En una prisión federal tres hombres
idean un sencillo plan
El penal de Leavenworth, un templo de piedra gris bajo un sol de justicia en mitad de las grandes llanuras del corazón norteamericano: la sala de los presos comunes era un verdadero horno y estaba atestada de reclusos fornidos. El recinto de techo bajo y desprovisto de ventanas apestaba a sudor y testosterona y al tufo amoniacal de las mondaduras de patata.
Aunque eran gente curtida en las cárceles, todos se mantenían aparte de los tres hombres que ocupaban un raído sofá verde de plástico situado en medio del espacio.
Los hombres, dos de ellos gruesos como bisontes añosos, recios y curtidos, y un tercero flaco, canoso y menudo que parecía más viejo que Matusalén, estaban muy pendientes de un noticiario de la CNN que se emitía en el enorme televisor de pantalla plana fijado a la pared.
Los tres hombres (Mario LaMotta, Desi Muñoz y Julie Spahn) pudieron ver claramente en la pantalla, que estaba protegida por malla de alambre, al tipo calvo y musculoso con perilla de motero que en ese momento salía de una ambulancia escoltado por una pareja de enfermeros. Dos ayudantes del sheriff flanqueaban a los sanitarios, y cerraba el grupo un tipo que cantaba a policía pese a ir de paisano.
Conducían al calvo por los escalones de mármol del juzgado del condado en una pequeña localidad del sur de Estados Unidos que, según se leía en los subtítulos de la CNN, se llamaba Niceville.
El malhechor lucía un mono de color naranja subido y unas chancletas. Llevaba cadenas en los tobillos y sus manos esposadas estaban sujetas a una anilla metálica prendida de un cinturón ancho de cuero. El cinturón, por razones obvias, iba abrochado en la espalda.
Los ayudantes del sheriff, una mujer negra corpulenta con ojos gris acero y un blanco gigantesco de rostro colorado y melena rubia hasta los hombros, parecían preocupados y tensos. También el poli, un hombre de rostro anguloso con el pelo entrecano, traje azul marino y camisa blanca sin corbata. Llevaba un gran revólver de acero inoxidable en su cartuchera; les pareció que seguramente era un Colt Python. Prendida del cinto, una placa de oro ovalada. Tenía la vista fija en la espalda de los dos ayudantes. Su expresión era seria, y no paraba de lanzar miradas a los de los medios.
Los ayudantes del sheriff embestían como toros entre los periodistas, seguidos muy de cerca por el del traje azul.
La gente de los medios se les echaba encima, cómo no, poniéndoles micros en las narices, gritando preguntas estúpidas, agarrándolos de mangas y hombros. Un tipo grandullón que lucía una sahariana de Banana Republic arrimó su micro peludo con el logo de LIVE EYE 7 a la cara del inspector de azul, dándole un buen golpe en la mejilla. Se produjo un breve escarceo, la cámara dio una sacudida y aquello fue el caos; finalmente la imagen se estabilizó y el de la sahariana apareció tirado de espaldas al pie de la escalinata, agitando brazos y piernas como un escarabajo panza arriba.
La cámara de la CNN ofrecía un primer plano de él y, a continuación, una panorámica del poli de paisano, que había seguido su camino. El resto de los periodistas se apartaba unos pasos.
Los ayudantes del sheriff, que no habían visto nada, y de haberlo visto habrían disfrutado de lo lindo, llevaron al recluso hasta la entrada, donde el individuo consiguió de alguna manera volverse y mirar a la multitud en ascenso, con el rostro colorado y la boca en una horrible mueca, y luego gritó algo, algo que LaMotta, Muñoz y Spahn no alcanzaron a oír por el ruido que había en la sala.
—Es él —dijo LaMotta señalando a la pantalla con un dedo como una salchicha—. Ese es el Cabrón de Mierda.
Su voz sonaba como salida del fondo de un pozo de alcantarilla. Tenía el pelo negro y espeso, y se lo peinaba hacia atrás con gomina. Dado que cargaba ciento treinta kilos de músculo y grasa en un esqueleto que no debería pasar de ochenta, parecía una morsa parlante. Hasta ahora nadie se lo había dicho.
—¿Tú crees? —dijo Muñoz, sarcástico, porque ni hartos de whisky iban a olvidar al Cabrón de Mierda.
Desi Muñoz tenía la cabeza tan pelada como un enganche de caravana y unas boscosas cejas negras que se peinaba hacia arriba, como si pensara que algún día le crecerían tanto como para que parecieran pelos de la cabeza.
—El puto Byron Deitz. En carne y hueso.
—¿Qué diantres pasa esta vez? —preguntó Julie Spahn.
Venían siguiendo la saga Byron Deitz desde la primavera, cuando salió por primera vez a la palestra el asunto del robo al First Third y su implicación en él.
—Lo están llevando a otra de esas puñeteras audiencias. Los federales quieren que pase por el D.C. para responder de esa acusación de espionaje. Pero la poli local quiere retenerlo. Dicen que está enfermo del corazón, de ahí los sanitarios; los federales creen que es un engaño y pretenden llevárselo sí o sí al D.C. Deitz sostiene que él sabe quién atracó el banco, pero dice que no piensa soltar prenda hasta que los federales retiren el rollo espía. Es lo que se conoce como punto muerto.
—¿Y el dinero?, ¿lo han recuperado?
—Por ahora, no —dijo Muñoz—. En alguna parte tiene que estar la puta pasta. Ni el menor rastro en seis jodidos meses.
—Oye, ¿quién es el poli ese del traje azul? —preguntó LaMotta—. Tiene pinta de ser duro de pelar.
—Ahí lo va poniendo —respondió Muñoz—. En los letreritos de abajo.
LaMotta se fijó en las palabras que corrían en la parte inferior de la pantalla.
PERIODISTA DE LA FOX AGREDIDO POR INSPECTOR DE LA BIC LOCAL EN UNA AUDIENCIA POR CARGOS DE ASESINATO Y ESPIONAJE
—¿Qué cojones es la «be i ce» local?
—Brigada de Investigación Criminal. Manda más que los polis de a pie, pero menos que los inspectores del Estado. Cubren unos cuantos condados y tal.
LaMotta no lo entendía.
—¿Y qué hace un tío de la BIC local acompañando al preso?
—Se llama Nick Kavanaugh —dijo Desi Muñoz—. Kavanaugh es cuñado de Byron Deitz. Deitz está casado con una tal Beth Walker, hermana mayor de la mujer de Kavanaugh. Será que piensan que Kavanaugh puede hacer hablar a Deitz, yo qué sé, por aquello del parentesco. De momento no les ha funcionado.
—Y ¿tú cómo sabes todo esto?
—Le pregunté a Swanson, el capo del bloque. Nos debe una.
—No jodas. ¿Cómo lo ha sabido él?
—Pues buscando en internet.
LaMotta reflexionó unos instantes.
—Ese poli podría ser un modo de llegar a Deitz, ¿no?
—Podría —dijo Muñoz, muy poco convencido—. Yo lo veo demasiado bruto. A estos les pegas un mamporro y te partes la mano. Dice Swanson que el tío tiene un carretón de medallas, que es un héroe de guerra. Parece que estuvo en no sé qué fuerzas especiales, allá en Afganostán o Laquintapollastán, por ahí. Quizá sería más fácil con la parienta o con la hermana.
LaMotta asintió sin más.
Spahn señaló al televisor.
—Ese pueblo de mala muerte, ¿cómo coño se llama?
—Niceville —dijo Muñoz con una sonrisa—. Está por el sudeste, a pocos kilómetros de Cap City.
—¿Tenemos a alguien en ese agujero de mierda? —preguntó LaMotta.
—¿Dónde?, ¿en Niceville?
—Sí, hombre.
—Aún no. Pero está claro que habrá que hacer algo respecto a Deitz. En cuanto salgamos de aquí.
—Eso no lo ha olvidado nadie —dijo Spahn tranquilizándolo.
—Mientras tanto, nosotros aquí sentados, tocándonos los huevos. Estaría bien tener algún contacto allí, podría adelantarnos un poco de trabajo. Así sabríamos dónde metemos las manos…
Spahn enseñó una sonrisita.
—¿Las manos? Tú se las metes a tu mujer, ¿no?
—Muy gracioso, Julie.
LaMotta se evadió un rato, rememorando lo que Deitz les había hecho. Luego meneó la cabeza. Todos se acordaban muy bien. No lo habían olvidado durante los mil ochocientos cuarenta y siete días que llevaban encerrados. Pronto saldrían en libertad. El mierda de Byron Deitz no disfrutaría de tanto tiempo para desear no haberles hecho semejante putada. Como mucho dieciocho horas. Tal vez menos.
—Así que todavía no han encontrado el dinero, ¿eh? —quiso saber Spahn—. Me refiero a la pasta que robó Deitz.
LaMotta y Muñoz negaron al unísono con la cabeza.
—De momento —respondió LaMotta—. Swanson me ha dicho que está todavía por ahí. Seis putos meses… Eso significa que lo tienen muy bien escondido. Me imagino que Deitz no va a dar ningún paso hasta que salga. Y luego le echará mano.
—Tres millones pudriéndose en un armario, en una taquilla —dijo Muñoz moviendo la cabeza—. Porque no sé si sabéis que el dinero se pudre, a no ser que esté guardado en un sitio seco. ¿Os acordáis de lo jodido que era tener todo aquel pastón a buen recaudo en Nueva Orleans?
—A lo mejor lo guardan en algún sótano y las ratas se están haciendo nidos con los putos billetes —dijo LaMotta.
Por un momento se quedaron los tres pensando en el dinero.
Julie Spahn tuvo la última palabra:
—Ese puto dinero es nuestro, tíos.