree. Se quitó la vida al descubrir que London Teague era un mujeriego y un hombre violento. Tyree resultó muerto en Front Royal, durante la guerra de Secesión. Jubal, que estaba en caballería, sobrevivió a la contienda y, ya muy mayor, engendró un hijo. Abel Teague. Anora tuvo dos hijas, Cora y Eleanor. A su muerte, London las mandó a vivir a Savannah a casa de John Gwinnett Mercer. Cora falleció de gripe hacia el final de la guerra. Eleanor, con el tiempo, estableció la línea Mercer de la que tú provienes, Reed. Pero estaba también Abel, el hijo de Jubal, y con él los pecados de London Teague volvieron a la vida. Abel Teague era un sinvergüenza, un calavera y un cobarde. Muchos hombres deseaban su muerte, algunos de tu linaje, o bien casados con mujeres Mercer. Un año antes de la Primera Guerra Mundial, Abel mancilló a una joven de nombre Clara Mercer y después se negó a desposarla. Clara tenía una hermana mayor, Glynis. Glynis estaba casada con John Ruelle, un hombre de pro. Tenían una gran plantación en la vertiente oriental de los montes Belfair. Adoptaron a Clara, que había sufrido un colapso nervioso. Tal vez estaba embarazada entonces. John y, más tarde, su hermano Ethan echaron en cara sus ultrajes a Abel Teague, pero Abel no aceptó batirse en duelo. De hecho, se negó repetidas veces. Era inmune a la vergüenza y le importaba muy poco el honor de los demás, por no hablar del propio. Dudo que él tuviera honor que proteger…

Reed sacó una hoja de papel doblada en tres del bolsillo interior de su chaqueta y se la tendió a Beryl.

—¿Qué es, Reed?

—Una nota que encontré en la impresora de mi padre el día en que desapareció. Se la di a Kate y Nick; es una de las últimas cosas que escribió. Es por esta nota por lo que he venido, para verificar si lo que pone ahí es correcto.

La señorita Beryl desplegó el papel.

Sobre fecha nacimiento (FdN) Rainey Teague:

Nota para Kate

Ninguna entrada censo condado de Cullen período aproximado FdN de R. Nada tampoco en parroquias cercanas o en Belfair, no hay partida nacimiento ni bautismo de R en archivos estado o condado. Tampoco en estados, condados o parroquias circundantes. Nada prueba que R naciese o fuera bautizado en EE. UU., Canadá o México en fecha correspondiente a su supuesta edad. Padres de acogida Zorah y Martin Palgrave: en registro condado Cullen consta Martin Palgrave nació Sallytown 7-11-1873 y casó con Zorah Palgrave iglesia metodista Sallytown 15-3-1893. Los Palgrave recibieron carta de crédito firmada G. Ruelle 12-4-1913 por «cuidados y parto de Clara Mercer y el alumbramiento de un varón sano el 2-3-1913».

Los Palgrave regentaban la imprenta que hizo el ferrotipo del Aniversario Familias Niceville 1910.

Probablemente Leah Searle averiguó esto mismo en relación con adopción de R y se lo comunicó a Miles Teague en Cap City el 9-5-2002 antes de sacar a R de «casa de acogida Palgrave», de la que no existe el menor rastro en lista de contribuyentes ni censo salvo en el censo 1914 de condado Cullen.

Conclusión: es preciso investigar más para verificar lugar de nacimiento, identidad verdadera y orígenes de persona conocida como Rainey Teague.

Que Miles Teague comprendiera que el rescate de R T de la cripta de Ethan Ruelle estaba relacionado con los orígenes inciertos de R podría ser motivo de su suicidio. No hay otra explicación.

Tengo que plantear todo esto a Kate, pues ella, como tutora legal de R, será la primera opción para que el chico tenga un hogar hasta su mayoría de edad. Estos asuntos deben resolverse ya.

Beryl terminó de leer y dejó la nota sobre la mesa.

—Así que Leah y tu padre pensaban lo mismo. No me extraña. ¿Sospechas que el hijo que parió Clara era de Abel Teague?

—Estoy convencido.

—Yo también. Qué hombre tan espantoso, ese Abel Teague. Por sus pecados debería haber muerto una y mil veces, y sin embargo tuvo una larga vida. Anormalmente larga. ¿Sabes cuántos años vivió, Reed?

—No.

—Abel Teague falleció a los ciento veintidós, año más, año menos. Pasó casi toda su última época aquí, en Sallytown.

—¿Aquí?

—Sí. Estuvo ingresado en un centro de cuidados paliativos, Gates of Gilead, no está lejos. ¿Te suena?

—Alguna vez he recibido llamadas, cuando estaba de patrulla, pero no puedo decir que lo conozca bien. Lo que es seguro es que nunca me crucé con un tal Abel Teague.

—No habrías podido. Vivía en una habitación privada, en un ala muy apartada de las instalaciones, a cuerpo de rey. Una habitación sin ventanas ni espejos, en eso insistió mucho. Varios hombres, por llamarlos de alguna manera, se ocupaban de velar por sus necesidades. El personal del centro los aborrecía. Esos seres no permitían que nadie se acercara a la suite de Abel Teague. Es decir, aparte de sus médicos particulares, que eran muchos. Teague se instaló en esa suite durante la década de 1950. Y no la abandonó hasta el día de su muerte. ¿Te interesa saber cuándo murió por fin?

—Desde luego.

—La primavera pasada. Lo encontraron tendido boca arriba en un pequeño parque contiguo al centro. Iba en pijama y albornoz. La causa de la muerte fue una bala de grueso calibre que se incrustó en la parte superior de su pómulo izquierdo. En el somero informe redactado por el forense y la policía estatal se dice que fue una herida autoinfligida, pese a que el arma, una pistola del calibre 45, no se llegó a encontrar. Se supone que la robó alguien que pasaba por allí. Si quieres confirmar todo esto, puedes ir tú mismo a Gates of Gilead.

—No necesito confirmación, señorita Beryl.

Ella suspiró, poniéndose aparentemente un poco triste.

—Ojalá lo intentara alguien. Tal vez aparecería una explicación racional… —Se quedó un rato callada, y luego dijo—: Te preguntarás cómo sé tantas cosas de este asunto, claro. Antes he dicho que Leah Searle me caía bien. No es del todo exacto. Me gustaba. La quería. Era joven, alegre, inteligente y simpática. Yo sentía atracción por ella, y ella por mí. Ya sé que no hacíamos buena pareja, como se suele decir. Yo soy muy mayor y ella no, pero la atracción estaba ahí y era muy fuerte.

«La señorita Beryl», pensó Reed, «es todo secretos».

—La vi desintegrarse mientras trabajaba por cuenta de Miles Teague. Se volvió muy reservada. Así como al principio compartíamos el trabajo y el tiempo, ella empezó a poner distancia y cada vez hablaba menos de Rainey y de sus padres adoptivos. Leah comenzó a visitar Gracie con frecuencia. Supuse que habría encontrado alguna pista. Ella reconoció que por ahí iban los tiros, pero se negó a decir más. Y poco después murió. Ahogada en su bañera. En un hotel barato de Gracie. Determinaron muerte accidental. Leah había bebido y había tomado también varias pastillas de Ativan. La policía de Gracie dedujo que probablemente perdió el conocimiento y se hundió en el agua de la bañera. Yo estoy convencida de que la asesinaron.

Reed lo veía venir.

—¿Miles Teague?

—En efecto.

—¿Para impedir que ella averiguara eso que estaba investigando?

—Sí. Tal vez aquí en Sallytown, o quizá en Gracie.

—Y lo que estaba indagando era de dónde venía Rainey y quiénes eran sus verdaderos padres.

La señorita Beryl negó con la cabeza.

—Ese fue el punto de partida. Lo que la llevó a Gracie fue la búsqueda de los verdaderos orígenes de Rainey. Yo creo que puso en conocimiento de Miles Teague lo que había descubierto, y que por eso él la mató.

—Miles se quitó la vida.

—Con una escopeta, y yo me alegré mucho. ¿Por qué se suicidó? Estoy casi convencida de que Miles también tuvo algo que ver en la muerte de Sylvia. Ella se puso en contacto conmigo poco antes de la desaparición de Rainey, por lo visto estaba siguiendo la misma pista que Leah. Intenté echarle una mano, pero, como ves (y como dejó escrito tu padre), aquí no hay ningún dato al que agarrarse, y Leah no quiso decirme lo que había encontrado en Gracie, creía que era ese tipo de verdad que puede resultar peligroso saber. Llevaba razón, como ha quedado demostrado.

Sus ojos azules estaban brillantes, húmedos. Reed miró a su alrededor y vio una caja de pañuelos de papel. Ella cogió uno y se enjugó los ojos. Luego lo dobló entre sus manos.

—Señorita Beryl, Kate tiene documentos que se supone le proporcionó Leah Searle, partidas de nacimiento y demás, en los que consta que Rainey nació en torno al año 2000, aquí, en Sallytown. Bueno, al menos están firmados por ella. Y ante notario.

Vio a la señorita Beryl apretar los labios, y sus mejillas se encendieron. La respuesta fue acalorada:

—Falsificaciones. Todo falso. Miles encargó esos papeles a un falsificador profesional. No existe ningún documento oficial donde diga eso. Y, por supuesto, Leah jamás habría intentado falsificar algo así.

Su certeza sonaba más que convincente.

Beryl continuó:

—Sé que Sylvia también empezó a investigar esas cosas. Y luego desapareció; quieren hacernos creer que se tiró a Crater Sink. Mira, Reed, puede que cayera a Crater Sink, pero no por su voluntad. Yo creo que fue cosa de Miles, por el mismo motivo que le empujó a matar a Leah.

—Señorita Beryl, un hombre con la sangre fría para hacer esas cosas difícilmente acabaría pegándose un tiro con una escopeta.

—Depende. Quizá se vio venir algo que lo asustó mucho y no se sentía capaz de enfrentarse a ello.

—¿Quiere decir la justicia?

—La nuestra no, eso desde luego. Tal vez algo más tenebroso y más antiguo. ¿Tú cómo piensas que Abel Teague consiguió vivir ciento veintidós años y con buena salud?

—¿Dinero? ¿Suerte? ¿Fibra?

—No seas descarado, jovencito. Yo creo que tenía… aliados. Creo que encontró la manera de prolongar su vida. Una manera antinatural. No se me ocurre qué forma pudo tomar eso, pero seguro que Abel echaba mano de algún poder oscuro.

—¿El diablo?

—Un diablo, eso era Abel Teague, pero yo no creo que Satanás (tal como lo entendemos) tenga nada que ver. Tampoco Dios, a quien estoy absolutamente convencida de que le interesa tanto su propia creación como a un niño descuidado la granja de hormigas que dejó tirada en el patio de su casa. He intentado desentrañar la forma de esta fuerza, al menos a partir de sus aparentes efectos, en personas como Abel Teague y lugares como Crater Sink. Es como si uno tratara de descubrir un nuevo planeta observando las alteraciones en estrellas y planetas cercanos. Aquí, en esta parte del mundo, hay alguna fuerza gravitatoria que «tuerce» la realidad, estoy convencida. Abel utilizó esta fuerza para vivir muchos más años de lo normal en un ser humano, y no me cabe duda de que, a cambio, eso (sea lo que sea) lo utilizó a él. Me consta que Abel era un viejo verde y un degenerado, además de adicto a los opiáceos. Podría ser que ese poder, esa fuerza, utilizara a personas como Teague para experimentar, para saborear, los elementos sensuales del mundo en que vivimos. Fantasías, ya sé, pero yo creo que hay algo de eso.

Hizo una pausa. Sonrió y meneó la cabeza.

—Soy vieja, Reed, y Leah Searle fue la última persona a la que querré en esta vida. Te estoy escandalizando, imagino, pero trata de entenderlo. Llevé una vida de engaño durante toda mi relación con Walter, y cuando él murió decidí no ser falsa nunca más. Leah murió y yo me voy marchitando. Estoy contenta de que hayas venido. Creo que la respuesta a tu pregunta no está aquí, en Sallytown.

—Entonces ¿dónde?

Ella se puso de pie. Él hizo lo propio.

Era una manera de despedirle, pero con estilo.

—En Gracie hay un lugar llamado Candleford House. ¿Te suena?

—Sí, creo que en los años veinte era un psiquiátrico, ¿verdad? Tengo entendido que no tenía muy buena fama.

La señorita Beryl asintió con la cabeza.

—La fama que merecía. Candleford House era una auténtica prisión, con guardianes sádicos, curanderos y charlatanes de todo pelaje, y los internos eran sometidos constantemente a torturas y violaciones, y envenenados hasta sacarles todo el dinero que pudieran poseer. Candleford era un portal del infierno, Reed, y ese fue el último sitio donde estuvo Leah antes de morir. No quiso decirme lo que había visto allí, pero como hemos comentado ya, Leah pudo confirmar que Clara Mercer fue arrebatada de la tutela de Glynis Ruelle en 1924 y encerrada en Candleford House. Allí estuvo hasta 1931, cuando la trasladaron al hospital Lady Grace de Niceville. Estamos de acuerdo en que el motivo fue un aborto, probablemente fruto de una violación. Clara se fugó del hospital y acabó lanzándose a Crater Sink. Leah descubrió algo en Candleford House y Miles Teague la mató para impedir que lo divulgara. Pensaba ir yo misma a Candleford, pero soy una maldita anciana. Gracie no queda lejos. Quiero que vayas tú por mí, Reed. Hoy mismo. Ahora.

—Pero si está vacío, en ruinas, ¿no?

Ella rodeó la mesa y le tomó de la mano. Sus dedos eran huesudos, pero la piel estaba seca y fresca. La fragancia a mimosas flotaba a su alrededor.

—En ruinas, sí, pero no está vacío.