Las raíces del mal
Los submarinistas de la base de rescate aéreo y marítimo de los guardacostas en Sandhaven Shoals llegaron a Patton’s Hard en un MH-60 Jayhawk al amanecer del viernes, haciendo temblar las ventanas de todo Niceville y agitando violentamente las ramas de los sauces ribereños al posarse, a la luz de los faros de cuatro coches patrulla, en un tramo despejado de suelo endurecido.
Tig Sutter y Nick, junto con Lemon Featherlight, llevaban esperando allí desde hacía una hora, entre café y café.
No se hablaba de Rainey o Axel ni de Beau Norlett porque ya habían agotado el tema; Beau estaba en la UCI y le esperaban muchas operaciones más, y el asunto de Rainey y Axel era algo que no podían debatir en aquel preciso momento.
Lemon no hacía preguntas, más que nada porque no quería llamar demasiado la atención. Estaba presente por invitación expresa de Nick, puesto que eran Lemon y Kate quienes habían encontrado el coche. Lemon agradecía ese detalle, y lo demostraba guardando silencio.
Así pues, estaban los tres callados mientras veían cambiar la luz a medida que el sol empezaba a asomar detrás del Tallulah’s Wall y la ciudad emergía lentamente de su larga sombra. El sol iluminó primero unas ramas altas que se mecían perezosas en los robles y pinos de mayor altura. En el cielo rosado pudieron ver las diminutas motas negras de unos cuervos elevándose hacia la luz matinal.
Los pájaros formaron bandadas semejantes a nubes de humo y el sol sacó destellos a las relucientes plumas de sus alas, de forma que los cuervos parecían recorridos por oleadas de fuego. Estaban muy lejos para oírlos graznar y, de todos modos, el ruido del helicóptero que se acercaba era demasiado fuerte, incluso para permitirle a uno pensar con claridad.
El Jayhawk se posó, imponente, sobre sus riostras, hundiéndose en la capa endurecida. La puerta se abrió y varias personas en traje de vuelo de los guardacostas y excelente aspecto físico fueron saliendo del aparato, agachados para evitar cualquier sorpresa por parte de las hélices, aunque el rotor principal estaba un par de metros sobre sus cabezas.
Lemon permaneció donde estaba cuando Tig y Nick se adelantaron para recibirlos. La jefa, una mujer joven y fibrosa, con distintivo azul y blanco de oficial técnico en las hombreras y el apellido FARRIER grabado en negro sobre una placa dorada, caminó hacia ellos.
Tenía la sonrisa franca y la mirada cauta, y los músculos de su cuello sobresalían como cables.
Tig, mucho más alto que ella, en traje color canela y camisa azul, le tendió su manaza; ella aceptó el desafío sin renunciar a la sonrisa.
—¿Teniente Tyree Sutter?
—Sí. Todos me llaman Tig. Este es el inspector Nick Kavanaugh.
—Soy la oficial técnico Farrier.
Se volvió para presentarles a los seis que tenía detrás, cuatro hombres y dos mujeres, todos ellos oficiales de baja graduación, todos delgados y de mirada torva y, al menos para Tig, demasiado jóvenes para volar por ahí en un Jayhawk sin autorización de sus respectivas madres.
Como ocurre en el ambiente militar, se mostraron fríos pero amistosos y cortésmente distantes, y no tuvieron gran cosa que agregar después de decir: «Buenos días, señor».
La oficial técnico Farrier impartió unas cuantas órdenes en voz queda y el grupo regresó al helicóptero para descargar su equipo.
—Bueno, parece que se trata de un Toyota, ¿eh? —dijo luego volviéndose otra vez hacia Sutter y Nick.
Fue Nick quien respondió.
—En efecto, señora…
Farrier le interrumpió.
—No. Llámeme Karen, por favor. Usted es el capitán del Grupo 5 de Operaciones Especiales con base en Fort Campbell, ¿verdad? Usted es el que…
Nick paró el golpe lo mejor que pudo con una sonrisa irónica.
—Ahora soy Nick y nada más, Karen. Si no tienes inconveniente.
Ella pareció captar enseguida que Nick no estaba para batallitas y no insistió más, aunque toda la tripulación había estado hablando de él durante el trayecto desde Sandhaven. Lo miró de arriba abajo con gesto afable y luego asintió.
—¿Nick? Bueno. Por mí, vale. ¿Tenéis alguna grúa disponible para remolcar el coche si conseguimos enganchar un cable?
—Sí —dijo Nick—. La policía local nos envía un elevador. Es una grúa con estabilizadores extensibles y tiene un buen radio de acción. Fue lo bastante robusta para sacar un Humvee del río, no hace mucho, cerca del puente de Cap City.
—Creo que bastará —dijo Farrier—. ¿Podemos ir al lugar?
—Desde luego —respondió Tig.
Le hizo señas a Lemon para que se acercara. Lo presentó como la persona que había encontrado el coche. La oficial le echó un vistazo y dijo:
—¿Marines?
Lemon, cosa rara últimamente, sonrió, y Nick no pudo evitar espiar con gesto un tanto divertido la reacción de Farrier a su sonrisa de pirata.
—Ex. ¿Tanto se me nota? —dijo Lemon.
—De nosotros se cachondean llamándonos «marineros sin barco». Eso suelen decirlo los «calamares», los miembros de la Marina. Se ve que estuviste en la Armada, pero no me has puesto cara rara. Por eso he pensado que quizá eras marine. Hay muchos seminolas en el cuerpo, así que…
—Soy mayaimi, no seminola —dijo Lemon evaluando a Farrier; lo que vio pareció gustarle—. Pero en lo demás has dado en la diana.
Farrier le devolvió la sonrisa. De hecho, le sonrió más tiempo del necesario, pero luego cortó por lo sano, otra vez en funciones. Caminaron por la hierba húmeda hasta el estrecho sendero que pasaba bajo las ramas entrecruzadas de los sauces. Dentro del túnel arbóreo hacía más frío y el barro se les pegaba a las suelas; olía a moho y a hojas húmedas. Las huellas que Lemon y Kate habían seguido eran visibles todavía en parte, aunque estaban pisoteadas por las de los Crown Vic de la policía, que eran más anchas.
El suelo estaba bastante destrozado, pero en cuanto llegaron a la enramada, los surcos que había excavado el Toyota podían verse con suficiente claridad.
Dos agentes de la policía de Niceville, un hombre y una mujer, estaban esperándolos al borde de la cortina vegetal. Nick no los conocía de nada, pero Tig al parecer sí. Habló brevemente con ellos y les presentó a la oficial técnico Farrier y a Lemon y Nick.
Estaban de servicio desde la medianoche anterior y ambos parecían contentos de dejar el asunto en manos de otro.
La agente, que tenía rasgos árabes, ojos almendrados y mejillas redondas, apartó la cortina de ramas para que pasaran.
—Es muy raro, eso de ahí dentro —dijo—. Parece una gran tienda de campaña verde y los árboles no paran de hablar.
Farrier se detuvo y la miró.
—¿De hablar?
La agente asintió sin más, muy seria. Luego miró a su compañero, un joven muy flaco de ojos inquietos y porte tenso, y dijo:
—¿A que sí, Kenny?
—Son como susurros —dijo él apoyándola sin la menor indecisión ni asomo de vergüenza—. No es que digan palabras, no, pero cuando te tiras aquí toda la noche, la cosa empieza a tener sentido. Ya sé que solo es la brisa moviendo las ramas y el murmullo del río, pero es…
—Raro de narices —dijo la agente—. Bueno, nosotros terminamos ahora —añadió mirando a la oficial de los guardacostas—. Ándense con ojo si tienen que meterse en el río. Hay un remolino grande a unos quince metros de la orilla, debido al recodo que hace para pasar por aquí. Y la corriente es fuerte de verdad. Como se suelte usted de la orilla, uf, ya no la encuentra nadie.
—Tendré cuidado —dijo Farrier con una sonrisa.
Luego Farrier pasó bajo las ramas que la otra sostenía y se encontró en una especie de gran bóveda hecha de ramas de sauce y apoyada, cual carpa de circo, en tres enormes troncos que se juntaban a una altura de casi veinte metros, formando una especie de entramado verde. Farrier miró hacia lo alto, estirando el cuello para abarcar todo el espacio.
—Caray —dijo—, esto parece una iglesia. ¿Alguien sabe cuántos años tienen estos árboles?
—Ya eran viejos cuando se fundó Niceville —respondió Tig—, y Niceville se fundó en 1764. En el ayuntamiento hay grabados de la ciudad hechos hacia 1820, y ya se ven los árboles en la orilla del Tulip. Un experto de Cap City le explicó al alcalde que probablemente son los sauces más antiguos de toda Norteamérica.
—Cuesta de creer. En Maryland, donde yo me crie, había sauces, y que yo sepa la mayoría no duraban más de cien años. Viejos sí que parecen, estos de aquí.
—Huelen a viejo, eso desde luego —dijo Nick, a quien Patton’s Hard le gustaba tan poco como a Kate—. Aquí se ven perfectamente las huellas.
Aunque el sol había ido subiendo, bajo los sauces todo estaba aún en penumbra, de modo que utilizó su linterna para alumbrar los dos surcos paralelos como regueros en el fango y la hojarasca. Las huellas cruzaban la cortina por el lado del río. No había lugar a dudas, y a partir de ese momento Farrier se puso a la faena.
Mientras ella y Tig iban a echar un vistazo, Nick y Lemon estuvieron mirando las viejas sillas plegables que eran todo cuanto quedaba del escondrijo de Rainey y Axel.
Todo lo demás había sido fotografiado, etiquetado, embolsado y llevado al laboratorio de la BIC en la central de Powder River Road. Con qué fin, ni el uno ni el otro se aventuraban a hacer conjeturas.
En especial Lemon Featherlight, quien, después de lo que había visto con Doris en lo alto del Tallulah’s Wall, empezaba a pensar que Rainey era presa de cosas misteriosas, y el hecho de que él, Lemon, fuera la única persona que había podido ver a Merle Zane le hacía pensar que, le gustase o no, también estaba metido de alguna manera en todo el asunto. Brandy Gule, aquella chica medio salvaje con quien había estado viviendo, solía discutir con él por lo que denominaba su obsesión con «ese chaval tan raro, el zombi», y ahora ella ya no estaba.
Oyeron un susurro de hojas y vieron aparecer a Tig y Farrier bajo el dosel de ramas. La expresión de Farrier era algo más que sombría.
—Menudo río peligroso tenéis ahí, chicos. Sumergirse va a ser como subir a un tren en marcha. Tendremos que colocar bien ese gancho, de lo contrario no voy a dejar que mis submarinistas se zambullan en esa corriente.
Se pusieron manos a la obra.
Tardaron más de seis horas a partir del momento en que la grúa móvil pudo abrirse paso hasta los sauces de la orilla, lo que comportó abrir un enorme e inevitable tajo entre los árboles.
El operario no se fiaba de que la ribera aguantase el peso, de modo que aposentó la grúa en terreno firme, a casi diez metros de la orilla, y colocó el brazo en un ángulo de cuarenta y cinco grados hasta que el gancho estuvo justo encima de donde el coche se había hundido. Una vez todo a punto, los submarinistas bajaron al lugar, cuatro de ellos en traje seco y careta integral provista de cámara en circuito cerrado.
Solo dos cargaban a la espalda la consabida bombona de oxígeno. Los otros dos iban equipados para sumergirse en caso necesario, pero su trabajo consistía primordialmente en ir soltando las cuerdas atadas a los submarinistas y velar por su seguridad mientras estuvieran bajo el agua.
Evan Call, un muchacho larguirucho, y Mike Tuamotu, bajo y robusto como una boca de riego, engancharon sus cuerdas de seguridad a los troncos más fuertes que pudieron encontrar, hicieron una última comprobación y se metieron en las turbias aguas, unos seis metros río arriba de donde el Toyota se había hundido, soltando cabo poco a poco y dejándose llevar por la corriente paralelos a la margen del río.
Farrier había conectado el altavoz del sistema en circuito cerrado y Nick, que estaba a cierta distancia de la consola, pudo ver así lo que los submarinistas estaban viendo y oír lo que hablaban entre ellos.
Lemon se mantenía aparte, menos interesado en la operación que en lo que estaba en juego.
La imagen en pantalla procedía de la cámara que llevaba el submarinista Mike Tuamotu. El Tulip era un río fangoso y de caudal rápido. A la izquierda de Tuamotu, según avanzaba junto a la ribera, pudieron ver una inmensa maraña de raíces, todo un matorral de lianas y ramas que se perdía en la oscuridad de las aguas bajo las aletas de los submarinistas.
—No te metas ahí —oyeron decir a Tuamotu mientras pasaba junto a una sección de raíces que parecían querer abrazarlo.
—Oído —contestó Evan Call—. Esto parece un auténtico manglar, ¿verdad?
—Tiene razón —dijo Farrier—. Seguro que esas raíces llegan hasta el lecho del río. ¿Será todo igual por aquí, teniente?
—Estos sauces son los más grandes de Patton’s Hard —respondió Tig—. Pero sí, es probable.
—¿Qué longitud tiene el parque, por cierto?
—Kilómetro y medio, más o menos.
Farrier movió la cabeza.
—Uf, qué espectáculo de raíces. Parece una barredera. O un colador. ¡La de cosas que se han quedado enganchadas ahí!
Se veía toda clase de desperdicios fluviales incrustados en la muralla de raíces, desde harapos de ropa vieja y una bota de goma hasta latas de cerveza, botellas de plástico y mechones de pelo apelmazado de algún animal atropellado en la carretera. Un montón de lo que parecían cestos tejidos con hueso, centenares de ellos, grandes y pequeños, unos grises y otros marrones, atrapados sin remedio en aquellas raíces a lo largo de la orilla. La corriente tiraba con fuerza de los submarinistas y sus cabos estaban tensos como cables.
—Ojo con ese remolino, chicos —advirtió Farrier viendo que sus hombres se acercaban a la peligrosa poza de aguas revueltas que había a solo unos metros de la ribera.
—Recibido —dijo Tuamotu—. Lo noto desde aquí. Gira con mucha fuerza en el sentido de las agujas del reloj. ¿Qué serán esas cosas en forma de cesta?
—Muchos animales bajan a beber al río —informó Nick pensando en el perro que Kate había intentado salvar en aquel mismo sitio hacía casi veinte años—. Supongo que se enredan en las raíces y luego no pueden salir.
Por lo visto, los buzos podían oírlo.
—Pero los huesos, en el agua, no duran —oyeron decir a Tuamotu por su micrófono—. Al menos en aguas cálidas como estas.
—Creo que sabe de lo que habla —dijo Farrier con una sonrisa—. Mike ha sacado montones de huesos de aguas profundas.
—Pues sí —confirmó Tuamotu—. Y no todos tan limpios como estos de aquí. Si son realmente huesos, está claro que algo les royó toda la chicha.
—En este río hay lucios —indicó Tig.
—Podría ser el motivo —dijo Tuamotu—. Eh, jefa, ahí está el coche.
En la pantalla vieron que tomaba cuerpo entre las turbias aguas una pequeña mancha azul claro. Según iba acercándose Tuamotu, la forma se hizo más definida y más clara. Era el Toyota de Alice Bayer, en posición casi vertical, con el morro hacia abajo. Nick, que estaba mirando con suma atención, se dio cuenta de que había dejado de respirar.
Lemon se apartó un poco más y miró hacia Crater Sink, al otro lado del río, donde los cuervos volaban muy alto en el cielo azul.
«Que no haya nadie dentro», pensó, y aunque sabía que eso era rezar, Lemon no estuvo seguro de a quién rezaba.
O a qué.
Nick y Tig Sutter vieron a Tuamotu llegar finalmente al coche. El Toyota había quedado enredado en una intrincada trampa formada por raíces; apenas si se veía que era azul, pues estaba recubierto de una capa de légamo.
Tuamotu alargó el brazo y pasó la mano enguantada por la ventanilla del lado del conductor. Dentro estaba muy oscuro. Call se le acercó y arrimó una luz a la ventanilla.
Por el altavoz les llegó un sonido fuerte de respiración y el murmullo de burbujas ascendiendo hacia la superficie.
—Está vacío —dijo Tuamotu.
—¿Y el maletero? —preguntó Call.
—No veas. Es un Toyota, tío. Eso no tiene maletero, tiene un bolsillo de atrás. Ahí no entran ni unos palos de golf.
Todos los que estaban arriba suspiraron aliviados.
Lemon notó que los hombros le bajaban.
Farrier hizo señas al operario de la grúa. El hombre tocó una palanca y el gancho empezó a bajar al extremo de un cable de acero. Evan Call salió a la superficie, agarró el gancho y lo guio hacia el fondo.
—Maleza —le oyeron decir—. Es como si intentaras correr por un matorral de pinchos. Te enredas a cada momento.
Por la cámara de Tuamotu lo vieron bajar de nuevo por el emparrado de raíces luchando contra el peso del gancho, que volvía a tirar de él hacia la espesa vegetación que crecía a ras de agua. Por los altavoces oyeron que jadeaba.
—No corras, Evan —indicó Farrier—. Estás empezando a hiperventilar.
—Odio estas raíces —dijo él, casi para sí mismo.
Pocos segundos después llegaba a la parte de atrás del coche. Tuamotu se le acercó para sujetarlo, y Call buscó un punto firme donde acoplar el gancho debajo de la carrocería. Le oyeron murmurar en voz baja y su resuello mientras se afanaba con el cable. Tuamotu lo sujetaba por el cinturón y al mismo tiempo iba apartando raíces que parecían querer apoderarse de la bombona de oxígeno de su compañero. Pasó un rato hasta que pudieron oír un ruido metálico seco, amortiguado.
—Ya está —dijo Call—. Sácame de aquí, Mike.
Tuamotu le tiró del cinturón hasta que Call pudo desenredarse de las raíces que se habían abrazado a la parte trasera del coche.
—Apartadnos unos tres metros —indicó Tuamotu.
Los ayudantes de arriba volvieron a los cabos de seguridad y empezaron a enrollar.
—Vale —dijo Tuamotu—. Así está bien. Ya podéis subirlo.
Farrier hizo señas al operario, y este empujó hacia delante la palanca de subir. El diésel empezó a rechinar y el cable de acero emitió un sonoro ¡tuang!, escupiendo gotitas de agua al tensarse por el peso del vehículo. El motor parecía estar forcejeando.
—Igual nos cargamos el coche —comentó el de la grúa.
Farrier respondió con un gesto circular de la mano.
«Tú tira».
El operario se encogió de hombros y aumentó la potencia. El brazo de la grúa se inclinó más y entonces oyeron un crujido estremecedor en los estabilizadores. Todo el mundo se apartó del cable, que palpitaba. Otro gruñido, el motor diésel rechinando por lo bajo.
Un momento después vieron como un hervor en el agua fangosa; las raíces habían soltado su presa y la grúa volvió a aposentarse a medida que el cable empezaba a entrar otra vez.
—Está subiendo —dijo Tuamotu.
Momentos después, la cola del Toyota emergía a la superficie. Finalmente el coche quedó a la vista, una pelota azul turbio chorreando agua por todos los resquicios.
El operario lo izó hasta unos quince metros de altura y lentamente hizo girar la grúa hasta depositar el coche en un trecho de terreno despejado. Cuando las ruedas de delante estaban a punto de tocar tierra, tiró del brazo de la grúa hacia atrás para hacer que el coche se posara sobre sus cuatro ruedas.
En cuanto el cable se aflojó, Nick se inclinó para soltar el gancho de debajo. Luego rodeó el coche hasta el lado del conductor y le lanzó una mirada a Tig. Este asintió sin decir palabra.
Nick abrió la puerta del conductor, apartándose enseguida para evitar la tromba de agua sucia que salía de dentro, y con ella los detritus de una vida, un bolso completamente empapado y abierto, y lo que contenía esparciéndose por el suelo; lo que fue una caja de pañuelos, un taco de papel que quizá había sido una carpeta de tres anillas, un vaso de café de Starbucks, un amasijo que en tiempos había sido una cajetilla de Kools. Nick esperó a que el torrente se redujera a un pequeño reguero y entonces se asomó al interior. Echó un vistazo y volvió a sacar el cuerpo, cuidando de no tocar nada.
—Ahí dentro no está —dijo pensando que, si bien eso era motivo de alivio, no resolvía nada.
Alice Bayer seguía desaparecida. Miró la palanca del cambio. Estaba en DRIVE. Su corazón se volvió de piedra al comprender lo que eso significaba. Farrier se aproximó a Tig y Nick.
—Tuamotu… —dijo en voz queda, con intención.
Los otros advirtieron el tono y se la quedaron mirando, a la espera de lo que pudiese venir.
—No estaba dentro del coche. Estaba debajo.
Escucharon mientras Tuamotu y Call lo sacaban. Era un cuerpo de mujer, eso sí estaba claro, y parcialmente vestido. Por motivos que ninguno de los dos submarinistas quiso aclarar, probablemente una mujer mayor.
Estaba literalmente envuelta en un capullo de retorcidas raíces de sauce. A juzgar por la posición del cadáver (ahora lo estaban observando todos en la pantalla) la persona había hecho intentos de salir del río (suponían que habría caído) y se había enredado en las raíces.
Pereció ahogada, y allí se quedó incluso cuando el coche se deslizó encima de ella. O tal vez la mujer estaba a punto de salir a flote y el coche se le vino encima. De ser así, nadie tenía que pronunciar la palabra «asesinato», que ya flotaba en el aire. Si la mujer no estaba al volante, entonces hubo alguien más.
Todos (submarinistas, Nick, Tig, Farrier y Lemon) convinieron en que el peso del coche al deslizarse hacia abajo hizo que la mujer quedara irremediablemente atrapada en las raíces.
—¿Podéis sacarla de ahí? —quiso saber Farrier.
Se produjo un silencio.
Largo.
Farrier se disponía a repetir la pregunta cuando oyeron a Tuamotu por la radio.
—Jefa, estas raíces se… se mueven.
—Naturalmente —dijo Farrier, ceñuda—. La corriente es de siete nudos, y detrás de vosotros hay un fuerte remolino.
La voz de Call respondió:
—No es la corriente, jefa. Mike tiene razón. Se mueven. Es como si las raíces se enroscaran al cuerpo de la mujer. Se ve que la aprietan.
Farrier miró a Nick y Tig antes de contestar.
—Evan, sujétate bien. Ilumínalo con el foco.
Así lo hizo Call. El cono de luz blanca horadó las turbias tinieblas. Nick pudo ver entonces, entre la masa de raíces, el rostro laxo de Alice Bayer, sus ojos hinchados y abiertos, dos canicas de un verde opaco. El gesto de la boca era de dolor y la dentadura postiza se le había aflojado, una obscenidad cómica. Estaba apresada por las raíces y tenía los brazos en alto y hacia fuera, los dedos de las manos con las yemas roídas, las palmas destrozadas como si hubiera intentado escapar de una trampa. No era difícil imaginar cómo había sido su agonía.
Nick contempló la imagen con detenimiento, grabándola en su memoria, porque iba a necesitarla para centrarse en el meollo de la cuestión.
Esto debía de ser obra de alguien, y fuera quien fuese el responsable, Nick lo encontraría y lo mandaría a la cárcel.
Quienquiera que fuese.
—¿Y eso que tiene detrás? —preguntó Tig.
Call acercó la luz. Había un pequeño objeto hundido entre las raíces; parecía una jaula hecha de ramitas. O de huesos. Y dentro, un objeto redondo.
«Un huevo», pensó Nick. «Un huevo dentro de un cesto».
—Es una cosa de esas, como una cesta hecha de huesos.
Farrier empezaba a perder la paciencia.
—Evan, Mike y tú meteos ahí y sacad a esa pobre señora, o me pongo el neopreno y bajo a hacerlo yo misma. Y no quiero ni hablar de las consecuencias, ¿queda claro?
Silencio.
—Sí.
—Pues manos a la obra.
Call y Tuamotu obedecieron.
Les costó media hora más, pero finalmente consiguieron desenredar el cuerpo de Alice Bayer y subirlo a la superficie, donde quedó meciéndose en la corriente, la larga cabellera gris extendida, la carne blanda y cerosa. Se había hinchado de tal manera que su collar de plata se había enterrado en la piel del cuello, y el reloj de pulsera (uno muy extravagante, marca Fossil) le había abierto una raja en la muñeca. Era un reloj con fecha; estaba parado, lógicamente, pero podía ser útil para determinar la hora de la muerte. Nick tomó nota y cubrió con bolsas de pruebas las manos de Alice.
Para entonces Tig ya había hecho venir al equipo forense y los empleados del depósito habían conseguido meterla entera en una bolsa para cadáveres y habían cerrado el furgón.
—¿Hay anguilas en este río? —le preguntó uno de ellos a Tig, en voz baja.
—Sí. ¿Por qué?
El hombre se encogió de hombros, volviendo las palmas de sus manos hacia arriba.
—Porque dentro tendrá algunas. Vivas.
El otro auxiliar, un hombre más mayor, de cara cetrina y cerosa y ojos de perro sabueso, se limitó a asentir con un gesto de disculpa.
—A veces ocurre, si el cuerpo lleva mucho tiempo en el agua. Se cuelan por la garganta. O incluso por…
—Gracias —indicó Tig, a tiempo—. Eso ha sido la puntilla.
—Hombre, teniente. Cosas raras siempre pasan —dijo el más joven—. Ayer alguien robó dos cadáveres de un camión frigorífico. Y digo yo, ¿para qué quiere nadie dos fiambres congelados?
Tig estaba ya dando media vuelta.
Se detuvo en seco.
Lo mismo que Nick.
—¿Un camión refrigerado? —dijo—. ¿Dónde fue eso?
El joven miró a su socio con una sonrisita.
—Nada menos que del estacionamiento cerrado de la policía estatal, a las afueras de Gracie.
El de ojos de sabueso amplió la respuesta:
—Eran dos tipos que murieron en la persecución del otro día por la autopista. Los hermanos Chucrut, Chaplin, o algo por el estilo. Los buscaba el FBI. Ya saben, esos del accidente donde hubo tantos heridos, cuando la gente que estaba en el Super Gee salió a mirar…
—Quiere decir los hermanos Shagreen, ¿no?
Tig miró de reojo a Nick.
—Eso. Shagreen. No me he equivocado mucho. En la oficina del forense no se hablaba de otra cosa. Nadie sabe cuándo se los llevaron, pero está claro que allí ya no están. Se supone que, como esos tíos eran unos fanáticos (estaban metidos en el Poder Blanco), los de su secta habrán ido a rescatar los cadáveres, quién sabe si para montarse alguna ceremonia rara con ellos.
—¿Y dice que no están allí? —preguntó Nick—. ¿Ninguno de los dos?
—Desaparecidos como por arte de magia, inspector. La estatal está de los nervios. En fin, ya ve: cosas raras todos los días.
Tig miró a Nick y dijo:
—Llamaré a Marty Coors, a ver por qué demonios no se nos ha informado. Tú quizá deberías avisar a Reed. Es posible que en la ciudad haya moteros con ganas de desquite.
—Ahora mismo lo llamo. ¿Tú qué opinas? ¿De veras crees que es cosa de moteros?
Tig miró hacia el río. El sol hacía guiños a la superficie del agua. ¿Cómo algo tan hermoso podía esconder cosas tan horribles?
—No, qué va —dijo—. Hasta los Nightriders querían echar de la banda a los Shagreen. Coincido con estos dos —añadió un momento después—. Pasan cosas raras cada día.
—Va a ser que sí —dijo el cara de sabueso.
Su compañero se echó a reír y, encogiéndose ambos de hombros, se dispusieron a subir al vehículo y a marcharse, pero Nick les pidió que esperasen.
—Un momento, Tig. Necesito hacer una cosa.
Tig asintió y Nick bajó al río, donde en ese instante Mike Tuamotu y Evan Call iban a salir del agua. Lemon Featherlight estaba agachado en la orilla, hablando con los submarinistas, cuando Nick se acercó.
Lemon se puso de pie y le miró a los ojos.
—Lo sé. Ya se lo he pedido —indicó.
—Sí, y no tenemos ningunas ganas… —dijo Tuamotu, con un retintín de mal humor.
—Pero lo haremos —terminó Evan Call.
Cuarenta y cinco minutos después tenían siete de aquellas «cestas de hueso» puestas en hilera al borde del río. Habían procurado limpiarlas de lodo todo lo posible. Vistos a la luz del día, los objetos tenían un aspecto aún más extraño que enredados en las raíces bajo el agua.
Nick y Lemon estaban en cuclillas mirándolas, pero sin tocarlas. Tig se hallaba de pie a su lado, con todo el aspecto de quien desearía estar en cualquier otra parte, por ejemplo entre palmeras, con bailarinas desnudas y tomando combinados con sombrillas en miniatura.
Farrier y los submarinistas estaban recogiendo su equipo y charlando en voz baja entre ellos. Los del depósito fumaban cigarrillos y se contaban anécdotas de miedo sobre diversos ahogados que habían conocido. El de la grúa se había marchado y el coche de Alice Bayer descansaba sobre la plataforma de un remolque, goteando agua fangosa y apestando como una mofeta muerta.
—¿Se puede saber qué son? —preguntó Tig por novena vez.
—¿Se puede saber qué parecen? —inquirió Lemon por octava vez.
Tig meneó la cabeza, contemplando el más grande de aquellos objetos, en el lado izquierdo de la hilera. Medía como un metro de largo por treinta centímetros de ancho y tenía aspecto de jaula rectangular hecha con piedras calcificadas que el barro del río había teñido de color ámbar oscuro.
Los «barrotes» de la jaula parecían costillas, se estrechaban a medida que iban subiendo, y allí donde se juntaban en la parte superior eran como manos unidas por las yemas de los dedos, formando una especie de campanario de iglesia. Dentro de la jaula había un suelo de piedras de forma cilíndrica, unidas entre sí en una hilera que iba de punta a punta. Y sobre la cadena de cilindros eslabonados había algo, un objeto redondo de tamaño algo más pequeño que una bola de bolera, irregular, de un color marrón fango, con marcas en la superficie que recordaban a los canales de Marte.
Tig gruñó pero no dijo nada.
—Vamos, teniente. ¿A qué se parece? —insistió Lemon.
—Está bien, lo diré. —El tono áspero de Tig no dejaba lugar a dudas: le molestaba la conversación—. Parece un esqueleto. Con el cráneo metido dentro de la caja torácica. ¿Contento?
Lemon alargó el brazo y tocó ligeramente la cesta, empujándola un poco.
—Puede que las costillas sean huecas. Que se hayan hundido en el río y quedaran atrapadas en las raíces quiere decir que estas cosas eran muy ligeras y fueron arrastradas por la corriente. Pero el tacto es de piedra. O sea, materia no orgánica.
—¿Qué es eso? —dijo Nick señalando algo incrustado en la base de uno de los barrotes («Acéptalo, son costillas») de la cesta.
Presionó con la yema del dedo un bultito de color verdoso. Frotó un poco y de repente se produjo un destello verde oscuro.
Lemon se inclinó para ver mejor. Luego sacó un cuchillo largo y estrecho, de color negro, con mango acanalado de acero, una pequeña empuñadura ovalada y una hoja ahusada de doble filo terminada en una punta finísima. La hoja era negra salvo en los filos, donde el acero, muy afilado, relució a la luz del sol. Tig dio un leve respingo, pero Nick, que había visto de dónde salía, no se sorprendió tanto.
—¿Es un Fairbairn-Sykes? —preguntó.
Lemon no pudo evitar una sonrisa.
—Sí. Se lo gané a un tío del SAS en Irak.
—¿Y cómo?
—Estaba convencido de que yo era apache.
—Ah, y ¿no lo eres? —dijo Nick.
Lemon hizo caso omiso. Con la punta del cuchillo separó el objeto verde de la piedra. Se desprendió con un ruido seco y cayó en la palma de su mano. Tenía forma de escarabajo, ovalado, y unas marcas hechas de cualquier manera en la superficie. Lemon frotó un poco y el brillo cobró intensidad.
Se lo pasó a Nick, y este lo sopesó en la mano. Pesaba más de lo que él imaginaba. Se lo tendió a Tig, que lo sostuvo a la luz.
—Parece una joya o algo así.
—En cierto modo lo es —dijo Lemon—. Es una piedra de canje. Malaquita. En este litoral las hay a centenares. Bueno, sobre todo en museos. Eran de uso corriente antes de que viniera el hombre blanco y lo jodiera todo. Hacían las veces de moneda. Todas las tribus las consideraban de valor, en función del peso y el color de cada una. Las utilizaban los mayaimi, así como los cheroqui, los choctaw, los seminola. Las encontrarán en colecciones privadas y en museos tan al oeste como Santa Fe, y tan al norte como en las dos Dakotas.
—¿Quiere decir que forma parte de una colección? —preguntó Tig.
Lemon volvió a mirar la jaula de huesos.
—O quizá es mucho más antiguo de lo que pensamos y era algo que llevaba en su botiquín.
—Un momento —dijo Tig, en un tono más agudo—. ¿Está diciendo que eso de ahí son… restos humanos?
—Es lo que empiezo a pensar, sí.
—Pero hace un momento ha dicho que era de piedra.
—Ahora sí —dijo Lemon—. Dudo mucho que lo fuera desde el principio. Parece que lo hubieran pasado por fuego o algo. De alguna manera… se transformó.
Tig soltó un resoplido.
—¡Venga ya! Baje de la luna, Lemon Featherlight.
Lemon se incorporó.
—¿Nunca ha visto un ratón después de que se lo haya comido una lechuza?, ¿esa bolita de pelo y huesos que el pájaro regurgita?
—Pues claro. Los hay por todas partes. Unos paquetitos con forma de huevo. ¿Y qué?
Tig se dispuso a oír la respuesta. Un segundo después, él mismo dijo:
—No, un momento. ¿Eso es lo que piensa que son? ¿Cadáveres que han sido… devorados? ¿Y quién se los comió? Bah, no importa. Eso es de piedra, Lemon, no de hueso.
Nick se puso de pie y se sacudió la tierra de las manos.
—Tig, habrá que buscar la manera de rescatar de esas raíces del fondo todas las jaulas que podamos.
—¿Para qué? —preguntó Tig—. Debe de haber cientos de ellas.
—Miles, diría yo. Puede que más —dijo Lemon.
—Vale, millares de… de lo que sean esas cosas. ¿Y pretendes represar el Tulip para sacarlas de ahí debajo?
—Esto podría ser la escena de un crimen —indicó Nick.
Lemon asintió con la cabeza.
—O un camposanto —dijo.
Tig se quedó callado, reflexionando.
—Ya sé qué podemos hacer. Llevaremos estas cosas al laboratorio, junto con la pobre señorita Bayer, y veremos si se puede averiguar de qué demonios están hechas. Y si son de algo humano, cosa que dudo mucho, ya pensaré qué hacemos a continuación. Si realmente son huesos viejos, como de nativos americanos, entonces lo dejaremos en manos de la Oficina de Asuntos Indios. Y quizá de usted, Lemon, dado que es de etnia mayaimi. Si son huesos recientes, y lo digo en condicional, entonces puede que alguien intente engañarnos y será Nick quien tenga que ocuparse de ello. ¿Qué os parece?
—Por mí, bien —aceptó Lemon.
—Sí, de acuerdo —dijo Nick.
Tig suspiró y puso los brazos en jarras.
—Muy bien, pero a mí lo que más me preocupa es una cosa. Nick, lo de Alice Bayer suena a sospechoso, como mínimo. Yo diría que estamos ante un homicidio. O algo peor.
Hizo una pausa, pero tanto Lemon como Nick sabían lo que vendría a continuación. Era inevitable. En cuanto alguien lo dijese, nada volvería a ser igual entre Kate y Nick. Y los tres lo sabían.
—Bueno —dijo, en un tono más animado—. Escucha esto, Nick: tendremos que hablar con Rainey y Axel sobre lo que sucedió aquí. ¿Crees que hay algún problema?
—Por mi parte, no.
—¿Y por la de Kate? ¿O Beth?
—No —dijo Nick—. Kate es funcionaria de la Corte. Sabe cómo va esto. Y Beth hace años que trabaja en el mundo de la policía y de los tribunales. También sabe cómo va esto.
—Además, Kate es abogada. Si vamos a tener que hablar con un menor, los dos necesitarán que esté presente un abogado. Son las leyes del estado. ¿Los representará ella a los dos?
—No lo sé. Es complicado. Piensa que Kate es tutora legal de Rainey. Y Beth también tendrá algo que decir.
—¿Quién fue el juez en la vista por la custodia de Rainey Teague? Teddy Monroe, ¿verdad?
—Sí. Y es todavía quien supervisa estas cosas.
—Quizá Kate debería hablar con él para que la asesore. Teddy es una persona razonable. Si piensa que Kate tiene que inhibirse, seguro que encontrará a alguien adecuado que vele por los intereses de Rainey.
—Se lo comentaré.
—¿Y a Beth? Lo digo por Axel.
—No sé.
—Quizá lo haga yo.
—No es mala idea, supongo.
Tig miró a Lemon.
—Necesitaremos toda la información que tenga. ¿Puede ser? Usted y Kate encontraron el coche. Fueron los primeros en llegar a la escena. Tarde o temprano va a tener que hacer una declaración. Si hubiera una… no sé, una vista, lo citarán. Sé que tiene, o tenía, muy buena relación con el chico…
—Yo no he visto nada que me induzca a pensar que Rainey o Axel tengan nada que ver con lo que pasó aquí. O lo que puede haber pasado.
—Yo tampoco —dijo Nick.
Tig lo miró un momento, y de nuevo a Lemon.
—Ya. Pero…
Lemon no respondió enseguida.
—Pero sí. Estoy dispuesto a… a hacer lo que sea.
Tig asintió, como si ello confirmara sus expectativas.
—De acuerdo. Confiaba en que ambos lo vierais así. Voy a decir a los del depósito que vengan a empaquetar estas… cosas. Mientras tanto, no estará de más que os toméis un ratito para volver al planeta Tierra, ¿de acuerdo?
Tig echó a andar hacia el furgón del depósito dejando atrás una estela de nerviosismo y frustración.
Lemon y Nick lo miraron alejarse.
—Hay un problema —dijo Nick en voz baja, apremiante—. Que Alice Bayer viniera a buscar chavales que hacían novillos.
—Ya lo sé —dijo Lemon, que estaba pensando exactamente lo mismo, ya desde el amanecer.
—Así que… tengo una pregunta que hacer.
—Adelante.
—Tú ya conocías a Rainey antes de que pasara todo esto. Antes de su desaparición, del coma y toda la historia. ¿Crees que él tiró a Alice Bayer al río y luego hundió el coche?
Lemon permaneció unos momentos callado.
Nick esperó.
—Lo que digo es lo siguiente: el Rainey Teague que yo conocía jamás habría involucrado a otro niño en hacer novillos. No habría sido lo bastante pillo como para buscar el código de la cerradura de su vieja casa en la agenda de Kate. Y no habría tenido la sangre fría necesaria para falsificar una nota de su difunta madre.
Nick lo miró con detenimiento.
—Es lo que pienso yo también.
Ambos reflexionaron sobre ello en silencio, y luego Nick dijo algo que sorprendió a Lemon.
—Bien, ¿y adónde nos lleva eso?
—¿Nos?
—No hay escaqueo posible. Tú estás tan metido en esto como cualquiera. Conocías a los Teague, sabías que hace tiempo Sylvia estaba preocupada por Rainey. Eres el que vio a Merle Zane rondando por el Lady Grace veinte horas después de muerto. Ninguno de los que están aquí (Tig, Boonie, los otros policías) tiene la certeza de que lo que está pasando en esta ciudad sea real.
—Boonie dijo que nos creía, por lo que respecta al espejo. Fue él quien te pidió que examinaras el cadáver de Merle Zane e intentaras explicarlo.
—A poco que Boonie tenga tiempo para meditarlo, dirá que yo soy un exmilitar con problemas psicológicos y estrés postraumático y tú, un místico indio medio chiflado, y que lo que hay que hacer con Merle Zane es enterrarlo y ponerle encima una roca bien grande para que no se mueva de ahí. ¿Qué otra cosa puede hacer? No. Aquí solo estamos tú y yo, Lemon. Estás metido en esta historia, te guste o no.
Lemon apartó la vista con gesto de indecisión. Nick se fijó, creyendo saber el motivo.
—Por cierto, ¿qué diablos te pasó en los marines? Nunca te lo he preguntado.
—Me topé con tres policías militares que me querían mal.
—¿Por ti o por el color de tu piel?
—Empezó por mi piel. Después hice que fuera por mí. Los tíos acabaron en el hospital, y yo en el calabozo.
—Te felicito. —Hizo una pausa y reflexionó—. ¿Quieres saber por qué ya no estoy en Operaciones Especiales?
—Sé que lo extrañas muchísimo. Y que intentaste volver a entrar.
—Me rechazaron. ¿Por qué? Por matar a tres minusválidas en un lugar llamado Wadi Doan. Les disparé en un callejón.
Lemon meneó la cabeza.
—Esa no es toda la historia.
—Nunca lo es. Necesito que me ayudes, Lemon. Todo esto está relacionado de alguna manera: lo que le pasó anoche a Rainey, la forma en que está cambiando. Ha de haber un modo de que todo encaje. Necesito tu ayuda para averiguarlo.
—Deberías habérselo dicho a Beau Norlett. Es un buen poli. A él podrías pedirle cualquier cosa.
—Sí a las dos cosas. Pero no puedo contar con él. Aun suponiendo que todo vaya bien, le esperan muchos viajes al quirófano y seis meses de rehabilitación.
—¿Y Reed? Es poli. Y es de la familia.
Nick lo desdeñó con un gesto de la mano.
—Demasiado cuerdo para esto. No, necesito alguien que esté totalmente chiflado, que pueda ver muertos en pie. Necesito un místico indio medio loco, y tú eres el único que tengo a mano. Además, Reed se ha marchado esta mañana a Sallytown.
—¿Qué ha ido a hacer allí?
—No disimules, lo sabes muy bien. Kate y tú habéis hablado de ello. La falsa partida de nacimiento.
—¿Intentará averiguar quién es Rainey?
—Exacto. O sea que solo quedamos tú y yo.
—Y Kate y Beth.
—Vale, pero habrá que mantenerlas fuera de la línea de fuego. Vamos a tener que ocultarle muchas cosas a Kate.
—No le va a gustar nada.
—Lo sé, pero habrá que intentarlo de todas formas.
Tig estaba volviendo, con gesto huraño, seguido por los dos hombres del depósito.
Lemon quiso decir una última cosa.
—En el bar Belle, al final, cuando intentábamos explicarle todo esto a Boonie y él dijo que nos creía, pero que no tenía ni idea de qué hacer al respecto, ¿recuerdas lo que dijiste tú?
—Sí. A tomar por culo y mañana será otro día.
—Y que enterrara a Merle Zane y se olvidara del asunto.
—Me acuerdo, sí.
—Entonces ¿qué ha cambiado?
Nick meditó la respuesta.
—Lo que ha cambiado es que todo esto sigue. No se va, cada vez está más cerca, de mí y de mi familia. No se trata de gente que yo no conozca. Ha estado ya en mi casa y ahora, con Rainey, y puede que también con Axel, diría que ha vuelto otra vez. Por eso no puedo mandarlo todo al cuerno. Debo hacer algo.
—Nick… todo esto que estamos hablando… lo que les pasa a Rainey y a Axel… estas cestas de hueso… lo que pasa en Niceville… es posible que no tenga solución. Podría tratarse de algo que no… que no podemos manejar. Ninguno de nosotros. Tú tienes a Kate. Y debes pensar también en Beth, en Axel y Hannah. Tienes una vida aquí, tu carrera y tu familia. Pero estamos hablando de algo que… que tal vez no pueda resolverse, como un asesinato o un atraco a un banco. Yo estoy casi convencido de que no. Diría que es algo de…
—¿De fuera?
Lemon sonrió.
—Ya sé. Es lo que dije delante de Lacy Steinert, en la oficina de la condicional. Justo antes de que Rainey despertara.
—Pues parece que lo de fuera ya está dentro.
Nick dejó a Lemon en su piso de Tin Town, siguió un trecho más y sacó su móvil.
—¿Nick?
—Kate, ¿dónde estás?
—En el Lady Grace. Pero tengo una vista…
—¿Cómo está Rainey?
—Le han hecho un electro. No hay señales de nada. Ahora lo están sacando. Dicen que ha sido un shock. Y estrés. Me lo llevo a casa y que duerma un poco. Beth y Eufaula cuidarán de él. No puedo saltarme esta vista. ¿Cómo ha ido en Patton’s Hard?
—Alice estaba allí, cariño.
Nick oyó que dejaba de respirar y luego volvía a hacerlo.
—¿Ha sido muy… feo?
Él le contó casi todo salvo los detalles espeluznantes, pero sin saltarse lo que había dicho Tig sobre hablar con los dos chicos, y sobre conseguirles a alguien que los representara. Kate le escuchó en silencio, y en silencio permaneció unos segundos cuando él terminó de hablar.
—Tig no creerá que Rainey y Axel tiraron a Alice Bayer al río y después empujaron el coche para que se le quedara encima, ¿verdad? Por Dios, cómo puede pensar eso. Si son apenas unos niños…
—No sé lo que piensa Tig, ni creo que él mismo lo sepa tampoco. Pero había cosas de Rainey y Axel allí, y Alice Bayer se ocupaba de asistencia y puntualidad en el Regiopolis. Y se sabe que a veces iba a buscar a los que hacían novillos. Tig no puede pasar todo eso por alto. Lo cual quiere decir que Rainey y Axel necesitarán un representante legal.
—Yo creo que puedo representar a Rainey. O a los dos, si Beth está de acuerdo. Hablaré con el juez Monroe. Y con Beth. Pero diría que es posible.
—Kate, ya sabes lo que eso puede parecer.
—Lo sé, Nick.
—He hecho un par de cosas.
—Estoy enterada. Me llamó Reed, diciendo que iba camino de Sallytown. Me parece bien. A lo mejor él consigue más información que yo. Hay que hacerlo, es importante. Especialmente ahora.
—Esta historia… va a tener duras consecuencias para todos. Pensaba en Rainey, en esa especie de ataque, para colmo. Y en todo lo que ha venido ocurriendo en el último año y medio. ¿No has pensado en que le hagan pruebas? Quiero decir, algo más que un simple electro. Anoche lo estuvimos hablando.
—He pedido visita con la doctora Lakshmi, la neuróloga que llevó el caso de Rainey. No me han llamado todavía.
—Pues creo que sería buena idea que la llamases tú ahora mismo. Hay que poner esto en marcha. Intenta llevar a Rainey a casa lo antes posible. Que descanse un poco y, si puede ser, id enseguida a ver a la doctora. Y no lo pierdas de vista ni un segundo hasta que llegues a la consulta. Tiene que estar bajo control médico con carácter inmediato. Antes de esta noche. ¿Entiendes lo que quiero decir? Tig no va a actuar tan rápido como eso, pero actuará.
Kate no necesitaba que le explicasen nada en ese sentido, y decirlo en voz alta habría sido casi como una violación de la ética, tanto para ella como para él.
Lo que ninguno de los dos estaba diciendo era que, si Rainey o Axel habían tenido alguna responsabilidad en lo que le había pasado a Alice Bayer (y ambos tenían mucho miedo de que así fuera), entonces la única explicación posible, y la única defensa viable, sería un diagnóstico neurológico que atenuara, o borrara incluso, la presunta culpabilidad de Rainey.
En cuanto a la defensa de Axel, en caso de que la necesitara, se basaba en que era demasiado pequeño para albergar intenciones culposas que la justicia pudiera tomar en consideración. Era sumamente improbable que llegaran a presentar cargos contra él.
En lo más básico, Kate entendía el conflicto que anidaba en el corazón de Nick; lo conocía lo suficiente como para saber que no le había contado ni la mitad de lo que había visto en Patton’s Hard, y sabía también que, como policía que era, sentía un desprecio instintivo por conceptos como «inimputabilidad», «fuga disociativa», «mens rea» y todo ese argot exculpatorio médico-legal.
Pero sabía también que, a veces, esos argumentos eran ciertos. Y justos.
Si acaso, solo se podía añadir una cosa.
—Nick, sé lo que sientes con respecto a todo esto.
—No voy a ocuparme yo del caso, Kate. Cuando tenga tiempo para ponerse a pensar, Tig tendrá que encargárselo a otro. Yo procuraré que sea alguien adecuado. Tal vez Stephanie Zeller. Es madre soltera y tiene dos hijos. Eso puede que le dé cierta empatía.
—Sí, cariño, ya lo sé. Pero también sé lo que sientes, y creo que es estupendo lo que has hecho por los chicos. Te admiro y te quiero por ello.
—Gracias, Kate, te lo agradezco… Pero voy a dejar las cosas claras: puede que lo esté haciendo por Beth, por Axel y Hannah, pero no por Rainey. Tengo muchas dudas respecto a ese chico, Kate. Hay algo raro. Esto lo hago solo por Beth y por la familia.
—Nick, Rainey también es de la familia.
Nick no dijo nada.
Kate no insistió.
—Adiós, cielo —dijo, y colgó el teléfono.