De 0 a 100 en 4,3 está muy bien,

pero de 100 a 0 en 1, no

Hacia la misma hora en que Kate estaba atendiendo a Rainey y Axel y barajando diversas maneras de asesinar a un chaval de catorce años, su hermano, Reed Walker, se encontraba unos ciento cuarenta kilómetros al noroeste de Niceville, rodando hacia el sur por la comarcal 336 con las doradas colinas del Belfair Range delante de él.

Sonó la radio del coche.

—Charlie Seis, ¿cuál es su posición?

Reed se inclinó para coger el auricular; el cinturón de seguridad crujió. El coche que conducía era nuevo, y él había retirado el asiento del conductor todo lo que daba de sí para meter su metro ochenta y cinco en el espacio libre. De este modo el auricular le quedaba bastante lejos, pero sus rodillas iban mucho más cómodas.

—Charlie Seis, me dirijo al sur por la comarcal 336 a la altura del kilómetro cincuenta. ¿Eres tú, Marty?

—Sí. ¿Vas de retiro?

—Correcto, jefe. Llevo en pie desde las cero cuatro cero cero. Mi turno termina a las dieciséis cero cero.

—Me temo que no, amigo. Nos dicen de Kentucky que un coche se ha dado a la fuga justo en la línea fronteriza. Lo han perdido en un cruce. Parece que venía hacia aquí por la interestatal en sentido oeste, unos sesenta kilómetros al este de tu posición actual.

Si Reed Walker recibía esa llamada era porque se encontraba al volante de su Ford Police Interceptor, vehículo dotado de un motor de 365 caballos que podía pasar de cero a cien en apenas cinco segundos, y porque su zona de operaciones era el sector nororiental del estado.

El coche era azul marino y los distintivos de la policía estatal solo se veían cuando la luz incidía en el vehículo con una determinada inclinación. Era una auténtica bala azul, con sus descomunales ruedas y completamente protegido por barras antivuelco con certificado NASCAR. Hacía pensar en un atleta jorobado adicto a los esteroides; era chato, feo y muy compacto, delante llevaba un tremendo parachoques de acero, los neumáticos eran de tecnología Run-Flat, los reflectores del techo, tan potentes que cuando estaban encendidos se veían a tres kilómetros de distancia. Su velocidad máxima era un dato secreto, pero durante las pruebas en la pista de entrenamiento, allá en Pinchbeck, Reed lo había puesto a trescientos por hora y notó que el vehículo le pedía todavía más. Y de no ser porque el jefe de boxes le hizo parar, Reed le habría dado al Ford ese gusto.

Daba por sentado que su vehículo corría lo suficiente y era lo bastante recio como para reventar las puertas de cualquier cosa con ruedas, y de más de una con alas; quería tanto a su coche como un poli de una unidad K-9 a su perro.

Reed estaba completando un giro de ciento ochenta grados y pisando a fondo otra vez mientras Marty Coors escuchaba la descripción y se la iba leyendo en voz alta.

—Georgia dice que es un Dodge Viper…

«Cálmate, agitado corazón».

—Negro mate. Matrícula de Kansas personalizada: hotel, alfa, romeo, lima, eco, quebec, utah, india, noviembre (¿HARLEQUIN?). Registrado a nombre de Robert Lawrence Quinn, nacido el 13 de junio del 65. No tiene antecedentes. Por el número de identificación sabemos que es un Viper Chipa Edition… ¡joder!… en las prestaciones pone que esta bestia alcanza los trescientos veinte. ¿Te ves capaz de pararlo?

—Es pan comido, jefe. Estoy llegando a la autopista. ¿Algún contacto visual?

—De gente nuestra, no. Pero hace un rato varios ciudadanos han llamado diciendo haber visto pasar un deportivo negro; corría demasiado para distinguir la marca o leer la matrícula; a la altura del kilómetro 552 en sentido oeste…

—Entonces viene derecho hacia aquí. Lo esperaré junto al terraplén.

—Un ciudadano dice que ha pasado como una exhalación…

—¿Apoyo aéreo?

—Negativo, Reed. Están ocupados escoltando un convoy de traslado de reclusos…

—¿Byron Deitz? ¿Nick sigue haciéndole de niñera?

—Sí. Ahora mismo va con él en el furgón. Lo vuelven a traer para otra de esas audiencias por extradición, y van…

—O sea que me quedo sin helicóptero.

—Estás tú solito, Charlie Seis… Espera un segundo…

Marty Coors cortó la comunicación.

Se hizo el silencio y Reed permaneció al volante asimilando cuanto le rodeaba, mirándolo todo como si fuera por última vez. La luz de la tarde caía en diagonal sobre la autopista, los pinos que casi invadían el asfalto dibujaban largas sombras azuladas. Por entre los troncos pudo ver unos ciervos de cola blanca pastando entre el kudzu y las flores silvestres. En otoño solían bajar de los montes Belfair.

Había poco tráfico en la interestatal, más que nada monovolúmenes y todoterrenos, de vez en cuando un transporte o un camión cisterna. Mejor así: si aparecía el Viper (y eso estaba a punto de pasar), la persecución tendría lugar en la dirección del ocaso, y un automovilista escondido tras el resplandor del sol podía chocar con él. Reed estaba pensando: «¿Puedo atrapar a un Viper?».

El furgón oficial de transporte de reclusos (una caja metálica rectangular sobre neumáticos blandos) iba dando bandazos por la autopista de Cap City como un rinoceronte azul subido a un monopatín. El sonido de las gomas sobre el asfalto y el rítmico noc-noc-noc del motor diésel llenaban de ruido blanco el habitáculo del furgón. Y algún poro debía de haber en alguna parte, porque los gases de escape se colaban en el interior contaminando y calentando el aire en el compartimento de los reclusos.

Sentado en un banco metálico enfrente de un callado y hosco Byron Deitz, Nick Kavanaugh pensaba sobre todo en no acabar vomitando. Deitz, que estaba encadenado por el tobillo a una argolla atornillada al suelo, tenía sus grandes puños carnosos remetidos en el cinturón y sus ojillos negros fijos en el rostro de Nick, los gruesos labios apretados. Nick le miraba a su vez, sin pestañear.

Cada cual veía al otro desde una perspectiva nueva, fruto de la relación que por motivos diversos habían tenido en los últimos meses. Donde antes había habido mutuo desagrado y mutuo desdén, ahora todo era odio sin más.

La ruta (última salida para Deitz, al menos durante ese mes en concreto) había de llevarlos directamente desde Cap City hasta Niceville, unos ochenta kilómetros en total.

El convoy atravesaba a unos humildes cincuenta por hora el llano próximo a Niceville. La carretera de cuatro carriles estaba flanqueada por pinos tipo lodgepole y matas de cortadera. Entre los pinos podía verse algún centelleo de agua, la ondulada superficie del río Tulip en su sinuoso recorrido por las tierras de cultivo al oeste de la carretera.

Había una luz brumosa y dorada, típica de finales del otoño en el sur, y largas sombras se deslizaban por el asfalto a medida que el sol se hundía por el oeste. Más allá de la tela metálica y de los dos corpulentos ayudantes del sheriff que iban sentados delante, por el salpicado parabrisas del furgón, Nick divisó a unos cincuenta metros de distancia un Suburban negro de los grandes, sin identificación. Dentro del coche viajaban dos agentes del FBI de Cap City, ambos con chaleco antibalas, alerta y armados como para cargarse un ejército entero.

Si miraba hacia su derecha por las rendijas de la ventanilla trasera, podía ver el coche gris metalizado de la estatal que los seguía con las luces encendidas, y a los dos polis bien pertrechados mirándolo a él desde su propio parabrisas.

Haciéndoles compañía a unos sesenta metros de altitud estaba el helicóptero que tan bien le habría venido ahora a Reed Walker. Los dos ayudantes del sheriff (Bradley Heath, el rubio grandullón con melena hasta los hombros, y Shaniqua Griffin, la recia negra) eran precisamente los dos agentes que LaMotta, Muñoz y Spahn habían estado viendo por la tele en Leavenworth, en el noticiario de la CNN. Los agentes llevaban juntos apenas un mes y por ahora se desagradaban profundamente; así pues, no iban charlando ni intercambiando bromitas, por lo que el ambiente dentro del furgón no era lo que se dice muy alegre. Nick volvió a mirar la jeta de Byron Deitz y Byron Deitz volvió a mirarlo a él.

Reed se incorporó, tenso, sujeto por el cinturón de seguridad. A lo lejos, sobre el viento que mecía la hierba, pudo oír sirenas. Su radio volvió a la vida…

—Charlie Seis, pasa a operacional.

Así lo hizo Reed.

No le sorprendió el intercambio de adrenalínicas frases cortas. No ocurría a diario que uno tuviera que perseguir a un Viper en fuga por la autopista. El subidón era total. En días así, uno hasta pagaría por hacer el trabajo.

—Eco Cinco, acaba de adelantarme un Viper negro a toda pastilla, lunas tintadas. Sin identificación sobre el conductor, va hacia el oeste a la altura del kilómetro 566…

—Recibido —intervino otra voz (femenina). Parecía la de Kris Lucas, al mando de la unidad de perros—. Yo estoy unos cuatrocientos metros más atrás…

—Ha pasado tan deprisa que pensé que yo estaba parado…

—Y has tenido que bajar a hacer pipí…

De fondo, Reed oyó el sonido del motor de Kris acelerando, y al perro, de nombre Conan, ladrando como un loco en la parte de atrás.

—No puedo darle alcance; mi velocidad máxima es de dos cuarenta y el coche me vibra como un molinillo de café; ya casi no lo veo, es un puntito negro cada vez más pequeño. ¿Charlie Seis está por ahí?

Reed avanzaba despacio por la rampa de entrada. El enorme coche se mecía un poco a causa de la leva de competición, y Reed procuró que el ápice de la curva lo mantuviese oculto a la vista del Viper; contaba con el elemento hostia-de-dónde-coño-sale-este-tío para cuando diera gas y empezara a pisarle al otro los talones. Kilómetro 566 quería decir que el coche en fuga estaba a ocho kilómetros escasos.

Si el Viper negro estaba haciendo lo necesario para dejar tirado al coche de Kris Lucas, esos ocho kilómetros se los tragaría en menos de tres minutos. Reed pudo oír ya el penetrante gemido de un motor trucado, una especie de alarido que llegaba débilmente en alas del viento, y mucho más atrás unas sirenas.

Pulsó el auricular.

—Coche Canino, aquí Charlie Seis: ya lo oigo. Salgo a por él desde la entrada a la autopista del kilómetro 585. Voy a morderle el culo, tú quédate atrás, Kris, no quiero que revientes un neumático; esas unidades no están hechas para estas cosas, deja que yo…

El gemido de motor fue en aumento. Reed divisó una manchita desplazándose veloz por una pendiente a kilómetro y medio. El punto negro hacía diabluras entre el tráfico poco denso, cambiando peligrosamente de carril, serpenteando cuando había más automóviles.

Cosa rara, el resto de los automovilistas continuaba su marcha, apartándose cuando se acercaba el Viper (y sus perseguidores) o permaneciendo en su carril si no podían hacerse a un lado. Reed pensó que, además del retrovisor, estaban utilizando el cerebro. Quizá habían visto suficientes persecuciones en el cine o en la televisión como para saber a qué atenerse en esos casos.

Y, por propia experiencia, Reed sabía que los conductores de la interestatal norteamericana eran, en general, gente competente. Nada que ver con los conductores que uno se encontraba cerca de las ciudades.

Pudo ver a lo lejos el resplandor de luces policiales a bastante distancia del Viper, sus sirenas eran apenas audibles. Notó que el pulso se le aceleraba mientras se ceñía el cinturón de seguridad. Dejó el auricular en su sitio y pulsó ALTAVOZ justo en el momento en que el Viper se perdía de vista en una hondonada de la carretera, a poco más de medio kilómetro.

—Jimmy, lo tengo; estará aquí dentro de unos segundos. Allá voy…

—Eco Cinco me dice que circula tranquilamente a ciento setenta, ¿cuánto puede tardar?

Reed visualizó los siguientes treinta o cuarenta kilómetros de interestatal en sentido oeste desde el punto en que se encontraba: suaves colinas, curvas lentas y abiertas, el sol en descenso dándole justo en los ojos, tres intercambiadores, el paso elevado de Holland Creek al cabo de seis kilómetros, luego un trecho largo y desnudo de unos doscientos cuarenta kilómetros, el desvío de la comarcal 440, tres kilómetros más allá el área de servicio Super Gee donde paraban los camioneros (una hectárea y media e iluminación por lámparas de arco, camiones articulados de aquí para allá: habría que bloquear el paso), y luego, justo a sesenta kilómetros de su posición actual, la enorme zona de peaje que ocupaba los cuatro carriles a la altura del Pinchbeck Cut. Para casos de necesidad, el peaje disponía de parrillas con clavos capaces de reventar los neumáticos de cualquier vehículo que pasara por encima. Lo que le pasaría justo después a cualquier coche que circulara a doscientos noventa por hora iba a ser memorable.

Reed hizo un cálculo mental: a doscientos noventa el Viper cubriría cuatro kilómetros en sesenta segundos, por lo tanto sesenta kilómetros en… «¡Uf! —pensó—, los próximos trece minutos van a ser pero que muy interesantes».

—Necesitaré que coloquen todas las barreras en las salidas entre aquí y el Pinchbeck Cut…

—Ya lo han hecho…

—Y llama a Rowdy, del Super Gee. Habla por la banda ciudadana, avisa a los camioneros que estén todavía en la bajada y dile a Rowdy que no deje salir ni a un solo camión hasta que tengamos a este tipo esposado…

Acto seguido, el estruendo de un motor: el Viper coronando la hondonada a toda velocidad, los flancos abultados como un leopardo, zampándose la carretera, el morro pegado al asfalto.

Reed tuvo apenas tiempo de ver dos caras en el interior, dos hombres blancos, uno de ellos con barba, antes de que el Viper pasara de largo con un alarido de efecto Doppler. Visto y no visto.

—Jimmy, allá voy…

—Recibido…

Reed bajó el sonido de la radio (a partir de ahora se trataba de un mano a mano entre el Viper negro y el Ford Interceptor), oyó a Marty Coors decir algo sobre coches patrulla y que bloquearan salidas, pero las voces parecían perderse a medida que su coche ganaba velocidad, los neumáticos echando humo, el motor calentándose con un rugido gutural, y aquel peso empujándolo contra el respaldo del asiento, su cuerpo cada vez más pesado, los brazos rígidos sobre el volante, el pie derecho pisando a fondo el pedal.

«Debe de ser algo así, pilotar un cohete en cabo Kennedy. ¡Qué pasada!».

El coche patinó un poquito al salvar la banda sonora, Reed enderezó el rumbo y se lanzó por la autopista como un misil. Vio fugazmente un monovolumen rojo por el retrovisor lateral (una rubia guapa con la boca muy abierta y los ojos desorbitados al adelantarla como una centella), y un trecho más adelante el punto negro del Viper. Reed fijó la vista en él y empezó a notar que su Ford entraba en la zona excitante del cuentarrevoluciones.

Aquella bestia volaba de verdad.

La pantalla del coche iba proyectando su velocidad en el borde inferior del parabrisas; los números rojos se sucedían (104, 113, 125); el Viper no se hacía ya más pequeño con tanta rapidez. Reed conectó las luces del techo y la sirena; la carretera trazaba una curva y el sol lo deslumbró al darle de lleno en la cara. Bajó la visera.

Los números de la pantalla continuaban su progresión ascendente (152, 192, 224, 237, 251, 270, 275), con aquella sensación de aplastamiento al ponerse en marcha los propulsores; era como estar pilotando un misil de crucero, el coche aferrado al terreno, agarrándose en las curvas. Reed podía notar la textura del asfalto a través de las ruedas.

El Viper era como una cinta negra serpenteando entre el tráfico. Santo cielo, un movimiento en falso de cualquiera de los automovilistas normales y aquello se iba a llenar de fragmentos de coche y anatomía humana. Reed sintió que le hervía la sangre al ver al Viper colarse entre dos vehículos; ambos conductores pisaron el freno al dar contra los protectores, y sus neumáticos escupieron un humo azul.

«Hijo de perra», masculló Reed mientras las cifras iban cambiando en su parabrisas (272, 278, 286); tuvo que esquivar a un todoterreno que se había detenido en medio de la autopista, oyó un grito y vio que un hombre agitaba el brazo al pasar él.

Estaba cada vez más cerca del Viper, a una treintena de metros, que pronto serían veinte. El tipo que iba al volante debía de estar mirando por su retrovisor y pensando: «¿Quién coño es este tío?».

Reed localizó el punto flaco del Viper en la parte inferior del costado izquierdo, donde pensaba incrustarle su parachoques reforzado. Un golpecito a esta velocidad, y un coche de doscientos mil dólares se convierte en una peonza. Los metros fueron reduciéndose, ya solo eran centímetros, y de repente vio que la cola del Viper bajaba y los neumáticos se volvían borrosos al pisar más a fondo el conductor en un intento de sacarle al motor todo el rendimiento que pudiera tener todavía. El Viper saltó hacia delante como un caballo espoleado y empezó a poner distancia otra vez, quince metros, veinte metros…, haciéndose pequeño.

Reed pisó el pedal del gas hasta el fondo, pensando: «La ingeniería americana es la hostia, ¿o no?».

Aquel Viper era una auténtica belleza.

Reed estaba metido en «la zona», y todo cuanto había a su alrededor se convirtió en un río de colores y sonidos que iba quedando atrás, el parloteo de la radio en segundo plano, el rugir de los motores más tenue cada vez, en su cabeza nada más que el sonido de su propia respiración y el martilleo acompasado de su corazón.

En aquel universo había solo dos puntos: el voluminoso capó del Ford y el gordo culo negro del Viper. Reed fijó la vista en la matrícula de Kansas (HARLEQUIN) en letras azul marino sobre fondo azul cielo; el logotipo de los Wildcats de Kansas; una chapa de matrícula enmarcada en eslabones de cadena (LITTLE APPLE FINE CARS); todos estos detalles se grabaron en su retina conforme iba acercándose otra vez.

El mundo se volvió oscuro durante medio segundo, y el ruido de su propio motor rebotó hacia él al pasar como una flecha por debajo de un paso elevado.

Reed vio las letras negras del indicador en un costado del puente, COMARCAL 440, y calculó que habían recorrido treinta kilómetros. Faltaban tres para el área de servicio Super Gee. Y veintiocho kilómetros más hasta llegar al peaje del Pinchbeck Cut.

A esa velocidad tenía menos de seis minutos para alcanzar al Viper negro. Sus ojos enfocaron la pantalla (293, 299, 307, 312); el coche parecía ligero bajo sus pies y el volante empezaba a vibrar de manera preocupante aunque suave. Reed sabía que conduciendo a velocidades como esas la menor sacudida del volante, o un pequeño obstáculo en la calzada, podía hacerle salir volando por los aires y…

—Charlie Seis, un boletín para ti…

Reed volvió a subir el volumen del altavoz.

Era Marty Coors, con un tono de voz muy serio.

—Adelante, jefe…

—Me dicen de Kentucky que tienen a un hombre muerto a tiros en los servicios de la gasolinera Shell de Sapphire Springs; se trata de un tal Robert Lawrence Quinn. Kentucky tiene imágenes de circuito cerrado donde se ve a dos varones blancos saliendo de la gasolinera Shell a bordo del Viper negro de Quinn; el reconocimiento facial ha dado como resultado que se trata de Dwayne Bobby Shagreen y Douglas Loyal Shagreen, ex Nightriders, Poder Blanco, fanáticos además de memos. Los buscan por violación, agresión con lesiones y atraco a mano armada; se supone que van armados y son peligrosos. Reed, pase lo que pase, no te acerques a ellos hasta que consigamos refuerzos…

—Pero ¡si les estoy besando el culo, jefe!

—Apártate un poco, Reed. Va en serio.

—Tenemos un margen de cinco minutos hasta llegar al peaje; ¿vamos a cazarlos allí?

—La orden es dejarlos pasar…

—¿Qué? De eso nada.

—De eso «todo», Reed. En el peaje hay un montón de empleados, un montón de coches, gente que no tiene nada que ver, sin contar los tanques de propano para la calefacción de las cabinas. Si ese Viper sale volando, atropella a gente o revienta una bombona, la que nos cae encima puede ser de escándalo…

—¿Orden de quién, jefe?, ¿del capullo del gobernador?

—Esta transmisión está siendo grabada, agente.

Reed tuvo que contenerse.

—Vale. Está bien. Me aparto un poco. Si tengo que seguirlo voy a necesitar ese helicóptero y que despejen la autopista unos ochenta kilómetros, me harán falta ojos ahí arriba…

Pausa. Unas voces.

—Recibido…

Reed se encontraba a menos de cuarenta centímetros de la cola del Viper. Parecía que el coche negro no daba más de sí, su tope era 321 kilómetros por hora. Por la derecha vio acercarse el indicador del Super Gee, como un faro encendido, y había algo en un costado de la carretera, una masa baja y alargada de un color desigual, pero iba demasiado rápido para saber qué era; si golpeaba al Viper con su potente parachoques, yendo a esa velocidad, sería ni más ni menos que una ejecución.

A lo mejor buscaban eso, los muy capullos: muertos por un poli tras una salvaje persecución… De pronto vio asomar una cosa por la ventanilla del lado del copiloto, una mano enguantada, y la mano empuñaba algo, una gruesa pistola negra cuyo cañón estaba buscando el parabrisas de Reed, y a continuación un fogonazo, un humo azul y una bala enorme que impactó en el cristal, astillándolo, una diana hecha de minúsculos cráteres.

—¡Pistola! Tiene una pistola. ¡Me están disparando…!

Nick levantó la vista cuando la agente de policía cogió su radio. Habló una vez, una especie de ladrido seco, silencio, otro ladrido, y luego colgó de nuevo el aparato y se volvió hacia él. En el mismo momento todos pudieron oír que el helicóptero aumentaba la velocidad y salía disparado hacia delante. Nick vio que el aparato se ladeaba hacia el noroeste con los rotores girando a tope…

—La estatal necesita el helicóptero, Nick. Un coche en fuga está abriendo fuego contra el agente perseguidor.

—¿Nombre en clave?

Shaniqua puso cara de perplejidad.

—No lo tengo.

Un rugido de motor y el repentino gemir de una sirena; el coche patrulla los adelantó por la izquierda, una cosa borrosa de color gris pizarra se perdió en la distancia a gran velocidad, con las luces azules y rojas girando como locas, seguido de cerca por el voluminoso Suburban negro del FBI. Al cabo de un momento estaban solos en medio de la autopista. Deitz se había incorporado y miraba a su alrededor con gran interés.

—¿Los federales se largan también? —preguntó Nick.

Shaniqua asintió, con sus inexpresivos ojos grises muy abiertos.

—Sí. Parece que a los dos tipos del coche en fuga los busca el FBI.

—Busca el nombre en clave del coche al que están disparando, por favor.

Shaniqua pestañeó. Ella no sabía que Nick tenía un cuñado trabajando en la estatal a bordo de un vehículo de la policía. Se volvió hacia el frente, habló por el aparato y se volvió de nuevo.

—Es Charlie Seis. Un tal sargento Reed Walker. ¿Lo conoces?

—Sí. ¿Le han dado?

Más pestañeo y otro breve intercambio por la radio. Nick escuchó, deseando estar en el lugar que ella ocupaba, deseando tener su propia radio. Ahora mismo ni siquiera tenía un arma encima. Iba contra las normas estar en el cubículo para presos con la pistola reglamentaria. Tenía la Colt Python delante, en el suelo de la cabina donde iban los dos ayudantes del sheriff, dentro de una caja cerrada con llave.

Shaniqua se volvió de nuevo hacia atrás.

—No lo entiendo muy bien… parece que le están disparando… dicen que…

—Pásalo por el puto altavoz, tía —dijo Bradley Heath con aquella voz honda y suave como un chelo y su fuerte acento de Tennessee.

A Shaniqua no le gustó nada el tono, pero pulsó ALTAVOZ y el furgón resonó con las interferencias y el diálogo cruzado en la frecuencia de la policía estatal. Nick reconoció la voz de Reed, monótona y firme, pero tensa como un alambre.

—… no sirve de nada que me aparte, Jimmy, él sigue…

—Repito, Charlie Seis, sepárate, sepárate…

—Negativo, Jimmy, él me sigue disparando.

Una detonación y ruido de algo rompiéndose, y por debajo un estampido, como un trueno, y luego otra detonación, todo ello de fondo a las palabras de Reed.

—He reducido la velocidad, pero el Viper también, acaban de hacerme dos agujeros más en el parabrisas, el tipo va con medio cuerpo fuera de la ventanilla; esto es de locos, no pienso quedarme de brazos cruzados y dejar que me prenda fuego, voy a avanzar y me lo cargo…

—Negativo, Charlie Seis…

Reed otra vez sereno, firme, pero con la adrenalina a tope.

—Estoy justo a la altura del Super Gee, los camioneros han salido todos fuera, están justo al lado de la calzada, ese tipo puede pegarles un tiro en cualquier momento solo con mover la mano… Oh, mierda, ¡luces de freno!, ¡luces de freno! El tipo está dando marcha atrás y se me echa encima, estoy jodido, uf, ahí viene…

Reed dejó el micro abierto, pero no habló más.

Oyeron una sirena gimiendo más alto y luego un fuerte ruido metálico, y otro (a todo esto, Reed soltando tacos, los dientes apretados, su voz como un berrido), y a continuación el estrépito de algo que volcaba en la autopista, algo grande y sin duda metálico, de hierro, el chirrido escalofriante que producía al raspar el asfalto. La transmisión se cortó de golpe y en el interior del furgón policial se hizo un intenso y doloroso silencio.

Deitz esperó un rato antes de hacer lo que consideró un comentario útil.

—Eh, Nick —dijo, en un tono jovial—, parece que a tu amigo le acaban de dar para el pelo.

Nick se levantó y fue hacia Deitz, que estaba ya levantándose con un tintineo de grilletes, levantando los puños y poniéndose en guardia como un púgil, con el mentón bajo. Nick pasó olímpicamente de las reglas de Queensberry y lanzó el puño por encima de la guardia del otro para incrustarlo en el diminuto espacio fruncido entre las cejas derecha e izquierda de Byron Deitz, notando su tabique nasal crujir como una nuez y sintiendo el rebote del impacto a lo largo de todo el brazo y en los pectorales y deltoides, y bajando hasta la cadera.

Deitz bizqueó tras el puñetazo, sus gordezuelas piernas perdieron fuelle y su cabeza salió disparada hacia atrás hasta chocar con la pared interior del furgón, lo que produjo un sonoro y campanudo tolón. Después de rebotar, echando sangre ya por la nariz, Deitz fue deslizándose hacia abajo.

Nick se apartó y lo dejó caer.

Una voz femenina muy aguda le estaba chillando, y al volverse vio a Shaniqua aporreando con su manaza la tela metálica de la ventanilla entre los dos habitáculos, y a Bradley Heath gritándole a ella e intentando sujetarla…

—¡Eh, tú, no le pegues a mi prisionero…!

Pero su protesta quedó interrumpida y sumergida bajo el estentóreo, pasmado y casi reverencial «¡Hostia!» de Heath, y todos salvo Byron Deitz se volvieron y miraron hacia la carretera, donde una esbelta forma de color ámbar con ojos castaños ribeteados de blanco había surgido como de la nada a unos metros del parabrisas.

—Un ciervo… ¡un ciervo! —gritó con voz ronca Bradley Heath.

Todo el furgón se hundió con un fuerte estremecimiento. Nick, trastabillando, se agarró al montante de su izquierda; Heath tenía las piernas tiesas apretando el freno y los blandos neumáticos parecían a punto de fundirse… Fue como si todo dejara de moverse… Nick vio temblar los músculos bajo el pellejo del ciervo, vio su mirada de terror… un latido… otro más… y el ciervo que se estampaba contra el parabrisas, ciento veinte kilos de carne prieta, músculo y hueso estrellándose contra una pared de cristal reforzado que avanzaba a cien kilómetros por hora. El efecto fue literalmente espectacular.

El parabrisas explotó en una lluvia de añicos. El ciervo golpeó de lleno a Bradley Heath y a Shaniqua Griffin en la cara y el torso, aplastándoles el cráneo como si de huevos se tratara, y luego, moviéndose todavía a unos ochenta por hora, toda aquella masa de vísceras y huesos y sangre impactó en la tela metálica que había inmediatamente detrás, dándole una forma cóncava y arrancando prácticamente todos los remaches que la sujetaban al marco.

La mayor parte de los pedazos gruesos quedó pegada a la tela, pero Nick, que seguía en pie, traspuesto, recibió todo el empuje de aquella lava de sesos y fluidos varios y astillas de hueso que atravesó la tela metálica, decorando de sangre y despojos el interior del compartimento donde viajaban Deitz y él.

Nick sintió el violento impacto de la ola, caliente como café recién hecho, apestando a cobre y cegado, cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra el suelo y quedó tendido junto al todavía inconsciente Deitz mientras el furgón, sin nadie que lo condujera, giraba bruscamente a la derecha, se salía de la calzada, despegaba del suelo al golpear el quitamiedos, descendía pesadamente otra vez y aterrizaba sobre la rueda delantera derecha, que reventó al colisionar.

El furgón, con un rechinante gemido metálico como si un barco mercante arañara un escollo, venció majestuosamente hacia su costado derecho, golpeó con fuerza y rebotó una vez, volvió a caer y finalmente abrió un surco de unos cuatro metros y medio de ancho por cuarenta de largo en la hierba y la tierra rojiza, básicamente con el borde superior derecho del techo.

En el metro cuarenta y uno y pico, el borde delantero de lo que fuera un vehículo federal y que ahora era una especie de confederación de piezas de automóvil y material biológico variado, chocó con unos pinos y se detuvo bruscamente (de cien a cero en un segundo), expulsando de inmediato una masa indiferenciada de venado y fragmentos anatómicos policiales que salió volando por el destrozado parabrisas, salpicó los pinos aquí y allá, y esparció por la amarilla hierba cortadera un abanico de pedazos color carmín y rosa y morado en un radio de quince metros.

Nick Kavanaugh sobrevivió, aunque no volvió en sí hasta que el helicóptero de evacuación lo depositó al cabo de setenta y nueve minutos en el tejado del hospital Lady Grace, en el centro de Niceville; pero, incluso entonces, solo estuvo despierto el tiempo suficiente para reconocer el rostro sanguíneo y mal afeitado de Boonie Hackendorff, cuya expresión pasó de preocupada a mucho más preocupada cuando, a la pregunta que Nick tuvo apenas fuerzas para formular, respondió que no, que Byron Deitz no había muerto en el accidente y que, en aquellos momentos, se hallaba en paradero desconocido.

—Se ha esfumado —dijo, para ser exactos, Boonie.

—¿Y Reed? ¿Está bien?

Los bordes de la cara de Hackendorff palidecieron. Sus ojos estaban muy abiertos y compungidos.

—Reed está vivo. Pero muchas otras personas, no tanto.

Esas crípticas palabras y el esfuerzo que suponía intentar descifrarlas llevaron a Nick a una nueva zona de oscuridad.