Sauce, llora por mí

Era casi de noche cuando Kate y Lemon llegaron al extremo meridional del sendero que atravesaba Patton’s Hard. En el crepúsculo, el bosque de sauces antiquísimos, visto a través del parabrisas, era como una basílica de altos muros cuyo techo estuviera formado por una maraña de ramas colgantes. Beth llamó mientras estaban cerrando el coche.

—¿Dónde estás, Kate?

—En Patton’s Hard. ¿Y tú?

—A punto de volverme loca. He llamado al colegio y he hablado con una tal Gert…

—Madre mía.

—Ya. Dice que Axel y Rainey llevan saliendo antes de hora desde casi el principio del curso. Pero si nadie les ha dado permiso… ¿por qué no nos dijo nada Alice? ¿Quién les ha autorizado a salir antes? ¿Qué diablos está pasando, Kate? Yo no entiendo nada.

—¿Estás conduciendo?

—Sí. Iba a ir a casa para ver si los chicos habían llegado ya. Tengo a Hannah conmigo.

—Pues para donde puedas —dijo Kate—. Lo antes posible.

—¿Y por qué…?

—Tengo cosas que explicarte, pero hace falta que estés parada. ¿Lista, o aún no?

—Espera… espera un momento…

Kate oyó lloros de fondo. Era Hannah, que había detectado el temor de su madre.

—Vale. Ya he parado. ¿Qué es lo que pasa, Kate?

Kate le contó toda la historia. Beth tenía el mismo talento que su hermana para escuchar.

—Cielo santo. ¿Falsificando correos y notas?

—Eso parece.

—¿Y Alice, desaparecida?

—Desaparecida no, Beth. Hay una nota en la puerta de su casa.

—¿Con su firma?

Era una buena pregunta. Kate supuso que tantas horas en contacto con gente del FBI estaban dando sus frutos.

—No que yo sepa.

Silencio.

Beth lo rompió.

—La tal Gert me ha dicho que Alice iba muchas veces en su coche a buscar a los que faltaban a clase y los llevaba de vuelta al colegio. Que iba incluso hasta Patton’s Hard. ¿Es eso cierto?

—Lo ha dicho Gert. A saber lo que vale su palabra.

—Y ahora tú estás allí, en Patton’s Hard. ¿Has visto a Axel y Rainey?

—Hace poco que buscamos. Pero yo diría que no están por aquí.

—Dios mío. ¿Qué hago, Kate? ¿Voy hasta allí y buscamos juntas?

—Tienes a Hannah contigo. Parece que le pasa algo.

—Son los audífonos. Ahora oye mejor, y creo que los ruidos la asustan. Escucha, Kate… ya sabrás que Byron se ha fugado, ¿verdad?

—Me he enterado, sí.

—Primero pensé que venía a por mí, pero acabo de oír que está en el Galleria Mall. Hay un herido. La policía está allí. ¿Sabes si Nick está también?

—Sí. Boonie y él se han marchado juntos.

—Dios mío, Kate. ¿Qué es lo que nos pasa?

«Es Niceville», pensó Kate, pero no lo dijo.

—Mira, Beth, yo creo que lo mejor es que te vayas a casa con Hannah. Eufaula está allí, sola, esperando a que aparezcan los chicos. Si vas tú, ella podrá marcharse a su casa.

—Kate, no estarás ahí sola, ¿verdad? No me gusta nada Patton’s Hard. Es un sitio horrible, y pronto será de noche.

—Me acompaña Lemon.

—Ah, bueno. Lemon me cae bien.

—Ya lo sé. Lemon cae bien a todas las mujeres. —Kate miró hacia Lemon con una sonrisa—. Dice Beth que le caes bien.

—Pues dile que ella a mí también.

—¿Lo has oído?

—Sí. ¿Me llamarás?

—Descuida. Y tú llámame si se presentan los chicos, ¿de acuerdo, Beth?

—Vale. Oye, Kate… ¿va a ir todo bien? ¿Volverán a casa?

—Claro, no te preocupes. Pero se acabó eso de salir del colegio antes de la hora.

—Axel estará castigado hasta dentro de diez años.

—Me parece buena idea. Yo castigaré a Rainey, y que vivan los dos en el sótano como los gnomos.

—Te quiero, Kate.

—Y yo a ti, hermanita. Dale un beso a Hannah de mi parte.

—Hecho.

Desconectó el teléfono.

Kate se volvió hacia Lemon.

—Bueno —dijo—, ¿vamos?

—Vamos.

El sendero, que no estaba pensado para que pasaran coches, apenas era lo bastante ancho para avanzar por él con el Envoy; las ramas de los sauces golpeaban el parabrisas y se aferraban a los costados del enorme todoterreno. La superficie del camino, además de irregular, estaba embarrada y la marcha era lenta. Lemon iba atento a los baches.

—No somos el primer vehículo que pasa por aquí. ¿Ves esas marcas?

Kate encendió las luces y eso le permitió distinguir dos líneas paralelas, de escasa profundidad y mucho más estrechas que las huellas de neumático del Envoy. El sol casi se había puesto y, más allá de lo que alcanzaban los faros, la oscuridad era casi total. Empezaba a hacer frío y Kate puso la calefacción.

—Toca el claxon —dijo Lemon mientras avanzaban lentamente por el sendero—. Si están por aquí, lo oirán.

Kate lo hizo sonar un par de veces. No hubo respuesta. Patton’s Hard estaba desierto.

—Yo creo que aquí no están —comentó Kate—. No los presiento a ninguno de los dos.

—Sigamos hasta el final. Si no los vemos, tal vez habría que llamar a… Espera un momento.

Kate redujo la marcha.

—¿Ves eso? —dijo Lemon—. Las huellas del coche se desvían.

—¿Cómo sabes que no es el carrito de golf que seguramente utilizan los cuidadores del parque?

—Tú no juegas al golf, ¿verdad, Kate?

—Soy demasiado joven para morirme de aburrimiento. Entonces ¿no es un carrito de golf?

—No, es un coche. Un utilitario.

Kate aguzó la vista entre la brumosa penumbra. Las huellas estrechas que habían estado siguiendo torcían bruscamente junto a un grupo numeroso de sauces. Pasaban bajo la cascada de ramas y desaparecían en la penumbra verde al pie de los árboles.

—Yo por ahí no pienso meterme —aseguró Kate.

—Espera aquí —dijo Lemon abriendo la puerta. Se apeó del todoterreno y luego asomó la cabeza hacia el interior por la ventanilla—. ¿Tienes una linterna?

—Sí, en la guantera. Oye, Lemon, esta película ya la he visto.

Él mostró una sonrisa alegre, un tanto desquiciada, y Kate se acordó de que antes de convertirse en escort de señoras maduras Lemon había sido marine, había estado en primera línea y lo habían condecorado dos veces con medallas al valor.

—No nos va a pasar nada, Kate. Somos los protas.

—¿Y si solo eres el fiel compañero? Esos son los primeros en recibir.

—Depende de la película —dijo él abriendo la guantera.

Sacó una linterna Streamlight y, con un floreo, también la pequeña Glock de Kate.

—¿Te sentirías mejor si me llevo esto también?

Kate suspiró y fue a sacar la llave del contacto.

—Sí, pero yo te acompaño.

—¿Por qué?

—Porque a veces el primero que recibe es el pobre miedica que se queda en el coche.

Lemon rio con ganas, cerró la puerta de su lado y Kate se bajó del vehículo y pulsó el cierre automático. Él encendió la linterna, que daba un potente haz halógeno y caminaron unos cuantos metros hasta el punto donde las huellas de coche (suponiendo que lo fueran) se perdían bajo las ramas.

Kate se quedó quieta, pero Lemon alargó un brazo, agarró unas cuantas ramas y las apartó hacia un lado, alumbrando hacia el hueco resultante.

Más allá de la cortina vegetal los sauces se alzaban en columnas, ramas altas y curvilíneas que formaban como arbotantes en una catedral verde.

En el interior, porque daba la sensación de estar dentro de algo, quedaba un vestigio del último sol. La bóveda era altísima, unos treinta metros o más, y se extendía a su alrededor en un radio de quince o veinte metros. Todo el espacio resonaba con los crujidos y siseos que el viento procedente del río sacaba a las ramas superiores.

Todo el mundo decía que los sauces de Patton’s Hard se susurraban unos a otros. Kate comprendía que una persona con mucha imaginación pudiera oír voces entre aquellos árboles.

Allí dentro el aire olía a tierra, a musgo, a hojas putrefactas. El suelo estaba blando y húmedo. Las huellas parecían difuminarse en las tinieblas. Había algo arrimado al tronco del sauce principal, una cosa larguirucha y con ángulos.

Lemon dirigió hacia allí el haz de la linterna.

Era una silla plegable, vieja y destrozada. Parecía sacada de una tienda de segunda mano o de una chatarrería. Había un paraguas atado a un brazo mediante un cordón elástico, y a un lado de la silla se veía una caja de madera puesta del revés y, sobre ella, un montón de manoseados libros de bolsillo. El espacio frente a la silla estaba como escarbado. Se veían envoltorios de golosinas y latas de Coca-Cola alrededor. Otra silla igual, pero plegada, estaba apoyada contra el tronco del árbol. Kate se acercó y cogió un libro al azar.

Era una novela de Harry Potter, algo sobre un cáliz. Abrió el libro y vio lo que esperaba encontrar. Rainey había escrito su nombre en el interior del forro. Lo hacía siempre.

Lemon estaba a su lado, iluminando la página con la linterna.

—Creo que hemos descubierto su escondite.

—Eso parece. Pero no están aquí.

Lemon desvió el haz de luz hacia la oscuridad, siguiendo el rastro del supuesto coche. Al examinar las huellas, llegó a la conclusión de que solo había unas. Es decir, que no había el menor indicio de que quienquiera que hubiese llegado rodando hasta allí hubiese ido marcha atrás para salir, borrando las primeras huellas o superponiendo unas nuevas.

Cuando su mente hubo asimilado esto, notó que se le tensaba el estómago y empezó a respirar con dificultad.

—Espera aquí —dijo, y caminó hacia la parte más alejada de la cortina vegetal.

Más allá pudo oír el agitado rumor del río ciñéndose a Patton’s Hard en un amplio recodo. Cerca de la orilla sintió a través del suelo el impulso de la corriente. Kate se le acercó por detrás.

—¿Adónde van? —preguntó—. No veo que nadie haya intentado dar la vuelta en un coche. Se verían las huellas…

El sonido de su voz se extinguió mientras caminaba hasta donde Lemon estaba ya en plena toma de conciencia.

Habían llegado al borde del Tulip. Menos de dos metros ribera abajo el agua marrón oscuro se arremolinaba y despedía siseos y murmullos como un ser vivo. Más lejos, ramitas, hojas y otros desperdicios giraban lentamente en el remolino generado por las corrientes en aquel recodo del río.

Años atrás Kate había visto a un perro resbalarse en la fangosa ribera para acabar atrapado por el remolino. Era un perro de caza y luchó desesperadamente por salvarse. Kate había cogido una rama caída e intentado que el perro la mordiera para poder tirar de él, y así lo había intentado el animal, pero finalmente se había hundido, sin dejar de mirarla con aquellos enormes ojos castaños ribeteados de blanco. Kate odiaba Patton’s Hard tanto como odiaba Crater Sink.

En la otra orilla empezaban a encenderse las luces de Long Reach Boulevard conforme el cielo iba oscureciéndose. A la última luz del día ambos pudieron ver las huellas que habían estado siguiendo.

Bajaban por la empinada ribera y desaparecían en el río.

Lemon se acercó un poco más e iluminó el agua con la linterna. Le pareció distinguir un rectángulo blanquecino. Cuando la luz dio en él, la pintura reflectante del rectángulo brilló con más intensidad. El rectángulo blanco tenía grabados unos números grandes de color azul. Era una placa de matrícula. Lemon acercó la linterna a la superficie del agua.

A su espalda oyó susurrar a Kate:

—Lemon, haz el favor de no caerte.

Él aguzó la vista hacia el trecho iluminado. La matrícula no estaba atorada en las raíces de sauce, como él había esperado. Estaba prendida de algo mucho más grande, algo redondo y metálico, y era esa cosa grande la que había quedado enredada en las raíces, como un toro atrapado en una red.

Se enderezó, dio media vuelta, y Kate tiró de él ribera arriba. Las botas de Lemon resbalaron en el fango resbaladizo, pero finalmente ambos volvieron a pisar terreno firme.

—¿Está ahí?

—Sí, está —dijo Lemon—. Parece un utilitario. Diría que azul claro. Bajó por la pendiente, pero en lugar de caer hasta el fondo del río, quedó enganchado en las raíces de todos esos sauces.

—¿Has podido ver la marca del coche?

—No, pero tengo la matrícula. KT987Z. ¿Te suena?

Kate se ensimismó un instante y luego volvió.

—Lo que has querido decir es si se trata del coche de Alice Bayer, ¿no?

—Sí, Kate. Creo que eso he querido decir.

—No sé qué matrícula lleva. Pero sé que conducía un coche azul pequeño. —Hizo una pausa, confiando en que acudieran a ella las palabras adecuadas—. Supongo que habrá que llamar a la policía, ¿no?

—Sí —dijo Lemon, pero con suavidad—. Eso me temo.