Coker y Charlie Danziger tienen otro sincero
intercambio de opiniones
Charlie Danziger sabía que a ciertas personas les recordaba a Sam Elliott; era alto, flaco y de rostro curtido, lucía un gran bigote blanco y, como ya no pertenecía al cuerpo de policía del estado, se había dejado crecer sus rubios, casi blancos, cabellos. De modo que Danziger, a quien le gustaba considerarse un tipo original, hacía lo posible por contrarrestar ese efecto dentro del estrecho margen de posibilidades que la madre naturaleza le había adjudicado.
Aquella tarde estaba contrarrestando el efecto Elliott sentado en el porche delantero de su casa en las estribaciones de los montes Belfair, viendo correr a sus caballos por las treinta hectáreas de delante, en compañía de un vaso de pinot grigio, el chispeante vino de Valdadige que Danziger estaba convencido de que Sam Elliott jamás habría tomado antes de una barbacoa.
Ese efecto contra Sam Elliott quedaba, no obstante, un tanto mermado por el hecho de que Danziger llevara puesta una camisa blanca limpia y unos tejanos de pata ancha descoloridos por el sol, así como las viejas botas de vaquero azul marino Lucchese, gastadas y sucias de sangre, que le habían dado cierta fama, al menos en su excéntrico círculo de amigos.
El mediodía de aquel lánguido jueves iba quedando atrás; el astro rey hacía su diario recorrido hacia el oeste adornando con un brumoso halo otoñal el perfil de los montes Belfair, así como el manto negro de los seis cruces de Walker-Morgan que Danziger había dejado trotar a su aire por la colina. Una vista preciosa que vino a estropear el coche de la policía del condado que en ese momento pasaba a kilómetro y medio de allí por la carretera secundaria del condado de Cullen.
Danziger se adelantó un poco en la vieja silla de madera en que estaba sentado, lo cual le hizo gemir debido al agujero de bala que tenía en el costado derecho y que, aun después de tantos meses, le escocía un poco. Tal vez no le habría escocido tanto si en su momento se hubiera hecho extraer la bala por un médico de urgencias, no por un dentista italiano de nombre Donny Falcone.
Sin embargo, teniendo en cuenta que la herida era fruto del disparo de que había sido víctima por parte de un tipo que, solo dos horas antes, le había ayudado a atacar la sucursal del First Third en Gracie, Danziger era de la opinión de que haber acudido a un médico de urgencias, en lugar de al dentista Falcone, habría sido un mal paso.
Danziger no le guardaba rencor al hombre que le disparó, puesto que Merle Zane, que así se llamaba, era un tipo bastante decente y, si lo hizo, fue porque él, Danziger, le había disparado antes. Y encima por la espalda.
Danziger se inclinó hacia delante, escanció pinot grigio en su vaso vacío y observó la nubecilla de polvo que levantaba el coche de color beis a medida que iba acercándose. Ahora estaba reduciendo la marcha, pues se disponía a girar por el camino de grava que serpenteaba caprichosamente por la herbosa loma los cuatrocientos metros cuesta arriba hasta la casa de Danziger.
Estaba demasiado lejos para ver los distintivos. Podía tratarse de una visita de cortesía. Danziger, expolicía estatal, mantenía buenas relaciones con las fuerzas del orden locales, hasta el punto de ir de pesca a Canticle Key con Marty Coors, Jimmy Candles y Boonie Hackendorff, todos ellos miembros de la misma unidad de la Guardia Nacional.
Pero…
Alargó un brazo y cogió la carabina Winchester que estaba apoyada en la pared. No necesitó armarla para introducir un cartucho en la recámara. Eso pasaba en el cine, más que nada por el efecto sonoro de la operación.
«Si un arma no está cargada, es como un pisapapeles», solía decir su santa madre, normalmente cuando ella iba «cargada» también.
Tiró del percutor hacia atrás, suspiró ruidosamente, se puso de pie con un gruñido y caminó hasta el borde del porche, dejando el vaso de vino sobre la baranda y con el cañón del Winchester apuntando al suelo a lo largo de la costura de su pantalón.
El sol, al reflejarse en el parabrisas del coche patrulla, le hizo pestañear un momento. El vehículo describió la última curva y apareció en la cuesta para detenerse sin haber completado el giro.
Desde aquella distancia, Danziger pudo identificar el coche. Era el vehículo oficial de Coker, que trabajaba en el departamento de policía del condado en calidad de sargento.
Coker era natural de Billings. Danziger había nacido en Bozeman. Se llevaban un año. Coker tenía cincuenta y dos; Danziger, cincuenta y tres. Se habían conocido hacía muchos años en el cuerpo, y eran tan amigos como podían serlo dos polis estrafalarios y doblemente divorciados. Charlie Danziger mantuvo la carabina cerca y esperó.
Coker apagó el motor, abrió la puerta y se apeó despacio: metro ochenta de fibra y músculo, y la piel de un intenso moreno cobrizo. Apoyó la mano izquierda en el techo del vehículo y sonrió desde allí a Danziger, el cual supuso que la mano derecha la tenía apoyada en la empuñadura de su Beretta reglamentaria.
—¿Me vas a disparar con esa carabina, Charlie?
—Depende de lo que hayas venido a buscar, Coker.
—Te habrás enterado de la noticia, ¿no?
—Deitz se ha fugado.
—Sí.
Coker se pasó la mano izquierda por la barba crecida y volvió a apoyarla en el techo.
—Creo que eso complica un poquito las cosas.
Danziger asintió y enseñó una gran sonrisa.
—Eso parece, amigo mío.
Silencio.
—Bueno, ¿piensas ofrecerme una cerveza o qué?
—Me he quedado sin. ¿Te apetece un vaso de vino?
—¿Vino? —Coker dio un respingo—. Meados de italiano. ¿No tienes otra cosa?
—A lo mejor queda concentrado de limón.
Coker rio, una carcajada breve y seca, se apartó del coche y lo rodeó por la parte frontal. Llevaba el uniforme de patrulla, de color beis con emblemas marrones, la estrella dorada de seis puntas de alguacil reluciente al sol de la tarde. Desde el pie de la escalera que subía al porche, miró a Danziger.
—Creo que tenemos que hablar.
—Odio esa frase. Siempre que la decía Barbara, yo sabía que había pisado mierda.
—Bueno —dijo Coker sonriéndole antes de subir—, me parece que has definido bastante bien la situación.
Danziger fue adentro y volvió con la botella, escarchada de tan fría, y un vasito de cristal grueso para Coker. Este se había sentado en la otra silla vieja, con el respaldo echado hacia atrás contra los tablones y las botas apoyadas en la baranda. Danziger, al mirarlo, se acordó de Henry Fonda haciendo de Wyatt Earp en Pasión de los fuertes.
Danziger le pasó el vaso, se sentó en la otra silla y la recostó en la pared de detrás. Las botas sobre la barandilla, sus Lucchese azul marino sucias de sangre. Coker tomó un sorbo, hizo rodar el vino dentro del vaso y señaló con la cabeza hacia las botas de vaquero de Danziger.
—Eso nos delató, amigo. Tus putas botas azules.
—Un respeto.
—¡Anda ya! Si no las hubieras llevado el día del maldito atraco, ese banquero, Thad Llewellyn, no le habría dicho a Deitz que uno de los pistoleros llevaba botas camperas azules y Deitz no habría atado cabos entre tú y ese maldito calzado.
—Me las puse porque me traen suerte.
—Siempre dices lo mismo. Que sepas que si Deitz no se lo ha contado todavía a la policía es solo porque tiene pendiente el asunto de Raytheon. Si hubieran hecho un trato cuando aún estaban a tiempo, ahora tú y yo estaríamos representando la parte final de tu peli favorita.
—¿Grupo salvaje?
—La misma. Ya sabes, cuando se enfrentan al ejército mexicano en pleno y los matan a todos.
Coker llevaba razón.
Coker era el mejor tirador de la policía en aquella parte del estado. Lo llamaban para los asuntos realmente difíciles. Por otro lado, Coker fue quien esperó apostado en la montaña cuando aquellos cuatro polis enfilaron el desfiladero a toda pastilla, él y Merle Zane con la Magnum negra.
Coker se había cargado primero a los dos periodistas que iban en el helicóptero y luego a los cuatro polis de los coches perseguidores. Cinco balas del Barrett calibre 50 que había cogido en préstamo de la armería.
Seis muertos en total.
El botín había consistido en dos millones ciento sesenta y tres mil dólares, más diversos artículos de joyería de las cajas de caudales.
Y también un estuche de acero inoxidable con el logotipo de Raytheon, dentro del cual había un módulo con forma de disco al que Coker bautizó como frisbee cósmico.
Si alguien hubiera preguntado a alguno de aquellos dos hombres por qué lo hicieron (robar el banco, llevarse la pasta, matar a cuatro polis siendo ellos mismos policías), pues bien, ambos se habrían quedado mirando un buen rato al interlocutor y luego el uno o el otro habría dicho algo así como: «¿Quién es este gilipollas y cómo ha entrado aquí?».
Coker tomó otro sorbo. Permanecieron sentados un rato más, observando a los caballos que galopaban por la ladera.
—Bueno —dijo Coker al fin—. ¿Alguna sugerencia?
—He estado dándole vueltas desde que me enteré. Se me ocurren un par de cosas.
—Tú dirás.
—Veamos, podrías pegarme un tiro ahora mismo, decirle a todo el mundo que acababas de llegar y me pillaste contando el dinero, y que nos zurramos la badana.
—¿La qué?
—La badana, hombre. Que nos liamos a tortas, o a tiros.
—¿De qué peli has sacado eso?, ¿de La muerte tenía un precio?
—Olvídalo, ¿vale? —dijo Danziger—. ¿Dónde está la pasta?
—La pasta, físicamente, ya no existe. Ha entrado en el sistema Mondex.
—Y ¿cómo lo has hecho?
—La metí en una caja y la envié por FedEx a nuestro contacto en ese banco inglés de las islas Anglonormandas.
—¿Que la metiste en una caja, dices? ¿En una caja? Pero ¿tú estás chiflado, Coker? ¿Y qué les dijiste que era, si se puede saber?
—Declaraciones de renta. Nada aburre tantísimo a la gente como una declaración de impuestos.
—¿Llegó a su destino?
Coker sacó del bolsillo de su camisa dos tarjetas de color azul marino; ambas llevaban incrustado un grueso chip de oro. En relieve, sobre la parte delantera, las letras PNG BANK, en hologramas. Le tendió las tarjetas a Danziger.
—Coge una. La que más te guste.
Danziger eligió la de la izquierda y le dio la vuelta. No había espacio para la firma, solamente un cuadrado de puntos para un escáner.
—¿Qué es PNG Bank?
—Banco de Papúa Nueva Guinea. Tiene la central en Port Moresby. Nuestro hombre dice que Gadafi era cliente.
—Hombre, si a Muamar le parecían bien… Oye, ¿y esta es una de esas como se llamen?
—Mondex, las llamaban. Tarjetas inteligentes. Estas son parecidas, pero todos los datos van encriptados hasta tres veces. De hecho son detectables, pero no es fácil, especialmente si el banco en cuestión trata de reducir el churn.
—¿El churn? ¿Y qué coño es…? Bueno, déjalo. Me importa un rábano. ¿Cuánto hay dentro, en cifras?
—Algo más de un millón en cada una; eso incluye el dinero que le cogimos a Deitz por devolverle el frisbee cósmico.
—Eso eran quinientos mil. Más los dos millones ciento sesenta y tres mil de Gracie…
—Menos los cien mil que escondiste en la trasera del Hummer de Deitz cuando dejaste el frisbee en la guantera.
Danziger se quedó callado, haciendo el cálculo.
—O sea que nos faltan unos cuatrocientos mil.
—Gastos del negocio.
—¿Con el inglés, quieres decir?
—Sí. Ha tenido que blanquear un montón de billetes. Casi treinta kilos en peso. Yo creo que cuatro de los grandes por un servicio así es baratísimo. Si lo hubiéramos puesto en manos de alguien de Atlanta o Las Vegas, nos habría pedido el cincuenta por ciento.
Danziger se quedó mirando un rato la tarjeta y luego dijo:
—¿Es seguro usar esto?
—No es como una tarjeta de crédito o una prepago; se podría decir que es como un ordenador y un móvil. Puedes enviar dinero por teléfono, el tipo de divisa que te dé la gana, y si el tío en cuestión también tiene una Mondex, podéis hacer ingresos y transferencias en la mismísima vía pública. Sin billetes ni monedas ni recibos. Nada de tiendas, nada de bancos con cámaras de seguridad…
—O sea, como dinero en metálico.
—Sí, solo que va todo dentro de este chip.
—Y si la pierdo, ¿qué?
—Como te digo, esto es dinero. Una putada, si la pierdes.
Danziger asintió, al tiempo que se guardaba la tarjeta en el bolsillo de la camisa.
—¿Te parece bien? —preguntó Coker.
—Sí, joder. Pero nos cargamos el plan B.
—¿Que era…?
—Meter la pasta en algún sitio donde Deitz controle la seguridad y luego delatarlo. Ni siquiera Deitz podría convencer a un jurado de que todo el botín estaba casualmente en su poder.
—No habría funcionado.
—¿Ah, no?
—Los federales han investigado todo lo que poseía Deitz: vivienda, oficina, casa en la playa. Deitz cooperó porque sabía perfectamente que la pasta no la tenía él. Si aparece más adelante, en un sitio donde ya han mirado, ni siquiera el FBI se lo tragaría.
Danziger no pudo rebatirlo.
—Además —prosiguió Coker sirviéndose más vino—, luego está Twyla.
Twyla Littlebasket era la novia de Coker. De origen cheroqui, había trabajado como higienista dental en la consulta de Donnie Falcone. Solía llevar una ceñidísima bata azul cielo de higienista dental con botones de arriba abajo en la parte delantera y unas medias blancas. Huérfana de padre desde hacía seis meses, pues Morgan Littlebasket había estrellado su avión contra el Tallulah’s Wall, Twyla tenía los ojos castaños y una larga melena negra, lustrosa como el ala de un cuervo. Hasta un yak podía sentir palpitaciones al verla.
A causa de un desliz, Twyla se había tropezado con el botín apenas un día después del robo, básicamente porque Danziger había dejado el dinero a la vista en casa de Coker.
Aunque habían hablado de pegarle un tiro a la chica, ninguno de los dos se veía capaz de matar a una higienista tan sexy, con aquel uniforme azul celeste con botoncitos de arriba abajo.
De modo que habían optado por darle una pequeña parte del botín, cosa que ella aceptó con una encantadora sonrisa, aunque eso la convertía en cómplice y, por tanto, en tan culpable como ellos dos, lo cual no le importaba mucho, pues robar era tan natural para ella como para los cocodrilos tener dientes.
—¿Qué pasa con ella? ¿Está preocupada por Deitz?
—Un tanto inquieta. Le dije que ya se nos ocurriría algo, y ella me contestó que era demasiado tarde para estratagemas y demás. Que solo había una solución lógica.
—¿Cuál?
—Encontrar a Deitz y matarlo.
—¿Eso dijo? Vaya, vaya. Esa Twyla no deja de sorprenderme. Bueno, pues yo me apunto. Ahora bien, me temo que va a haber competencia. Hasta el último agente de policía está pensando en lo mismo. Además, no te olvides del tipo aquel, el que descubrió que el padre de Twyla le hacía fotos a escondidas en la ducha, cogió las fotos y se las envió a ella por correo electrónico.
—Tony Bock, sí.
—Ese. ¿Te acuerdas de lo que dijo cuando tú y Twyla fuisteis a hacerle una visita?
—¿Antes o después de mearse encima y desmayarse?
—¿No dijo que el experto en informática de Securicom, Andy Chu, estaba chantajeando a Deitz?, ¿que había filmado a su jefe entrevistándose con los chinos?
—Sí. Me guardé ese dato en el bolsillo de atrás, imaginándome que tarde o temprano utilizaríamos a Chu para alguna cosa.
—Ya, y ¿con qué lo estaba chantajeando?
Coker trató de dar con la respuesta.
—Supongo que Chu sabía lo del trato con los chinos.
—¿Y no había algo de cuatro tipos que estaban en Leavenworth?
—Ah, sí, tienes razón. Gente de la mafia, si mal no recuerdo. Cuatro gorilas. Según Bock, Chu averiguó que Deitz les había hecho una putada trabajando todavía para el FBI. Resulta que cuando metió la pata y vio que los federales lo estaban acorralando, hizo un trato con ellos a cambio de testificar. Deitz salió indemne, pudo renunciar a la placa, y los mafiosos acabaron en Leavenworth.
—¿Siguen allí?
—Que yo sepa, sí.
Coker, tanteándose el uniforme en busca de cigarrillos, sacó un paquete de Camel y le ofreció uno a Danziger.
—¿Crees que tendrán tele en Leavenworth?
—Seguro.
—¿Habrán visto a Deitz y sabrán que lo trincaron por robar un banco y largarse con un par de kilos?
Coker dio una calada al cigarrillo, expulsó el humo y sonrió a Danziger.
—Charlie, veo que después de todo no eres solo un guaperas.
—Gracias.
—La mafia suele tener muy buena memoria. Si ellos creen que Deitz tiene el dinero…
—Enviarán a alguien.
—Si no lo han hecho ya.
—Podría ser.
Silencio. Ambos analizaban mentalmente la situación.
—De acuerdo. Habrá competencia —dijo Coker—, pero tenemos que hacerlo. Una cosa es la poli, pero si un mafioso localiza a Deitz y le aplica alto voltaje en los michelines…
—Los siguientes seríamos nosotros. Esa gente pasa mucho de garantías procesales y pruebas concluyentes. Vendrá derecho a por nosotros. Ahora que lo pienso, es muy probable que Deitz esté pensando en hacer eso mismo, dondequiera que se haya escondido.
—No nos vendría mal saber quién puede ser el matón de marras.
Otra pausa. Danziger rompió el silencio.
—¿Quién era ese individuo del que nos habló Edgar Luckinbaugh?
Coker tomó un sorbo de pinot grigio añorando un buen bourbon, y luego dejó el vaso.
—¿El que está hospedado en el Marriott?
—Sí. Orville Hender o no sé qué.
—Harvill Endicott.
—Edgar dice que el tipo llevaba todo un arsenal en la maleta. Una Sig, un par de cajas de munición… Y cosas que parecían un kit para interrogatorios. Alquiló dos coches, un Cadillac y una mierda de utilitario japonés. ¿Crees que será el enviado de Leavenworth?
Coker lo meditó.
—Edgar dijo que más bien parecía un párroco moribundo que se ha escapado con el dinero del cepillo. Alto y flaco, viejo a matar, pinta de fantasma de película según Edgar. Pálido como un vampiro en horas bajas. ¿A ti te suena a pistolero de la mafia?
—Sí. A mí, sí —dijo Danziger, con énfasis.
Coker lo miró. Asintió con la cabeza.
—Tomo nota. Cuando tengamos un momento, habrá que ir a investigar. Desde lejos. ¿Te parece?
—No. Si vamos y lo vemos, puede que él nos vea a nosotros. Y, si es listo, sabrá por qué lo estamos siguiendo. Yo voto por utilizar a Edgar. Tiene experiencia de cuando estuvo en la policía del condado. Es muy buen detective. Conoce la calle, ha hecho labores de vigilancia otras veces.
Coker no lo veía claro.
—Un solo hombre vigilando no es buen plan. ¿Y si el mafioso se da cuenta y le planta cara?
—Mejor que eso le pase a Edgar que a nosotros. Además, no le vendría mal el dinero. De botones no se gana uno bien la vida.
Coker lo meditó.
—Vale. De acuerdo. ¿Te encargas tú de hablar con él? Dile que le pagaremos quinientos diarios.
—Tendrá que pedir la baja en el hotel.
—Creo que con quinientos eso queda cubierto.
—Bueno. Lo llamaré hoy mismo.
—Dile que tenga mucho cuidado, ¿eh?
—Sí, descuida. ¿Así que Twyla dice que nos carguemos a Deitz?
Coker asintió un tanto ausente mientras contemplaba el ir y venir de los caballos, pensando en Harvill Endicott.
—¿Te sugirió Twyla cómo podríamos localizar a Deitz? Lo digo porque todo el mundo lo está buscando, pero no lo han atrapado aún. Eso significa que alguien le está echando una mano.
Se quedaron sentados contemplando los caballos. Danziger estaba pensando que, si realmente existía eso de la reencarnación, a él no le parecería mala cosa reencarnarse en semental.
—Tengo una teoría sobre cómo dar con Deitz —dijo Coker momentos después—. Si esperamos un poco, seguro que aparece a toda leche por esa carretera, armado hasta los dientes.
—Ya había pensado en eso, y no podemos permitir que ocurra.
—¿Por qué? ¿Crees que nos ganaría él?
—Piénsalo bien. Deitz está libre, cualquier tío en su situación se largaría a México o a Canadá. ¿Crees que se arriesgará a venir aquí? Y, aunque lo matemos, mucha gente se preguntará por qué diantre se tomó la molestia de venir.
Coker rumió eso también.
—Bien razonado. Entonces ¿qué hacemos?
—Alguien lo está ayudando, ¿verdad? Quiero decir que lo tiene escondido, lo apoya de alguna manera. Quienquiera que sea, puede que ya esté muerto en el sótano de su propia casa y que Deitz esté usando su coche y su dinero. De lo contrario, Deitz estaría otra vez entre rejas. O sea que piensa un poco, Coker. Si no es Phil Holliman, que en el fondo odia a Deitz, ¿cuál sería el siguiente candidato lógico?
Coker lo meditó un buen rato mientras Danziger iba a por otra botella de Santa Margherita. Cuando volvió a salir, Coker estaba apagando su móvil y sonrió a Danziger; en sus ojos moteados de amarillo había una luz demente que a este le producía siempre ganas de sonreír.
—Adivina quién no ha ido hoy a trabajar.