El señor Harvill Endicott llega a Niceville
Había mucha actividad en el Marriott de Quantum Park aquella bonita mañana, pero el vestíbulo central del hotel y centro de convenciones estaba casi vacío. Unos cuantos rezagados de un congreso de ingeniería mecánica habían asaltado la larga barra del Old Dominion, situado a la izquierda del vestíbulo.
Cuando las puertas de vidrio polarizado de la entrada principal se abrieron y Edgar Luckinbaugh acompañó a aquel hombre maduro, alto y con pinta de intelectual, vestido con un traje azul de corte inglés, por el parquet de roble bruñido hasta el mostrador de recepción, Mark Hopewell tuvo tiempo de sobra para hacer conjeturas sobre la exacta personalidad del recién llegado, que ahora le tendía una tarjeta American Express mostrando una sonrisa escueta y unos dientes manchados de nicotina.
El hombre tenía un acento neutral, ni del sur ni del norte, ni británico ni norteamericano, un poco de todo. A Hopewell su presentación le pareció neutral también, ni imperiosa ni excesivamente amistosa, como suele ser el caso con los viajantes de comercio.
—Buenos días. Me llamo Harvill Endicott. Tengo reservada una habitación.
Hopewell pulsó unas cuantas teclas, levantó la vista enseñando una sonrisa jovial, dijo que en efecto así era y dio la bienvenida al Marriott al señor Harvill Endicott. Deslizó sobre el mostrador de granito un formulario y miró mientras el visitante lo rellenaba y procedía a firmar con una florida rúbrica, para dejar suavemente el bolígrafo a continuación junto al papel.
Cuando levantó la mirada de nuevo, a Hopewell le desconcertó un poco la sensación de que el señor Endicott tenía unas pupilas casi desprovistas de color. Lo cual, sumado a su cutis de un blanco azulino y a sus delgados labios morados, le daba un aire cadavérico que produjo en el joven e impresionable Mark Hopewell un leve escalofrío de terror. Si el señor Endicott se dio cuenta de ello, no dejó que se notara.
Hopewell dirigió la vista a la tarjeta de inscripción. Debajo del membrete «Profesión» el señor Endicott había escrito «Coleccionista privado y facilitador».
—¿Viaje de negocios o de placer, caballero?
Endicott volvió a sonreír, esta vez de un modo mucho más franco y simpático.
—Creo que un poco de las dos cosas, señor Hopewell. Pedí una suite con vistas a la ciudad, a ser posible no en la planta baja. Con ventanas al aire libre, mejor todavía. Y una terracita o balcón. Soy fumador, como probablemente le habrán advertido. Ah, y ethernet de alta velocidad en la habitación.
—Descuide, señor. Hemos pensado en todo. Estará usted en la suite Temple Hill, una de las mejores del hotel. Una suite para fumadores, tal como solicitó, y dispone de una amplia terraza, una de las tres con que cuenta este establecimiento. Es en la planta superior, un lugar discreto. El nombre viene de la finca propiedad de Alastair Cotton…
—El rey del azufre —se apresuró a terminar Endicott.
—¿Ha oído hablar de él?
Hopewell estaba muy sorprendido, lógicamente. Endicott hizo una inclinación de cabeza.
—Bueno, digamos que he estudiado un poquito la zona —dijo cogiendo su tarjeta y los documentos y guardándoselos en un bolsillo interior—. También solicité coches…
Hopewell asintió, contento de poder complacerle.
—En efecto, señor. Pidió usted un Cadillac DeVille negro y un Toyota Corolla beis. Están en el servicio de limpieza de interiores. El Cadillac tiene pantalla GPS, tal como solicitó. Llame usted al aparcacoches y tendrá uno de los dos vehículos a su disposición en el momento que lo desee.
—Gracias, pero si hace que me suban las llaves a la suite, por favor, y me dice dónde encontrar los coches, casi lo preferiría. Entro y salgo a cualquier hora, y no quisiera ser una carga para los empleados.
—No se preocupe, señor Endicott. Haré que le suban inmediatamente las llaves y el plano del garaje. ¿Puedo hacer algo más por usted, caballero?
—Ahora mismo no se me ocurre nada más.
—Bien, entonces disfrute de su estancia. Tenemos aquí un conserje —dijo Hopewell inclinando la cabeza en la dirección de un buró detrás del cual se encontraba, muy erguido en su silla, un diminuto oriental vestido de traje negro.
Hopewell le observó alejarse por el suelo de roble, pensando que el señor Harvill Endicott no parecía la clase de persona que hiciese nada por simple placer o, para ser exactos, que lo que el señor Endicott consideraría placentero podía tratarse quizá de algo bastante desagradable.
—Sí, gracias, la suite está muy bien —afirmó Endicott tras dar una propina al botones, cuyo nombre, según rezaba en la etiqueta, era Edgar. El tal Edgar no paraba quieto, tocando esto y moviendo aquello, como si no quisiera marcharse nunca, pese a que Endicott le había dado propina dos veces, una en la puerta del vestíbulo y luego hacía cuatro minutos, por un total de nueve dólares, que para cualquier maldito botones era más que suficiente—. ¿Puedo ayudarle? —preguntó Endicott con retintín.
Edgar Luckinbaugh dejó de toquetear las cortinas, se puso tieso, murmuró algo sobre el termostato y caminó hacia la puerta por aquella enorme extensión de moqueta beis.
Endicott cerró la puerta con énfasis, soltó un suspiro y echó un vistazo a la suite.
Era grande y luminosa y, tal como le habían prometido, disponía de una espléndida vista de la ciudad de Niceville, unos ocho kilómetros al sudeste, más allá de una larga pendiente cubierta de hierba.
Abrió las contraventanas y salió a la terraza de piedra provista de amplio balcón. El aire era muy agradable y transportaba fragancias a hierba recién segada y a tierra removida; el sol le calentó las mejillas.
Niceville era una población de aspecto acogedor situada a la imponente sombra de una larga muralla de piedra caliza que, según los datos que había ido reuniendo, tenía trescientos metros de altitud.
Endicott sonrió al tiempo que se palpaba el bolsillo del traje y sacaba una gruesa pitillera de oro y un viejo encendedor Zippo de reluciente latón con la insignia de la 1.ª de Caballería Aérea en un lado: un óvalo amarillo con reborde negro, dividido en dos por una barra negra y un caballo negro en el ángulo superior.
Prendió el encendedor y arrimó la llama a un Camel, aspiró con verdadero deleite y contempló la vista que se extendía ante él.
Niceville parecía tomado por robles y pinos, con algún que otro grupito de sauces de un verde más claro. De entre las copas de los árboles asomaban torres de iglesia e, incluso a una hora tan temprana, la ciudad estaba sumida en una brumosa luz dorada. El sol sacaba destellos al ancho lomo pardo del gran río que serpenteaba por la ciudad.
El Tulip, recordó Endicott en ese momento, fijándose en cómo se aferraba a unos sauces en su orilla occidental. Si no le fallaba la memoria, aquello debía de ser Patton’s Hard.
El modo en que el agua se agitaba en aquel punto, pensó, indicaba probablemente la presencia de remolinos; debía de ser un trecho peligroso, dada la fuerza de la corriente.
El sol en su ascenso iluminaba los tejados de las casas, reflejándose en ventanas y escaparates y haciendo brillar la intrincada celosía de cables que unía entre sí las zonas antiguas del centro urbano.
Una bonita vista, en conjunto, y una luz suave a excepción de la parte de la ciudad siempre a la sombra de aquel farallón. La enorme pared de roca hacía pensar en una ola gigantesca a punto de abatirse sobre la población.
Suspiró, dio una última calada, aplastó el cigarrillo en la barandilla hasta que dejó de humear y tiró la colilla a un compartimento especial dentro de la pitillera, que cerró acto seguido con un clic metálico. Más tarde las tiraría todas al inodoro. Endicott consideraba prudente no dejar muestras de ADN esparcidas por doquier.
Se volvió hacia la suite propiamente dicha. Estaba bien decorada en tonos crema y beis, con paneles de roble y una gruesa alfombra bereber. Por lo demás, el obligado televisor de pantalla plana, una cafetera carísima y excesivamente complicada, un minibar y nevera, un pequeño fregadero, vasos y tazas.
Había un cuarto de baño con paredes de mármol, rayando en lo sibarítico, y al final de otro corto pasillo con espejos en las paredes encontró un amplísimo dormitorio con una cama extragrande y un número exagerado de almohadas.
Edgar había dejado el equipaje de Endicott, dos maletas de cuero a juego, sobre una banqueta acolchada, a los pies de la cama. Endicott cogió la más pesada; lo hizo sin esfuerzo aunque pesaba sus buenos treinta y cinco kilos. Era un tipo más fuerte de lo que aparentaba.
Dejó la maleta encima de la mesa, presionó los cierres ocultos en los costados y la abrió. Dentro, todo muy bien ordenado, había un portátil Toshiba y varios periféricos, unos prismáticos Zeiss equipados con telémetro por láser y un módulo que parecía un GPS portátil y que en realidad era un micrófono de vigilancia provisto de videocámara. Había además un analizador de códigos electrónicos, un juego compacto de herramientas Dremel a pilas, una cajita de plata con una jeringa de acero inoxidable y una ampolla grande que contenía ácido fluorhídrico, un aparatito brillante con aspecto de teléfono móvil Motorola pero que era un Taser, una linterna Streamlight de gran intensidad y, por último, una reluciente Sig Sauer P226 gris, calibre 9 milímetros Parabellum, junto con su kit de limpieza, un supresor de sonido razonablemente eficaz (y nunca utilizado), cuatro cajas de munición Black Talon (cincuenta cartuchos por caja) y tres cargadores de repuesto de quince cartuchos cada uno.
Los cargadores estaban vacíos, claro, pues llevarlos cargados todo el tiempo estropea los muelles, lo que a la postre puede hacer que una bala se atasque en la corredera y mate a quien dispara.
Aunque Endicott había tomado un taxi en el aeropuerto, en realidad no había llegado en avión. Cómo iba a hacerlo, con semejante equipo. Había viajado en coche desde Miami en un vulgar GMC Suburban. El coche ocupaba ahora una plaza de aparcamiento de larga duración en el aeródromo, bajo un nombre distinto, con el depósito lleno, un equipo de repuesto y un maletín de acero encadenado a una argolla en el suelo de la cabina. Dentro del maletín había una gran cantidad de dinero en efectivo, varios documentos de identidad y otra Sig Sauer.
Sacó el Toshiba de su compartimento y lo llevó hasta la mesa de trabajo que había detrás del largo sofá encarado al televisor. Así podría trabajar de espaldas a la pared lateral y con una buena vista por el lado izquierdo de las ventanas y la terraza, y por el derecho del único otro medio para entrar en la suite, es decir, la gruesa puerta teñida de negro que daba al pasillo del hotel.
Se acercó a la máquina de café, averiguó cómo preparar un espresso, pulsó el botón y volvió a su portátil llevando el cable extensible de ethernet que proporcionaba la conexión de alta velocidad del hotel.
Lo enchufó, encendió el ordenador y treinta segundos después estaba conectado. Inmediatamente fue a la sección de noticias y buscó información de última hora en la región de Cap City.
Tras unos minutos de hacer clic en esto y aquello, Endicott pudo establecer una serie de hechos interesantes, el más espectacular de los cuales (con imágenes de videoaficionado incluidas) ilustraba el trágico final de una persecución ocurrida la tarde anterior en una autopista. Un deportivo negro, posiblemente un Viper, estaba siendo perseguido por un policía al volante de uno de aquellos nuevos Ford Interceptor al nordeste del condado de Belfair.
En el vídeo (decente, a pesar de la imagen muy movida) se mostraba a los dos coches a una distancia de menos de un metro, corriendo como cohetes por un trecho de interestatal flanqueado de pinos altos.
Cuando llegaban a la altura de un área de servicio para camioneros llamada Super Gee, parecía que alguien disparaba desde el asiento del acompañante del Viper hacia el coche perseguidor, probablemente con una pistola, pero Endicott no pudo identificar el tipo de arma.
Los coches pasaban volando junto a una pequeña muchedumbre congregada cerca del perímetro del área de servicio, a unos pasos de la carretera (¡como si estuvieran en una pista de NASCAR, los muy imbéciles!), y de pronto, en una secuencia borrosa y desconcertante, el Viper negro frenaba en seco consiguiendo que el coche perseguidor se incrustase por detrás.
Como consecuencia de la colisión, el Viper describía una larga y lenta curva que lo llevaba, como si fuera una hoz, hacia la gente que se había agolpado junto al arcén.
Salían cuerpos volando por los aires, no todos de una sola pieza, y la escena se llenaba de polvo y humo.
El Ford perseguidor, todavía sobre sus cuatro ruedas, emergía de la nube de polvo, y su conductor trataba de recuperar el control. Al final conseguía desviarse de los espectadores que estaban siendo machacados por el Viper. Se veían las luces de freno del coche perseguidor y las luces azules y rojas en el techo, todo ello en medio del humo y del siniestro que iba dejando atrás.
El coche coleó y se balanceó peligrosamente hasta acabar deteniéndose en la mediana, una especie de barranco que separaba los carriles en sentido este de los carriles en sentido oeste.
La cámara hacía zoom a lo loco y finalmente localizaba la cara del joven policía en el momento en que este soltaba el volante, abría la puerta del coche y se apeaba, muy colorado y con gesto de frustración.
Un texto recorría de izquierda a derecha la parte inferior de la pantalla:
OCHO MUERTOS Y TRECE HERIDOS A CONSECUENCIA DE UNA PERSECUCIÓN POLICIAL EN LA I 50
Salía el nombre del conductor del coche perseguidor, un tal sargento Reed Walker, de la patrulla de carreteras.
Los ocupantes del Viper, de los que solo se decía que eran delincuentes buscados, habían sido declarados muertos al llegar horas más tarde al hospital Lady Grace.
Según el resumen, el sargento Walker, que había quedado en estado de shock aunque ileso, había sido asignado a trabajo de mesa en espera de una investigación. Bajo el subtítulo «Otras noticias regionales», se mencionaba un accidente ocurrido en la autopista de Cap City, ochenta kilómetros al sur de Niceville, en el que dos agentes federales habían muerto y un inspector de la policía local había resultado herido. Tras el accidente, un preso se había dado a la fuga.
El hombre en cuestión, añadía la nota informativa, era «Byron Deitz, de cuarenta y cuatro años, varón de raza blanca, un metro ochenta y siete, noventa y seis kilos, perilla negra y cabeza rasurada. La zona fue peinada durante la noche, pero sin resultados. Se supone que anda suelto. La última vez que lo vieron llevaba un mono rojo de presidiario y unas sandalias de color verde fluorescente…».
—Por Dios —exclamó Endicott casi en voz alta—, no será tan difícil dar con él.
«… preso podría haber cogido las armas reglamentarias de los dos policías muertos, así como la radio y un teléfono móvil perteneciente al inspector herido. Avisen a la policía si lo ven, pero no se acerquen a él, pues Deitz va armado y es peligroso».
—Yo también lo sería, si me llevaran por ahí vestido así.
Endicott se recostó en la silla, contemplando la pantalla del portátil con los ojos semicerrados. Dio un sorbo al espresso: todavía escaldaba. Quizá debería demandarlos, como había hecho aquella vieja chocha en McDonald’s.
«Bueno, así que Deitz está libre…».
«Eso complica las cosas».
«O no, quizá las simplifica».
Se inclinó hacia delante, tecleó algo y apareció en pantalla una imagen de Google Earth de la zona rural entre Niceville y el límite septentrional de Cap City.
Casi todo eran tierras de labranza, algún que otro rancho de caballos aquí y allá, y una especie de gran arenal o cantera a algo más de un kilómetro de la carretera principal, conectado a esta por una pista de tierra. La autopista de Cap City era una vía de cuatro carriles que serpenteaba lánguida y caprichosamente al norte y oeste de la ciudad en dirección a Niceville, con algunas carreteras rurales que partían de ella. Mal terreno para un fugitivo, a primera vista, y Endicott sentía un saludable respeto por la gente del sur profundo en lo relativo a las armas de fuego y a esa vena de audacia parapolicial tan arraigada en la zona.
«Si yo fuera Byron Deitz y me hubiesen disfrazado de payaso de circo, ¿rondaría por ahí convertido en diana andante para que el primer mozo de labranza que me viera pasar me hiciera un boquete en el pecho con su inseparable Remington 700?».
«Ni hablar».
«Me metería en uno de sus ranchos o caseríos que veo ahí en Google Earth y utilizaría mi encanto masculino (y una de esas pistolas) para mejorar mi indumentaria y, a ser posible, para pedir ayuda por teléfono a un amigo (en caso de tener alguno)».
Endicott conocía lo suficiente las artes de la policía como para comprender que la gente que buscaba a Deitz habría hecho el mismo razonamiento o uno parecido, y que habrían dedicado las últimas horas a cerciorarse de que el huido no se hubiera refugiado en ninguna casa o anexo de la comarca. Sin embargo, transcurridas unas horas, las noticias seguían diciendo que Deitz todavía «andaba suelto».
O sea… alguien estaba ayudando a Deitz.
Basándose en lo que sabía sobre la personalidad de Byron Deitz (y Endicott había hecho un estudio exhaustivo del individuo), no parecía fácil que nadie le echara un cable por pura solidaridad humana. Descartado esto, solo quedaba el miedo o el interés propio.
Si no ambas cosas.
Seguramente las dos.
Bien, ¿quiénes podían ser los candidatos? Endicott tenía un dossier con los detalles más sobresalientes del atraco al banco de Gracie, pero gracias a una fuente local acababa de enterarse de algo que el público general desconocía. En su bandeja de entrada había un nuevo correo electrónico. Endicott lo abrió. Hablaba de un traspaso interno de acciones en la empresa de seguridad de Deitz.
Fuentes locales han confirmado asimismo que estaba previsto un traspaso de acciones controladas por Enterprise Syndicate, la empresa ficticia personal de Byron Deitz, traspaso que se haría efectivo tan pronto como Deitz firmara la orden, cosa que no había sucedido aún.
En virtud de dicho traspaso, una entidad conocida como Golden Ocean Ltd. se haría con el cincuenta por ciento del total de las acciones con derecho a voto. Esta sociedad tenía como único propietario a Andy Chu, experto informático en la empresa de Byron Deitz.
—Fascinante —dijo Endicott recostándose y a punto de encender otro cigarrillo—. El inescrutable chino continúa por aquí. ¿Qué poder tenía Andy Chu sobre Byron Deitz que hizo que este entregara la mitad de su empresa a un amarillo flaco como un fideo? ¿Y cómo supo Andy Chu que tenía ese poder sobre el otro? ¿Y dónde queda entonces Phil Holliman?, ¿en el maletero, con la rueda de recambio?
¿Lo del chantaje?
Sencillo.
Andy Chu era un obseso de la informática.
Esa gente sabía cómo averiguar cualquier cosa.
Y encontrar algo podrido en el historial de Byron Deitz le habría sido fácil a un loco de los ordenadores que se la tenía jurada. De su propia lectura de la vida y milagros de Byron, Endicott había quedado convencido de que la existencia de aquel individuo era poco menos que viscosa.
Lo más probable era que Chu hubiese descubierto el trato de Deitz con los chinos y que le hubiera amenazado con contárselo a la poli a menos que le ofreciera una parte del pastel.
Endicott tomó más café (con la misma cautela, seguía ardiendo), mientras reflexionaba sobre el estado de las cosas.
Tenía información acerca de un inminente acuerdo entre el Departamento de Estado y el gobierno de Pekín sobre el contencioso Byron Deitz. Aunque la información no era de primera mano, a Endicott le pareció más que factible que Byron Deitz estuviese a punto de ser entregado a la dura justicia china a cambio de una relajación en ciertas barreras comerciales problemáticas de los chinos.
A efectos de la misión del señor Endicott, eso habría sido un resultado inaceptable.
La idea original era arrebatar a Byron Deitz de manos de las autoridades mientras estaba todavía retenido en lo que probablemente era un simple calabozo de feria, en Niceville, llevarlo a un lugar secreto e insonorizado y, con ayuda de las herramientas Dremel y un chute de ácido fluorhídrico (con eso se podía hacer cantar, o aullar, hasta a un gato de cerámica), hacer que Deitz se librara de la tremenda carga moral que suponía un botín de dos millones y medio de dólares.
Esa fase iba a ser grabada en vídeo (HDMI y sonido envolvente) y entregada posteriormente a LaMotta, Spahn y Muñoz, cuando por fin salieran de Leavenworth, para su solaz y disfrute visual. No estaba previsto que Deitz asistiera a su debut cinematográfico.
Pero si al tipo lo despachaban a los chinos antes de que Endicott pudiera echarle el guante, los jefes de Endicott en Leavenworth considerarían que su misión había fracasado, y no era gente que viera el fracaso con buenos ojos. Pero, como dijo una vez Muamar el Gadafi, la vida es lo que le ocurre a uno mientras elige una nueva boa de plumas.
Deitz no estaba de viaje a la China.
Deitz estaba suelto y a la fuga.
Bien, suponiendo que Deitz hubiera conseguido esconderse, el truco estaba en llegar hasta él antes que los buenos. Iba a necesitar esa pasta para desaparecer del mapa, y cuando la sacara de donde fuese que la hubiera escondido, Endicott estaría allí para echar una mano.
Pero ¿quién le estaba echando una mano a Deitz?
Solo había dos posibles candidatos.
Phil Holliman, su segundo de a bordo.
¿A santo de qué?
¿Por lealtad, relación de mucho tiempo, amistad duradera?
Improbable.
Con Deitz en fuera de juego, que él supiese, no había nadie que pudiera vincular su nombre a lo de Raytheon: Holliman tenía que saberlo por narices, aunque solo fuera el chico de los recados. Y hete aquí que ahora era el mandamás de BD Securicom, aunque tal vez no supiese que Deitz iba a ceder media sociedad a aquel sabiondo de chino cibernético. Y estaba por ver hasta cuándo iba a permitir el FBI que una empresa de seguridad con un delincuente como director general controlara los accesos a algo tan vital para el país como Quantum Park.
Endicott consideró razonable descartar, al menos con carácter provisional, a Phil Holliman.
Solo quedaba Andy Chu.
¿Y a santo de qué?
Tan sencillo como que si no ayudaba a Deitz, este no podría firmar el traspaso de acciones, porque quizá estaría muerto. Y, a un nivel más terrenal, porque, si no lo ayudaba, Byron Deitz encontraría la manera de matarlo con sus propias manos o por persona interpuesta.
Abajo, en el vestíbulo, el curioso botones de nombre Edgar encontró algo plausible que hacer en el guardarropa mientras el señor Hopewell esperaba el momento para la pausa de costumbre en la barra del Old Dominion. Por su parte, el conserje, Quan, había salido a hacer alguna diligencia para un potentado de los Shriners.
Aprovechando el momento, Luckinbaugh se coló detrás del mostrador de recepción y, tras un breve y previamente ensayado tecleo, accedió al sistema.
Edgar Luckinbaugh había sido ayudante del sheriff del condado de Belfair hasta tener la mala fortuna de que lo pillaran metiendo mano en los fondos benéficos de la policía de los condados gemelos.
En este caso, su mala fortuna se concretó, más que nada, en la persona que lo había pillado con las manos en la masa.
En circunstancias normales, una simple auditoría habría detectado el fraude y Luckinbaugh habría pasado a disposición de Asuntos Internos. Pero el pastel no se descubrió por una simple auditoría. Quien lo pilló, por pura casualidad, fue un tal sargento Coker.
En el Tribunal de No Apelación donde Coker era juez y jurado, los delincuentes y demás escoria humana que llegaban a su conocimiento podían elegir entre dos alternativas: engrosar la lista de colaboradores del operativo de espionaje oficioso sobre quién hacía qué y contra quién (tanto en Niceville como en los condados); o, en caso contrario, ser entregados sin dilación a las autoridades competentes y que cada cual recogiera lo que hubiese sembrado.
Como no es de extrañar, todos los imputados ante el Tribunal de No Apelación, con Coker ejerciendo magistratura, habían optado por la puerta número 1.
Esto había convertido a Coker en la mejor fuente de información confidencial sobre el lado oscuro de Niceville, por delante de la base de datos de la oficina del FBI que Boonie Hackendorff dirigía en Cap City; una base de datos que, sin Boonie saberlo, ya había sido pinchada por Charlie Danziger, que también era un lince para estas cosas.
De ahí, pues, que cuando Edgar Luckinbaugh ocupó el banquillo de los acusados frente al implacable juez Coker, optara también por la puerta número 1.
Un año después, recién jubilado con honores del departamento de policía de los condados de Belfair y Cullen, Coker le había conseguido un empleo en el Marriott, el mayor y más lujoso hotel de Niceville, donde se hospedaba la gente de postín.
En su calidad de botones, Luckinbaugh podía recabar gran cantidad de información sobre los clientes del hotel y los motivos de su estancia en la ciudad. La mayor parte de dicha información era tan mortalmente aburrida como un comunicado de prensa de las Naciones Unidas sobre el antropogénico cambio climático.
Pero a veces llegaban informaciones curiosas, y Coker había sabido sacar provecho a las pesquisas de Edgar de manera sutil (y no siempre con malas artes).
En algunos casos, como cuando detectó al brutal pederasta, o cuando sacó a la luz la presencia de varios estafadores y promotores de actos fraudulentos, así como en el arresto de dos individuos buscados en Texas por un asesinato a sueldo, la ciudadanía de Niceville había salido muy beneficiada.
En cuanto a la llegada del señor Harvill Endicott al hotel Marriott, Luckinbaugh, un tipo observador, se había fijado en que las etiquetas que llevaba pegadas el equipaje eran de una compañía aérea que nunca había ofrecido vuelos con destino a Mauldar, a pesar de lo cual el señor Endicott había llegado al hotel en una limusina del aeropuerto.
Esto despertó su curiosidad de expoli.
Luego, mientras acarreaba el muy pesado equipaje del nuevo huésped, Edgar había conseguido pasarlo por el detector de metales que guardaba en su taquilla, y descubrió que en la maleta grande había diversos objetos metálicos pesados.
Hurgando con una piqueta, Edgar había podido examinar el contenido de la maleta del señor Endicott. Durante el inventario se fijó especialmente en la pistola Sig Sauer.
El botones se encontraba ahora en recepción, completando a toda prisa un informe sobre el señor Harvill Endicott; informe que, una vez finalizado, haría llegar a Coker para que disfrutara leyéndolo.
El último elemento que Luckinbaugh consiguió determinar durante sus pesquisas fue que el señor Endicott, viajante soltero, había encargado dos coches, uno de ellos un destacado Cadillac negro y el otro, un espantoso Toyota Corolla de color beis, tan absolutamente invisible como para resultar el perfecto vehículo de vigilancia.
Durante sus años de investigador para el condado, Edgar y sus socios habían utilizado precisamente ese tipo de automóvil japonés con muy buenos resultados. Qué interesante.
Francamente interesante.