Una casa a pie de calle

Una luminosa tarde de otoño en la zona de Garrison Hills, Niceville. Kate estaba esperando a que Rainey Teague y Axel Deitz volvieran del colegio Regiopolis. Lo hacía siempre que podía, eso de esperar en las escaleras, para que así Rainey y Axel la vieran al doblar la esquina. Ambos muchachos necesitaban ver que alguien los esperaba.

La madre de Axel trabajaba de lunes a viernes en Cap City como empleada civil del FBI, un trabajo que Boonie Hackendorff, el mandamás de la oficina local y amigo de la familia, se había sacado de la manga. Hannah, la hija de Beth, acababa de cumplir cinco años y durante la jornada laboral de su madre estaba en una guardería de Cap City para personal del FBI. Beth y Hannah iban los fines de semana a casa de Kate en Niceville.

El padre, Byron, seguía encerrado en el penal de Twin Counties, a la espera del resultado de un largo e intrincado recurso cuyo objeto era lograr su traslado a Washington, D. C., donde sería juzgado por presunta conspiración para vender datos relativos a la seguridad nacional a un país extranjero, concretamente China. Por lo visto, el gobierno chino había decidido que la muerte de sus ciudadanos era un acto de agresión por parte de las agencias de inteligencia estadounidenses.

El asunto se libraba en diferentes jurisdicciones, empezando por el Departamento de Estado, siguiendo por los tribunales y acabando por las tertulias radiofónicas. Kate había seguido el caso al detalle y pensaba que podía ocurrir cualquier cosa. O enviaban a Byron a Cap City para juzgarlo, o terminaba volando a Pekín encadenado de pies a cabeza.

En cuanto a Miles, el padre de Rainey, yacía tieso, frío y muerto en aquel templo neoclásico blanco que era la cripta familiar de los Teague, en la sección New Hill del cementerio confederado de Niceville. Miles estaba en el segundo piso contando desde arriba, justo debajo de un antepasado de nombre Jubal Teague, y al otro lado de Tyree Teague, hermano del anterior. Bajo la mano derecha, Miles tenía una cajita de caoba con lo poco que habían podido encontrar de su cabeza.

Jubal y Tyree eran hijos del tristemente célebre London Teague, que no estaba enterrado allí. Nadie sabía dónde había ido a parar su cadáver. Tampoco es que le importara a nadie. Corrían rumores de que había muerto de sífilis en un burdel de Baton Rouge, o quizá en Biloxi, viejo, amargado y curando sus penas con ginebra y arrebatos de violencia.

Su hijo Jubal, al parecer, había llevado una vida honrosa como distinguido oficial de caballería en el bando confederado durante la guerra de Secesión, la misma en la que su hermano Tyree resultó abatido por la metralla unionista en Front Royal.

Jubal Teague engendraría con el tiempo a un varón de lo más desagradable: Abel Teague. Estaba visto que en el linaje de los Teague no eran infrecuentes los hombres desagradables. Al igual que su abuelo London, el cuerpo de Abel Teague tampoco se hallaba en la cripta familiar, más o menos por las mismas razones.

Kate había emprendido un estudio informal del árbol genealógico Teague. No se lo había contado a Nick, cuya inquietud inicial con respecto a Rainey había ido menguando (en cualquier caso así lo parecía), y ella no tenía el menor interés en suscitar de nuevo esa inquietud. De modo que allí estaba Kate ahora, en el descansillo, esperando a que el último vástago de los Teague apareciera por Beauregard Lane. Y, sí, allí estaban ya los dos.

El corazón le dio un salto, como una aguja de tocadiscos sobre un vinilo antiguo, pero Kate procuró tranquilizarse. Últimamente le ocurría a menudo. Dos semanas antes había recibido una llamada urgente de Alice Bayer, la antigua ama de llaves de Delia Cotton. Nick le había conseguido trabajo como ayudante de la secretaría en el Regiopolis.

Alice la había llamado para explicarle que últimamente Rainey y Axel hacían novillos, y quería saber si ella podía ayudar en algo porque le «daban pena estos muchachos, con todo lo que han tenido que pasar».

En eso estaba pensando Kate cuando los vio acercarse por la acera. Vestían pantalón ancho de color gris y camisa blanca, cada cual con su corbata a franjas azul celeste y amarillo y su blazer azul marino con la insignia del Regiopolis, un crucifijo entrelazado de rosas y espinos. Era el uniforme de la escuela, un uniforme que Rainey llevaba desde los cuatro años, pero que era reciente para Axel.

En cuanto a Rainey, los jesuitas del Regiopolis y los terapeutas de Protección Infantil de los condados de Belfair y Cullen, así como los médicos y las diversas autoridades policiales implicadas en el Caso Rainey Teague (era uno de esos casos que parecía reclamar las mayúsculas), coincidían en que, después del trauma emocional que había sufrido el chico, lo que Rainey necesitaba era, sobre todo, una vida estable y predecible.

Había crecido cinco centímetros en los últimos meses y desde hacía semanas ya no iba a fisioterapia. Ahora se le veía fuerte y sano. Axel lo adoraba como los hermanos pequeños suelen adorar a los mayores. Para Axel, Rainey no podía hacer nada malo. Kate confiaba en que así fuera.

Los chicos llegaron al pie de la escalinata, cabizbajos, inmersos aparentemente en una apasionada conversación en voz baja, y ninguno de los dos vio a Kate.

Kate se disponía a decir algo cuando se percató de un destello verde en la plaza, cerca de la fuente, en un trecho iluminado por el sol sesgado.

Había allí una mujer con un vestido blanco, o quizá un camisón de dormir, y estaba mirando a Kate.

Por algún efecto visual causado por la luz que se colaba entre los árboles, la mujer aparecía rodeada de un halo verdoso, como si a su alrededor tuviera una nube de chispas esmeralda en movimiento. Era delgada y parecía que hubiese estado enferma mucho tiempo, pero tenía el cabello negro lustroso. La cara le resultó familiar, como si Kate la hubiera visto alguna vez, en sueños o en una vieja película. La mujer estaba muy quieta y parecía mirar la casa con gran atención.

Kate se vio abrumada por una fuerte sensación de déjà vu. Pero no tardó en flotar un nombre por su conciencia: «Anora Mercer».

Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. No era miedo. ¿Doloroso arrepentimiento, acaso? ¿Vértigo? ¿Estaba volviéndose loca?

Levantó la mano y la mujer, como si realmente estuviera allí, le devolvió el saludo.

Kate estuvo a punto de llamarla.

Pero una repentina ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles, la luz del sol se dispersó en sombras de un verde translúcido, y momentos después la mujer había desaparecido.

Kate oyó que Axel la estaba llamando. Al volver la cabeza vio que estaba al pie de la escalera, mirándola.

Kate perdió la sonrisa de inmediato.

—Pero, Axel, vienes hecho un desastre. ¿Qué ha pasado?

Axel ladeó la cabeza y la miró entre sus largos cabellos castaños con ojos cargados de ira. Le salía la camisa por fuera y las rodilleras de su pantalón estaban manchadas de barro.

Kate bajó los escalones y le puso una mano en cada brazo. Axel vibraba como una cuerda recién pulsada. Y cuando abrió la boca para contestar, Kate vio que tenía sangre en los dientes. Entonces miró a Rainey, que estaba junto a Axel con un brazo protector sobre los hombros del más joven.

—Se ha peleado con Coleman Mauldar —dijo Rainey.

Kate se sintió desfallecer. Coleman era el único hijo del alcalde de Niceville, un hombre jovial e implacable a quien todos llamaban Little Rock.

Coleman solo tenía catorce años, pero, gracias a la ruleta rusa de la genética, pesaba casi treinta kilos más y superaba en un palmo la estatura de Rainey y de Axel; era fuerte y ágil, un verdadero atleta, y su atractivo era comparable a su mala intención. Él y sus compinches, Jay Dials y Owen Coors, habían estado fastidiando a Rainey a raíz de su secuestro un año y medio atrás. Y como ahora Axel vivía con él, estaba siendo sometido al mismo trato.

—¿Qué ha ocurrido, Rainey?

Axel se pasó una mano por la cara, enderezó la espalda y respondió antes de que el otro pudiera abrir la boca.

—Le estaban llamando otra vez el Zombi y yo he pegado a uno.

—Nos hemos peleado con ellos —dijo Rainey—, pero la cosa no ha durado mucho.

—¿Y eso?

—Ha venido el padre Casey y ha dicho que no era una pelea justa, porque ellos eran más grandes que nosotros.

Axel se secó la nariz con la manga.

—Siempre estarán igual —se lamentó Rainey—. Yo soy el Zombi y Axel, el hijo del Matapolis. Nos seguían al venir hacia aquí, todo el rato insultándonos, hasta que hemos llegado a la esquina. Ojalá estuviese aquí mi padre. Les habría ajustado las cuentas.

Eso, lógicamente, le partió el corazón a Kate, pero no quiso que los chicos se dieran cuenta.

Kate había tomado la decisión de hablar con ellos sobre lo que Alice Bayer le había contado (ese era el motivo principal de que hubiera salido hoy a recibirlos), pero lo que acababan de explicarle se lo ponía difícil.

Su sensibilidad ante la injusticia, sin embargo, estaba enardecida.

Ser abogado de familia la había puesto en contacto con mucha estupidez y malicia infantiles, aunque no siempre los protagonistas eran niños.

Pero cuando sí… Rousseau opinaba que todos los niños eran inocentes hasta que el mundo de los adultos los corrompía. Rousseau se equivocaba de medio a medio.

Todo niño llevaba dentro su pequeña dosis de maldad, pero en algunos casos el niño era malo y nada más.

La gente no quería pensar en eso, pero era un hecho probado tanto en el mundo del derecho familiar como en el de Nick. Jay Dials no era, en realidad, un mal chico, pertenecía a una buena familia (su padre, Billy, era el propietario de una tienda de suministros para construcción en South Gwinnett), y Owen Coors era el hijo de un capitán de la policía estatal, Marty Coors, gran amigo de Nick.

Jay y Owen sabían distinguir perfectamente entre el bien y el mal. Pero, en opinión de Kate, cuando se juntaban con Coleman, todo cambiaba.

Detrás de su buena apariencia y de su carácter jovial, creía ella, Coleman Mauldar era un sádico y un monstruo, y en ese momento Kate se veía capaz de cualquier cosa, incluso de hacerle daño, para pararle los pies.

Axel y Rainey la miraban, y ella no dudó de que sus pensamientos se reflejaban en la expresión de su cara.

—Entonces, si Coleman es malo —dijo Axel—, ¿no pasa nada si le devolvemos el golpe?

«Es lo que me gustaría hacer», estaba pensando Kate.

—Habrá que tomar cartas en el asunto. Axel, tu mamá y yo iremos a hablar con el padre Casey sobre todo esto. Mientras tanto, entrad en casa los dos. Tenéis que limpiaros.

Axel asintió con la cabeza y pareció que se le pasaba el mal humor. Era un chico firme de carácter, en cierto modo más fuerte que Rainey. Subió los escalones aparentemente recuperado.

Rainey permaneció en la calle. Miraba hacia el parque donde estaba la fuente.

Kate se le acercó por detrás y reparó en la expresión de miedo de aquellos grandes ojos castaños.

Siguió la dirección de su mirada mientras pensaba en Coleman Mauldar y sus… sus compinches. Si habían tenido arrestos para seguirlo hasta allí, si estaban escondidos en el parque, lo iban a lamentar de verdad. A partir de ahora, iban a lamentar muchas cosas. Coleman Mauldar estaba a punto de convertirse en una de sus prioridades.

—¿Estás buscando a Coleman?

Rainey la miró con una expresión indescifrable y luego dirigió nuevamente la vista hacia la plaza.

—No, a otra persona.

—¿Otra persona? ¿Quién?

—Nadie —dijo Rainey volviéndose—. Una persona que vi una vez.

—¿Ahí en el parque? ¿La has visto ahora? Porque antes me ha parecido ver a una mujer en…

—No —la interrumpió Rainey escabulléndose—. No era nadie. Olvídalo.