Bueno, pase lo que pase, siempre queda la muerte
Chu y Deitz se dirigían hacia el nordeste, camino del cruce entre North Gwinnett y Bluebottle (Endicott los seguía a un kilómetro y medio, escuchando una complicada pieza de jazz a cargo de Irvin Mayfield), cuando Deitz miró hacia arriba por el techo panorámico y vio un puntito de color verde aceituna flotando sobre las copas de las palmeras trasplantadas que daban sombra a The Glades. Al principio no prestó atención, ya que cerca de un aeropuerto siempre había puntitos flotando en el aire.
El barrio de The Glades era una típica urbanización ajardinada años cincuenta con viviendas construidas en estilo colonial. En tiempos había sido la zona más selecta del extrarradio de Niceville. Pero la ciudad había ido creciendo hasta engullir la urbanización, y ahora era un barrio en decadencia y las palmeras estaban maltrechas y desmejoradas. Coker tenía un pequeño chalet en The Glades.
En cuanto terminaran con Danziger, Deitz tenía previsto hacerle una visita a Coker.
Estaban ya en la zona norte de la ciudad y empezaba a notarse la hora punta de media tarde. Vieron aparecer a su izquierda el Galleria Mall, una serie de pequeños comercios y restaurantes temáticos como el Rainforest Café, Landry’s y T.G.I. Friday’s, todo ello quirúrgicamente cosido a una de aquellas gigantescas Bass Pro Shops. El aparcamiento estaba hasta los topes.
«Dios, mira esos infelices», pensó Deitz al ver los turismos y todoterrenos aparcados en cuatro hectáreas de superficie, las luces parpadeantes de las tiendas, la multitud que iba y venía. «Ni loco viviría yo en esta zona».
La radio estaba encendida y Chu iba escuchando algo ñoño con mucha cuerda y mucho metal. Parecía llevarlo bastante bien. Estaba callado, pero eso era lógico.
Coches, camiones y autobuses llenaban la calzada, y Deitz tuvo la agradable sensación de ser un simple vehículo más en el rutilante río de acero y cristal. Empezaba a sentirse activo otra vez, como un agente sobre el terreno.
A eso contribuía sin duda la pistola que llevaba metida en el cinturón. Era un poco como estar de nuevo en el FBI, antes de que él mismo lo hubiese jodido todo.
Había visto pasar un par de coches patrulla de la policía local, pero no habían hecho el menor caso al Lexus. Deitz iba mirando el puntito verde oscuro (sin duda, un helicóptero), pero sin mayor interés.
Disfrutaba con solo pensar en lo que iba a hacerle a Charlie Danziger en cuanto lo tuviera tumbado en el suelo.
«Para empezar, aquellas botas azules eran… Eh, qué coño, espera un momento».
«¿Qué cojones está haciendo el helicóptero?».
Sobrevolaba la carretera muy despacio, a una distancia de medio kilómetro aproximado, en línea perfectamente paralela al Lexus y más o menos a la misma velocidad que ellos.
No era un helicóptero de tráfico.
Deitz aguzó la vista tratando de ver los distintivos en la cola del aparato. No era un Eurocopter… Por el color y la silueta, más bien parecía un Huey. ¿Quién coño utilizaba un Huey en estos tiempos?
La respuesta le llegó un segundo más tarde.
La Guardia Aérea Nacional.
—Chu, métete en ese centro comercial. Gira ya. Ve despacio, pero entra en…
Chu salió de su ensueño al detectar el tono de Deitz. Se puso muy nervioso, pero consiguió frenar a tiempo para tomar el primer desvío a la izquierda, a la altura de un rótulo de neón rodeado de estrellas fugaces:
GALLERIA MALL
LOS MEJORES SE MERECEN LO MEJOR
—¿Qué pasa? —preguntó Chu, con una voz dos octavas más arriba de lo normal.
Pero Deitz estaba absorto en un todoterreno negro unos ocho vehículos más atrás, en el carril de la derecha, grande, voluminoso y con lunas tintadas. Lo había visto antes, pero ahora había coches así por todas partes.
—Tú limítate a torcer. Ve despacio. Pon el intermitente.
—¿Es la policía?
—Sí, eso me temo.
—¿Qué vamos a hacer?
—Meternos en la zona cubierta del aparcamiento. Así eliminamos el helicóptero. De los que están en tierra ya nos ocuparemos. Procura no hacer ningún movimiento brusco. Conduce como si fuera ahí adonde vamos.
—¿Cuánto rato hace que nos siguen?
Deitz meditó la pregunta mientras veía frenar al todoterreno negro, dudar un momento y luego seguir adelante. Eso quería decir que estaban pasando el testigo a otra unidad de vigilancia.
Deitz ató cabos. Querían saber adónde iba él. En caso contrario, habrían ido a por él tan pronto como hubieran organizado a todo el equipo.
«Piensan que voy a por el dinero. Codiciosos de mierda».
—No sé —respondió—. Acaban de cedernos a otros.
—¿Qué quieres decir con cedernos?
—Olvídalo —dijo Deitz mientras Chu dirigía el Lexus hacia una enorme zona de aparcamiento cubierta.
Chu se detuvo frente a la barrera y pulsó el botón para sacar ticket. La barrera se levantó. Había unos diez coches haciendo cola detrás de ellos y ninguno parecía sospechoso. Pero eso no significaba nada.
El truco era bajar del coche y perderse entre la muchedumbre. Deitz deseó haber cogido la peluca, aunque solo fuera para cambiar de perfil en medio de una masa de gente. No estaba nervioso, ni siquiera asustado. Su estado de ánimo era el de alguien que está conectado, en onda. Había pasado cientos de veces por situaciones semejantes. Sabía de qué iba el juego, y él era un crac para estas cosas.
—Sube tres niveles. En el nivel superior del centro comercial hay una pasarela. Aparca cerca de allí.
—¿Voy a ir contigo?
Deitz lo miró con una sonrisa carnívora.
—Claro, bonito. Esto no te lo puedes perder.
Chu encontró una plaza libre a seis coches de la cubierta de paseo.
—Métete marcha atrás —dijo Deitz controlando si había alguien por allí.
En cuanto el Lexus tomó la curva para entrar en el aparcamiento, debería haber habido movimiento de gente a pie. Pero, a menos que fuese una unidad de vigilancia experta y no un hatajo de irresponsables, los de a pie serían fáciles de detectar. Y estarían nerviosos, porque ahora había un montón de civiles por allí, y un civil muerto significaba decir adiós a la placa. Chu estacionó el Lexus, apagó el motor e hizo ademán de sacar la llave del contacto.
—Déjala ahí.
Chu no preguntó por qué.
«Porque puede que uno de los dos no vuelva».
Estaban ya en la terraza.
—Quítate la chaqueta y póntela sobre el brazo —dijo Deitz mientras él sacaba el maletín de la parte trasera del Lexus—. Cuando yo te lo diga, póntela otra vez. La pistola déjala metida por dentro del pantalón. ¿Estás bien?
Chu, que tenía la boca demasiado seca como para emitir sonido alguno, se limitó a asentir con la cabeza. Deitz le dio un palmetazo en el hombro, y una sonrisa de fiera quebró su carnosa cara. Chu se dio cuenta de que Deitz se lo estaba pasando en grande y que quería tenerlo cerca para compartir la diversión.
Fue en ese momento cuando supo que, si se presentaba la ocasión, iba a tener que disparar a Deitz por la espalda. Varias veces, además.
Confió en ser capaz de hacerlo.
Deitz le hizo una seña y echaron a andar, despacio y con paso firme, por la pasarela; ante ellos se erigía el resplandor del variopinto, hermoso y flamante centro comercial, donde reinaba el intenso rumor y la música enlatada y el murmullo de pasos y el parloteo de un par de miles de personas que hacen de esas superficies una buena imitación del infierno.
—¿Adónde vamos? —preguntó Chu mientras torcían a la izquierda y seguían por la galería superior, siempre cerca de los escaparates; Deitz inclinó un poco la cabeza en dirección a una gran estructura con forma de verja, aparentemente hecha de troncos enormes.
Frente a la estructura había una familia entera de osos disecados, todos ellos sobre sus cuartos traseros, en esa pose de plantígrado agresivo que a buen seguro no tenían cuando les metieron una bala en la sesera. Un sinfín de gente entraba y salía bajo el llamativo rótulo, BASS PRO SHOP, que presidía la entrada.
—¿Por qué aquí? —preguntó Chu acelerando el paso, pues Deitz caminaba ahora más rápido.
—Aquí venden armas —respondió el otro, justo en el momento en que alguien les gritaba desde la izquierda.
Deitz y Chu se volvieron. Un corpulento guardia con el uniforme de Securicom apareció como de la nada y se plantó apuntándoles con su arma, gritando:
—¡Quietos! ¡Quietos o dis…!
Deitz le metió una bala en la rodilla.
El guardia soltó un penetrante alarido y se vino abajo dejando caer el arma, que rebotó en las baldosas.
—No vamos a matar a nadie —dijo Deitz volviendo la cabeza mientras avanzaba hacia el herido entre la multitud de aterrorizados compradores, la mayoría de los cuales estaba corriendo en todas direcciones salvo aquella en que se encontraba Deitz.
Chu advirtió que el orden de la huida no decía mucho de los clientes: el papá llevando con mucho la delantera, seguido del hijo mayor, y en la retaguardia la mamá con el niño pequeño.
Deitz se había agachado junto al rostro sudoroso del guardia, cuyas mejillas mostraban un rictus de dolor.
—Jermichael Foley, mira que eres burro —dijo Deitz poniendo una rodilla en tierra—. ¿No insistimos siempre en que las detenciones hay que dejárselas a la poli? ¿Eh?
Jermichael Foley asentía vigorosamente con la cabeza mientras intentaba parar la hemorragia. Deitz le pinchó el orificio de entrada con el dedo índice, lo que provocó otro alarido por parte de Jermichael.
—¡Joder, señor Deitz, me ha pegado un tiro!
—Sí, hombre, pero en la rodilla. O sea que confío en que todavía seamos amigos. Aunque diría que esa rodilla está bien jodida. La culpa ha sido tuya.
Le dio una palmadita al guardia en el hombro, y de paso arrancó la radio que este llevaba prendida del cinturón. Luego fue a recoger el arma del vigilante, la obligatoria Glock 17. A todo esto, no quedaba allí nadie más que él y Chu, solos en medio de una especie de patio frente a la entrada de la Bass Pro Shop. Dos empleados con camisa a cuadros y pantalón de peto trataban de cerrar a toda prisa las puertas correderas de cristal.
Deitz levantó el brazo y efectuó dos disparos con su Sig sobre los empleados. Ambos cejaron rápidamente en sus esfuerzos y se perdieron a la carrera en el interior pobremente iluminado del establecimiento.
La tienda era gigantesca, con dos plantas enormes repletas de todo tipo de material deportivo para solaz del macho norteamericano: embarcaciones, cañas de pescar, más embarcaciones, canoas, tiendas de campaña, prismáticos, material de camuflaje en todos los colores de la floresta. Aquí y allá animales disecados en actitud agresiva sobre las vitrinas de exposición.
Y todo a lo largo de la galería superior, hileras e hileras de armas de fuego (rifles, escopetas, pistolas varias), todo ello a la vista de Chu, que en ese momento intentaba discernir cómo encajaba la aseveración de Deitz en el sentido de que no matarían a nadie con la adquisición por la fuerza de un arsenal suficiente para montar una insurrección.
Y pensó, en aquel momento de extraña calma antes de la tormenta de mierda que sin duda estaba por descargar, que quizá fuese una buena ocasión para meterle una bala a Deitz en la nuca, pero las manos le fallaron y el momento pasó.
Deitz estaba yendo hacia la puerta principal cuando uno de los osos erectos empezó a caer hacia atrás, y un segundo después se oyó un estampido seco que resonó en todo el nivel superior del centro comercial. Deitz no se detuvo, pero Chu miró hacia atrás y vio a dos tipos grandes en traje de faena negro esprintando hacia ellos, ambos blandiendo gruesas armas negras cuyo aspecto habría sido no menos letal incluso con un acabado color lavanda.
Mientras Chu los miraba, el tipo de la izquierda levantó su arma y le apuntó a la cabeza. Chu vio salir de la boca del cañón un pirotécnico resplandor azul, y unas cosas que zumbaban le tiraron del cuello de la camisa. A continuación aquel sonido, como de parloteo. Una ametralladora.
Para su inmensa y duradera sorpresa, gracias a un vestigio de gen tal vez heredado de Tamerlán en persona, Chu sacó su arma, apuntó más o menos hacia los policías y apretó el gatillo.
El retroceso fue mayúsculo (a saber dónde había ido a parar la bala disparada), el cañón dio una sacudida hacia arriba y le golpeó de lleno en la frente, abriéndole la piel; el arma escapó de los palpitantes dedos de Chu para aterrizar seis metros más allá, rebotó dos veces en el suelo y se disparó otra vez, girando sobre sí misma sobre las baldosas cual peonza metálica.
Chu se quedó allí de pie, medio aturdido, con la sangre cayéndole desde la frente, y miró la pistola mientras nuevas balas policiales rebotaban en el suelo a su alrededor. Una le tocó la manga derecha.
Oyó que Deitz le gritaba algo.
—Pero ¡qué coño haces, Chu, joder! ¡Entra de una puta vez!
Chu dio media vuelta.
Deitz estaba ya más allá de las puertas, en el interior de la tienda, a punto de cerrar. Se oyó más ruido metálico y una serie de manchitas negras agujereó el cristal en línea recta hacia la cabeza de Byron Deitz. Este dio un respingo al notar el impacto y le gritó a Chu:
—¡Decídete de una vez, la puta que te parió!
Chu franqueó el umbral y Deitz acabó de correr las puertas en el momento en que otra línea de manchitas blancas adornaba el cristal con un repiqueteo. Chu cayó entonces en la cuenta de que el cristal era a prueba de balas. Deitz toqueteó un teclado numérico que había junto a la puerta y activó el sistema de alarma, sonriendo a Chu al hacerlo.
—Pero ¿qué cojones esperabas ahí fuera? ¿Has disparado a esos polis? Has perdido la pistola. Y tienes sangre en la frente. ¿Te han dado?
—Es que me estaban disparando —dijo Chu enjugándose la sangre de los ojos con la manga de la camisa—. A mí, que soy un rehén totalmente inocente, y querían matarme…
—¿Qué te ha pasado en la frente?
—La pistola me ha rebotado en la cara después de apretar el gatillo. Supongo que no la he sujetado bien.
Deitz se carcajeó.
—Supones bien, sí. Bueno, amigo mío, me temo que has dejado de ser un rehén inocente. Te has convertido en un puto fugitivo.
Policías con ropa de faena negra salían de los callejones y subían a toda prisa por las escaleras mecánicas. Estaban disparando más balas contra las puertas.
Deitz hizo caso omiso, dio media vuelta e inspiró hondo.
—Ahí en la pared hay un botiquín de primeros auxilios. Ve a buscar gasas y véndate la cabeza. Te estás manchando todo de sangre. Después tenemos que asegurarnos en cuanto al personal, y ver si hay por aquí algún cliente tocando las pelotas. Los empleados tienen orden de echar a los clientes y cerrar la tienda a cal y canto; este sitio es como una fortaleza, lo construyeron para aguantar un asalto armado en toda regla. Es por todo el armamento que hay por aquí…
—¿Y no cogerán ellos las armas que están en exposición y nos acribillarán?
—No. La dirección de Bass Pro quiere evitar que alguien del personal le pegue un tiro a un cliente por error. De ser así, la aseguradora no les pagaría nada. Si no pueden salir de la tienda, tienen orden de encerrarse (hay una sala para eso detrás de los armeros) y esperar hasta que llegue la caballería.
—Y tú ¿cómo sabes todo eso? —preguntó Chu correteando detrás de Deitz mientras se secaba la frente con la manga, con el corazón a punto de salírsele del pecho.
Deitz volvió la cabeza para mirarle.
—Porque todo el protocolo de seguridad lo diseñamos nosotros. Los sistemas. El material. El hardware y el software. Las contraseñas. Cómo reforzar paredes y suelos. Todo lo hicimos nosotros. Me refiero a nuestra empresa, Securicom. Conozco este sistema mejor que la propia poli. Mejor que los tipos de la tienda. Podemos aguantar aquí dentro varias semanas. Hasta tienen alimentos deshidratados. Y agua por un tubo. Cortarán la luz, pero disponemos del sistema auxiliar. Que se jodan.
—¿Nosotros, quiero decir, Securicom instaló los sistemas?
—Así es —dijo Deitz—. Y ahora tomaremos posiciones y nos esconderemos aquí y pensaremos de qué manera solventar esta situación. Tú y yo. Tú les vas a contar ese rollo del Mondex y cómo seguir la pista; cómo encontrar a los tipos que atracaron el banco. Esa es tu parte del trabajo. Eres el héroe cibernético. Lo demás no será mucho problema. Yo puedo decir que cuando volcó el furgón policial me di un golpe en la cabeza y me largué sin saber adónde iba. Puedo amenazarlos con demandar a los alguaciles por poner en peligro a su prisionero. Los vamos a joder vivos. A lo mejor incluso te salvas de haber disparado a esos polis, maldito chino loco.
—Pero ¿y la bala que le has metido al guardia en la rodilla?
—A Jermichael Foley que le den. Diré que fue en defensa propia. El muy imbécil no tenía por qué dispararle a nadie. Tendrá suerte si no lo pongo de patitas en la calle cuando acabe todo esto. Mientras tanto, tenemos cosas que hacer. ¿Está claro?
Chu cayó en la dolorosa cuenta de que en audacia, arrestos y capacidad olímpica para el autoengaño, Deitz no tenía parangón, pero al final hizo lo que este le decía, cogió unos vendajes del botiquín y fue vendándose la cabeza mientras caminaba detrás de Deitz.
«Qué diablos», pensó. «Hasta puede que salga con la suya».
Endicott frenó mientras los todoterrenos negros, los helicópteros y los coches patrulla empezaban a rodear el Galleria Mall. No salía ningún punto rojo en la pantalla de su GPS porque se encontraba demasiado lejos y el Lexus debía de estar aparcado bajo una buena cantidad de hormigón reforzado con acero. Daba la impresión de que Deitz podía morir en el centro comercial o volver a prisión, y para Endicott, ocurriera lo uno o lo otro, nada era estupendo. Ni por asomo.
Se sentía francamente descontento.
Permaneció un rato allí sentado, barajando posibilidades y diversas líneas de actuación.
Luego telefoneó a Warren Smoles.
Unos treinta metros más atrás, oculto tras el volante de su furgoneta Chrysler Windstar color marrón fango, Edgar Luckinbaugh bebió un poco del café solo que llevaba en un termo, y luego dejó este sobre la consola. En el asiento del acompañante tenía una caja de donuts Krispy Kreme, un escáner de frecuencias, un teléfono móvil conectado a un cargador y un recipiente extragrande para leche abierto y, de momento, vacío, pero esto lo iba a solucionar él en cuanto consiguiera un poco de café.
No le había resultado fácil pedir la baja, y cuando por fin se la concedieron tuvo que echar mano del vehículo más anónimo e insignificante que pudo encontrar, aquella basura de Windstar que era de su tía Vi, la cual estaba demasiado frágil e incontinente como para conducir nada (sin contar su capacidad para conducir a sus parientes a la locura).
Por suerte tía Vi mimaba a Edgar porque él le llevaba macarrones, whisky y Kools, que, según el médico, acabarían matándola, pero como no lo habían hecho aún (al cuerno con el médico), no tuvo problema en prestarle la furgoneta a razón de veinte pavos diarios, una semana por adelantado. Qué avariciosa, la muy bruja.
Pero Edgar ignoraba que la bruja avariciosa de su tía era rica, más o menos, y que los viajes que él hacía dos veces por semana para llevarle Kools y whisky irlandés Jameson y macarrones marca Pepperidge Farm le habían garantizado una posición de favor en el testamento de la vieja, que, si él vivía, le supondrían más de cincuenta mil dólares.
En cualquier caso, y tras considerables esfuerzos, Edgar se encontraba ahora aparcado a unos cuantos metros del Cadillac negro de Endicott en las cercanías del Galleria Mall, escuchando el intercambio verbal de la policía a través del escáner de frecuencias. Como sin duda, pensaba Edgar, estaría haciendo también el señor Endicott.
Había estado presente cuando el señor Endicott había montado su propio puesto de vigilancia de dos coches cerca de una bonita casa de madera en el 237 de Bougainville Terrace, en el barrio Saddle Hill del sudoeste de Niceville.
Una rápida mirada a las Páginas Blancas le había confirmado que la vivienda pertenecía a un empleado de Securicom llamado Andrew Chu, más conocido como Andy. Edgar había transmitido la información al centro de mensajes de texto del sargento Coker una vez establecido que Harvill Endicott se aprestaba a pasar una larga noche de vigilancia frente a la casa de Andy Chu.
Había dejado el mensaje en un buzón de voz que nadie en este planeta podía localizar, y al poco rato había recibido un SMS desde el mismo número: «Oído y entendido charlie mike», siendo «charlie mike» el código para decir «adelante con la misión». Edgar no sabía qué se cocía, y su intención era seguir así.
Se sentía profesionalmente satisfecho de que su identificación de Endicott como «persona de interés» para el sargento Coker hubiera dado sus frutos. Estaba claro que el señor Endicott tenía un gran interés por el paradero de Byron Deitz, no en vano había seguido a Deitz y Chu desde la casa de este último hasta el centro comercial, donde los acontecimientos parecían estar superando los planes mejor trazados de casi todo el mundo.
A Edgar Luckinbaugh le importaban muy poco dichos acontecimientos, puesto que saber demasiado siempre era un peligro y, con frecuencia, traía como consecuencia acabar siendo imputado. O algo peor.
Así pues, pescó otro donut de la caja (eran de los glaseados a la miel, sus preferidos) y se puso a ello, contento de ser un hombre sencillo haciendo una cosa sencilla, y haciéndola bien.