Muerto parlante
Como tantos otros depósitos de cadáveres, el del hospital Lady Grace estaba en el subsubsótano. Cuando la puerta del ascensor se abrió, tanto Boonie como Nick notaron el olor enseguida. A carne en mal estado, a desinfectante, a habitación mal ventilada. Olor a muerte, ni más ni menos. Un pasillo largo y estrecho, mal iluminado y lleno de voces y ajetreo, aunque no se veía a nadie. Caminando por el pasillo dejaron atrás un par de salas de autopsia, siluetas con bata verde oscuro inclinadas sobre algo tendido en una mesa metálica, los pies asomando por el extremo, morados, las siluetas hablando bajo, muy juntas las cabezas, las manos en movimiento. Mangas salpicadas de sangre. Aquel espantoso fluorescente pendiendo bajo en el techo como si estuvieran jugando al póquer y no vaciando a un muerto, como si fueran a construir una canoa.
Pasaron de largo sin decir nada y nadie salió a preguntarles qué demonios buscaban allí.
Al final del largo pasillo había unas puertas de acero inoxidable, sin ventanas. A punto de llegar allí, un empleado hispano de baja estatura y corpulento salió de un pasillo lateral empujando una camilla de ruedas y aporreó el enorme botón metálico para abrir la puerta de doble hoja. Mientras esta se abría, reparó en Boonie y Nick, y en su cara se dibujó una alegre sonrisa.
—Agente especial Hackendorff —dijo, con fuerte acento español—. ¿Usted por aquí otra vez?
—Así es —dijo Boonie.
El hispano miró de arriba abajo a Nick, que llevaba su bata de hospital, zapatillas de papel y albornoz azul.
—¿Ha traído a uno que puede andar? —dijo el empleado—. Normalmente tenemos que meterlos en la camilla. Como este —añadió dando unos golpecitos a la sábana que cubría el cadáver; los pies del muerto asomaban, y todavía estaban sonrosados.
—Parece reciente —dijo Boonie.
El empleado asintió.
—Es el número nueve. Acaba de palmar. Lo vamos a almacenar junto con los otros ocho cadáveres. Menuda carnicería, lo del Super Gee. Niceville se está poniendo cada vez peor. —Miró de nuevo a Nick—. Me llamo Hector. Su cara me suena.
—Soy Nick Kavanaugh.
—Ah, ya me lo parecía. Lo he visto por ahí. Es de la BIC, ¿verdad?
Boonie estaba negando con la cabeza.
—No, Hector. Nick no existe, no es de la BIC y nunca lo has visto por aquí. ¿Está claro?
El empleado puso cara de no entender, pero luego dijo:
—Ah, ya entiendo. El viajero de la número diecinueve.
—Exactamente —dijo Boonie.
Hector se dio unos golpecitos en la nariz, dio media vuelta y entró con la camilla en una sala grande, mal iluminada y fría, donde había diversas portezuelas metálicas, en grupos de tres, cubriendo ambas paredes.
Dijo adiós con la mano, sin volverse, y se metió en lo que parecía una cámara frigorífica para carne, al fondo de la sala. Boonie llevó a Nick hasta una serie de cajones, la de más a la izquierda. Cada cajón tenía su puerta metálica y un número. La número 19 era la puerta de en medio.
Boonie se detuvo frente a ella, suspiró, y por un momento pareció dudar.
—No sé si podré aguantar esto —dijo sonriendo a Nick—. Desde que empecé con este caso, no me reconozco. Y ahora te pongo a ti en la misma situación.
Nick lo miró detenidamente. Boonie se había puesto serio, y alrededor de los ojos tenía nuevas arrugas.
—Si tú puedes, yo también.
Boonie asintió, puso la mano en el tirador y abrió la puerta. Había un cadáver dentro, desnudo bajo una sábana de plástico. Un aire helado salió del compartimento y formó vaho a sus pies. El aire olía a escarcha y a carne rancia. Boonie tiró de la plataforma hacia fuera y se quedó en un lado de esta, enfrente de Nick.
—Adelante —dijo Nick.
Boonie retiró el plástico dejando al descubierto el cuerpo azulado de un hombre de mediana edad, flaco pero musculoso, con una fea cicatriz morada desde el pectoral izquierdo hasta el lado izquierdo del cuello. En vida debió de ser un hombre bien parecido, pero ahora parecía un monstruo. Sus ojos eran dos mellados agujeros negros llenos de sangre seca. Las mejillas no estaban enteras. Faltaba la nariz, no había más que restos de cartílago. La oreja izquierda se la habían arrancado, y el lóbulo derecho era como un botón sanguinolento. Tampoco quedaban labios, y la robusta dentadura blanca enseñaba una espectral parodia de sonrisa.
Los forenses lo habían rajado desde la garganta hasta la ingle, la clásica incisión con forma de Y para abrir un cadáver. Luego lo habían vuelto a coser, no demasiado bien, con grueso hilo negro de nailon. En la garganta se apreciaba un orificio de entrada, justo debajo de la mandíbula inferior, producido por un arma de pequeño calibre.
Nick levantó la vista.
—Es Merle Zane, ¿verdad? —le preguntó a Boonie.
Hackendorff asintió con la cabeza.
—En carne y hueso. O casi. Hace seis meses que lo tengo guardado en hielo. Deja que te lo explique y verás por qué. Las huellas dactilares corresponden a un tal Merle Zane nacido en Harrisburg, Pennsylvania, el 17 de noviembre de 1968. Conducía stock cars (llegó a correr en la NASCAR), sin antecedentes hasta que lo empapelaron en Angola por agresión con lesiones después de que atacara a dos empleados de boxes con un hierro de desmontar neumáticos. Le cayeron cinco años. Salió antes por buena conducta. Estuvo trabajando para una gente especializada en coches clásicos, los Bardashi Brothers. No sé cómo acabó metido en el atraco de Gracie, pero este es él. Lo encontraron tirado contra un árbol en ese pinar grande que llega hasta los montes Belfair. A aproximadamente tres kilómetros del Almacén y Guarnicionería Belfair. Como puedes ver, está un poco roído. Mapaches, coyotes y demás. Y luego está ese agujero en la garganta. Con orificio de salida. El agujero de detrás es mucho más grande. Los médicos encontraron fragmentos de una bala calibre 38 cerca de la parte superior de la espina dorsal. Luego te cuento más sobre esa bala. No lo pongo boca abajo porque, la verdad, prefiero no hacerlo, pero tiene otra herida de bala en la espalda, en el lado inferior derecho, probablemente una 9 milímetros. Y, como ves, hay un rasguño en el hombro izquierdo.
—¿Todo de la misma arma?
Boonie meneó la cabeza.
—No se sabe.
Nick contempló el torso del muerto.
—Dices que le dispararon por la espalda, pero no veo orificio de salida. La bala debe de seguir dentro. ¿Demasiado fragmentada, quizá? ¿Es que le dio en la cadera?
—No. Aquí es donde la cosa se complica. Alguien se la extirpó, fuera lo que fuese, y luego lo volvió a coser.
Nick intentó entenderlo, pero sin conseguirlo.
—No. Esto no tiene ningún sentido. Recuerdo que vuestro departamento hizo una reconstrucción. El viernes por la tarde roban el banco, salen huyendo, los agentes perseguidores son acribillados a balazos por el tercer hombre en el lado norte de los montes Belfair, y los atracadores se esconden en el almacén mientras todo el estado se dedica a buscarlos. Discuten entre ellos. Vosotros encontrasteis metal a punta pala, balas por doquier. A Zane lo hieren en el cuello y en la parte baja de la espalda, quizá al tratar de escapar; consigue llegar al bosque, recorre unos tres kilómetros, se sienta junto al árbol…
—Entra en shock y muere —prosiguió Boonie—. Por el estado de descomposición y el contenido del estómago se establece que la muerte se produjo entre las cinco y la medianoche… del viernes. El día del atraco.
—¿Y luego pasa alguien por allí, tal vez el tipo que le disparó en el almacén, y le saca la bala de la espalda? —dijo Nick siguiendo el razonamiento—. ¿Esa sí, pero la del cuello no? Pero esto es…
—De locos. Pero así parece que ocurrió, Nick. El metal que encontramos en el almacén era todo del calibre 9 milímetros. La bala que le entró por el cuello era un 38. No un calibre especial, sino un Smith & Wesson antiguo. Esas balas dejaron de fabricarlas en los años veinte. No eran lo bastante potentes. Washington dedujo, por los laminados de uno de los fragmentos grandes, que todo parecía apuntar a que la bala salió de un revólver Forehand & Wadsworth, un fabricante de Worcester, Massachusetts, que cerró el negocio nada menos que en el año 1890.
—No lo entiendo. Estamos diciendo que el tipo que le pegó un tiro volvió al cabo de un rato, le extrajo la bala que le había disparado, le cosió la herida…
Boonie asentía con la cabeza.
—¿Y después va y le dispara a la garganta con un revólver de unos ciento veinte años de antigüedad? ¿Es eso lo que estamos diciendo, Boonie?
—Nos lo dice este cadáver. Y aún hay más. Resulta que el hilo que utilizaron para coserle la espalda después de extraer la bala dejó de fabricarse en 1912. Es un tipo de material pasado de moda que solían hacer en plantaciones de algodón y sitios así. Ahora es imposible de encontrar.
—Quizá procedía del almacén de guarnicionería, ¿no?
—Tal vez. Nunca lo sabremos, porque esos tipos pegaron fuego al almacén. Bueno, Nick, hay algunas cosas más que tengo que decirte, pero necesito que sigas en pie y trates de asimilarlo todo, ¿de acuerdo?
—Aquí estoy todavía.
—Dejando a un lado todo esto que hemos estado hablando, y que en mi opinión es la cosa más estrafalaria del mundo y no tiene ni pies ni cabeza, la autopsia estableció que la herida en la garganta fue post mórtem…
Nick fue a decir algo, pero Boonie se lo impidió con un gesto.
—Post mórtem nada menos que cuarenta y ocho horas. Así lo demuestra el estado de descomposición.
—¿Qué?
—Qué. Eso digo yo. Como en «Pero ¿qué coño…?».
—Entonces el que le hizo esa herida en la garganta… seguramente no fue el mismo que le hirió por la espalda.
—Es lo que yo pienso. A este muerto le dispararon dos veces. La primera cuando estaba vivo, y la segunda dos días después, ya muerto. ¿Quieres saber el resto?
—Tanto como querer…
—Sí, ya. En algún momento, durante esas cuarenta y ocho horas, a este tipo le dieron un baño. Quiero decir, lo enjabonaron y lo enjuagaron.
—Y eso ¿cómo lo sabes?
—Tenía residuos de jabón en el pelo. ¿Quieres oír lo que averiguamos sobre el jabón?
—No.
—Pues aunque no quieras, lo vas a oír. La marca se llama Grandpa’s Wonder Soap…
—Ya. Y seguro que es un jabón superantiguo.
—Bingo. Grandpa’s Soap se sigue fabricando, pero los materiales de ese residuo de jabón, los aceites y demás, dejaron de utilizarse en los años veinte. Luego están las prendas que llevaba el amigo Zane. Botas de granjero, muy desgastadas, de un fabricante de Baton Rouge que cerró el negocio en 1911. Por dentro de la bota las iniciales JR grabadas con un hie…
—¿Qué iniciales has dicho?
—J y R. En las dos botas. Talla treinta y nueve. Y unos vaqueros descoloridos que Levi’s no fabrica desde los…
—Deja que lo adivine: desde los años veinte.
—Y la camisa era un modelo antiquísimo, con cuello independiente, ya sabes, esos que luego había que prender mediante una especie de remaches metálicos. Blanca, almidonada, y había sido lavada a menudo con lejía. La tela era tan fina que casi parecía papel.
Nick no tuvo nada que añadir, pero Boonie sí.
—En la mano derecha encontraron residuos de pólvora.
—¿Incluso después de bañarlo?
—Eso parece. El residuo era de un tipo de mezcla de cordita que se utilizaba para hacer munición del calibre 45… en la época de la Primera Guerra Mundial. Y ahora viene lo de la tierra.
—Vale. La tierra.
—En la parte de atrás de la camisa, que por cierto no presentaba ningún agujero allí por donde la bala tuvo que atravesarla…
—No me digas que alguien le cambió la camisa.
—Deja que termine. La camisa presentaba unas manchas por detrás. Como si el tipo hubiera caído de espaldas violentamente. Los forenses encontraron polen, material vegetal y partículas del suelo. Para resumir, basándose en la combinación de tipos de plantas y en la composición del suelo y en el polen y qué sé yo qué más porque me pierdo, dicen que la camisa (y acaso el tipo que la llevaba puesta) aterrizó plana, sobre la espalda, en un lugar más al norte, en la otra vertiente de los montes Belfair, a buen seguro por la zona de Sallytown.
Boonie se quedó callado, reflexionando, con el gesto entre perplejo, furioso y deprimido. Nick, por su parte, ni una cosa ni la otra. Estaba mareado y, para ser sincero consigo mismo, bastante asustado también. En Niceville había algún maleficio, y este muerto viajero parecía formar parte de él.
—Boonie…
Boonie lo miró, confiando en que Nick aportase alguna explicación que a él se le hubiera escapado, y que de este modo la pesadilla dejara de serlo.
Nick parecía indeciso.
Si se metía por ese camino, a saber dónde podía acabar todo.
—Tú conoces a Lemon Featherlight, ¿no?
—Claro. Pasa informes a la brigada antidroga. Indio seminola. Estuvo en los marines. Le fue mejor en combate que en tiempo de paz. Lacy Steinert, de la oficina de libertad condicional, le cambió el «dado de baja con deshonor» por «dado de baja» sin más. Melena negra, muy chupado de cara, viste como un maniquí. Suele rondar por el Pavilion, cobra por tirarse a las clientas.
—Sí, ya, aunque no creo que siga haciendo de escort. En vista de su historial en el cuerpo, Lacy lo apuntó a un curso de pilotaje de helicópteros, y Lemon me ayudó mucho durante la investigación sobre Rainey Teague. Como un año después de que ocurriera (Rainey estaba aún en coma, precisamente aquí, en el Lady Grace), tuvo líos con la DEA. Un caso amañado, pero Lemon llevaba todas las de perder…
—Puta DEA. Me han jodido a más confidentes de los que puedo recordar. No tiene ningún sentido que esa agencia siga existiendo.
—Bueno, el caso es que Lacy Steinert me pide que nos veamos, dice que tiene antecedentes sobre el caso… No entraré en detalles, pero es cierto que tocó algunos puntos clave.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, lo jodidamente estrambótica que era toda la historia. Hombre, Boonie, al chaval se lo traga un espejo…
—En realidad, no.
—Vale, pero es lo que parecía. Y luego, diez días más tarde, encontramos a Rainey en el cementerio confederado, dentro de una cripta cerrada herméticamente. En la cripta estaba enterrado un tipo que murió en un duelo la Nochebuena de 1921. Ethan Ruelle, se llamaba. No olvides ese nombre. Sacamos a Rainey y el chaval entra en coma, y al cabo de un año, un buen día, se despierta.
—Te sigo, pero no sé adónde vamos a parar.
—Curiosamente, el día en que Rainey volvió en sí, Lemon Featherlight venía a visitarle. Justo aquí, a este edificio, unas plantas más arriba.
—¿Lemon? ¿Por qué?
—Estaba muy unido al chaval. Conocía a los padres, solía… solía pasar por su casa.
El gesto de Boonie cambió.
—Cielo santo. No me digas que Sylvia…
Nick mintió como un bellaco y dijo: «No, Sylvia no». Boonie le siguió la corriente. Conocía la reputación de Featherlight, pero no quiso decir nada más. Niceville tenía su lado sórdido, incluso entre las mejores familias, lo mismo que ocurría en todas partes.
—De vez en cuando venía a ver a Rainey, le hablaba, según él quizá el chico no estaba tan lejos, tal vez podía oír voces… En fin. Y el día en que Rainey vuelve en sí, Lemon Featherlight está subiendo en el ascensor y cuando se abre la puerta ve a un tipo esperando en el pasillo. Luego, una vez que se calmaron las cosas, Lemon dio una descripción: «Alto, alto como yo, cabeza rapada. Con pinta de capataz, o de instructor militar. Me miró muy fijo a los ojos, no apartaba la vista… Llevaba prendas de granjero. Tejanos gastados, botas gruesas (parecían viejas, muy arañadas y sucias), los vaqueros con los bajos doblados. El cinturón era viejo también, gastado, y lo llevaba ceñido más allá del último agujero, como si hubiera adelgazado mucho o se lo hubiera prestado alguien mucho más grande que él. Espaldas anchas, parecía muy fuerte, cuello de toro y, en un lado, una cicatriz como de quemadura. Llevaba una camisa de faena a cuadros, la tela fina como el papel, parecía que la hubieran lavado montones de veces. Al hombro llevaba una bolsa de lona. Parecía que pesaba. Inscripciones en un lado, un estarcido del ejército negro. Primera División de Infantería, Fuerzas Expedicionarias. Se movía de un modo… raro, envarado, como si tuviera la espalda rígida…».
A Boonie no le gustó nada todo aquello.
—¿Lemon habló con él?
—Sí, el tipo dijo que se llamaba Merle, y que estaba allí porque lo enviaba una tal Glynis Ruelle. Hice las comprobaciones pertinentes. Glynis Ruelle estuvo casada con un hombre al que mataron en la Primera Guerra Mundial. Estaba en la Primera División de Infantería, Fuerzas Expedicionarias estadounidenses. Se llamaba John Ruelle…
—Hostia. Las iniciales. J y R, las mismas que en esas viejas botas…
—Eso parece. El hermano de John Ruelle sobrevivió a la guerra, pero quedó lisiado. Se llamaba…
—Ethan. Ethan Ruelle. El que estaba enterrado donde encontrasteis a Rainey.
—Exacto.
Boonie dio unos pasos y se quedó de espaldas a Nick, moviendo su redonda cabezota.
—Boonie, a mí tampoco me gusta esto, pero algo tenemos que hacer. En la parte posterior del espejo que Rainey estaba mirando el día en que desapareció, había una tarjeta con una frase escrita en letra recargada. Decía: «Con mis respetos, Glynis Ruelle».
Boonie se volvió, sin dejar de mover la cabeza.
—Nick, Rainey Teague salió del coma…
—Un sábado. Justo antes de que Lemon entrara en la habitación. Los médicos ya lo estaban atendiendo. Más tarde dijo que un tal Merle le había hablado y que por eso se despertó.
—Merle… ¿Rainey dijo «Merle»?
—Sí. También comentó que había soñado que estaba en una granja con una señora llamada Glynis.
—¡No me jodas!
—Creo que eso es todo.
—Y este que tenemos aquí es precisamente Merle, el capullo al que mandaron al otro barrio el viernes por la tarde. O sea, el día antes.
—Todo parece indicar que sí.
Boonie miró la cara destrozada de Merle Zane como si el muerto pudiera ponerse a hablar, aportar algunas respuestas.
—¿Tienes el teléfono de Lemon, Nick?
—Sí. En el móvil, creo.
—Llámalo. Haz que venga al depósito. Yo creo que nos la está jugando. Creo que Lemon está detrás de todo esto. Quiere hacernos una trastada.
Nick lo escuchaba negando con la cabeza.
—Te equivocas, Boonie. Hay muchas cosas que no he comentado con nadie. Aparte de Kate, y de Lemon Featherlight.
—¿Por qué razón?
—Para serte franco, no quería hacerlo. Incluso ahora, solo deseo olvidarme de ello.
—¿Y Lemon conoce una parte de esas cosas que quisieras olvidar?
—Sí.
—Pues razón de más, Nick. Llámalo y dile que venga aquí. Por favor. Si hace falta, envía un coche patrulla a buscarlo.
—¿Ahora? —preguntó Nick.
—Ahora —dijo Boonie, y luego empujó con fuerza la bandeja hacia el interior del congelador y cerró la portezuela.