Deitz saca la artillería
Deitz salió de la ducha del informático Andy Chu envuelto en uno de los albornoces de este. Uno de sus mejores albornoces, de hecho, pero Chu pensó que, si aún estaba vivo cuando todo aquello acabara, quemaría el albornoz en la barbacoa del patio de atrás.
Estaba esperando a Deitz en la cocina mientras picoteaba restos del almuerzo, pollo kung pao, que Chu odiaba igual que cualquier otra receta china. Estaba mirando por la ventana un Toyota beis aparcado en la calle. El coche llevaba allí un buen rato. No había nadie dentro, pero como ahora estaba «alojando a un fugitivo», Chu había alcanzado un nivel de conciencia situacional rayano en lo doloroso.
Hablando de dolores, en ese momento notó la presencia de Deitz en forma de aroma a gel de limón.
—¿Has conseguido las cosas? —preguntó Deitz, con una voz más normal ahora que la nariz se le iba deshinchando. Además, ya no lucía barba de motero.
—Sí. Está todo en mi… en tu cuarto, en el dormitorio grande.
—¿Y la peluca?
—También, sí. He cogido una grande, porque todo lo que había era de mujer.
—¿Tienen lo que yo buscaba?
—Sí, sí. Exactamente lo que me pediste.
Deitz gruñó, dio media vuelta y fue hacia el interior de la casa. Chu se planteó la posibilidad de abrir la puerta de la cocina y salir por piernas. Pero había ciertos inconvenientes.
El principal de ellos, el dilema del chantajista.
Aun de manera tácita, en el trato que Chu había hecho con Deitz sobre las acciones de Securicom, se sobrentendía que Chu conocía el tejemaneje de Deitz para proporcionar a los chinos una copia del módulo de Raytheon. Lo había seguido durante dos días y tenía un vídeo de Deitz entrevistándose con el tal Dak en Tin Town. Así pues, moraleja: Chu estaba en el ajo.
Pero se había guardado mucho de decirlo.
Es más, todo lo contrario. Su intención era ni más ni menos que chantajear a su jefe con esa información.
Dado que estaba residiendo en Estados Unidos con un visado E-1, Chu era consciente de que si algo de eso salía a la luz, tendría suerte si solo le caían diez años en una prisión federal, pasados los cuales lo meterían directamente en un avión rumbo a Shangai. Lo que podía suceder una vez en China era mejor no pensarlo, sobre todo por estar él implicado (siquiera tangencialmente) en la muerte del señor Dak y sus socios, todos ellos claramente guangbo, es decir, policía secreta china.
De ahí el dilema del chantajista y, por lo tanto, nada de salir corriendo a la calle pidiendo auxilio.
Tras unos minutos de considerable alboroto con cajones y armarios (Deitz era un compañero de habitación francamente ruidoso), este volvió a la cocina. Chu le esperaba, haciéndose a la idea de que, fuera cual fuese el aspecto con que pudiera aparecer, le diría que estaba bien. Pero Deitz no se lo puso nada fácil.
Lo que hizo no fue tanto una entrada como una manifestación presencial. Llevaba en la mano un maletín negro de piel e iba vestido con un traje gris marengo Hugo Boss, de confección, y una camisa gris claro, sin corbata. Se había puesto unos lustrosos zapatos ingleses Allen Edmonds de color negro, con calcetines gris paloma. Deitz había solicitado también un pañuelo de bolsillo de tono escarlata.
De abajo arriba no tenía mala pinta, la verdad, como un frigorífico de diseño, o uno de esos exjugadores profesionales que la Fox o la CBS contratan como comentaristas: muy llamativo, pero con un toque vagamente alarmante.
Lo malo es que todo eso terminaba en el cuello, mejor dicho, en aquella parte ligeramente más estrecha de su cuerpo donde la mayoría de los hombres tiene el cuello.
La unión de los hombros de Deitz con su cráneo era un grueso cono de tendones, músculos y huesos que se adelgazaba conforme subía, lo suficiente como para fundirse con el cráneo, que a su vez se estrechaba un poquito a partir de ahí, aunque no tanto como para terminar en una punta propiamente dicha.
Deitz había abordado el asunto perilla cortándosela con la afeitadora eléctrica resistente al agua de Andy Chu, proceso al que la maquinilla no sobrevivió. De los moratones en torno a los ojos y del poco halagüeño estado de su nariz se ocupó aplicándose un poco de base de maquillaje que Chu había comprado en Walgreens.
Era un material espeso y terroso que, si bien tapaba efectivamente los cardenales, daba a Deitz el aspecto de un mimo francés. El problema de los ojos ennegrecidos, ahora más bien de un verde amarillento, quedó resuelto con unas gafas supergrandes como esas que llevaban los polis de carretera.
Hasta ahí, bien.
Pero lo que fallaba era la peluca.
Deitz se lo había dicho bien claro.
Quería una larga peluca rubia y brillante, lo bastante larga para que le llegase hasta los hombros.
«Como uno de esos ecologistas de WWF, ¿vale?».
Chu, sin hacer preguntas (la sexualidad de cada cual es asunto privado), había pagado dos mil dólares por la cosa que ahora descansaba precariamente sobre la cabeza de Deitz, una exuberante melena dorada (pelo humano garantizado, procedente de Dinamarca, le habían dicho en la tienda), con un flequillo ingeniosamente irregular y el resto en compacta cascada para aterrizar sobre los hombros.
No cabía la menor duda.
Deitz parecía Anna Wintour. Igualito.
O, en todo caso, la cabeza de Anna Wintour parecía pegada al cuerpo de un gigante de cuento con traje Hugo Boss.
«Que no me pida mi opinión», pensó Chu.
—¿Qué opinas?
Chu no respondió enseguida.
Si dejaba salir a Deitz con aquella peluca puesta, no recorrerían ni quinientos metros antes de que los chavales empezaran a tirar piedras al coche desde la acera. Los perros se pondrían a perseguirlos, ladrando y soltando dentelladas. Lo cual llamaría la atención de la policía, y ningún agente iba a desaprovechar la ocasión de charlar un poquito con un tío grande y feo empelucado a lo Anna Wintour, aunque solo fuera por tener algo que contar de vuelta en la comisaría.
Y, descubierto el pastel, se acabó lo que se daba. No solo para Byron Deitz.
—¿Te has mirado en el espejo?
Deitz tardó un momento en contestar:
—Claro. Y me ha parecido que estaba bastante bien.
—¿Tú sabes quién es Anna Wintour?
—Ni puta idea.
—Pues os parecéis cantidad.
Deitz se puso mucho más rojo de lo normal.
—Más te vale explicarte.
—Es una tía del mundo de la moda. Los gays se disfrazan de ella por Halloween. Si llevaras puesto un vestidito negro y unos zapatos de tacón, el parecido sería total.
Deitz se calmó un poco y expulsó el aire.
—Mierda. ¿Seguro?
—Segurísimo.
—Joder. Sí que he pensado que me parecía un poco al Arnold de cuando Conan el Bárbaro. O a un jugador de fútbol; ahora todos llevan melena.
Chu negó con la cabeza.
—Nada. Déjate de Conan y de futbolistas. Anna.
Deitz reflexionó.
—¿Paso de la peluca?
—Pasa.
Deitz se la quitó, levantó la tapa del cubo de la basura y, sin pensarlo dos veces, la arrojó dentro. Fue a parar encima del pollo kung pao.
Dos mil dólares.
Tirados, literalmente, a la basura.
—A tomar por culo. Lo haremos con lo que tengamos.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer?
Deitz se desabrochó la americana. Remetida en la cintura tenía una enorme pistola gris de acero.
—Ir a hablar de mi dinero con un tipo —dijo.
Endicott estaba a menos de cuatrocientos metros, en el Cadillac negro, escuchando a Chu y a Deitz hablar en la cocina. Tenía su portátil abierto sobre el asiento del acompañante y en la pantalla aparecía el feed de audio y vídeo procedente del equipo de vigilancia a bordo del Toyota Corolla que Endicott había estacionado más abajo del 237 de Bougainville Terrace, donde vivía Andy Chu.
El tamaño era similar al de un GPS y estaba fijado al parabrisas del Toyota como si lo fuera, pero el aparato tenía un detector de sonido por láser, montado ahora en el retrovisor izquierdo y dirigido hacia las ventanas del salón de la casa de Chu. El láser detectaba variaciones nanoscópicas en el cristal y podía traducir la vibración en sonido, en este caso las voces de Chu y Deitz hablando de Anna Wintour. El aparato contaba también con cámara, lo que permitía a Endicott controlar quién entraba y salía de casa de Chu, siempre a una distancia prudencial.
Antes había visto marcharse a Chu, solo, en coche, según la cámara de infrarrojos del aparato, capaz de leer señales de calor corporal en el interior de viviendas y vehículos. Puesto que era Deitz, y no Chu, quien le interesaba, Endicott no se movió de allí.
Chu había regresado un par de horas más tarde, y en este momento, según se desprendía de la conversación, se disponían a salir para hablar con un tipo sobre lo del dinero.
Estupendo.
—¿Los dos?
Deitz se quitó las gafas y dedicó a Chu su mirada asesina marca de fábrica. Dentro de la cabeza oyó un ruidito como si alguien partiera nueces. Venía de algún sitio muy cercano. Deitz no había comprendido todavía que el ruido de partir nueces lo producía él mismo al apretar los dientes. Rechinaba los dientes cuando estaba furioso, frustrado o tenso. Dado que raramente estaba otra cosa que lo anterior, el ruido de partir nueces resonaba en su cabeza muy a menudo.
—Sí, los dos. Tengo una pistola de sobra. ¿Has disparado alguna vez?
—Byron —dijo Chu haciendo acopio de todo su poder de persuasión—, yo no puedo meterme en un tiroteo así por las buenas. Seguro que me quedo tieso, paralizado, como aquel traductor bobo en Salvar al soldado Ryan.
—¿De qué cojones me estás hablando?
—Oye, ¿y Phil Holliman? Él es tu tío cachas particular.
—No está claro que pueda contar con Phil. Ahora mismo está muy bien colocado en Securicom. Si Quantum Park prorroga el contrato con nuestra empresa, que vence este mes (y es probable que lo hagan), Phil se dará la gran vida. Si yo me pusiera a tiro, él solo tendría que delatarme para no meterse en líos con el FBI. En este asunto no hay porcentaje para Phil.
—¿Y por qué no llamas a alguno de los chicos? Hay tíos bastante fieros en el equipo. ¿Qué me dices de Ray Cioffi?
—No necesito gente fiera, Chu. Lo único que necesito es un conductor, alguien que me lleve allí y me guarde las espaldas mientras estoy dentro.
Se inclinó hacia el maletín que tenía a sus pies, sacó otro pistolón de acero, extrajo el cargador, tiró de la corredera hacia atrás, sostuvo la pistola en alto para que Chu viera cómo volvía a encajar el cargador, le dio un golpe con el pulpejo de la mano y soltó la corredera. Desamartilló el arma accionando la palanca correspondiente con el pulgar y se la pasó a Chu.
—Toma. Está a punto, o sea que procura no dispararte en el pie. Es una Sig. Se la quité a Shaniqua. Apuntar y disparar. Quince cartuchos. Utiliza las dos manos.
Chu le cogió la pistola. Pesaba como una bola de petanca y, en lo que a él concernía, era igual de útil.
—Byron…
—No. Déjate de hostias. Nos vamos. Lo he meditado muy a fondo. No pienso dejarte aquí en la casa, cagado de miedo pensando en mí. Estás en un aprieto, no sé si lo entiendes. Tú te lo buscaste. Tú mismo te has puesto en el centro de la puta diana. Después del accidente, al principio, pensé en mil y una maneras de joderte vivo, Andy, pero luego comprendí que el problema no eras tú. Los capullos que me la jugaron, ellos son el problema. Porque sabes muy bien que yo no robé ese jodido dinero. Nick, Boonie y la poli local saben que yo no robé ese dinero. Me aprietan las tuercas con lo de los orientales porque creen que yo sé quién robó la puta pasta. Y claro que lo sé. Sé perfectamente quién atracó el maldito banco y pienso quitarles el botín. Una vez que tenga el dinero, me los cargaré. A los dos. Después telefonearé a Warren Smoles para que haga un trato con los federales, y si la cosa me sale bien (recuperar la pasta y eliminar a los matapolis), seré el puto héroe de Niceville y lo de Raytheon quedará olvidado.
—¿Quiénes son los que robaron el banco?
—Ah, ¿no lo has adivinado todavía? Te daré una pista. ¿A quién crees que le pagué cinco de los grandes para poder recuperar ese artilugio de Raytheon…?
Chu sabía que Deitz había pagado un rescate por recuperar su módulo y que las únicas personas a quienes pudo pagar un rescate por dicho artículo eran los atracadores del banco. Pero el pago se había hecho a una tarjeta Mondex, y por más que lo había intentado, Chu no había logrado seguir la pista de la tarjeta hasta el usuario final. Había conseguido llegar hasta las islas Anglonormandas, pero luego nada. Por el momento no iba a contarle nada de eso a Deitz.
El caso era que Deitz había seguido adelante.
—En resumidas cuentas, digamos que tú y yo estamos juntos en esta mierda. Así que espabila, métete la puta pistola por dentro del pantalón (no, imbécil, por delante no, por el lado, así), y ahora ponte la chaqueta, coge las putas llaves del coche y andando.
Chu lo intentó por última vez.
—Mira, Byron, los tipos que atracaron ese banco mataron a cuatro polis y a dos civiles. Sean quienes sean, esa gente va muy en serio y no va a ser fácil engañarlos. Además, seguro que saben que andas suelto. ¿No estarán esperando a que vayas a por ellos? Te vas a meter en una trampa. Lo más probable es que nos maten a los dos.
Deitz no reaccionó enseguida, y el corazón de Andy Chu volvió a latir.
Pero no por mucho tiempo.
—Da igual. No puedo seguir así toda la vida. Ahora mismo me buscan todos los polis del estado. El FBI no tardará en averiguar quién me está ayudando. Hoy no has ido al trabajo. Acabas de gastarte cinco mil dólares en ropa que te va cuatro tallas grande. Sin contar la jodida peluca. En cuanto vean eso, mandarán aquí a un comando especial. Tengo un tiempo limitado para ocuparme de esos hijos de puta y no pienso perder ni un jodido segundo en estrategias, ¿me oyes?
Chu se quedó pensando, y en alguna parte de su interior halló trazas de coraje. Qué diablos, estaba de mierda hasta el cuello y todo por su propia culpa. Tal vez no tardaría en recibir su merecido.
—Sí —dijo—. Qué coño. Vamos allá.
Deitz lo miró con una sonrisa.
—¿Sabes una cosa, chaval? Tú tienes madera. Venga, vamos a matar algo.
En la pantalla del ordenador, Endicott vio que se elevaba la puerta del garaje y que el Lexus azul de Chu empezaba a bajar por el camino adoquinado. Las luces de freno se encendieron brevemente y luego el coche se alejó por Bougainville.
Endicott puso en marcha el Cadillac, metió primera y enfiló en silencio la calle, mirando de vez en cuando la pantalla del Toshiba. Por la noche había instalado un transpondedor GPS en el Lexus (Chu tenía un sistema de alarma tan malo como una ristra de latas unidas por un cordel), lo que le permitiría seguir al Lexus allá donde fuese.
Que ahora mismo parecía ser hacia el norte, por River Road. Endicott se puso cómodo en el asiento de piel satinada (¡ah, el Cadillac! No había mejor coche en el mundo. Ya podían quedarse los BMW y los Audi) y reflexionó sobre lo que había oído un rato antes: «Sabes muy bien que yo no robé ese jodido dinero. Nick, Boonie y la poli local saben que yo no robé ese dinero. Me aprietan las tuercas con lo de los orientales porque creen que yo sé quién robó la puta pasta. Y claro que lo sé. Sé perfectamente quién atracó el maldito banco y pienso quitarles el botín. Una vez que tenga el dinero, me los cargaré. A los dos. Después telefonearé a Warren Smoles para que haga un trato con los federales, y si la cosa me sale bien (recuperar la pasta y eliminar a los matapolis), seré el puto héroe de Niceville y lo de Raytheon quedará olvidado».
A LaMotta, Muñoz y Spahn (para el caso, tampoco a Endicott) no se les había ocurrido en ningún momento que Deitz pudiera no ser el autor del robo. En el mundo en que se movían, «inocencia» no era una palabra que se formara graciosamente en los labios.
Endicott miró su móvil y pensó en pedir consejo a su fuente local, que no era otro que el abogado de Deitz, Warren Smoles, un tipo tan deshonesto como el primero que se tragó los escrúpulos con un lingotazo de Tanqueray. ¿Algo más?
¿Cabía la posibilidad de que Deitz supiese que lo estaban escuchando?, ¿que todo esto fuera un numerito?
No.
De ninguna manera.
Hacía solamente dos días que Endicott estaba encima de Deitz y ya tenía claro que aquel tipo tenía la conciencia situacional de un molusco.
Poco rato después llegó a una conclusión. No llamaría a Smoles, ni a Mario LaMotta, ni a nadie.
El asunto se estaba poniendo demasiado interesante como para hacer llamadas. Vio el punto rojo avanzar por River Road, ahora en el cruce con Peachtree.
Sacó un Camel, lo encendió, bajó las ventanillas y abrió el techo panorámico. Por fumar en un coche alquilado te cobraban quinientos dólares de más, a cuenta de la limpieza. Endicott podía pagarlos, pero quinientos era una barbaridad.
«Sabes muy bien que yo no robé ese jodido dinero».
Seguramente el chino estaba en lo cierto (y, para ser un friki cibernético, los tenía gordos como cántaros), aunque lo más probable era que Deitz y él no llegaran vivos a la noche. Sería interesante ver quién o quiénes los asesinaban.
Dio una calada, expulsó el humo hacia el techo abierto y sonrió.
«Excelente».