Si Dios hizo el universo de la nada,

¿el universo hizo la nada de Dios?

En muchos sentidos, Rainey y Axel eran como cualquier chaval que sabe que tiene un problema gordo con sus padres. Anochecía y estaban hambrientos, pero ninguno de los dos acababa de decidirse a tomar el trolebús hacia el barrio residencial y volver a casa.

De momento, al menos.

Iban a bordo de un tranvía de la Peachtree Line. Llevaban varias horas así, desde que habían salido de casa de la madre de Rainey, en Cemetery Hills.

El Peachtree era uno de aquellos anticuados monstruos azul marino y oro que habían dado fama a Niceville. Compacto como un carro blindado, avanzaba dando bandazos y dejando sordo a todo el mundo por las bulliciosas calles del centro rumbo al este para enfilar otra vez el Armory Bridge, que cruzaba el río un par de manzanas al sur del Pavilion.

En el recalentado tranvía viajaban muchos oficinistas que volvían a casa tras una larga jornada, así como chavales del Saint Innocent Orthodox (Axel y Rainey distinguían sus ridículos uniformes desde un kilómetro de distancia).

Axel y Rainey habían metido sus blazers del Regiopolis dentro de sus respectivas mochilas. Rainey, que iba sentado junto a la ventanilla, estaba mirando el Tallulah’s Wall al otro lado del río. Axel, mientras tanto, toqueteaba su iPad, cosa que a Rainey no le parecía muy conveniente porque podía ser que hubiera forma de localizarlos si el aparato estaba conectado. Por eso él había quitado la batería de su teléfono móvil. Axel le había explicado que sacar la batería era la única manera de desconectar un aparato Motorola. Sabía esas cosas porque su padre había sido en tiempos agente del FBI. Axel estaba francamente asustado al saber que su padre había huido y andaba suelto. No quería tropezarse con él, pero tampoco que la policía le pegara un tiro.

La vida era complicada para los dos chavales, y en vista de que no se podía hacer gran cosa al respecto, Axel estaba jugando al Grand Theft Auto y Rainey, mirando por la ventana.

En esa época del año, el último sol de la tarde siempre iluminaba los robles y los sauces que coronaban el farallón. Ahora resplandecían de un verde subido, pero la pared cubierta de enredaderas aparecía en sombras de un morado intenso. Seguía habiendo una gran mancha marrón en la pared; era donde un tipo había estrellado su avión hacía medio año. Otro suicida, igual que el padre de Rainey.

Rainey miró hacia Axel, que estaba repantigado en el asiento con cara de preocupación, triste y cansado. Desde hacía un rato no sabían qué decirse, la emoción de la aventura había ido menguando, y ahora estaban los dos simplemente preocupados y muertos de hambre y de sueño.

Axel era un niño valiente, y a Rainey le caía bien por eso (se había atrevido con Coleman Mauldar), pero lo que Axel quería era volver a casa, y pronto tendrían que tomar una decisión al respecto. Contemplando su propio reflejo en el cristal de la ventanilla, Rainey no tuvo claro en qué estado se encontraba él mismo.

No se sentía próximo a los adultos que viajaban en el tranvía, como tampoco a las luces de las tiendas y las casas que pasaban frente al cristal, y tampoco a la propia vida de la ciudad, como si todo fuera una aburrida película que estuviese obligado a tragarse porque a uno de los jesuitas le parecía que verla los haría mejores personas.

Sobre todo no se sentía próximo a Kate, ni a Nick, ni a nadie de los que formaban su entorno inmediato en esa nueva fase de su vida. El único al que se sentía vinculado era Axel, y aun así se daba cuenta de que Axel y él eran muy distintos.

Por ejemplo, a Axel le preocupaba lo que los demás pudieran pensar o sentir. Rainey sabía que Axel se sentía fatal, culpable y triste. De forma racional, Rainey comprendía que eso era debido en parte a que los hubieran pillado encadenando mentira tras mentira, y que si a uno lo pillaban con engaños lo lógico era sentirse fatal, enfadado y triste. Tendrían que pagar por saltarse las clases; eso lo tenían claro tanto Rainey como Axel.

Pero ¿y lo bien que lo habían pasado?

La torti de Gert les había exigido notas, permisos y tal y cual. Axel había averiguado cómo acceder al ordenador (era un lince para esas cosas, vaya que sí) y había papel de carta a mano, sobre la mesa de trabajo de su madre.

Y así los dos habían podido hacer lo que les daba la gana en horas de clase. Pero eso había quedado atrás. Ahora se tiraban horas en el refugio, allá en Patton’s Hard, pero Axel siempre decía que aquel lugar le daba canguelo.

Después de eso, por regla general, regresaban a su casa (la de verdad) prácticamente todos los días, salvo cuando estaba allí Lemon trabajando en el jardín. Ponían la tele, se conectaban a internet en el ordenador de Sylvia, buscaban fotos guarras, colgaban chorradas en Facebook y Twitter y comían cualquier cosa de lata que no hubiera que guisar.

Pero habían dejado de entrar en Google News después de que Axel encontrara todo aquello sobre lo que supuestamente le había ocurrido a Rainey durante su secuestro.

A los dos los había alterado mucho, pero sobre todo a Rainey. Él no guardaba un recuerdo claro, aparte del detalle de un espejo con marco dorado en el escaparate de Moochie, que según cómo lo miraras se veía una casa de campo en medio de un pinar y un caballo grande que se llamaba Júpiter.

Buscando en Google, Axel encontró un artículo que decía que la madre de Rainey se había suicidado arrojándose a Crater Sink, pero que no habían hallado el cuerpo; Rainey estaba convencido de que su madre vivía y de que escuchando con más atención las voces de los sauces, él comprendería lo que los árboles trataban de explicarle. Podía ser, incluso, que los sauces lo ayudaran a entender por qué su padre se había suicidado después de que a él, a Rainey, lo encontraran en aquella tumba. El propio Rainey pensaba que su padre no debería haberse quitado la vida justo cuando su hijo más lo necesitaba. Por eso era tan importante para él averiguar cómo había sucedido todo, y por qué, así sabría a qué atenerse con todas aquellas personas que lo rodeaban.

Incluido Axel.

El tranvía cruzó Armory Bridge y empezó a remontar las largas y tortuosas calles que terminaban en la rotonda de Upper Chase Run, donde giraría para volver a bajar y así repetir todo el recorrido.

Llevaban ya tres horas a bordo (pagando dos dólares, uno podía pasarse todo el día viajando) y la conductora, una mujer de ojos color avellana que recibía a cada nuevo pasajero con una gran sonrisa, empezaba a fijarse demasiado en los dos chicos que no se bajaban ni a la de tres y que siempre se sentaban en el último banco de la izquierda, al fondo del tranvía.

Axel le dijo a Rainey que la conductora parecía a punto de hacer algo, algo de adultos, con respecto a ellos.

Quedaba una distancia de siete u ocho manzanas para llegar a la rotonda, a un paso del Tallulah’s Wall, justo arriba del todo de Upper Chase Run.

Al final de Upper Chase había una desvencijada escalera de madera que subía en zigzag por la cara fácil del Tallulah’s y daba a un sendero, que a su vez recorría la cresta del farallón pasando entre todos aquellos árboles tan antiguos.

El camino terminaba en Crater Sink, pero nadie iba hasta tan lejos por la fama que tenía Crater Sink de que allí habitaban seres malignos.

Aunque Axel, como cualquier chaval de Niceville, sabía muy bien lo que era Crater Sink, nunca había estado allí. De entrada, porque le daba mucho miedo.

Rainey había ido, pero solo una vez, de excursión con su madre. Habían subido en coche y habían montado allí una especie de merienda campestre, pero luego su madre se había puesto muy nerviosa mirando aquellos árboles inclinados sobre Crater Sink, y había empezado a preguntar por qué había tantos cuervos allí y por qué si hacía sol el agua nunca reflejaba el cielo azul. La superficie siempre estaba negra.

De modo que se habían marchado pronto. Pero Rainey se sentía a menudo atraído por aquel lugar, y más ahora que acababa de descubrir que su madre se había suicidado, supuestamente, arrojándose a Crater Sink.

Estaban pasando despacio frente a las mansiones de The Chase, todas ellas encaramadas a sus laderas particulares y protegidas por muros de piedra. Pasaron junto al 682 de Upper Chase Road, una enorme casa de madera con toda clase de torrecillas y mucha vidriera y complicados aleros de madera tallada. A Rainey le hacía pensar en una casa encantada. No había luz, estaba toda clausurada con tablones.

Había una verja de hierro cerrada mediante cadenas, y en ella una chapa de latón:

TEMPLE HILL

Rainey había investigado un poco a raíz de haber oído hablar de ello a varios chicos del colegio. Y resultó que Temple Hill estaba muy relacionada con él. De un codazo, sacó a Axel de su ensimismamiento, señalando hacia la mansión.

—Esa casa de ahí tiene mucho que ver con lo que me pasó —dijo.

Axel se incorporó, súbitamente interesado.

—¡Anda, si parece un castillo! Es como un castillo encantado. ¡Qué pasada!

Rainey le explicó que era la casa de una vieja bruja millonaria, una tal Delia Cotton, que según la crónica publicada en el Niceville Register estaba desaparecida desde hacía cantidad de meses, lo mismo que su jardinero, un tal Gray Haggard, que había servido en la Segunda Guerra Mundial con Dillon Walker, precisamente el abuelo de Axel, que era un pez gordo del Instituto Militar Virginia y que, qué curioso, también había desaparecido hacía meses; ah, y Alice Bayer había sido el ama de llaves de la señora Cotton, o sea que todo encajaba. Pero aún había más, porque lo de Delia Cotton, que seguía sin resolverse, se lo habían encargado a Nick, y era precisamente Nick quien le consiguió trabajo a Alice Bayer como jefa de archivos en el Regiopolis.

Axel le escuchaba solo a medias (estaba intentando llegar a esa parte del Grand Theft Auto donde puedes ver a una chica en pelotas), pero la alusión a Alice Bayer le hizo reaccionar porque tenía el presentimiento de que Rainey sabía algo de ella, algo malo. Estaba mirando a Rainey mientras este continuaba hablando, y se le notaba en la cara que sospechaba algo, pero Rainey no se dio cuenta.

Siguió adelante con su relato, entre otras razones porque hablar de ello les estaba metiendo a los dos el miedo en el cuerpo.

Había descubierto también (espiando en la agenda de trabajo de Nick, que siempre dejaba sobre su mesa cuando no estaba de servicio) que el espejo del escaparate había sido propiedad de Delia Cotton durante montones de años, y que un día ella decidió que ya no quería el espejo y se lo regaló a Alice Bayer, que a su vez se lo vendió a Moochie, por eso el espejo estaba en el escaparate, y así fue como Rainey se paró a mirarlo, quedó medio hipnotizado y luego desapareció.

No quiso continuar, pues de repente pensó que lo que le había sucedido a Alice Bayer era simple venganza, y plantearlo en esos términos contribuía a difuminar su sentimiento de culpabilidad. Pero eso no iba a reconocerlo de ninguna manera delante de Axel.

El tranvía dejó atrás Temple Hill y tomó la curva para ir hasta la rotonda. Axel volvió a su Grand Theft Auto, mientras que Rainey se preguntaba dónde estaría ahora aquel espejo antiguo.

Cuando le había hablado de él a Nick, este y Kate habían intercambiado una mirada que le hizo pensar que conocían el paradero del espejo. Quizá tendría que fisgonear un poco en casa de Kate, cuando no estuviese por allí aquella chica, Eufaula. Siempre lo estaba siguiendo, como si pensara que iba a robar la cubertería de plata o algo así.

Pero Rainey había aprendido unas cuantas cosas interesantes en las últimas semanas.

Por ejemplo, que cuanto más se las ingeniaba uno para impedir que los demás le hicieran sentir culpable, más fácil resultaba.

Era como los ninja y el control mental, le hacía sentirse fuerte y confiado, nada niño, y cuanto más tiempo dedicaba a escuchar las voces entre los sauces, más mayor y más duro se volvía.

Estaban ya en la rotonda.

—Tenemos que bajar —le dijo en voz baja a Axel.

El otro levantó la vista de su iPad y vio que habían llegado a la parada. Caía la noche, y la única luz era la del tranvía.

—¿Y si nos quedamos sentados y volvemos a casa?

—Eso haremos, pero en el siguiente tranvía, porque doña Fisgona nos está mirando.

Axel soltó un suspiro y guardó el iPad en su mochila. Había conseguido por fin llegar a la parte del juego de la chica desnuda, y confió en que después sería capaz de recordar cómo lo había logrado.

La conductora se había vuelto hacia ellos y los miró avanzar por el pasillo en dirección a la puerta.

Una vez que estuvieron allí les preguntó si iba todo bien, pero Rainey solo le dijo que habían hecho novillos y que ahora volvían a casa para dar la cara.

—Bueno, sois dos chicos muy guapos. Estoy segura de que vuestros padres no serán duros con vosotros —dijo ella, y cerró la puerta cuando estuvieron abajo.

Los saludó con el brazo mientras hacía girar el tranvía en la rotonda. Ellos se quedaron mirándolo mientras empezaba a bajar con aquel estrépito de hierros hasta que se perdió de vista, quietos en el charco de luz azulada de la farola; más allá todo era negrura. A Axel no le gustó el panorama.

—¿Sabes lo que tendríamos que hacer, Rain? Conectar tu móvil y pedir un taxi.

—Pero así sabrán dónde estamos.

—Me da igual. Este sitio, de noche, tiene otra pinta. Me parece que quiero ir a casa. Además, no nos van a matar ni nada.

—Pero nos tendrán castigados un mes.

—Como si es todo un año, no me importa. Llama a un taxi o algo. Mamá lo pagará cuando lleguemos. En serio, Rain.

Rainey estaba mirando hacia la escalera. Había unas lucecitas amarillas empotradas en los peldaños para que uno pudiera ver dónde pisaba si quería subir de noche hasta arriba.

—Vamos, Rain. Llama de una vez, ¿eh?

Rainey sacó su móvil, volvió a introducir la batería y lo conectó. Había muchas llamadas: del Regiopolis, de Kate, de Kate, otra vez de Kate, e incluso una de Lemon y un SMS.

Hizo clic en el mensaje para leerlo.

Chicos, volved a casa por favor, estamos superpreocupadas.

Besos, Kate y Beth.

El mensaje era de hacía unos diez minutos. Axel lo leyó también.

—¿Lo ves? No están cabreadas. Responde al mensaje, venga.

Rainey decidió hacerlo.

Tranquis estamos bien, de paseo en tranvia, en 1 hora llegamos, perdon por saltarnos clases, besos R&Ax

—Envíalo —dijo Axel—. Y diles que cogeremos un taxi. O quizá podrían venir ellas a buscarnos…

Rainey lo pensó unos segundos, pulsó ENVIAR y luego cerró el teléfono. Allí arriba hacía más frío. Sacó el blazer de su mochila y se lo puso. Axel hizo otro tanto y se quedaron los dos allí, mirándose.

Axel, que era muy listo, lo entendió al momento.

—Ni hablar, Rain. No vamos a subir ahí arriba. Ese sitio está embrujado. ¿Te falta un tornillo o qué? Yo no subo. —Le arrebató el móvil, retrocedió unos pasos y pulsó para llamar—. Sí, oiga, necesitamos un taxi. Estamos arriba del todo de Upper Chase Run. Sí. En la parada del tranvía. Donde da la vuelta. Somos dos. Yo me llamo Axel Deitz.

Rainey no hizo el menor intento de impedírselo.

Pero por dentro se sentía… cada vez más lejos de allí… más lejos.

—Vale, sí —dijo Axel—. Aquí estaremos.

Cerró el teléfono y se lo devolvió a Rainey.

—Toma. Han dicho que cinco minutos o quizá menos. Bueno, nada de cosas raras, ¿eh? Rain, menuda cara pones. ¿Vas a vomitar o algo?

—No, Ax. Pero tengo que hacer una cosa.

—Venga ya. El taxi llegará dentro de un momento, tío. Ahora no te pongas en plan zombi conmigo, ¿vale?

—Tengo que ver una cosa —dijo Rainey—. Solo será un minuto. Tú no te acojones.

—Rain, por favor.

El otro negó con la cabeza, dio media vuelta y miró la escalera que ascendía cual titilante cadena de pequeñas barras amarillas hasta desaparecer en la oscuridad de la lejana cima. En su mente resonaban las palabras «ven y serás reconocido».

Él no sabía por qué.

Pero empezó a subir peldaños.

—¡Rain! —dijo Axel subiendo un par de ellos.

Rainey volvió la cabeza y lo miró.

—He de hacerlo, Ax. Tomaré el próximo tranvía. Pórtate como un colega, vale. Diles que tenía que hacer una cosa y que llegaré enseguida.

Axel estaba a punto de echarse a llorar.

—Algo te funcional mal, Rain. Lo digo en serio, estás todo blanco y eso. Y miras muy raro. Mejor que no vayas.

Abajo en la calle un coche dobló la esquina y se digirió hacia ellos. En el techo llevaba la señal luminosa de TAXI. El conductor les puso las largas y frenó a la altura de la parada de tranvía. Luego tocó el claxon y bajó la ventanilla.

—Chicos, ¿habéis pedido un taxi?

—Sí, ya vamos —dijo Axel—. Venga, Rain.

Rainey negó con la cabeza.

—No puedo, Ax. Ve tú. Tengo que hacerlo. Volveré pronto, descuida.

El taxista hizo sonar otra vez el claxon.

—¡Chicos! Que es para hoy, ¿eh?

Axel parpadeó mirando a Rainey con lágrimas en los ojos, las mejillas brillantes.

—¿Por qué haces esto? —preguntó.

Rainey no supo qué responder.

Axel cogió su mochila y sin decir más se dirigió hacia el taxi. Rainey oyó que el taxista le preguntaba algo y que Axel decía: «No, solo yo».

El taxista miró hacia la escalera, vio allí a Rainey quieto, se encogió de hombros y arrancó. Axel observó a Rainey cuando el coche dio la vuelta para enfilar Upper Chase Run cuesta abajo; su rostro era un borrón pálido y sus ojos estaban muy abiertos. El coche dobló la esquina y se perdió de vista, y Rainey se quedó solo al borde del charco de luz de la parada; detrás de él, la negra inmensidad del Tallulah’s Wall, una pared de trescientos metros de altura que tapaba el cielo y las estrellas.

Tardó mucho, o así se lo pareció al menos, pero por fin llegó a la cumbre, sin aliento y arrastrando la mochila. La dejó tirada en el rellano de la cima y fue a apoyarse en la barandilla. La ciudad se extendía ante él, desde las luces del aeródromo Mauldar al noroeste hasta el resplandor del Galleria Mall, donde algo importante debía de estar sucediendo, pues se veían luces de policía por todas partes y el helicóptero de Live Eye sobrevolando el centro comercial.

Más cerca de donde se encontraba vio el fulgor dorado del centro de Niceville, con aquel entramado de cables de electricidad que, visto desde arriba, parecía una red negra. Un poco más río abajo, las luces del Pavilion eran como un collar luminoso, y podía verse el resplandor más suave de Garrison Hills, The Glades y Saddle Hill, barrios que asomaban entre la gran profusión de robles y sauces.

Pudo distinguir incluso el triángulo oscuro del cementerio confederado. Era allí donde lo habían encontrado a él, sepultado vivo en compañía de un cadáver. Había embarcaciones en el río, pequeñas luces de colores. Rainey se imaginó a la gente que iba a bordo, una fiesta, chicas guapas, tíos ricos como Coleman y sus compinches.

¿Qué hacía él allí arriba?

«Ven y serás reconocido».

¿Qué podía significar eso?

Rainey dejó de contemplar la pequeña y linda ciudad, acordándose de un poema que habían estudiado recientemente en clase de Literatura inglesa (anyone lived in a pretty how town… he sang his didn’t he danced his did) mientras enfilaba el sendero que iba a Crater Sink atravesando el bosque.

El camino estaba señalado por diminutas luces solares y rodeado de pinos, robles y sauces que, conforme uno se adentraba en la foresta, iban siendo cada vez más viejos, más altos y más enmarañados.

El sendero era pedregoso y Rainey resbaló dos o tres veces durante el ascenso, pero ya cerca de la parte más elevada se volvía llano y la marcha resultaba más llevadera. No se oía ningún ruido, salvo su respiración y sus zapatillas de deporte pisando firme o patinando en el terreno. Si había cuervos por allí, estaban todos durmiendo.

Rainey sacó el móvil, volvió a meter la batería y lo conectó para ver la hora. Tenía la sensación de llevar muchísimo rato caminando, pero vio que solo pasaban unos minutos de las nueve.

Había, cómo no, un SMS de Kate:

Menos mal! Estábamos tan preocupadas. Quieres que vayamos a buscaros? Si no tomad un taxi y lo pagamos nosotras. Llámame por favor, llámame enseguida. Axel está bien? Su madre está preocupada, pero tranquilos que no nos enfadamos ni nada. Volved a casa pronto…

Rainey escribió una respuesta.

Ax está bien, va para allí en un taxi.

La reacción de Kate fue instantánea.

Y tú por qué no? Dónde estás? Llama por favor.

Rainey apagó el teléfono y volvió a quitar la batería.

Se la quedó mirando un rato, sintiéndose repentinamente exhausto. Y cuando levantó la cabeza vio a una niña en medio del camino, iluminada por una de las luces solares.

El pecho se le enfrió de golpe, no podía respirar. La miró y ella lo miró a él con un gesto de desaprobación en la cara. Y mientras Rainey la observaba, se dio cuenta de que en realidad no era una niña.

Era una mujer, joven y bonita. Estaba descalza y llevaba puesto un vestido muy anticuado, probablemente de algodón. Era una prenda de lo más simple, que la cubría desde los hombros hasta las rodillas. Alrededor del cuello llevaba lo que parecía un pañuelo, o tal vez un collar grande.

A pesar de la poca luz que aportaban las lámparas solares, Rainey vio que no llevaba sujetador ni nada, porque sus pechos estaban allí tal cual y los pezones se marcaban en la tela como dos botones. La joven tenía las manos al costado, y el collar más parecía una serpiente que un pañuelo, una serpiente de las grandes, con anillos de color rojo, amarillo, verde y negro a lo largo del cuerpo.

Rainey estaba mirando la aparición cuando el supuesto collar alzó la cabeza, que hasta entonces reposaba sobre el seno izquierdo de la chica, y lo encaró meneando su bífida lengua de un lado para el otro.

Tenía los ojos verdes y brillantes, y cuando Rainey volvió a mirar a la joven vio que sus ojos eran también verdes y brillantes, como los de la serpiente-collar, y fue entonces cuando Rainey cayó en la cuenta de que la serpiente era de verdad y estaba viva.

Descubrió que no podía moverse, y cuando intentó hablar, tenía la boca tan seca que no fue capaz de emitir más que una serie de chasquidos.

La mujer entreabrió la boca y de ella salieron palabras, pero no como si aquello fuera una voz.

Parecía más bien que las palabras procedieran de algún otro lugar, un lugar con eco, y ella no iba sincronizada con la voz, como a veces ocurre con la banda sonora y los fotogramas de una película.

—Estás asustado —dijo la voz—. Por eso no puedes hablar. Haces bien en tener miedo.

El acento era sureño, muy marcado, y el tono de su voz era sedoso, pero no así su persona.

Rainey consiguió finalmente producir un poco de saliva y sacar algo parecido a una voz.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy Talitha. Sé quién eres. Sé por qué vas a Crater Sink.

—Es que mi madre está allí —dijo él, a la defensiva, con una voz que sonó a graznido. Una de sus rodillas había empezado a temblar como una cuerda recién pulsada—. Tengo derecho a ir a ver a mi madre.

Talitha meneó la cabeza.

—Tu madre no está en Crater Sink; se ha ido más allá.

—¿Tú cómo lo sabes?

Talitha parecía estar escuchando otra cosa. Volvió su atención a Rainey y este sintió que sus ojos se posaban en él. Era una mirada que tenía peso y empuje, y le dio miedo. Ella movió la cabeza y adquirió una expresión de seria advertencia.

—Yo sé lo que hay en Crater Sink, muchacho.

—¿Qué hay?

Talitha esperó otra vez, como si estuviera oyendo algo.

—La nada, es lo que hay en Crater Sink —dijo momentos después—. Lo que allí vive es la nada.

Rainey no acababa de comprenderlo y así se lo dijo.

—Ya lo sé, Rainey. Por eso me ha enviado Glynis, para ayudarte a entender.

—¿Cómo sabes quién soy?

Talitha se lo quedó mirando.

—Estoy convencida de que en el fondo eres otro Teague, solo que todavía no. Todavía no eres del todo un Teague. Aún llevas dentro algo de tu madre verdadera. Pero ellos intentan ganarte, lo intentan por todos los medios.

—¿Ellos?, ¿quiénes intentan ganarme?

—Pues ellos. Abel Teague, que quiere estar vivo otra vez. La nada lo está ayudando.

Rainey notó el pecho más constreñido y se echó a llorar.

—¿Cómo sabes que mi madre está muerta?

—¿Tu mamá verdadera o tu madrastra?

Aquello era demasiado para Rainey, pero no así para Talitha; carecía de compasión.

—Tu verdadera mamá fue una pobre chiquilla a la que Abel Teague mató tan pronto como te tuvo a ti. Sylvia era solo tu madrastra, pero te quiso como si fueras hijo suyo.

Rainey no paraba de llorar.

—Pero ¿cómo sabes tú eso?

—Porque fui yo quien llevó a Anora al espejo, y Anora sabe quién era tu madre verdadera. Anora y tu madrastra son familia. Y Glynis también. Glynis me envió para que te advirtiera, porque aún no eres del todo un Teague. Tu madre era una perdida, pero en el fondo tenía buen corazón.

—¿Quién era?

Talitha volvió a escuchar el bosque con atención.

—No hay tiempo para esas cosas —dijo—. ¿Conociste a un tal Second Samuel mientras estabas en el espejo?

Lo preguntó en un tono tan triste y compungido, con tanto anhelo, que Rainey estuvo tentado de mentir y decir que sí.

Pero ella no esperó a que contestara.

—Yo, por culpa de lo que hice, no puedo vivir con mi papá en esa parte del espejo. Pero tú aún estás a tiempo. Todavía no eres un Teague. En tu vida hay buenas personas, la familia Mercer, y si regresas ahora podrás ser como ellos, y no un Teague. Pero tienes que marcharte de aquí ahora mismo.

Rainey sintió calor en medio del frío que lo atenazaba. Sabía que era un niño adoptado, pero siempre había pensado que ellos eran sus verdaderos padres. Su rabia iba en aumento.

—¡Mi padre era un Teague!

La expresión de Talitha se volvió inmensamente fría.

—Sí, tu padre era un Teague, pero no se llamaba Miles. Tú eso lo sabes. Sabes que te eligieron. Mira, ya sé que es muy cruel tener que decir esto, pero debes saber que fue Miles Teague quien trajo aquí a tu madrastra y la arrojó a Crater Sink. Típico de los varones Teague. El que me mató fue un Teague.

Rainey notó que las rodillas le fallaban y un frío glacial se apoderó de su rostro. No daba crédito a sus oídos.

—¿Mi padre mató a mi madre, dices? ¿A mi… madrastra?

Talitha asintió.

—Y ¿por qué?

—Pues porque metió las narices y empezó a preguntar cosas sobre ti. Que de dónde venías. Que quién era tu madre y quién tu padre. Quiso saber qué eres en realidad…

—Sí, pero ahora mi padre también está muerto.

—Se quitó la vida, es verdad, y sin embargo él descansa en suelo sagrado junto con los suyos.

Lo dijo con tal convicción en aquella voz incorpórea que era imposible no creer en sus palabras.

—¿Por qué se suicidó mi padre?

Talitha se quedó callada, a todas luces prestando atención a algo que él desde luego no podía oír, pero ella sí.

—Se mató porque vio venir la nada.

Fue en ese momento cuando Rainey oyó como un revuelo de cuervos.

A lo lejos, pero audible.

Talitha lo oyó también. Quizá era eso lo que había estado escuchando desde el primer momento. Miró hacia la oscuridad del bosque y luego de nuevo a Rainey.

—La nada está viniendo. Da media vuelta y baja corriendo esas escaleras a toda velocidad.

—¿Qué es? ¿Qué es lo que viene?

Talitha se limitó a mirarlo con una expresión de pena y desencanto.

—Si te quedas, lo verás. He hecho lo que he podido por ti. Ahora tienes que irte.

—¿Por qué he de irme?

—Porque la nada puede matar a los muertos.

Y dicho esto, desapareció.

No había ninguna mujer en el sendero en penumbra. Tal vez no la hubo nunca. El sendero continuaba hacia la oscuridad de más allá, una sinuosa secuencia de lucecitas amarillas. En lo alto, la bóveda arbórea tapaba el cielo. Unas cosas negras revoloteaban entre las ramas altas, y el aire se llenó de un parloteo agudo, de chasquidos de pico afilado. Las cosas negras voladoras empezaban a descender de las ramas, posándose en tierra alrededor de él. A la luz de las pequeñas lámparas vio que eran cuervos. Sus centelleantes ojos lo observaban y cuando él los miró a su vez, los cuervos se atusaron el lomo y agitaron las alas; después se quedaron inmóviles. El horror invadió a Rainey.

Horror y pánico.

Dio media vuelta para correr hacia la escalera. De pronto sus oídos empezaron a zumbar, un sonido agudo y penetrante que parecía taladrar su cráneo. Al principio fue como un chirrido constante, pero luego empezó a subir y bajar. Había en ello una cierta pauta. Rainey se quedó parado en el camino y notó que aquel subir y bajar contenía palabras, y que él podía entender lo que decían. Quieto en medio del círculo de cuervos que lo rodeaba, estuvo escuchando largo rato aquellas palabras. Y mientras lo hacía fue consciente de que el lecho del bosque ascendía a su alrededor.

No fue algo que se pudiera ver, pero tampoco invisible. Ni una cosa ni la otra. Era la nada. Rainey pudo ver la nada. La nada estaba físicamente allí.

Él había venido y lo habían reconocido.