Harvill Endicott dialoga con
Lyle Preston Crowder
La detención de Lyle Preston Crowder no pudo causarle mayor sorpresa a Lyle Preston Crowder. Serían las dos del viernes, último día de una semana de seis días, cuando desenganchó la plataforma de un camión cargado de pladur en el muelle de carga de un Home Depot a diez manzanas del Galleria Mall, en la zona noroeste de Niceville.
El proceso duró casi media hora porque el remolque era antiquísimo y los conectores estaban oxidados, y sacar aquella maldita cosa del gancho de su Kenworth fue un auténtico coñazo.
Pero al final lo consiguió, y poco después de arrancar ya estaba pensando en parar en el 7-Eleven más cercano y comprarse un pack de doce latas de cerveza Dos Equis, un DVD porno de Tres Equis y una pizza de pepperoni extragrande y regresar a su semihabitual habitación en el Motel 6 de North Gwinnett para descansar un poco, cosa que, después de seis días en la carretera, creía haberse ganado a pulso.
Si trabajaba con denuedo para sus patronos cada día que fichaba era porque estaba contento de seguir teniendo un empleo después del «accidente» en que había estado involucrado la primavera anterior.
Era el único asunto chungo en toda la historia de su vida. Las cosas habían salido rematadamente mal, con muertos y todo, y durante semanas el solo hecho de oír el teléfono o el timbre de la puerta le había causado ataques de pánico.
Pero pasó el tiempo y nadie fue a arrestarlo; es más, el sentimiento de culpa se iba difuminando. Lyle había vuelto a su vida de siempre (loado fuera el Señor) y había cobrado diez mil suculentos dólares. No pensaba arriesgar la piel nunca más. Era una especie de plegaria que recitaba diariamente para sus adentros al término de su jornada laboral. Y en eso estaba cuando metió el Kenworth en el aparcamiento del Motel 6 y se apeó de la cabina con sus cervezas, su pizza y su porno, un chaval fornido de piel pálida y perilla rala, vestido con tejanos y una camiseta con el descolorido logotipo de MARGARITAVILLE.
Tenía veintisiete años, estaba separado de su novia del instituto, recuperándose de su adicción a la cocaína (de ahí que se separaran), era incondicional de los Green Bay Packers y en el fondo era un buen tipo, a pesar de lo que había hecho unos meses atrás, pero parece que el desquite es algo que está urdido en la trama misma del universo. De hecho le estaba esperando pacientemente en la habitación 229 del Motel 6 de North Gwinnett.
Lyle había elegido aquella habitación (pagaba un alquiler mensual) porque tenía vistas a la piscina del patio y al aparcamiento de la parte de atrás, así podía vigilar su camión y admirar a las chicas que tomaban el sol junto a la piscina.
Acomodó la bolsa con las compras, introdujo la llave en la cerradura y entró a la habitación en penumbra. Lo primero que notó fue el olor a cigarrillo.
Había un hombre sentado en el sillón abatible de plástico, en medio de la estancia, mirando hacia la puerta, y tenía en la mano una gran pistola gris de acero.
La pistola, que llevaba acoplado un largo tubo metálico que Lyle identificó como un silenciador, no se movía en absoluto, y en el otro extremo del brazo correspondiente a tan firme mano había una cara de gesto frío que lo miraba a él. El tipo llevaba un bonito traje gris, camisa blanca y corbata negra. A Lyle le pareció que podía tratarse de un poli, aunque el aspecto era más de director de una funeraria.
—¿Quién cojones es usted y qué coño le pasa?
—A mí no me pasa nada, señor Crowder —dijo el hombre con una voz fría, suave y de acento cargado, que Lyle no supo identificar—. Entre, por favor, deje ahí sus cosas y siéntese junto a la mesa.
Lyle miró la pistola. Todavía no estaba asustado. Los jóvenes del país habían visto ese tipo de cosas montones de veces, aunque solo en televisión o en el cine, pero al héroe nunca le pasaba nada, y los jóvenes siempre son los héroes de sus propias películas.
De modo que Lyle se puso en plan respondón.
—Si es poli, enséñeme la placa. De lo contrario, tío, por qué no se larga de aquí cagando leches…
El «tío» no enseñó ninguna placa. Ni se largó cagando leches. Lo que hizo fue meterle una bala en la parte más carnosa del muslo izquierdo.
La detonación amortiguada resonó en toda la habitación, pero apenas si fue registrada en el mundo exterior, donde el susurro neumático de la bala al salir se perdió entre el bullicio del tráfico que discurría por North Gwinnett y el aullido de motores de un avión que acababa de despegar del cercano aeródromo Mauldar, así como la música con muchos graves de un grupo de adolescentes de ambos sexos que pasaban el rato en el patio de la piscina.
Prácticamente ocurrió lo mismo con el grito de Lyle, que, en cualquier caso, solo duró el tiempo necesario para que la víctima cayera sobre la alfombra, momento en el cual el señor Endicott se agachó a su lado para insertarle en el cuello una aguja hipodérmica. Poco después, la parte de Lyle Preston Crowder que pensaba, sentía y gritaba abandonó el edificio.
El sonido del disparo tampoco llegó a oídos de Edgar Luckinbaugh, que estaba en la apolillada Windstar de su tía Vi en el aparcamiento de un restaurante Wendy, al otro lado de la calle. Hacía una hora había visto que el señor Endicott aparcaba su Cadillac, sacaba del maletero un maletín de piel, cerraba después el coche con el mando a distancia y cruzaba North Gwinnett hasta el Motel 6, para subir a continuación un tramo de escalera exterior hasta la segunda planta y caminar a la habitación 229, en la que luego había entrado valiéndose, aparentemente, de una llave.
No había pasado nada durante un buen rato y Edgar, feliz por la pausa (ya que dedicarse uno solo a vigilar a alguien era tarea muy dura), había entrado en el Wendy para ir al servicio y comprarse una hamburguesa con patatas fritas; justo cuando volvía a la Windstar vio que un enorme camión Kenworth rojo se metía en el aparcamiento del motel y ocupaba limpiamente una plaza en uno de los lados.
Un joven con una camiseta MARGARITAVILLE se apeó de la cabina cargando una voluminosa bolsa de papel. Luego cerró el camión, dio unas palmaditas al radiador como haría un vaquero con su caballo y se dirigió hacia la escalera exterior para subir hasta la galería descubierta y plantarse frente a la habitación 229, valiéndose, aparentemente, de una llave para entrar.
La puerta se cerró y punto.
Edgar no sabía qué hacer.
Finalmente decidió mandar un SMS al sargento Coker.
Informando
Endicott habla con sujeto desconocido en aeropuerto y luego va al motel 6 de north gwinnett.
Consejo?
Transcurrieron unos minutos sin que ocurriera nada reseñable por los alrededores, y tampoco en el Motel 6. Entonces llegó la respuesta al mensaje.
Describe sujeto desconocido
Edgar lo pensó un momento.
Joven blanco de unos 25 años metro 75 80 kilos perilla conduce camión kenworth de steiger freightways sin remolque.
El mensaje partió hacia el ciberespacio.
La respuesta tardó solo unos segundos.
Puedes identificar desconocido con brevedad repito con brevedad?
Edgar contempló el SMS, soltó un suspiro teatral y escribió el siguiente mensaje:
Puedo cinco minutos.
Edgar salió de la furgoneta, despacio, pues llevaba metido dentro mucho rato. Volvió al Wendy, pidió una doble de queso y un Frosty, cogió la bolsa y el recibo y atravesó North Gwinnett zigzagueando entre el tráfico.
Entró en la oficina del Motel 6 y dejó la bolsa encima de la mesa, frente a la cual estaba sentado un joven pelirrojo. De los auriculares del iPhone que llevaba puestos salía un ruido chirriante.
El joven se destapó una oreja. Al parecer el aspecto de Edgar Luckinbaugh era el de alguien que solo merecía ser atendido a medias.
—¿Qué hay?
—Uno que está hospedado aquí nos ha pedido esto. Tengo el número de la habitación, pero no entiendo el nombre.
—¿Qué número es?
Edgar fingió consultar el recibo que tenía en la mano.
—La dos dos nueve.
—Ah. Es Lyle. ¿Ahí pone «Lyle»?
Edgar mantuvo el recibo cerca.
La música que salía del auricular que el chaval se había quitado sonaba como si a un cerdo lo pasaran por una trituradora de madera. Edgar supuso que el chico tardaría un año en quedarse sordo, pero que con el tiempo acabaría valorando el silencio.
—¿Nombre completo?
—Lyle Crowder. Lleva un camión de Steiger. Es ese grande que está aparcado ahí. Él lo llama el Gordo Rojo.
Edgar miró otra vez el recibo y negó con la cabeza.
—Creo que me he equivocado de hotel. Iré a comprobarlo otra vez.
—Como quiera —dijo el chaval encasquetándose de nuevo su ración de cerdo a la trituradora.
Edgar salió del establecimiento y mandó otro SMS a Coker.
Habitación 229 a nombre de un tal lyle crowder camionero de steiger freightways.
La pausa fue breve.
Vas armado?
Edgar iba armado, sí. El Colt 45 de los viejos tiempos.
Hacía seis años que no disparaba por necesidad. Bueno, puestos a ponerse quisquillosos, no lo había disparado una sola vez en seis años.
Sí pero por qué no la poli?
La respuesta llegó dos segundos después.
Poli no 5 mil extra si entras ahora. Estamos de camino mantenlos ahí y espera.
Edgar se quedó mirando el mensaje.
Estaba claro. «5 mil extra si entras» resonó como un grito en su cabeza.
Toda una pasta por hacer lo que tantas veces había hecho en sus tiempos de policía. Pero ya no era policía, no iba a poder pedir refuerzos y además era un hombre mayor, oxidado, que se había metido en algo que le iba grande. Por otra parte, las consecuencias de desilusionar a Coker eran algo a tener muy en cuenta.
En fin, estaba en un aprieto. Lo que no tenía claro era qué postura tomar al respecto.
Endicott se incorporó del cuerpo desnudo y atado a la cama y dejó la ensangrentada herramienta Dremel encima de una toalla en la mesilla de noche, se quitó los guantes de látex, la mascarilla de pintar y las gafas protectoras (sabía que los accidentes laborales le costaban anualmente al país miles de millones de dólares) y deshizo el nudo del delantal de barbacoa que llevaba puesto.
Lo había comprado en un Stein Mart. Era de color azul marino y llevaba una leyenda en letras blancas:
Todo el mundo
cree en algo.
Yo creo
que me tomaré otra cerveza.
Las letras ya no eran tan blancas.
En el cuello del chaval, los tendones sobresalían como las varillas de un paraguas, y su cara estaba colorada y cubierta de una película de sudor. La mordaza que le tapaba la boca se hallaba empapada de sangre y de lágrimas, y el pecho le subía y le bajaba como un fuelle.
Había salpicaduras de sangre por todas partes, y en la zona inferior habían ocurrido cosas tanto o más desagradables, pero Endicott se había aplicado Vicks VapoRub en el labio superior, de modo que para él no había sido un gran problema. Examinó el cuerpo del chaval de arriba abajo y el chico lo miró a su vez, con aquellos ojos azules grandes como Kansas. Endicott le devolvió la mirada y se quedó pensando.
Cinco mil dólares por adelantado y otros cinco mil después por organizar un follón en la Interestatal 50 a la altura del kilómetro 107, follón que debía tener lugar a las 14.49 a fin de provocar un corte de narices en la autopista.
¿Cómo llegó el dinero?
Por FedEx. Billetes de 50 con números mezclados.
¿Conservas el paquete?
No. Lo tiré hace tiempo. Lo juro.
¿Desde dónde lo enviaron?
Desde Nueva Orleans. El aeropuerto, creo.
¿Algún contacto después?
Sí. Otros cinco mil vía FedEx.
¿Por el trabajo?
Sí.
¿Ese paquete lo guardas?
No. Se lo juro. Podía ser una prueba.
¿Enviado desde el mismo sitio?
Sí. Nueva Orleans.
¿Me estás mintiendo?
No. Se lo juro. No me haga esto más.
Pero, lógicamente, Endicott había continuado, las debidas diligencias y tal, aunque empezaba a pensar que el chico decía la verdad.
El procedimiento habitual era vacilar un poco más con el entrevistado, aunque solo fuera por aquello de practicar y, cómo no, porque era divertido, pero el tiempo apremiaba; aún tenía que «entrevistar» a Warren Smoles y a Thad Llewellyn; y, si le decepcionaban, tendría que buscar la manera de llegar a Andy Chu (al parecer estaba despierto y podía hablar). Y si, como se ha dicho, el tiempo apremiaba, entonces el pobre Lyle Crowder lo tenía pero que muy crudo…
De repente la puerta de la habitación se abrió violentamente y un tipo alto y negro ocupó todo el umbral, a contraluz de la dorada tarde de otoño, una silueta negra que empuñaba una enorme pistola azul de acero. Endicott pudo reparar en un ligero temblor en la boca del cañón, pero el tipo ya había avanzado lo suficiente como para cerrar la puerta a su espalda de una patada. Endicott pudo verlo ahora con toda claridad.
—Hombre, Edgar, eres tú. ¡Qué bonita sorpresa!
Edgar siguió apuntando a Endicott, miró brevemente al chico desnudo sobre la cama y se fijó en el delantal ensangrentado de Endicott y la mascarilla de pintor que le colgaba del cuello.
Su rostro cetrino se puso de un rojo encendido.
—Qué hijo de puta… —dijo entre dientes y en voz baja, de manera harto convincente—. ¡Atrás! Vamos, pon tu puto culo maricón contra la pared.
A oídos de Endicott, Edgar no parecía un botones; parecía un poli. Un poli cabreado. Un poli peligrosamente cabreado que le estaba apuntando con una muy respetable pistola. Endicott lamentó no haber prestado suficiente atención a aquel botones que se empeñaba en no salir de la habitación aun habiendo recibido propina dos veces. En el futuro procuraría fijarse más en esos detalles.
Endicott obedeció, levantando las manos mientras retrocedía. Edgar mantenía la distancia como haría un poli listo, pero los ruidos que producía Lyle Preston Crowder desviaban su atención, y no paraba de mover los ojos entre Endicott y lo que quedaba del pobre Lyle.
Siempre con las manos en alto, Endicott tenía la vista fija en el índice de Edgar, el que descansaba en el guardamontes de su pistola. La piel del nudillo estaba sonrosada, no blanca como lo estaría si Edgar hubiera aplicado cierta presión al gatillo. Si el arma que Edgar empuñaba era lo que parecía ser, vista desde donde Endicott se encontraba (un Colt 45 modelo Government 1911, casi una antigualla a estas alturas), el percusor podía no estar completamente amartillado, porque era demasiado peligroso llevar la pistola así. La mayoría de la gente tira de la corredera para meter un cartucho en la recámara, luego acciona el percusor y empuja el seguro hacia arriba.
A Endicott no le cabía la menor duda de que Edgar habría quitado el seguro y accionado el percusor, pero para disparar tendría que hacer bastante fuerza en el gatillo. En esos Colt tan antiguos, incluso bien cuidados, la resistencia del gatillo podía ser hasta de dos libras.
Pero, además, el Colt de Edgar se veía gastado y sucio. Eso quería decir que la resistencia podía superar las dos libras. Quizá no disparara a menudo.
Y podía ser que guardara el arma dentro de un cajón, con el cargador puesto y cargada, lo que solía deteriorar el muelle que empujaba el cartucho hacia arriba para que la corredera pudiese extraer del cargador el cartucho siguiente.
Esto no ayudaba gran cosa a Endicott, si es que había una bala en la recámara, aunque podía significar que, si la primera bala erraba el blanco (cosa improbable), la segunda no saliera lo suficiente del cargador para que la corredera la empujara.
Resultado: arma atascada.
Eran asuntos de gran seriedad, y los analizó en cuestión de segundos. Aquí lo más importante era dilucidar hasta qué punto estaba dispuesto Edgar a matarlo. Desde donde Endicott se encontraba, Edgar tenía toda la pinta de estar muy decidido a hacerlo, y Endicott hubo de reconocer que la situación era peliaguda y que podía pasar de todo.
Edgar estaba buscando algo con la mano libre en el interior de su chaqueta, sin dejar de apuntar con su arma al diafragma de Endicott. Lo que sacó fueron unas esposas metálicas de color negro. Se las lanzó a Endicott.
Este las cazó al vuelo.
Las sopesó.
Eran viejas y pesadas. La cadena con que estaban unidas medía unos doce centímetros. Parecían de anticuario, recordaban más a unos grilletes que a unas esposas de reglamento.
Y, sí, pesaban una tonelada.
El hecho de que las esposas fueran de plomo no solo revestía importancia, sino que merece ser repetido a la luz de lo que ocurrió segundos más tarde.
Danziger conducía y Coker iba de copiloto. Estaban en la camioneta Ford F-150 de Danziger recién salidos de la finca de este, y habían bajado por Arrow Creek y cruzado la rural número 40 para ir al extremo norte de North Gwinnett. Se encontraban a unos diez minutos del Motel 6 e intentaban cubrir la distancia lo más rápido posible sin llamar la atención de la policía. Ambos viajaban en silencio.
Y armados, Danziger con un Colt Anaconda y Coker con su Beretta de reglamento.
Pero Coker no iba de uniforme.
Había recibido el SMS de Edgar cuando estaba a punto de llegar a la subcomisaría de North Ring Road. Su turno era de ocho a ocho de la tarde, doce horas en marcha como supervisor de turno.
Coker se había detenido para leer el mensaje y telefonear después a la comisaría para decirle a Jimmy Candles, el otro oficial de servicio, que había surgido algo y que llegaría tarde. Jimmy Candles no puso ninguna objeción. De todos modos, era un día poco movido. Le dijo a Coker que haría él todo el turno y que Coker le sustituyera al día siguiente. Coker le dio las gracias (de todos modos, el cuerpo le debía un montón de horas de baja por enfermedad, porque él nunca se ponía enfermo).
Desconectó y llamó a Danziger.
Danziger se reunió con él en la confluencia de Ring Road y Arrow Creek. Aunque no parecía muy preocupado, llevaba encima su arma corta favorita, lo cual era significativo.
El hecho de que el mierda de Endicott hubiera pillado a Lyle Crowder era motivo de preocupación para Coker y Danziger. No porque les importara gran cosa Lyle Crowder, sino porque existía la posibilidad, pequeña pero real, de que el chico proporcionara a Endicott una pista mediante la cual llegar hasta Danziger, que era quien había hecho llegar cinco mil dólares a Crowder junto con instrucciones detalladas, y otros cinco de los grandes una vez hecho el trabajo.
Danziger había enviado los paquetes desde un buzón de FedEx, pero en los aeropuertos había cámaras de seguridad, y si Crowder cantaba un marco de tiempo y un punto de partida, Endicott, que debía de ser un investigador tenaz, no tardaría mucho en encontrar un fragmento de vídeo que abriría a sus pies, los de Danziger y Coker, un abismo de problemas.
Coker tenía en la mano el móvil Radio Shack, el anónimo, que solo utilizaba para comunicarse con Edgar. Había conectado además el escáner de frecuencias, sintonizado en la de la policía local. Se oía un diálogo a varias voces acerca de cambiar las unidades que estaban vigilando la escena de un crimen en Patton’s Hard.
A Coker le llamó la atención.
—Patton’s Hard. ¿Sabes quién piensan que ha podido ser? Rainey Teague.
—No jodas. ¿Y por qué él?
—Jimmy Candles me ha contado que Tig Sutter está investigando al chico y a no sé qué otro mocoso por un ahogado que sacaron ayer del Tulip.
—¿Quién?
—No lo han dicho. Pero las cosas del chaval estaban cerca del lugar.
—¿Qué tiene, doce años o así?
—Eso da igual. El asesino más joven al que he esposado nunca tenía diez años. Fue en Gracie. Se llamaba Joey La Monica. Le rajó el pescuezo a su madre para robarle el talón del seguro. Y luego a su hermana pequeña, porque lo había visto hacerlo. Una semana después los vecinos notaron un olor desagradable. Cuando llegaron los agentes y se encontraron al mozo jugando con la Nintendo en el sofá. La madre y la hermana estaban en la bañera, en el piso de arriba. Él me explicó después que, como no tenía fuerza suficiente para llevar a su madre arriba de una sola pieza, tuvo que cortarla por la mitad. Quiso terminar la partida antes de que yo me lo llevara. Más frío que un témpano, el pequeño cabrón. Lo encerraron en Angola.
—Vaya, qué anécdota más aleccionadora, Coker. Se agradece.
Coker había sacado otra vez su móvil.
—No hay de qué. Solo digo que algunos ya nacen así. ¿Dónde diablos está Edgar?
—Eh, Coker, ahora no te metas con él. Acaba de entrar él solo en la boca del lobo. Tiene las manos ocupadas. En su tiempo fue un buen poli. Sabe hacer estas cosas. Seguro que…
El móvil de Coker pitó.
Tengo a los dos neutralizados. Consejo pfv.
Coker le mostró un momento la pantalla a Danziger.
—Podría ser Edgar o podría ser Endicott —dijo Danziger.
—Ya.
—¿Teníais algún tipo de contraseña?
—No. Nunca pensé que Edgar tendría que entrar en acción. ¿Qué sugieres?
—Pregúntale cómo está su mujer.
—Su mujer murió.
—Por eso lo digo.
Coker tecleó.
¿Cómo está Francis?
Pausa.
Sigue muerta. Repito tengo a los dos. Consejo.
—¿Sigue sin gustarte? —preguntó Danziger.
—Sí.
—¿No podríamos oír su voz?
—Por este móvil no. No quiero que alguien pueda relacionar una llamada mía con todo este asunto.
—Quizá te estás volviendo un poquito melindroso.
—¿Melin-qué? ¿Qué coño sign…?
Otra vez el móvil.
Los tengo neutralizados. No te acerques al hotel. Peligroso. 5 min en el Wendy de Gwinnett. Furgo Windstar marrón del 85
Coker lo pensó un poco y luego escribió:
Ok. Limpia la escena y nos vemos en 5 min
Pausa.
La respuesta llegó poco después.
RECIBIDO. Hasta ahora.
—Tío —dijo Danziger, terminado el vaivén de mensajes—. ¿Cuánto le ofrecimos a Edgar?
—Cinco de los grandes.
—Hasta el doble sería un chollo.
—Y que lo digas.
—Parece que lo de poli lo llevaba en la sangre.
Estaban a un minuto del motel y Danziger aminoró la marcha para no llegar demasiado pronto. Coker seguía preocupado por Edgar.
—Quizá lleva demasiado poli en la sangre.
Danziger le miró.
—Oye, Coker, nada de liquidar a Edgar.
—Seguro que estará haciéndose preguntas, Charlie. Hay mucho dinero en juego, a poco que sepa sumar dos más dos.
—Olvídalo. Edgar te tiene más miedo del que le tenía a Francis en vida, y eso que ella era para salir corriendo.
—Ya estamos. Entra por la parte de atrás.
Danziger encontró un sitio donde torcer a la izquierda un poco más adelante. Eran casi las cuatro y el tráfico en North Gwinnett era denso y caótico. El aparcamiento del Wendy estaba abarrotado, pero cuando rodearon el edificio por el lado derecho vieron una Windstar color marrón fango en una plaza de parking encarada a la calle, con el morro hacia dentro.
En la acera de enfrente estaba el Motel 6, un edificio achaparrado de color marrón rata, hecho de bloques de cemento con revestimiento exterior y tan absolutamente feo como, bueno, como un Motel 6.
El aparcamiento estaba medio vacío, pero pudieron ver el enorme capó rojo del Kenworth de Lyle Crowder en un lado del edificio. Danziger redujo la marcha al acercarse a la Windstar.
No había otra plaza descubierta donde aparcar, de modo que Danziger paró detrás de la furgoneta. Inmediatamente, alguien que estaba en un coche detrás de ellos tocó el claxon.
Danziger le indicó por señas que pasara y el tipo le enseñó el dedo corazón al adelantarlos. En ese momento sonó el móvil de Coker. Este lo cogió rápidamente del salpicadero.
—Bingo —dijo Endicott atisbando con unos prismáticos Zeiss por una rendija en la ventana del motel.
Vio que el hombre que iba en el asiento del acompañante de una Ford F-150 blanca levantaba su móvil y miraba la pantalla. «Un tipo rudo», pensó Endicott, observándolo.
No podía ver al conductor, solo unas manos morenas de venas gruesas apoyadas en el volante, manos fuertes y grandes, manos de vaquero. Tejanos descoloridos. Otro cachas, y ni un gramo de grasa tampoco. Cinturón de piel labrada con una gran hebilla vaquera. Camisa blanca. Un anillo grueso, de oro, en la mano derecha; parecía un emblema del cuerpo de marines.
De una pistolera disimulada en la cintura del conductor sobresalía la culata de un gran revólver de acero. «Muy bien. Llegó la hora».
«Estos dos son los que controlan a Edgar».
El supervaquero de pelo blanco continuaba mirando la pantalla del móvil. Endicott sabía lo que estaba leyendo porque él mismo había preparado el mensaje al comprobar que nadie mostraba el menor interés por la furgoneta de Edgar.
Ojo. Chicas haciendo la limpieza. Despejo la escena y contacto para nuevo encuentro.
El del pelo blanco dejó el móvil en el salpicadero y miró hacia la galería de la segunda planta del motel. Vista por los gemelos, la cara del tipo parecía tallada de una lápida mortuoria, los ojos tan amarillos como los de un lobo; parecía que estuvieran taladrando los Zeiss y quisieran clavarse en el cerebro de Endicott.
«Sabe que estoy aquí», pensó de manera irracional, una idea espontánea pero acuciante. «Lo sabe». Notó que se le tensaba la ingle y se echó rápidamente hacia atrás.
De repente, la Ford se apartó de la furgoneta de Edgar, dobló la esquina a toda velocidad y se perdió de vista. Pero Endicott había memorizado la matrícula. Se le daban muy bien esas cosas, incluso estando cagado de miedo.
Volvió a mirar un rato por la rendija confiando en que la Ford entrara de un momento a otro en el aparcamiento del motel. Pero no fue así.
Tras un largo momento de tensión, Endicott dejó la persiana como estaba. Se sentía muy intranquilo, cosa que en él no era nada normal.
Recobró la compostura y se puso a ordenar el increíble desbarajuste que había organizado en la habitación. Le hacía uno muchos agujeros a un tipo y empezaban a salir toda clase de fluidos. Mientras estaba concentrado en su labor, una labor francamente desagradable que iba a serlo todavía más a medida que Endicott fuera ultimando la puesta en escena que tenía en mente, apenas si se permitió un momento para pensar en otra cosa que en lo que estaba haciendo.
Pero una pantallita mostraba una y otra vez el mismo texto de advertencia en un rincón de su cerebro:
Voy a necesitar ayuda con esos dos tipos.
Voy a necesitar ayuda con esos dos tipos.
—¿Tú sabes qué coño ha pasado ahí arriba? —dijo Coker mientras iban hacia el norte.
—Sí. Que se han cargado al pobre Edgar y que acaban de calarnos.
—Ese tipo habrá visto tu matrícula.
—Seguro.
—Me imagino que Crowder también estará muerto.
—Eso espero, la verdad.
—Edgar se habrá ido de la lengua.
—No necesariamente, Coker. Quizá estaba vivo cuando le has preguntado por su mujer. O no. Quizá Endicott ya sabía que Francis había muerto. Ni idea de cómo podría haberse enterado, pero ¿que Edgar se lo ha contado todo a ese tipo? Lo dudo.
—¿Por qué?
—Porque Endicott ha necesitado atraernos hasta allí. Si Edgar hubiese hablado, si le hubiese dicho para quién trabajaba, Endicott no habría corrido ese riesgo. Habría sabido quiénes éramos. ¿Para qué iba a jugársela, si nosotros ya sabíamos que habíamos caído en la trampa? Edgar habrá visto enseguida que era hombre muerto. Nunca se dejó pisar así como así; seguro que habrá vendido caro su pellejo.
Pausa.
—Creo que tienes razón —dijo Coker—. Yo habría hecho lo mismo.
—Oye, ¿Edgar tenía familia?
—Su tía Vi. Amante del whisky y los macarrones. ¿Piensas que deberíamos enviarle algún dinero?
—Sí. Yo me ocuparé.
Otra pausa, ambos pensando en el asunto.
—Tendremos que matar a ese cabrón metomentodo —dijo Coker con retintín—. Deberíamos haber entrado allí y haber acabado con él.
Danziger negó con la cabeza.
—No. Edgar mencionó que Endicott tenía una Sig Sauer de las grandes y mucha munición. Parapetado allí dentro, con una única vía de entrada… habría sido un tiroteo en toda regla. Y luego nosotros teniendo que explicar a la poli local qué demonios hacíamos allí. Habrá que meditar con calma qué paso vamos a dar ahora.
—¿Sabemos algo de ese tipo?
—Solo lo que nos envió Edgar. Reside en Miami. Se hace pasar por coleccionista. Probablemente a sueldo de esos tipos de Leavenworth. Al menos hasta hace unos días.
—¿Crees que ahora va por libre?
—Hombre, con dos millones te aseguras lealtad para años.
Habían dejado atrás el extrarradio de la ciudad y estaban entrando en North Ring Road.
—¿Vas a ir a trabajar?
—No. He llamado a Jimmy antes de llamarte a ti y me ha dicho que vale. No puedo ir de patrulla sabiendo que ese tipo, Endicott, anda suelto. Ha visto tu matrícula. Intuyo que irá a por ti esta misma noche. Estaremos preparados.
Danziger se detuvo junto al coche de Coker, un Crown Vic verde, apagó el motor y alargó el brazo para impedir que Coker se apeara.
—No va a ir a por nadie esta noche, Coker. Lo que intentará es conseguir refuerzos.
Coker lo meditó.
—Pues tienes razón.
Danziger sonrió a medias.
—Ha leído el dossier. Sabe que te cargaste a cuatro polis con un Barrett. Ya ha podido verte. Hasta yo mismo pienso que tienes una pinta que asusta. Ese Endicott no es ningún idiota, a juzgar por cómo ha actuado. Dejará el Marriott, buscará un sitio más seguro y pedirá refuerzos. Sus pistoleros tardarán un día en llegar y preparar la operación, calculo yo. Y después vendrán.
Coker sonrió.
—Eso te encantaría, ¿eh, Charlie? Como la gran pelea final en Grupo salvaje, ¿a que sí?
—Pero, en mi versión, los que mueren son ellos.