Un rastro de lágrimas

Eufaula estaba en casa cuando Kate telefoneó desde su todoterreno.

—No, señorita Kate. Los chicos no están. Llevo aquí desde las dos y no han llamado ni nada. —Eufaula miró preocupada el reloj de la cocina—. Pero ya deberían estar aquí, ¿verdad? ¿Quiere que me acerque a North Gwinnett, a ver si están de paseo como siempre?

—Sí, por favor. ¿Te importa?

—En absoluto. Cojo el móvil y si los veo la llamo. ¿Le parece que vaya hasta el Regiopolis?

—No, cariño, no hace falta. Hemos llamado hace un momento y allí tampoco están. Los han buscado por todo el colegio, pero no hay rastro de ninguno de los dos. Nadie sabe por dónde andan.

Eufaula había observado que Rainey tenía un modo de hacer bastante tortuoso, que estaba siendo una mala influencia para Axel y que a la pequeña Hannah le gustaba muy poco aquel chico, pero pensó que no le incumbía decirlo. Ella, personalmente, encontraba a Rainey bastante inquietante; era un muchacho furtivo y astuto, y mostraba una vena de maldad cuando se sentía acorralado.

Como una comadreja, más o menos.

Kate le dio las gracias a Eufaula y desconectó el móvil. Miró a Lemon.

—¿No están? —preguntó él.

Kate negó con la cabeza. Tenía el corazón en un puño. Habían aparcado frente a la casa de Sylvia, la antigua casa de Rainey, una gran mansión de piedra vista en el 47 de Cemetery Hill, metida en un bosquecillo que se extendía en larga pendiente hasta un afluente del Tulip.

Aquella parte de Garrison Hills era de ricos de los de toda la vida, y se notaba. Los Teague habían sido una familia acaudalada; claro que, a lo largo de su extensa y variopinta historia, la familia Teague siempre había mostrado mucho talento para adquirir riquezas, aunque no cariño. Miles, el marido de Sylvia, nunca le había caído bien a Kate, y su suicidio días después de que Rainey fuera hallado con vida le había parecido en su momento un acto de absoluto y narcisista egoísmo.

—¿Entramos a mirar? —dijo Lemon.

—Sí. Y como estén ahí…

—Cálmate, Kate. Rainey no es un mal chico, y Axel tiene mucho sentido común para un chaval de su edad.

Kate no dijo nada. Subieron los escalones hasta la gran puerta de roble. Incrustado en el marco de madera tallada había un teclado numérico. Kate pulsó el código y la cerradura se abrió con un chasquido. Entraron al amplio recibidor, un espacio cavernoso que se elevaba tres plantas hasta el techo abovedado. El interior de la casa era un espectáculo de latón y roble encerado y alfombras antiguas en azul, ocre y ámbar. Las luces del recibidor estaban encendidas, pero el resto del enorme caserón permanecía a oscuras y en silencio. Olía a cera para muebles y a cerrado. Kate llegó al pie de la escalinata central y llamó en voz alta.

—¿Axel? ¿Rainey? Chicos, ¿estáis aquí?

Nada. Solo el eco de su voz y algún que otro ruido de madera contrayéndose al ir refrescando el día.

Recorrieron las habitaciones de la planta principal, un comedor muy grande y al otro lado del vestíbulo central una sala de estar en tonos beis y madera oscura, con algún detalle de color vivo. Sobre la repisa de la imponente chimenea se veía un retrato al óleo de Sylvia y Miles de jovencitos. Toda la casa respiraba ausencia y vacío.

Pasado el salón había una biblioteca revestida de paneles de madera, con mobiliario raído y confortable en gastados cuadros escoceses y cuero marrón. Las estanterías con puerta de cristal estaban repletas de libros y de pequeñas fotos enmarcadas.

La mesa de Sylvia, un tocador antiguo con un reluciente acabado lacado, estaba adosada a la pared opuesta al enorme televisor de pantalla plana que descansaba sobre un aparador de palisandro.

Lemon puso una mano sobre el Dell de Sylvia.

—Aún está caliente —indicó.

—Mira a ver cuándo se ha encendido por última vez —dijo Kate—. Yo no creo que estén aquí, pero iré a mirar en el resto de la casa.

Kate fue hacia la zona de la cocina y miró por la pared acristalada hacia la glorieta donde habían encontrado lo que quedaba de Miles. Lemon había arreglado el patio hacía poco y la hierba era como una alfombra hasta los sauces y robles que había más abajo, al fondo del jardín. No vio huellas. Ni a Axel. Ni a Rainey.

En las habitaciones de arriba tampoco encontró a nadie, aunque parecía que alguien hubiera estado tumbado en la cama de matrimonio. La colcha, que era de sedoso y mullido plumón, mostraba una concavidad del tamaño de un chico joven.

Kate se imaginó a Rainey tumbado allí y contemplando el techo de roble tallado, pensando en… ¿en qué?

No se le ocurrió nada.

Con lo sucedido en las últimas semanas, y después de lo que habían averiguado hoy, Rainey le parecía más misterioso que nunca. Y ¿qué clase de influencia estaba ejerciendo en Axel? ¿Y en Hannah? Axel nunca había sido malicioso, o no a ese nivel. Rainey era otra historia.

«Pero es un Teague, ¿no?».

Cuando volvió al despacho de Sylvia, Lemon estaba cerrando el ordenador.

—Quienquiera que haya estado aquí…

—Supongamos que han sido los chicos.

—Bien. En primer lugar, creo que han estado utilizando la conexión de Sylvia para enviar falsos correos. Reconozco que son listos. Uno de ellos lleva camino de ser un gran hacker, pero no sé cuál de los dos. Y también han estado mirando en los archivos de Ancestry. Yo diría que buscaban la…

Lemon dudó un momento.

—¿La historia de Rainey? —lo ayudó Kate.

—Es lo que parece, sí. Rainey es hijo adoptado, si no me equivoco.

—Sylvia y Miles lo sacaron de un orfanato en Sallytown. Bueno, al menos es lo que se dice.

A Lemon no se le escapó el leve tono sarcástico de estas últimas palabras. Miró a Kate.

—Sea cual sea la verdad —dijo—, él está intentando averiguarla. Con ayuda de Axel, me imagino. Y buscando a sus padres, también, los que murieron en el incendio de aquel granero. Los Gwinnett.

—¿Y no han tenido suerte?

—Hasta el momento, no —dijo Lemon.

—No me extraña. A mí me ha pasado igual.

Kate suspiró, se recostó en la pared y cerró los ojos.

—Oye, Lemon… esto no se lo cuentes a nadie, ¿de acuerdo? Antes de desaparecer, quiero decir justo antes… mi padre escribió una nota en que expresaba su preocupación sobre la fecha de nacimiento de Rainey, y en general sobre el tema de su adopción. Después de lo… de lo del espejo, con Glynis… investigué un poco. Papá estaba en lo cierto. Los papeles de la adopción de Rainey son… no hay por dónde cogerlos. Cuando fui nombrada tutora de Rainey, me sentí en la obligación de aclarar las cosas y de que todo estuviera en orden. Mis averiguaciones no hicieron sino complicarlo todavía más.

Lemon permaneció en silencio, escuchando. Sabía algo de aquella historia, pero Kate nunca se le había sincerado sobre el tema. Decidió no interrumpirla.

—Para empezar, no había constancia alguna de que Rainey naciera con el apellido Gwinnett. Ni en bases de datos locales, del condado, del estado, de los estados circundantes, Canadá, México, Júpiter. Nada de nada. La casa de acogida tampoco tenía el menor documento al respecto. En cuanto a los Palgrave, sus padres de acogida, los únicos que encontré fueron Zorah y Martin Palgrave. ¿Quieres saber en qué fecha se casaron?

—Sí.

—Zorah y Martin Palgrave se casaron en la iglesia metodista de Sallytown un 15 de marzo. De 1893. Mi padre encontró una vieja fotografía de una reunión familiar: «Vigésimo quinto aniversario. Plantación de John Mullryne, Savannah (Georgia), 1910». Estaban presentes las cuatro familias fundadoras, los Haggard, los Cotton, los Walker…

—Y los Teague.

—Sí. En la tarjeta constaba el nombre de la empresa que imprimió la foto. Zorah y Martin Palgrave.

—¿Coincidencia tal vez?

Kate lo miró con gesto irónico.

—No te lo crees ni tú. ¿Después de todo lo que ha pasado? No sé qué conclusión sacar. Y luego esto otro: el 12 de abril de 1913, los Palgrave depositaron una carta de crédito por cuenta del Memphis Trust Bank. En la carta decía que esos fondos eran para cubrir los gastos relacionados con el «cuidado y parto de Clara Mercer y el alumbramiento de un varón sano el 2 de marzo de 1913». La carta de crédito estaba emitida con cargo a la cuenta bancaria de Glynis Ruelle. Tenemos motivos de sobra para pensar que el hombre que la dejó embarazada (y que inició todo el conflicto) fue Abel Teague. Él sale en la foto, y Clara también. Junto al nombre de Abel Teague alguien escribió: «Vergüenza».

—Miles tenía que estar al corriente de todas estas cosas. Fue él quien llevó el asunto de la adopción.

—Sí. Contrató a una abogada, Leah Searle, para que se ocupara de todo. Encontré una carta de ella dirigida a Miles (al menos llevaba su firma), con fecha de 9 de mayo de 2002, es decir, anterior a la adopción; la carta incluía una copia de la partida de nacimiento de Rainey, donde pone que nació en Sallytown el 2 de marzo de 2002. Los padres, según el documento, eran Lorimar y Prudence Gwinnett. Se suponía que murieron en el incendio de un granero y que por ello Rainey fue a parar a una familia de acogida, los Palgrave. Pero nada de eso era verdad. O, si lo es, no existe modo alguno de verificarlo. Creo que Miles pagó a Leah Searle para que falsificara los documentos.

—¿Sylvia estaba al corriente de estas cosas?

—Yo sospecho que lo estaba investigando cuando raptaron a Rainey.

—¿Hablaste con esa Leah Searle, la abogada?

Kate no respondió al momento.

—No pude. Murió poco después de la adopción.

—¿De qué?

—Según el obituario, ahogada.

—Entonces ¿estás diciendo que nadie sabe realmente quién es Rainey?

Kate negó con la cabeza.

—No estoy diciendo eso. De lo único que estoy segura es de que Rainey no nació en marzo de 1913, y de que no es el hijo ilegítimo de Abel Teague y Clara Mercer. Ahora bien, tampoco me cuadra que Rainey tenga once años. Yo lo veo en la última fase de la pubertad. Le está cambiando la voz. Cada vez es más grande, más musculoso. Casi es más alto que yo, y diría que es igual de fuerte. Le pondría tranquilamente quince años… En fin, no sé qué pensar, la verdad. Es que, si su partida de nacimiento es falsa, entonces ¿cuántos años tiene, en realidad?

—Los chavales maduran mucho más rápido que antes, Kate. Crecen demasiado deprisa. Cada nueva generación.

—Hay algo más. A veces, hablando con él, es como si hubiera algo allí dentro, algo que me mira a través de sus ojos. Y te aseguro que, sea lo que sea, no es un muchacho.

Le entraron ganas de llorar, pero se contuvo.

—Kate, todo esto no es más que… seguro que es un problema de archivos. Estas cosas suceden a diario.

Ella sonrió, con los ojos brillantes y húmedos.

—Sí, ya lo sé.

—Boonie ha dicho algo en el Pavilion, tal vez llevaba razón. Quizá deberíamos ir a Sallytown y echar otro vistazo por allí, cualquiera de nosotros, tú y yo; o Reed, al fin y al cabo es policía y podrá mover más hilos si hace falta.

Kate asintió, pero no pudo decir más. Sus temores estaban todos al descubierto, y mirarlos no hacía sino empeorar las cosas.

Tras un silencio incómodo, Lemon chasqueó la lengua y cambió de tema.

—Muy bien. Ya pensaremos en Sallytown más adelante. He mirado el televisor. También estaba caliente. Claro que esos aparatos nunca se enfrían. El mando estaba puesto en DVD. He encontrado esto en el reproductor. Supongo que Rainey se ha dedicado a ver vídeos caseros.

Le pasó un DVD que llevaba pegada una vistosa etiqueta, una fotografía de la familia: Miles, Sylvia y Rainey de pequeño, juntos delante de un árbol navideño alegremente decorado.

Kate cogió el disco y se lo quedó mirando; la imagen se volvió borrosa, y comprendió que estaba llorando otra vez. Le devolvió el DVD a Lemon y él lo dejó sobre la mesa. Kate se fijó en un estante donde Sylvia guardaba papel de carta. Cogió una hoja en blanco, se sentó a la mesa y redactó una nota, pero no con la pluma de Sylvia.

Chicos, si estáis leyendo esto, sabréis que hemos estado aquí. Que quede claro que no hay enfado por nuestra parte, confiamos en que volveréis a casa y ya lo hablaremos después. Rainey, puede que Nick y yo no hayamos tenido muy en cuenta lo mucho que extrañas a tus padres. Y, Axel, supongo que debes de sentirte bastante desconcertado por lo que respecta al tuyo y a lo que está haciendo. Así que no os preocupéis por nada. Os queremos a los dos y todo irá mejor en cuanto volváis a casa.

Besos y abrazos,

Kate

Dejó la pluma a un lado, puso encima de la nota un pequeño netsuke que representaba a un conejo y se levantó.

—Bueno. Aquí no están. ¿Qué hacemos?

Lemon miró por la ventana y vio que atardecía, lenta pero inexorablemente.

—¿No ha llamado Eufaula?

—Pues no.

—Entonces yo creo que hay que ir a Patton’s Hard.

—Lo sé —dijo Kate—. Pero es que no quiero.