Deitz acaba viendo la luz

Chu estaba en la terraza superior de la Bass Pro Shop; detrás de él había una pared repleta de armas puestas en fila y estantes con cajas de munición. Estaba viendo pasar un helicóptero de las noticias de Live Eye. Todas las ventanas exteriores de la tienda eran rectángulos altos y estrechos con luna a prueba de balas (Deitz las había llamado «rendijas de seguridad») y el helicóptero iba pasando de una rendija a la siguiente en una secuencia que a Chu le recordó a fotogramas de una película.

El aparato llevaba encendido un reflector y el haz se colaba por las ventanas en un intento de sondear la oscuridad del interior de la tienda por si había algo digno de ser grabado. Si la tienda estaba a oscuras era porque Deitz había apagado todas las luces salvo unos cuantos focos cenitales que apenas si iluminaban el propio círculo en que estaban empotrados.

Chu tenía las manos apoyadas en la barandilla y observaba la voluminosa sombra de Byron Deitz según este se movía en silencio por los pasillos de la planta principal, que desde donde Chu se encontraba parecía un gigantesco laberinto repleto hasta arriba de todas las chucherías que pudiera soñar el típico macho testosterónico amante del tiro al blanco, la caza, la pesca o cualquier otra actividad que consistiera en andar jodiendo por el monte o el campo.

Deitz era la viva imagen del sigilo, escopeta en mano y haciendo lo que, según sus propias palabras, era una última «comprobación del perímetro» antes de sentarse para iniciar negociaciones con quienquiera que estuviese rondando por el exterior.

En algunas secciones había centenares de cañas de pescar expuestas en soportes como si fuera un bosque de arbolitos jóvenes todos en hilera. En otras había remos, paletas y todo tipo de artículos para embarcaciones. Había señuelos de caza, gorros de cuadros escoceses, botas de pesca hasta la cadera, moscas de toda clase, retretes portátiles, tiendas de campaña para cocinar, así como arcos pintados de camuflaje, flechas de aspecto mortífero y cuchillos de caza grandes como machetes. Y todo ello tenía a Chu como en trance.

Pero lo que daba más miedo, y ahora todavía más puesto que la enorme caverna estaba casi completamente a oscuras, era la presencia de cientos de animales disecados: zorros, pumas, ciervos, lobos, mapaches, comadrejas, linces, cabras montesas, tejones, búhos, halcones, cuervos y, por supuesto, familias enteras de osos negros y osos pardos, y hasta un gigantesco ejemplar de oso Kodiak.

El monstruo de pelaje dorado dominaba una gran torre en el centro justo de la tienda. Allí estaba, erguido sobre sus patas traseras y enseñando unos dientes que no habrían desentonado en boca de un Tyrannosaurus rex; una bestia de tres metros y medio de alto y novecientos kilos de peso que se elevaba hacia las sombras cercanas al tejado, apenas visible e irradiando, en consecuencia, una especie de poder sobrenatural que parecía extenderse por toda la tienda y concentrarse en sus puntos más oscuros. Resumiendo, si algo deseaba Chu con toda su alma era que Deitz encendiera las malditas luces.

Cosa que no iba a pasar.

Y lo que hacía más macabra aún la situación era lo que estaba pasando fuera. Habían despejado un espacio en medio del aparcamiento y ahora había allí un furgón policial grande, pintado de azul. Alrededor, en todas las direcciones posibles, había como otros quince vehículos de la policía, todos con las luces mareando el aire con destellos azules, blancos y rojos, destellos que allí donde caían iluminaban a polis armados rondando en solitario o en grupos compactos.

A ratos, el reflector que el furgón azul llevaba en el techo se encendía y lanzaba un haz cegador contra una de las ventanas-rendija, irrumpiendo por aquellas hendiduras rectangulares y haciéndolas bailar en la oscuridad de la tienda como si fueran sables láser jedi.

Cuando el haz daba en uno de los animales disecados, los ojos de cristal se encendían y brillaban, como brillaban también los colmillos de sus agresivas fauces, de forma que el animal en cuestión parecía súbitamente vivo, además de muy cabreado por la luz, y su sombra parecía ponerse en movimiento. Lo que pasó cuando el potente reflector incidió en el colosal oso Kodiak iba a mantener a Chu apartado del bosque durante el resto de su vida.

Veinticinco metros más abajo, Nick, Coker y Beau Norlett estaban frente a un hueco de hormigón repleto de cables desconectados y conductos de ventilación que no ventilaban nada. Era un hueco cuadrado de unos dos metros y medio de lado, y empotrada en el hormigón tenía una angosta escalera de peldaños metálicos. Los peldaños, que no eran más que simples secciones de acero dobladas formando una curva, tenían una superficie ondulada y parecían bastante firmes, si bien presentaban una resbaladiza herrumbre aceitosa. Por los costados del hueco bajaban regueros de agua, y aquí y allá crecía limo. Cada tres metros más o menos, una pequeña bombilla roja despedía un tenue fulgor. Los oxidados peldaños metálicos y las discretas luces rojas subían y subían hasta perderse en la oscuridad absoluta.

El suelo estaba sembrado de tuberías rotas y cables retorcidos, y había además una máquina enorme, una mole que en algún momento de su existencia debía de haber sido un cabrestante eléctrico.

—Yo —dijo Beau Norlett, muy decidido— no pienso subir a esa cosa. Está más oscuro que el colon de un dragón.

—Y huele peor todavía —añadió Coker—, pero vamos a tener que hacerlo.

—¿Por qué? —objetó Beau, quien no creía poder escaquearse, pero estaba dispuesto a intentarlo por todos los medios.

En vista de que su retórica pregunta obtenía la respuesta esperada, miradas inexpresivas por parte de Nick y de Coker, Beau se asomó para mirar de nuevo hacia arriba, entre asqueado y horrorizado por la visión.

Iba de paisano, como todos los inspectores de la BIC: pantalón negro holgado y camisa gris marengo. La corbata era de seda, amarillo canario.

A Beau le gustaba que se le viera la corbata.

—Oye, Nick —comentó, sacando la cabeza del hueco—, un simple resbalón y acabamos todos muertos en ese montón de hierros.

—Te equivocas —dijo Coker, que lucía su uniforme del departamento de policía del condado de Belfair (negro y canela, con una estrella de oro de seis puntas)—. Llegaremos arriba del todo y será allí donde la palmaremos. Acribillados como perros.

Coker pensaba que no había nada como el humor negrísimo para calmar el canguelo previo a un enfrentamiento a tiros. Pero en este caso se equivocaba. Nick, que sabía lo poco que le gustaban las alturas a Beau, movió la cabeza.

—Lo siento. Es lo que hay. Este hueco lo diseñaron para un ascensor privado que daba acceso a una parte del centro comercial destinada a oficinas. Es de la época en que la Bass Pro Shop era un Dillard’s. Cuando la cadena Dillard’s pasó a manos de Bass Pro, la nueva dirección optó por no construir las oficinas.

—Pero ¿tú estás seguro de que Deitz no lo sabe?

—Es lo más probable, Beau. Ya has visto los planos que tenía él. En ninguna parte constaba este hueco para un ascensor.

—O sea que, básicamente, confiamos en que se le haya pasado por alto —dijo Coker ajustándose ya el rifle a la espalda en posición táctica.

—Es lo que suponemos.

—¿Y si resulta que no?

Nick lo miró sonriendo. Le caía bien Coker. Su sonrisa de cocodrilo iba acorde con su sangre.

—Si resulta que no, el regimiento nos dará las gracias a título póstumo.

Eso hizo reír a Coker. El arma que se había echado a la espalda era un rifle SSG 550 de francotirador, fabricado en Suiza y de propiedad, no sacado del almacén. A Coker le gustaba decir que para cualquier criminal era un privilegio recibir una bala de un arma tan excelente como aquella.

—Por mí, vale. Oye, Beau, no te ofendas, pero mejor que te deshagas de esa corbata.

Beau había olvidado quitársela. Procedió a hacerlo con una sonrisa tímida y se la guardó en un bolsillo. Se miraron los tres un momento, preparándose mentalmente mientras se ponían los guantes especiales y se ajustaban los chalecos antibalas.

Nick se sacó la radio que llevaba prendida del cinturón y pulsó tres veces el botón de TRANSMITIR.

Mavis, desde el furgón de control, le respondió con dos clics.

«Afirmativo. Buena suerte».

—¿Listos?

Beau asintió con la cabeza, tan pálido como le permitía su piel negroazulada. Coker guardó silencio y se limitó a sonreír. Lo que se disponían a hacer era su actividad favorita; que además existiera la posibilidad de cargarse a Deitz no dejaba de ser un buen plus.

Nick hizo una comprobación en la Beretta que había pedido prestada a Mavis Crossfire. Su Colt era una buena arma, pero para este trabajo necesitaba una pistola con muchas prestaciones. Se palpó el cinturón para cerciorarse de que llevaba cargadores de repuesto, dedicó una sonrisa desquiciada a los otros dos, dio media vuelta y entró en el hueco agachando la cabeza. Luego puso la mano en el primer peldaño de la escalera empotrada y empezó a subir. Sus zapatos produjeron un sonido seco en el metal, y el eco ascendió por el tiro y volvió a bajar a modo de ondulante siseo. Poco después se encontraba ya seis metros más arriba.

Coker se volvió e hizo una venia como diciendo: «Después de ti, amigo». Beau agachó la cabeza y se metió en el hueco, gruñendo por el esfuerzo.

Coker esperó a que hubiera subido un trecho y luego empezó a ascender también por la escalera.

La frase «¿Es este el monte donde quieres morir?» le vino a la cabeza de algún combate perdido en su memoria, y un momento después Coker desaparecía en la oscuridad, trepando por el hueco como lo haría una salamandra por una pared. De haber sabido que atracar el First Third Bank de Gracie iba a dar un sesgo tan atractivo a su vida, lo habría hecho antes.

Chu oyó el rumor sordo en las escaleras cuando Deitz volvió a bajar a la segunda planta.

—Chu —dijo Deitz en un susurro preñado de intensidad—, me parece que aquí hay alguien.

Chu dio un respingo; su capacidad para el miedo se expandía a toda velocidad.

—¿Quieres decir guardias y eso?

—No, no. Civiles.

—¿Cómo lo sabes?

Deitz meneó la cabeza y olfateó, literalmente, el aire. Barrido por el haz intermitente del reflector, su aspecto era feroz e inhumano.

—Tabaco. Aquí dentro hay alguien que apesta a cigarro puro. La ropa. Me llega el olor. Ahí abajo se nota más.

—A lo mejor alguien estaba fumando y…

—En esta tienda no se puede fumar. Hay alarmas de humo por todas partes. Es la ropa; alguien lleva una chaqueta que apesta. No te muevas de aquí.

Chu se quedó acurrucado junto a la barandilla, mirando hacia el profundo foso de la planta principal, que en ese momento estaba sumida de nuevo en la más completa oscuridad, pues alguien de fuera había apagado el reflector. Lo cual quería decir algo, pero no acertó a saber qué.

Quería decir, ni más ni menos, que Nick, Beau y Coker estaban subiendo por un hueco de ascensor y que se disponían a entrar en combate, solo que Chu no estaba adiestrado para hacer esa clase de salto táctico, mientras que Deitz, por su parte, estaba demasiado preocupado por localizar el origen del pestazo a tabaco.

Deitz volvió enseguida y le pasó a Chu un complicado artefacto negro. Parecían prismáticos.

—Ponte esto.

—¿Qué es?

—Un aparato de visión nocturna y térmica. Puede leer el calor corporal y además amplifica la luz. La correa es elástica.

Chu se lo puso en la cabeza y Deitz le ajustó la correa. Ahora Chu estaba casi ciego. Notó que Deitz tocaba algo del aparato y de repente el suelo de la tienda se convirtió en un campo de color verde claro.

—¿No deberías ponértelo tú?

—No —dijo Deitz—. Si alguien te ilumina, por ejemplo con una linterna, o vuelven a encender esos reflectores, el resplandor puede afectar las retinas durante unos treinta o cuarenta segundos. Te quedas momentáneamente ciego, y en ese rato alguien puede pegarte un tiro. Tú no sabes disparar, o sea que harás de vigía. ¿Qué es lo que ves?

Chu paseó la mirada por la planta. Dentro del campo verdoso había unos cuantos puntos calientes en forma de manchas como goterones rojos. No eran más grandes que un plato.

Chu se los describió a Deitz.

—No. Eso son firmas eléctricas de las cajas registradoras y nodos de los sensores del sistema de alarma. ¿Ves algo de tamaño humano?

Todo eso lo dijo Deitz en voz muy baja, ambos agazapados junto a la barandilla. Chu volvió a barrer el suelo con las gafas de visión nocturna, pero ahora mucho más despacio.

—Sí —dijo, y su corazón se puso a correr—. En la pared del fondo, donde las tiendas de campaña.

—¿Dentro de una, quieres decir?

—Sí. —Chu miró detenidamente la mancha roja. Estaba al otro lado de la pared de nailon de una tienda azul grande que parecía un refugio para cocinar—. Es grande. O son dos personas.

—Mierda —masculló Deitz—. Ahí es donde el olor a tabaco era más potente.

—¿No son guardias?

—Seguro que no. Serán dos putos clientes. Igual estaban en los aseos y antes no los he visto. Se han escondido en esa puta tienda de campaña. Como dos putas cucarachas.

—¿Qué propones?

Deitz cambió de postura y su arma produjo un tintineo metálico al rozar la hebilla de su cinturón.

—No los pierdas de vista. Si salen de esa tienda, avísame con esto.

Le pasó a Chu una pequeña radio Motorola y le mostró dónde tenía que apretar.

—Le das ahí y ya está. No digas nada. Espera aquí.

Se marchó de nuevo hacia la oscuridad, más allá de la sección de armas. Poco después Chu oyó el bip-bip que hacía Deitz al marcar un número en su teléfono móvil. Chu mantuvo sus gafas dirigidas hacia la tienda mientras pensaba: «Por favor, no os mováis de ahí. No hagáis que os maten, porque entonces yo soy hombre muerto también».

A cierta distancia, detrás de él, oyó que Deitz empezaba a hablar.

—¿Quién es?

—Hola, Byron. Aquí Mavis Crossfire. ¿Cómo va eso?

—¿Dónde está Warren?

—En estos momentos el señor Smoles está siendo entrevistado por los medios. Les está diciendo que la policía se dispone a ejecutar a dos personas inocentes porque somos unos depredadores nocturnos comedores de muertos, y que después de degollar cachorrillos pasamos la lengua por el filo porque esa clase de cosas nos ponen.

—Quiero hablar con él.

—Lo lamento, pero no es posible. Tendrás que darte por satisfecho con esta humilde servidora.

—¿Tú eres quien va a negociar?

—Depende. ¿Estamos negociando?

—Quiero ver a Smoles.

—Entonces pon la tele. Está disfrutando como una vaca, Byron. Cuatro entrevistas con la cadena local, y ahora toca el equipo de la Fox recién llegado de Cap City. Los tiene completamente hechizados. Creo que venía ya maquillado y todo.

—Lleva el maquillaje en la guantera. ¿Habéis pinchado mi teléfono?

—Tenemos pinchados todos los móviles de esta zona. Y también los fijos. Ya conoces la rutina. Si quieres hablar, tendrá que ser conmigo. Bueno, ¿vas a continuar con este numerito infantil que te has montado o piensas salir de ahí como una persona madura y atenerte a razones?

—Ya sabes lo que quiero, Mavis.

—Ponme otra vez al corriente, si no te importa.

—Todos sabéis que yo no robé ese banco. Quiero que se anulen esas acusaciones de espionaje en mi contra. A cambio yo os entregaré a los tipos que se cargaron a esos polis.

—Sabes muy bien que no podemos hacer un trato así, dadas las actuales circunstancias. Eres un delincuente en fuga y le has disparado a un guardia de seguridad…

—Yo no fui el que estrelló ese furgón contra un ciervo. Yo iba en la jaula ¡y esposado, joder! Cuando recobré el conocimiento, pensé que todo el mundo había muerto. Salí del vehículo y estaba aturdido, mareado. No me fugué. Eché a andar y nada más. Estaba como amnésico. Todavía ahora me duele la cabeza. A saber qué clase de trauma es el que estoy padeciendo o cómo está afectando a mis sentidos. No recuerdo con claridad cómo he llegado hasta aquí. Probablemente demandaré a la policía por imprudencia al poner en peligro la vida de alguien que estaba bajo custodia.

A Mavis, pese a la gravedad de la situación, le hizo muchísima gracia oír que un tipo cargado de cadenas y escoltado por dos enormes alguaciles llamara a eso estar «bajo custodia».

Se tomó un momento para ponerse seria.

—Cuando dices amnésico, ¿te refieres a largarte con dos armas ajenas y comprarte un traje Hugo Boss y luego colarte como un sonámbulo en la Bass Pro Shop no sin antes meterle una bala en la rodilla a Jermichael Foley, un empleado tuyo, por cierto?

—Ni más ni menos. Oye, y los negociadores no suelen ir de listillos.

—Mira, Byron. Tú y yo nos conocemos bien. Solo intento hablarte con sentido común.

—Vale, pues consígueme ese trato que propongo.

—No puedo.

—Pues busca a alguien que pueda.

—Byron —dijo Mavis, un tanto exasperada—, esto no es un capítulo de CSI. La frase que has dicho ya era vieja cuando a Cristo le regalaron la primera bici. Dime, ¿qué pinta ahí Andy Chu? ¿Es un rehén o es que necesitabas compañía?

—Es mi experto informático, Mavis. No es ningún rehén. Él puede encontrar a los atracadores…

—Pues dile que salga.

—¿O qué…?

—Byron, no podemos dejar que estéis ahí metidos hasta Navidad, ¿entiendes? Dentro de tres días se abre la temporada de caza. La gente necesita comprar gorras fluorescentes y papel higiénico de camuflaje. Se van a cabrear contigo.

Deitz creyó llegado el momento de sacar el as de la manga.

—Pues a ver qué te parece esto: creo que hay un par de civiles aquí dentro.

Pausa.

Una pausa significativa.

—Pensaba que habías despejado todo el recinto.

—Y yo también. Pero diría que se me ha escapado un par.

Otra significativa pausa, de lo que Deitz dedujo que Mavis tenía motivos para dar crédito a sus palabras.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Venga ya, Mavis. ¿Hay algún familiar ahí fuera diciendo que echa en falta a alguien?

Otro silencio.

—No que yo sepa, Byron.

—¿Ah, no? Pregúntale si el tipo fuma puros.

Boonie, que estaba justo detrás de Mavis en el furgón azul de comunicaciones, se volvió a uno de los agentes y le susurró algo al oído. El policía salió para regresar quince segundos después, asintiendo vigorosamente con la cabeza.

Mavis tomó nota.

—Byron, si tienes motivos para creer que hay una persona inocente…

—O dos.

—O dos, dentro de esa tienda, entonces sabrás lo importante que es para tu problema que no les ocurra nada malo.

—Claro. No es que yo les haya pedido que se escondieran en una puta tienda de campaña, ¿verdad?

—Bueno… ¿cómo quieres que lo hagamos, entonces?

—Mavis, por favor. ¿Hay o no un par de civiles perdidos en esta condenada tienda?

—Creemos que podría haber…

—Nombres.

—De un tal señor Frankie Maranzano y de su nieto no se tiene constancia hasta el momento.

—Caray, Mavis. Ahora hablas como un puto abogado.

—Tienes razón. Es verdad. Será el estrés. Bien, ¿qué quieres hacer?

—¿Y tú qué quieres que haga? Me interesa tan poco como a ti que estén aquí dentro…

Clic. Clic.

—¡Mierda! Tengo que dejarte, Mavis.

—Byron, escucha, debes saber que…

Clic. Clic. Clic.

Deitz ya no estaba. Mavis intentó llamarlo, pero salía el buzón de voz.

«Ha llamado al teléfono particular de Byron Deitz. No estoy disponible en este…».

Mavis colgó.

Quería decirle a Byron que el señor Maranzano llevaba encima un enorme trabuco Dan Wesson; no pudo ser. Cogió la radio para avisar a Nick y a Coker, pero luego pensó que estarían ya tan cerca que Deitz podría oír la transmisión. Mavis Crossfire, que no era una persona religiosa, se contentó con descansar la frente unos segundos sobre la mesa que tenía delante.

Al verla hacer eso, Boonie se preguntó si empezaría a darse de cabezazos, cosa que a él en concreto solía tranquilizarlo, pero Mavis no hizo tal cosa. Tal vez le habría ido bien.

O igual no.

El pequeño Ritchie tenía que ir. De todas, todas. Dos minutos más y se mearía en los pantalones, ¿y qué pensaría entonces el abuelo? El pobre estaba sentado hecho una pelota en una esquina triangular de la tienda de campaña. Alrededor todo estaba oscuro, hasta el punto de que si ponía las manos delante de la cara, no las veía.

Durante un rato había habido destellos de luz por todas partes, y cuando alguno daba en la tienda, toda ella se volvía azul y entonces aparecía la mole del abuelo sentado a lo indio en el suelo frente a la cremallera de la tienda, con aquella Dan Wesson sobre el regazo y la cara tensa como un puño.

El abuelo estaba en aquel estado de apenas controlado furor asesino que la abuela Delores, que estaba como un cencerro, solía llamar «la mala leche tonta».

Y si el abuelito estaba así era, en parte, porque casi podía decirse que era su estado natural y, en parte, porque por culpa de los malos que se habían encerrado en la Bass Pro Shop él se estaba perdiendo el partido de fútbol entre el Tricolor, la selección nacional de México, y los muy odiados Llaneros de Venezuela, un partido en el que además tenía importantes intereses monetarios.

Y como solía pasarle cuando estaba furioso, el abuelo se había quedado más inmóvil que el Buda que vieron una vez de viaje por Tailandia. Además de llevar al pequeño Ritchie a ver el Buda, lo había llevado también a un burdel de Bangkok en una zona conocida como Soy Cowboy, para que echara un polvo y de este modo, siempre según el abuelo, no se convirtiera en un pervertido como el tío Manolo, que una vez había intentado hacerle «cosas raras» al pequeño Ritchie estando ambos en la bañera.

El rato con la chica tailandesa había sido para él una experiencia muy reveladora, pero no en el sentido que su abuelo había previsto.

La chica se llamaba Rose, y aunque el pequeño Ritchie no lo había «hecho» del todo con ella, sí había salido de allí perdidamente enamorado de Rose. Cada mes le enviaba la mitad de su asignación vía PayPal, y pensaba pagarle el billete de avión para que fuera a vivir con él en su habitación hasta que él terminara los estudios de secundaria y el abuelo le buscara un trabajo en su negocio, y así poder formar una familia. Pero ahora mismo lo que necesitaba era mear, y hacía muchísimo rato que se lo venía diciendo al abuelo.

—Abuelo…

Ritchie notó que la mole se volvía en la oscuridad. Y cuando el abuelo le dijo que bajase la voz, recibió en la cara su aliento a puro habano.

—Es que tengo que mear —insistió en apremiante susurro.

—Imposible —dijo el abuelo entre dientes, cabreado—. Tendrás que aguantarte. Tarde o temprano uno de esos dos facinerosos volverá a pasar por aquí y me lo cargaré. Ya mearás después.

El pequeño Ritchie pensó que eso de «cargárselo» podía no ser cosa fácil. Cuando el tipo había pasado de puntillas por delante de la tienda, su sombra proyectada en la pared le había parecido tan grande como el oso Kodiak que había en medio de la tienda: un Kodiak armado con una escopeta de caza.

Más aliento a tabaco en la cara.

El abuelo se le había acercado mucho.

—Toma —dijo poniendo algo en la mano de Ritchie. Por el tacto, parecía una botella de agua—. Mea ahí.

—No veo nada…

—Búscate el piccolo pezzo y mételo dentro. De lo demás se ocupará la naturaleza. Tienes que callarte, Ritchie. Cuando sea el momento me cargaré primero al grandote (él es el capo) y luego al chino maricone.

El pequeño Ritchie trataba de hacer la cosa en la botella de agua, pero sin suerte. Pensó que tal vez sería mejor probar de pie. Haciendo un esfuerzo mental para frenar la urgencia de su vejiga, se puso de pie, colocó lo que había que colocar y justo empezaba a dejarse ir cuando el abuelo cambió de posición dando un paso atrás, y Ritchie, por aquello de no orinar en el pescuezo de su pariente, retrocedió un paso a su vez, y al hacerlo la parte posterior de sus rodillas chocó con una mesita atiborrada de cacharros de cocina de acero inoxidable y el chico cayó estrepitosamente, llevándose por delante (por detrás, en realidad) una parte de la tienda. El abuelo ya no pudo más, agarró al nieto por la camisa, lo levantó bruscamente y le dijo:

—¡A la mierda, vamos a cargarnos a ese par de capullos ahora mismo!

Y se precipitó hacia fuera, agachado, con el arma en ristre y una expresión guerrera en el rostro, tirando del pequeño Ritchie como si fuera un chaval que acaba de caerse del caballo y la bota se le ha quedado metida en el estribo.

La cosa no salió bien.

Habían logrado abrir con éxito el agujero tapiado en la parte de atrás de la sala de calderas de la segunda planta. Salieron furtivamente al vestíbulo principal, con Coker a la cabeza.

Coker se apostó en la esquina izquierda del nivel superior, que era donde estaban las armas; gracias a la mira telescópica con visión nocturna, estaba en condiciones de cubrir buena parte de la superficie.

Después de un rápido barrido decidió que, desde un punto de vista táctico, la planta superior era fácil de cubrir, pues se trataba principalmente de un espacio abierto con pocos mostradores, aparte de los armeros y las vitrinas para munición. Tardó un minuto de aplicada observación en establecer que Deitz no se encontraba en la planta. Tampoco había señales de Andy Chu.

Coker pulsó dos veces el botón de su micro.

Inmediatamente notó que Nick y Beau pasaban por su lado, y entonces tocó al primero en el hombro una vez para hacerle saber que estaba a punto y dispuesto.

Luego volvió a aplicar el ojo a la mira y se puso a estudiar la planta principal, que era mucho más complicada, un espacio abierto repleto de mercancía, vitrinas, animales disecados y mostradores de cristal con montones de artículos en exposición.

Fue barriendo todo el terreno, despacio, con la esperanza de que Deitz apareciera en la lente de su mira telescópica. Si Coker lograba encontrar un pretexto mínimamente plausible, iba a acabar con la irritante vida de Byron Deitz metiéndole una bala del calibre 5,56 en el corazón.

Pudo ver el gigantesco oso Kodiak en su papel de rey del mundo sobre aquel pedestal.

Apartó el ojo del protector de caucho y vio que la sombra de Nick Kavanaugh flotaba literalmente sobre el suelo delante de él. El tipo sabía moverse. Beau Norlett estaba quieto junto a una fuente de agua refrigerada, cubriendo con su Beretta el avance de Nick.

Coker decidió que Beau le caía bien.

Era joven y se preocupaba demasiado.

Tal vez fuese porque tenía una joven esposa, May, y dos bebés. Pero a la hora de actuar lo hacía muy bien.

Entonces oyó el estrépito de algo metálico que caía al suelo y luego una exclamación ahogada, casi un gruñido. Coker volvió a poner el ojo en la mira y empezó a escrutar de nuevo la sala de abajo. Registró un movimiento: un tipo corpulento salía de una tienda de campaña, seguido de alguien más menudo. Retiró el ojo de la mira en el momento en que el suelo se iluminaba con una serie de fogonazos blanquiazules, disparos de un arma de grueso calibre, a los que siguieron dos descargas de escopeta, estrépito de armas de fuego que rebotó aquí y allá en el recinto cerrado, estallidos secos, un calibre 44, dos explosiones más fuertes y otra vez la escopeta; Nick estaba ahora en lo alto de la escalera y Coker se levantó rápidamente para cubrir su descenso a la planta principal en caso de que Nick estuviera tan loco como para bajar, y resultó que lo estaba.

Parecía que Beau se disponía a seguir los pasos de Nick, pero Coker le hizo una seña para impedírselo: demasiados blancos a la vez, demasiadas balas por todas partes. Coker se daba cuenta de que la cosa estaba desmadrándose e intentaba tener un cierto control de la situación.

Pudo ver al tipo grande que había salido de la tienda: no era Deitz. Empuñaba un revólver inmenso, apuntando hacia algo que Coker no pudo identificar. Beau seguía en su posición, tres metros a la derecha de él, apoyado en la barandilla con la Beretta dirigida hacia la planta baja. A todo esto Nick, que estaba bajando por la escalera, casi se puso en la línea de fuego de Coker, y este levantó rápidamente el cañón de su arma. Sonaron más disparos en la planta principal; Coker perdió de vista al tipo del revólver. Tenía que ser Frankie Maranzano. Pudo ver una silueta más pequeña tumbada boca abajo a unos palmos de la tienda de campaña; se movía a rastras, y entonces oyó una especie de grito, sí, un grito fino y agudo, a continuación otro estampido y luego un ruido metálico, seco, y Coker notó que le pasaba una bala gruesa junto a la cabeza, una bala rebotada, y oyó que se estrellaba en el techo, detrás de él.

Coker bajó dos peldaños a fin de cubrir una parte mayor de la planta principal. A través de la mira captó a Frankie Maranzano recargando su enorme Dan Wesson; Nick estaba abajo, en la planta, agachado detrás de los mostradores, atisbando entre los resquicios del laberinto. Coker se movió otra vez y reubicó a Maranzano, que ahora estaba agazapado en una posición que Nick no podía ver. Coker bajó la mano y pulsó TRANSMITIR.

—Nick, tengo a Frankie Maranzano a tu derecha al final de ese pasillo, como a tres metros de tu posición.

Nick se quedó quieto e hincó una rodilla, con la Beretta a punto para disparar. Maranzano se puso bruscamente en movimiento, asomó por detrás del mostrador y lo rodeó revólver en mano; sin pensar en quién podía ser el blanco, Maranzano abrió fuego contra Nick (la enorme bala no le tocó); Nick parecía indeciso (no quería matar a un civil), Maranzano le gritaba cosas en italiano y Nick le contestaba: «Sono polizia», pero el otro seguía con el maldito cañón portátil en ristre pese a la advertencia del otro, y eso no era nada bueno, de modo que Coker le disparó al centro del torso y Frankie Maranzano se derrumbó.

De otro pasillo de la planta llegó la fuerte sacudida sonora de una escopeta, y a renglón seguido un chasquido más menudo y frágil, cerca de donde Coker se encontraba. Beau estaba disparando hacia la zona de la escopeta furtiva y Coker captó con su visión periférica el resplandor blanco en la boca del cañón de la Beretta de Beau.

Otro escopetazo, ahora con un resplandor grande y blanquiazulado, lo cual quería decir que había apuntado hacia ellos. Coker oyó un sonido seco y compacto, y un gruñido de sorpresa procedente de Beau; no le vio caer hacia atrás, más bien lo presintió.

Nick se había puesto en pie. Después de mirar brevemente a Maranzano tendido en el suelo, apartó de un puntapié el pistolón calibre 44 y dobló la esquina, avanzando rápido y semiagachado, para acabar de una vez con la condenada escopeta.

Coker estaba moviéndose para ayudar a Beau y, al mismo tiempo, intentaba mantener el rifle apuntado hacia la planta principal. Entonces oyó tres restallidos de la Beretta de Nick, después una detonación (la escopeta), otra más y ruido de cristales. Y luego se hizo el silencio.

Coker escrutó la planta; no había nadie claramente a la vista. Era muy mal terreno para un tiroteo. Nick estaba allí abajo, en todo el laberinto, pero Coker no lograba localizarlo y se disponía a utilizar la radio cuando notó que alguien, aparentemente un gigante, subía por la escalera haciendo temblar toda la estructura.

No podía ser Nick: demasiado pesado.

Cada vez que ponía el pie en un peldaño, era como un mazazo. Coker lo oía jadear. Levantó el rifle y apuntó hacia la persona que subía por las escaleras.

Era Byron Deitz.

Coker esperó un poco.

Deitz llegó al segundo rellano y se quedó helado al ver la silueta de Coker contra el tenue resplandor de las luces esquineras. Llevaba una escopeta cruzada en diagonal sobre el pecho. Un segundo después, Nick se situó con sigilo al pie de la escalera, apuntando con su pistola a la espalda de Deitz.

Deitz estaba atrapado en el descansillo de la segunda planta, con Coker arriba y Nick abajo.

—Coker —dijo Deitz respirando rápido.

—Tú por aquí, Byron. ¿Qué tal te va?

—Pues de putísima madre, ¿no se me nota? ¿Y tú cómo coño estás?

—Byron —dijo Nick, una voz suave salida de la negrura al pie de la escalera—. Se acabó. No quieras morir aquí. Tira el arma.

Deitz seguía mirando hacia arriba, a Coker.

—Byron —insistió Nick, ahora en un tono que no dejaba lugar a dudas—. Deja esa escopeta en el suelo.

—Nick —replicó Deitz, sin quitar los ojos de la figura de Coker—, ¿tú sabes lo que hizo este capullo? La madre que me parió, ¿tienes pajolera idea de lo que hizo este tío?

—Por última vez. Deja el arma en el suelo.

—Eh, Byron —dijo Coker, en son de guasa—, no fuiste capaz de vender a tu propio país sin meter la pata hasta el fondo. Y fíjate ahora, aquí estás, como un cerdo en un asador. Recibiendo por delante y por detrás. Joder, tío. Sinceramente, te lo montas de auténtica pena.

Las palabras de Coker quedaron flotando en el aire como chispas. Algo prendió fuego en la mente de Byron Deitz, que ya no pudo pensar en nada más.

Coker estaba más cerca de él y vio a Deitz girar bruscamente, encarándolo con el cañón de su escopeta. Nick y él dispararon casi al alimón, dos chasquidos bien diferenciados, uno ligeramente más grave; los dos fogonazos iluminaron a Deitz durante un segundo escaso.

La bala de Coker alcanzó a Deitz en la garganta, reventándole las cervicales y arrancándole casi la cabeza, mientras que la 9 milímetros de Nick se quedó incrustada en la axila derecha de Deitz, le taladró los pulmones y le rasgó después el corazón.

Crucificado por las dos balas de trayectorias cruzadas, Deitz, muerto de pie, cayó hacia atrás y golpeó el pasamanos con la rabadilla. Su cuerpo se inclinó sobre la baranda al tiempo que la mano derecha apretaba por última vez el gatillo, disparo que alcanzó al oso Kodiak en mitad del cuerpo. Deitz se estampó con estrépito de cristales rotos sobre un mostrador tres metros más abajo.

Con un quejido sordo, el Kodiak inició una lenta y pesada caída que pareció durar una eternidad, pero no. Se estrelló contra un despliegue de arcos y flechas y rebotó una vez, en aquella pose erecta, dentadura al aire y la intimidante expresión fiera obra de los taxidermistas. El oso vivo que en tiempos fue el propietario de aquella piel estaba sentado en medio de un prado de los Grand Tetons, hundido hasta las ancas en farro y ranúnculos, zampándose unas carrasquillas supermaduras, cuando un cazador de Wyoming armado con una Magnum Express le hizo un boquete grande como un puño en las tripas desde una distancia de cien metros. La versión disecada se meció un par de veces y luego quedó inmóvil. Se produjo un gran silencio.

Coker estaba arrodillado junto a Beau Norlett.

—Nick…

—Estoy aquí, Coker —dijo Nick desde el pie de la escalera, la voz firme pero tensa—. ¿Cómo está Beau?

Coker se había puesto a hablar por radio. Beau estaba mirando fijo a uno de los puntos de luz del techo. Movía la boca y sus mejillas relucían de sudor. Coker dejó la radio a un lado y llamó a Nick.

—Orificio de entrada en el vientre, justo más abajo del chaleco. Sin salida. Acabo de llamar a los sanitarios.

—Comprime la herida. Dile que enseguida estoy ahí. Debo ir a ver a los civiles. ¿Puedes buscar la luz? No veo lo que hago.

—¿Y Deitz?

Nick se alejó.

Unos segundos después gritó desde abajo:

—Está muerto.

—¿Y Andy Chu? Aquí arriba no está.

Coker había aplicado un paño a la herida de Beau. Este gruñó al sentir la presión, intentó incorporarse, puso una mano ensangrentada sobre el brazo de Coker y se lo apretó con fuerza.

«May», dijo, con un hilo de voz, y luego perdió el conocimiento. Coker le presionó la carótida con un dedo.

El pulso era acelerado pero fuerte.

Coker sabía que una bala en la tripa tardaba más en matar que otras heridas, a no ser que hubiera roto una arteria. Pero por el sonido que había hecho y la forma concentrada del orificio de entrada, dedujo que Deitz había cargado su arma con lo que los cazadores utilizan para matar ciervos, un cartucho de plomo macizo en lugar del cilindro de perdigones, que es la munición habitual para escopeta. A mucha distancia era bastante chapucero, pero de cerca una bala de semejante tamaño podía cargarse a un oso Kodiak.

Si estaba en lo cierto, entonces no había modo de saber qué efectos había tenido el proyectil en las entrañas de Norlett. Pero, si sobrevivía, Beau no volvería a ser el que había sido.

Las luces de la tienda se encendieron y, por un momento, Coker no vio nada. Le llegaron voces pasillo abajo y luego sonido de pisadas. Estaban entrando policías y sanitarios en la zona de los armeros. Coker se hizo a un lado y dejó que se ocuparan de Beau. Nick había ido a otra zona de la tienda. Poco después llamó por radio.

—Tengo a Chu. Está junto a los aparejos de pesca con un boquete enorme en el pecho. Está despierto y habla. Puede que sobreviva.

Coker tocó a un sanitario en el hombro, le pasó la información y volvió a coger la radio mientras dos enfermeros corrían escaleras abajo.

—¿Qué hay de Maranzano?

Silencio.

—Aquí lo tengo. Pupilas fijas y dilatadas. Creo que es una de tus balas. Justo en el centro. Le has atravesado el corazón.

Coker sabía que era un disparo justificado, pero se trataba de un civil, y ellos se habían colado en la tienda para proteger precisamente a los civiles. Eso significaba que habría una investigación por parte de PISTOL.

Coker iba a tener que asegurarse de que el equipo forense encontrara la bala del calibre 44 que Maranzano le había disparado a Nick. En cuanto al tiroteo, Nick lo apoyaría, pero el futuro profesional de Coker podía depender de esa bala en concreto.

—¿Y el chaval?

Silencio.

Nick volvió a hablar, despacio, tenso.

—Está aquí. Ha recibido un balazo en la parte superior del muslo.

—Dios. ¿De las mías?

Otro silencio.

—No. Parece de escopeta.

—¿Constantes vitales?

Otro silencio.

—Nada. Le ha reventado la femoral. Está muerto.

Endicott estaba mirando su iPhone, apoltronado en el asiento de cuero del Cadillac. El vídeo en tiempo real mostraba a Warren Smoles hablando directamente a la cámara de Fox News con su estilo de siempre sobre lo que él mismo acababa de bautizar como «el incidente del Galleria Mall». En varias ocasiones había dicho que lo llamaba así porque lo que acababa de ocurrir allí dentro era un linchamiento como el de la película Incidente en Ox-Bow.

Dado que la mayoría de los periodistas allí presentes apenas si tenía treinta años y era gente salida de universidades de la elitista Ivy League, con la monumental ignorancia cultural que eso comporta, no entendieron nada de lo que Smoles estaba diciendo. Eso sí, continuaron enfocándolo con cámaras y micros porque el hombre daba muy buen espectáculo.

Smoles se había puesto un traje gris claro, una camisa de vestir color rosa pastel con cuello italiano y una corbata de moaré de un tono lavanda claro. Hablaba como un orador experto, el tono rotundo y confiado, un truco que, debido al calibre de su público en aquel momento, lograba oscurecer eficazmente el hecho de que su discurso fuera, además de falso, una total y absoluta chorrada.

Endicott, que le había conocido personalmente, asistía entre divertido y ceñudo al espectáculo de Smoles, mientras este, con un conocimiento nulo de lo acaecido en la Bass Pro Shop, narraba la secuencia de acontecimientos que habían resultado en la muerte de tres civiles inocentes y otro herido de gravedad a manos de lo que estaba llamando «polis vaqueros asesinos». Endicott escuchó un rato más y luego apagó el vídeo.

Lo que se desprendía del «informe Smoles» estaba en total contradicción con lo que Endicott había podido interceptar con su escáner, un aparato lo bastante bueno como para descifrar el diálogo encriptado entre la policía local y los sanitarios en el lugar de los hechos.

En pocas palabras, Deitz había buscado refugio en la Bass Pro Shop porque tenía que hacerlo, y Chu con él porque tenía que hacerlo, y los polis habían entrado para sacarlo de allí porque tenían que hacerlo. Y habría ido todo de manera muy distinta si dentro no hubiera estado acechando un civil armado.

El civil de marras, armado con un pistolón, había decidido aparecer de repente y su iniciativa había jodido del todo lo que pudo haber sido un arresto razonablemente eficaz a cargo de dos inspectores de la BIC, Beau Norlett y Nick Kavanaugh, respaldados por un misterioso francotirador de la policía a quien solo se mencionaba por el nombre de Coker.

Ahora Byron Deitz era un «muerto en el lugar de los hechos». Andy Chu, su rehén/cómplice/víctima inocente/inescrutable supercoco chino/imbécil integral (a elegir), había sido evacuado urgentemente al hospital Lady Grace en estado crítico. Lo acompañaba a bordo Beau Norlett, el agente de la BIC, en estado grave. Y luego había dos civiles muertos también in situ, a saber, un promotor inmobiliario de cuarenta y ocho años, Frankie Maranzano, y su nieto de catorce, Ricardo Gianetti-Maranzano.

En qué circunstancias exactas se produjeron las muertes iba a ser asunto para PISTOL, un equipo de verificación balística compuesto mayormente por civiles irresponsables y expolicías descontentos, que un par de agentes participantes en la conversación cruzada habían bautizado como «los emboscados mosqueados».

Endicott permaneció en el Cadillac contemplando las luces de la policía y todo el bullicio y la actividad de los agentes del orden en torno al enorme fortín de la Bass Pro Shop. No pudo sino preguntarse qué demonios iba a pasar a continuación.

Le había dado el visto bueno a Warren Smoles para que hiciera su aparición en el lugar de los hechos, confiando en que volvería con algo útil que transmitir, pero hasta ahora Smoles solamente le había dejado cuatro mensajes, todos ellos en ese tono entrecortado («Me encuentro justo en el meollo del asunto; esto es genial») que ha hecho de Geraldo Rivera alguien tan desagradable de ver, y todos ellos para no comunicar una mierda, cero patatero. Así pues ¿qué diablos hacía ahora?

Viendo que no había más remedio, Endicott cogió el móvil y marcó el 913-682-8700. Su llamada estaba prevista y, tras batallar con una serie de tercos guardias y un surtido de carceleros, la comunicación revivió y pudo oír al otro extremo de la línea la voz de Mario LaMotta en persona.

Que estaba tan encantador como siempre.

—¿Qué cojones está pasando ahí?

Endicott comenzó a resumirle lo ocurrido, pero LaMotta lo cortó.

—Tengo aquí una puta tele, Harvill, ¡que no te enteras! Ya veo la que se ha armado, coño. Dicen que Deitz está muerto. ¿Es verdad?

—Sí. Yo no he visto el cadáver, pero el helicóptero solo se ha llevado a dos heridos; tres, contando a un guardia de seguridad herido en la rodilla. El resto, todos fiambres.

—Fiambres, vale. O sea que el gran capullo ha palmado, ¿no?

—La poli dice que le metieron un 5,56 por la garganta y una 9 milímetros de pulmón a pulmón. Los restos del cogote han salpicado a una familia de linces disecados que había detrás.

—Bueno, parece que está muerto, entonces. Si puedes, ve al funeral y méate en su boca de nuestra parte. Suponiendo que le quede boca.

Endicott prometió hacerle ese favor.

—Muy bien. ¿Tienes ya la pasta, Harvill?

Endicott inspiró hondo, viajó un momento hasta su Hogar Feliz y regresó.

—Pues no. Según lo que estoy oyendo, Deitz nunca la tuvo.

—¿Cómo? Entonces ¿qué? ¿Se la quedaron los otros?

—No, no, quiero decir, por lo que oigo aquí, estoy casi convencido de que Byron Deitz no tuvo absolutamente nada que ver con el atraco.

—¿Qué? ¿O sea que fueron otros?

—Eso parece, sí.

Se oyó a LaMotta inspirar y expulsar el aire. A Endicott le recordó a una máquina bombeando un pozo negro.

—Entonces —dijo LaMotta— ¿por qué hostias está muerto?

Endicott se lo explicó. El otro no es que fuera un buen oyente. Después de que Endicott le repitiera algunos detalles importantes a fin de metérselos en la mollera, LaMotta volvió a respirar ruidosamente. Esta vez le recordó a una cañería atascada. Por lo visto, cuando LaMotta pensaba con detenimiento en algo, su enfisema empeoraba. Lo que dijo a continuación pilló por sorpresa a Endicott.

—Oye, ese Maranzano, ¿cómo has dicho que se llamaba de nombre?

—Frankie.

—Joder —exclamó LaMotta—. ¿Frankie Maranzano? ¿Cuántos años tenía?

—Cuarenta y ocho.

—Julie y Desi tuvieron una pequeña discusión con un tipo que se llamaba así, trabajaba en Las Vegas. Era un iniciado, así que estábamos obligados a ser finos con él. Su gente se acaloró un poco por un asunto de jurisdicciones. ¿Qué pinta tiene el tipo?

Endicott hubo de atenerse a la descripción que había oído en la radio de la policía.

—Metro noventa y pico. Levantador de pesas. Ha hecho fortuna en Destin con el negocio inmobiliario.

—¿Va siempre en un Bentley y tiene una cumare joven que está como un tren, con unas tetas grandísimas? Delores, si mal no recuerdo.

Había un inmenso Bentley color escarlata en una zona aislada del aparcamiento, iluminado ahora teatralmente por una farola. Una mujer guapa estaba siendo consolada por la agente voluminosa que, según había podido saber Endicott, se llamaba Mavis Crossfire. Él la admiraba pese a no haber sido presentados, solo por su estilo al hablar por la radio de la policía.

Delores, la tía buena, estaba en esos momentos envuelta en el abrazo de oso de Mavis Crossfire. Dejando a un lado lo de las tetas, ya que su volumen no se podía apreciar al estar sometidas a la presión de la canana de Crossfire, todo lo demás parecía coincidir.

—Diría que ahora mismo estoy viendo a la tía buena y el Bentley que mencionas.

—Joder, pues es él. Si te topas con alguno de sus compadres, Harvill, vete quitándote de en medio a la puta voz de ya, ¿me oyes? Con Maranzano muerto, un montón de desaprensivos va a salir de las alcantarillas con la intención de echar mano a los intereses del tipo. Lo primero de todo, Delores. Si esa tía tiene dos dedos de frente, vaciará las cuentas de Frankie y se largará a Brasil cagando leches.

Endicott manifestó su disposición a quitarse de en medio a la puta voz de ya si se topaba con algún compadre.

LaMotta se quedó callado.

Su respiración no.

—Bueno. Al carajo. Deitz está muerto. Averigua quiénes son esos otros y quién coño tiene nuestro dinero.

Lo cual no pilló por sorpresa a Endicott.

Para gente como Mario LaMotta no existía dinero «de otros»; habían enviado a Endicott con la misión de localizar y recuperar un par de millones que de alguna manera se habían convertido en suyos, de ellos, y más le valía a Endicott hacer exactamente eso.

—Tengo varias pistas.

—Bien —dijo LaMotta—. Tenme al corriente.

Y colgó.

Endicott vio que la policía empezaba a dejar que los civiles fueran a buscar sus vehículos al aparcamiento. La mayor parte de los coches patrulla comenzaba a abandonar el centro comercial, y estaban cargando el furgón azul de control. El helicóptero de Live Eye se había marchado para complicar innecesariamente alguna que otra emergencia policial, y los de las furgonetas con antena parabólica estaban recogiendo sus trastos. Delores había sido por fin liberada del envolvente abrazo de Mavis Crossfire y Harvill pudo confirmar así el tercer elemento identificativo mencionado por LaMotta. De repente se notó muy cansado. Tenía ganas de volver a su suite en el Marriott.

Puso en marcha el Cadillac e hizo un giro de ciento ochenta grados para enfilar North Gwinnett. Por la mañana tendría que ir a recoger el Toyota, que seguía aparcado en Bougainville Terrace, a una manzana de la casa de Andy Chu. A esas horas, en el domicilio de Chu habría docenas de agentes federales, y no era cuestión de que un poli curioso en busca de matrículas fichadas se fijase en el diminuto sensor de rayos láser que Endicott había acoplado al retrovisor lateral.

Abrió el techo panorámico y todas las ventanillas y encendió un Camel. Giró al nordeste en dirección al aeródromo Mauldar yendo a la velocidad límite, como hacía todo el mundo en ese momento. Las luces de Niceville fueron quedando atrás. Frente a él había extensos campos de labranza, a su derecha el resplandor procedente de Quantum Park, y hacia el norte la luz parpadeante de la torre de control del aeródromo. Un día completo.

Puso un CD de Caro Emerald y pensó en lo que le había dicho a LaMotta.

«Tengo varias pistas».

Lo cual no se ajustaba del todo a la verdad.

Puesto que era altamente improbable que pudiera acercarse lo suficiente a Andy Chu como para sacarle información, solo le quedaban tres tenues hilos de los que tirar.

Thad Llewellyn, el banquero de Deitz en el First Third y a todas luces implicado de un modo u otro en el chanchullo de Raytheon, e incluso en alguna cosa más.

Warren Smoles, pues Byron Deitz podía haberle dicho a su abogado de quién sospechaba él en lo referente al atraco, aunque Smoles, un fanfarrón consumado que siempre alardeaba de tener información privilegiada sobre cualquier cosa, nunca le había dado a entender a Endicott que supiera algo más de lo que Deitz había contado ya a los federales. En caso contrario, habría hecho alguna insinuación.

Y Lyle Preston Crowder, el conductor de Steiger Freightways cuyo más que oportuno accidente en la Interestatal 50 cuarenta y cuatro minutos antes del robo al banco de Gracie hizo salir pitando a casi toda la poli estatal y del condado, lo que permitió que los ladrones escaparan alegremente del escenario de los hechos. Endicott tenía la clara sospecha de que Crowder era cómplice de los atracadores; eso quería decir que había cobrado, y la forma de cobrar podía conducir, mente inquisitiva mediante, a la persona que le había pagado. Eso, por supuesto, dependía de cómo le planteara uno la pregunta al señor Crowder. ¿Interesante? Sí, mucho.

Endicott estaba en movimiento, y por tanto Edgar Luckinbaugh también. Había escuchado con interés profesional lo sucedido en el Galleria, y le satisfacía saber que el sargento Coker había hecho una nueva e importante contribución a la causa de la ley y el orden. En un plano más humilde, Edgar consideraba haber sido también partícipe de algo realmente importante.

Y como había agotado el café y los Krispy Kremes, le alegró estar en movimiento otra vez, atento al primer 7-Eleven que encontrara de camino.

Al cabo de un rato vio con claridad que el señor Endicott se dirigía al hotel, a lo mejor para no moverse de allí hasta el día siguiente. Edgar lo tenía todo previsto. En la trasera del Windstar había un viejo catre del ejército y una pequeña radio portátil con la que se podía sintonizar la emisora de música clásica local.

En cuanto viera que el señor Endicott se iba a acostar, colocaría un sensor de movimiento Radio Shack bajo el carenado del Cadillac, sintonizaría su escáner con la frecuencia del sensor e iría a echarse un rato. Con un poco de suerte podría escuchar su programa favorito, Nocturne, donde seguro que pondrían algo de Mozart o Debussy que le sirviera de nana.