Deitz tramaba algo

Endicott, reflexionando sobre el asunto de Deitz en el hotel la mañana después del accidente, había dado casi en el clavo. Por muy espectacular que fuera, Byron Deitz se perdió lo del ciervo estampándose contra el parabrisas porque estaba tirado en el suelo del compartimento para presos, hecho un guiñapo, echando sangre por la nariz aplastada y con la mente en un limbo donde mariposas azules cantaban arias de Rigoletto con voces menudas que sonaban a campanillas. Pero eso duró poco; un momento después el furgón policial chocaba contra los pinos con su borde delantero y frenaba en seco, a diferencia de todo lo que había dentro y que no estaba sujeto por correas, incluidos Nick Kavanaugh y Byron Deitz.

Sin embargo, Deitz no había hecho un recorrido tan largo como Nick, el cual no se detuvo hasta que chocó con los restos de la (afortunadamente elástica) tela metálica detrás del asiento del conductor; Deitz solamente resbaló noventa y ocho centímetros y medio, pues tal era la longitud de la cadena que iba desde su tobillo hasta una argolla soldada al suelo del furgón.

La cadena impidió que Deitz se partiera el pescuezo con el montante de detrás del asiento delantero, pero también le torció el tobillo al tensarse completamente cuando su longitud no dio más de sí. El dolor que sintió le hizo olvidarse de la nariz (fue de un orden mucho mayor) y sacó a Deitz del limbo operístico de las mariposas para devolverlo a la plena conciencia.

Quedó allí tirado, pestañeando de cara al costado del furgón y preguntándose durante un buen rato cómo era que la pared se había convertido en el techo. Más aún, ¿por qué estaba todo rojo y viscoso, y por qué el habitáculo olía como la carnicería de la esquina? Y, ya puestos, ¿cómo era que estaba cubierto de vísceras y trocitos de cosas pegajosas?

Cerró los ojos, recapacitó, movió la cabeza, lo lamentó al instante y abrió los ojos otra vez. Vio a Nick Kavanaugh tirado hecho una pena y atrapado en lo que parecía una parte de la jaula para presos. El pecho le subía y le bajaba con normalidad, pero tenía un boquete sobre el ojo izquierdo y todo él estaba cubierto de sangre y de trocitos de color rosa de algo que podían ser huesos.

«Todavía vive», pensó Deitz.

«Ojalá por poco tiempo».

Después de menear los dedos de pies y manos, Deitz logró organizarse lo suficiente para sentarse con la espalda apoyada en la pared (¡no, el techo!) del vehículo. Luego miró a su alrededor e intentó asimilar la situación.

Delante, dos polis muertos.

Pegado a dichos polis, una cosa grande, peluda y amorfa. Con pezuñas.

Sangre, restos y cristales por todas partes.

El furgón sobre un costado.

Resumiendo: habían atropellado a un ciervo.

Deitz supuso que el conductor se habría despistado al oír que su cuñado (el de Byron) acababa de mandarlo de un solo puñetazo al país de los sueños.

Para ser un tío físicamente del montón, ese Nick metía unas buenas tundas. Si algún día jugaban la revancha, Deitz iba a llevar consigo un bate de béisbol.

Recostándose otra vez, se tocó la nariz (¡ay!), movió la pierna derecha (¡ay!, también) y analizó fríamente el estado de la cuestión.

«No se oyen sirenas».

«Esto acaba de pasar».

«Los polis están muertos».

«Nick no».

«Todavía».

«Yo estoy vivo, pero encadenado al suelo».

«O a la pared».

«Da igual».

«Lo primero de la lista».

«Soltarme de esto».

«¿Cómo?».

«Buscar la llave».

No era tarea agradable conseguir la maldita llave, pues estaba dentro del bolsillo de la guerrera de la agente negra, a su vez bajo un montón de restos humanos y animales.

Pero Deitz estaba muy motivado.

Consiguió la llave.

Andy Chu era de esos asiáticos que no parecen tener una edad determinada. Con una gorra de béisbol puesta del revés y montado en un monopatín, podía pasar por un chavalín de más o menos doce años, flaco y con la tez de color mantequilla, unos grandes ojos negros estirados en las comisuras y unas orejas que sobresalían de manera maravillosamente presidencial.

Añádase a esto unos pantalones holgados de franela y una camisa a cuadros con el faldón colgando sobre su escuchimizado trasero y… bueno, pues eso sería Andy Chu sentado a su mesa en el departamento de informática de BD Securicom, jugando al World of Warcraft online; su avatar era un vikingo de dos metros diez llamado Ragnarok que tenía un hacha de guerra mágica y un hauberk de oro macizo, y todas las vikingas babeaban de ciberdeseo por él, y Chu se disponía ya a manifestar un gigantesco… pero, vaya, le sonó el móvil.

Lo cogió con un suspiro cansino y miró el identificador de llamada.

Chester Merkle

¿Quién coño era Chester Merkle?

Solo había una manera de averiguarlo.

Pulsó para responder y, a partir de ese momento, la vida se le complicó muchísimo más de lo complicada que era ya.

Chu llegó cuarenta minutos más tarde al solar en construcción donde Byron Deitz se había escondido. Kilómetro y medio antes había pasado por el lugar del siniestro. El furgón policial azul yacía sobre un costado, rodeado de coches patrulla, ambulancias y coches de bomberos. Hombres y mujeres de diverso uniforme iban de aquí para allá briosos y decididos, y en ese momento un helicóptero de evacuación estaba posándose en la calzada del lado norte mientras una mujer voluminosa y entrada en carnes, constreñida por el uniforme beis y negro del departamento de policía del condado, iba haciéndole señas.

Según las indicaciones que le había dado Deitz, el remolque donde se ocultaba hacía las veces de oficina de unas importantes obras en una cantera cerrada hacía poco, probablemente debido a la recesión. El propietario de la cantera era un tal Chester Merkle.

El verdadero señor Merkle se encontraba en Brujas con la señora Merkle y la hermana pequeña de esta, Lillian, por quien Chester Merkle sentía una secreta pasión que, una vez más, no lograría consumar durante el viaje. Y encima corriendo él con todos los gastos.

Chu avanzó con su Lexus azul marino y se detuvo frente a la cerca, donde un letrero descolorido decía:

CANTERA MERKLE

SI LE GUSTA JUGAR CON TIERRA

ESTÁ USTED EN EL SITIO ADECUADO

Chu apagó el motor. El remolque era de los grandes, tenía el techo combado hacia dentro y, antiguamente, antes de que la arena levantada por el viento se ocupara de desmentirlo, había sido de color gris claro. Las ventanas estaban protegidas con malla de alambre, lo mismo que la puerta, de cuya cerradura colgaba un enorme candado de acero. No había señales de Byron Deitz, y Chu ya estaba pensando en arrancar de nuevo y largarse cuando a lo lejos oyó resonar la voz de Deitz cerca del enorme hoyo que había más allá de la verja.

—Sal del coche.

«Ahora es cuando me pega un tiro», pensó Chu; pero de todos modos bajó, pues ¿qué otra cosa podía hacer? Se quedó de pie al lado del vehículo, esperando la bala con aire de digna resignación, cosa que hay que reconocerle.

—Abre todas las puertas.

Así lo hizo Chu.

—Y ahora el maletero.

Chu obedeció, aunque parecía improbable que, si él hubiera avisado a la poli, existiera en algún lugar del planeta Tierra un poli tan memo como para dejarse elegir como el tío al que le toca meterse en el maletero.

—Apártate del coche.

Chu lo hizo también.

Se oyó un murmullo de grava y Byron Deitz se descolgó torpemente desde unas piedras por el lado izquierdo de Chu, donde había estado aguardando todo ese rato.

Como Andy Chu no conocía los detalles completos de la huida de Deitz, aquella aparición descalza y vestida con un mono ensangrentado, que se le acercó cojeando con la nariz aplastada y todavía manando sangre y una enorme pistola en la mano (el cañón apuntando directamente a la entrepierna del asiático), le causó no poca impresión.

—Santo Dios —exclamó Chu, sin poder evitarlo—. ¿Qué ha pasado?

—Le dimos a un ciervo —respondió Deitz, que apestaba a sangre y sudor.

De cerca, su aspecto era aún peor que de lejos.

—¿Has traído lo que te pedí?

—Está en el maletero.

—Ponte ahí.

Chu hizo lo que el otro le ordenaba y vio a Deitz despojarse del mono (desnudo era todo músculo, carne y huesos) y limpiarse con las toallitas lo mejor que podía, un trabajo enérgico y eficiente. Byron Deitz era muy consciente de la situación en la que se encontraba ahora.

Luego se puso el uniforme de Securicom que Chu había cogido de una taquilla del vestuario: camisa blanquísima con distintivos negros en los hombros y pantalón negro con una fina tira roja en los costados. El uniforme era de Ray Cioffi, que estaba fuera de servicio y era, qué suerte, de la misma estatura y peso que Deitz. Mientras este acababa de arreglarse, Chu miró al cielo esperando ver llegar un helicóptero, y luego hacia la carretera, por si veía unas luces de coche patrulla.

Ni una cosa ni otra.

De momento.

Menos de una hora después un helicóptero de la estatal sobrevolaba el recinto, y al poco rato aparecía un coche patrulla para echar un vistazo al remolque y los alrededores, pero Deitz había sido agente federal y sabía cómo hacer desaparecer las pistas. Los agentes recorrieron el perímetro del recinto, vieron el candado en la puerta y treparon la cerca para comprobar la puerta del remolque, pero allí no había nada que ver. Como no pensaban que nadie hubiera entrado en el remolque, no miraron dentro, con lo que no encontraron el teléfono de Chester Merkle ni pudieron comprobar si alguien había hecho una llamada desde él, porque, en caso contrario, habrían visto un número que, un rato después, tal vez habrían descubierto que pertenecía al señor Andy Chu, empleado de BD Securicom. Y entonces habrían atado cabos. Pero, como no, pues no los ataron.

En el lugar del accidente habían sacado a los perros, que se hincharon a olfatear todo aquel estropicio de sangre y restos anatómicos esparcido por allí y, tras acordarlo en voz baja, manifestaron que lo sentían mucho, pero que pasaban respetuosamente de participar.

En resumidas cuentas, un pequeño fracaso por parte de las fuerzas del orden.

Para cuando llegaron a la desafiante situación de no haber conseguido detectar nada que fuera mínimamente útil, Byron Deitz y Andy Chu, yendo por carreteras secundarias, estaban ya a medio camino de la bonita casa de madera de una sola planta propiedad de Chu en el 237 de Bougainville Terrace, barrio de Saddle Hill, en el sudoeste de Niceville.

Chu tenía un garaje con puerta automática, de modo que Deitz permaneció agachado hasta que Chu metió el Lexus dentro y apagó el motor, con el corazón latiendo como uno de esos minúsculos motores de gasolina utilizados en aeromodelismo. Para su sorpresa, Deitz no le pegó un tiro tan pronto como la puerta del garaje hubo bajado del todo.

—¿Tienes algo para comer? —fue lo que preguntó Deitz.

Bueno, más o menos.

Porque, debido a su maltrecha nariz, lo que le salió fue algo así como: «¿Pieres ago pa pober?».

Lo que, en cualquier caso, tranquilizó a Chu.

Por el momento.