Plantación Hy Brasail
Sur de Luisiana, 1840
Era el 9 de julio de 1840, por la tarde. Ese día, London Teague cumplía sesenta y tres años y su tercera esposa estaba agonizando. Se llamaba Anora Mercer. Anora Mercer había sido una belleza famosa, una de las célebres Mercer de Niceville y Savannah. En una época London Teague quiso pensar que estaba pirrado por ella, pero eso fue en vida de Cathleen, su segunda esposa. Mientras Cathleen vivió, Anora Mercer fue fruto prohibido. Cathleen se quitó la vida el año siguiente y no pudo recibir cristiana sepultura. Su tumba estaba al pie del sauce grande que había en mitad del laberinto de boj. London Teague sabía por experiencia que la fruta no probada era a menudo la más dulce. Así había sido con Anora Mercer.
Pero Anora lo dejaba también.
Había caído enferma tres días antes, por la noche. A la mañana siguiente no se despertaba, y cuando finalmente abrió los ojos e intentó hablar, la voz le salió como si farfullara y los párpados se le cerraban de nuevo. Dijo sentirse aletargada y que le dolía todo el cuerpo. La fiebre fue subiendo poco a poco y los labios se le agrietaron, resecos. Notaba que la debilidad del tronco se le extendía hacia las manos, y al rato ya no era capaz de llevarse una taza a la boca. Empezó a respirar aprisa y con dificultad, hasta que cada inhalación se convirtió en una batalla.
Habían acudido los médicos, la habían examinado con sus anteojos puestos, tocándose las largas patillas. Paludismo, fue su diagnóstico, pronunciado entre grandes suspiros. Y quizá un poco de fiebre miasmática. Dijeron a las mujeres que le administraran tintura de láudano a conveniencia, que le practicaran sangrías y le diesen baños de sal. A continuación presentaron una minuta exagerada, bajaron hasta el embarcadero y abordaron un paquebote que se dirigía a Vacherie.
El estado de Anora se agravó.
La enfermedad no hizo sino extenderse. Se le hinchó la cara, le salieron cardenales en los muslos y el vientre. La garganta fue estrechándose por dentro hasta no permitirle tragar ningún tipo de alimento sólido; únicamente aceptaba agua con limón, manzanilla y tuétano de cordero mezclado con brandy. Nada parecía frenar el avance de la enfermedad y, al cabo de dos días, toda su belleza se había consumido.
No por ello dejó Anora de pelear, atendida por las mujeres. Aquel día, a las tres, un párroco de South Vacherie se había presentado en un carruaje de caza alquilado. Era un tal señor Horace Aukinlek, jesuita, un bilioso esqueleto andante con un ojo desviado y además tartamudo. Estaba ahora en la sala de música, su mohosa levita negra colgada de una silla, mancillando con sus tachuelas una de las mejores otomanas de la casa mientras ojeaba los Salmos con una colación fría y una jarra de sidra a mano.
A media tarde estaba claro que Anora no podía ya confiar en recuperarse. La máscara de la muerte, aquel rostro como calavera, iba cobrando forma bajo su piel, tensándola como el lienzo sobre un caballete, mientras su tez adquiría un tono cerúleo.
Habían enviado jinetes a Niceville para informar del estado de Anora a sus parientes, concretamente a su padrino, John Gwinnett Mercer, y la familia de este, pero la distancia era de casi seiscientas millas y difícilmente podía esperarse que alguien llegase a tiempo; fue, más que nada, una muestra de respeto.
John Gwinnett Mercer era un hombre voluble y no había visto con buenos ojos el compromiso matrimonial de Anora con un hombre que le llevaba cuarenta años, que había enviudado ya dos veces y que tenía fama de libertino.
London Teague no quería correr el riesgo de un prolongado distanciamiento respecto de Mercer, hombre acaudalado con gran influencia en Nueva Orleans y Memphis, de modo que envió jinetes pese al oneroso gasto que ello suponía.
Y entretanto, Anora aguantaba.
«Muere ya», pensó Teague cuando entró de nuevo a verla. Las mujeres se afanaban en torno al lecho de la enferma. No lo dijo en voz alta, pero la idea le rondaba.
Aquella renuencia a morirse de manera oportuna no era más que egoísta fingimiento, algo propio de mujeres y de débiles. Anora era como el actor cuyo papel en la obra ha concluido, pero que se empeña en no abandonar el escenario.
Y ese egoísmo había dejado en suspenso toda la actividad de la plantación. Sobre la mesa de la cocina estaba la triste cena fría a base de pan de centeno rancio y huevos duros, una tajada de añojo y un baltasar de Sillery en su cubitera de plata. Las chicas, Cora y Eleanor, estaban limpiando entre lágrimas el recinto para venados, y los dos chicos, Jubal y Tyree, hijos de Cathleen, que no querían ver morir a Anora pues la querían mucho, habían ido a Plaquemine a ofrecer una novena.
Los esclavos de la casa estaban todos ocupados en cuidar de la enferma y, como Anora era persona muy querida por todos, el trabajo en la plantación había quedado prácticamente parado. Y él, perdiendo dinero.
«Por el amor de Dios, mujer».
«Muérete ya».
Al atardecer las mujeres depositaron el maltrecho cuerpo de Anora en una silla con respaldo alto y la trasladaron, por la escalera de servicio, a la habitación Jazmín mientras le cantaban por lo bajo su canción preferida, «Annie Laurie». La habitación tenía vistas a la gran avenida de robles, considerada una de las joyas del sur de Luisiana. Los barcos que pasaban por el río Mississippi solían demorarse en el recodo, moviendo sus paletas hacia atrás para que los pasajeros pudiesen admirarla desde las barandillas.
La alameda se componía de veintiocho imponentes robles, catorce a cada lado. Los había hecho plantar un comerciante criollo muchos años atrás, antes de regresar a España para combatir contra Napoleón y resultar partido en dos por una bala de cadena en las murallas de Valladolid.
Los robles de Hy Brasail desfilaban en majestuosa progresión hasta la orilla del río, con sus frondosas ramas entrelazadas por encima del coto cerrado formando una suerte de cúpula verde catedralicia. Al fondo del paseo el río relucía en el crepúsculo vespertino.
Era el paisaje preferido de Anora Mercer, quien había expresado con frecuencia su deseo de morir, un día lejano, contemplando aquella vista.
Mientras la llevaban escaleras arriba, Anora había llamado, casi sin voz, a Teague para que le hiciese compañía, pero él no soportaba la visión de la enfermedad.
Le repelía.
Dio la orden y Second Samuel llevó a Tecumseh a la parte delantera de la casa. Teague montó en su impetuoso ruano y se alejó al trote por la sombreada avenida sin volver la vista hacia las contraventanas de la habitación Jazmín, donde sabía que ella estaría mirando. Al llegar a la verja torció a la izquierda e inició un largo galope aguas arriba hasta la casa de Telesphore Roman, que distaba algo más de dos millas, pensando todo el tiempo que llegada la noche Anora ya habría muerto.
Pero cuando regresó al trote por la avenida de robles se encontró allí a Second Samuel, plantado cual reproche viviente en los escalones de la entrada. El criado, con su acento antillano y aquel aire ligeramente retador que le caracterizaban, explicó a London Teague que la señora de la casa seguía debatiéndose con coraje, vaya que sí.
Cuando Second Samuel le cogió las riendas a Teague y acarició el agitado flanco de Tecumseh, Teague pudo ver claramente en los amarillentos ojos del hombre y en el gesto de su correosa mandíbula que los aposentos de los esclavos eran un hervidero de habladurías.
Mientras lo miraba llevarse el caballo a los establos, Teague pensó que, pese a no haber cumplido los cincuenta, Second Samuel era ya un viejo decrépito y encorvado. El esclavo llevaba a su servicio desde que la familia Teague se había visto obligada a huir por piernas de La Española.
Teague, que le consultaba siempre que la estúpida insolencia o la gandulería así lo requerían, nunca había acabado de decidirse a azotar a Second Samuel. Pero aquel hombre era tan descarado…
Notó que la bilis le subía a la garganta y empezó a ver borroso. Instintivamente echó mano a la pistola que llevaba remetida en el cinto.
Al poco rato apartó la mano.
Nadie que maltratara a sus animales podía ser bien visto en Nueva Orleans ni ser estimado por la gente que realmente importaba, y a London Teague le era muy necesario estar a bien con la gente que importaba.
Second Samuel se había alejado ya un buen trecho. Iba hablándole flojito a Tecumseh, que lo conocía desde que era un potrillo, cuando Teague lo llamó.
—Samuel, ¿han encontrado a Talitha?
Second Samuel se volvió, tirando del cabestro de Tecumseh. El caballo había olido a las yeguas y no quería detenerse. Relinchó e hizo una cabriola, pero Second Samuel lo sujetó con fuerza mientras pensaba en la pregunta y en lo que podía significar para Talitha, que era la mayor de sus hijas y lo traía por la calle de la amargura.
Talitha faltaba de la casa grande desde la noche en que la señora había enfermado, y no habían vuelto a verla más. No era esta la primera vez que desaparecía; era una chica obstinada y le gustaba ir a dar paseos. En una ocasión se había alejado tierra adentro y había cruzado los pantanos hasta las inmediaciones de South Vacherie. Pero nunca había tardado tanto en regresar. Era la tarde del tercer día y era preciso tomar cartas en el asunto. Teague vio que el hombre dudaba, pero no quiso hacer caso.
—Pues todavía no, señor London.
—¿Quién está buscando?
—Los hombres del señor Coglin, creo.
—¿Con los perros?
—Aún no, señor London. Esos perros van muy a la suya y suelen causar desperfectos. Usted siempre dice que no quiere que el ganado sufra ningún daño.
Teague asintió, despidió con un gesto a Second Samuel y subió lentamente los escalones. Las tablas del suelo crujieron cuando recorrió el corto trecho hasta la puerta abierta. El vestíbulo principal estaba desierto, pero la casa apestaba a enfermedad y muerte. Siguiendo la vieja costumbre, el gran espejo dorado del salón había sido cubierto con un paño negro, lo mismo que el resto de los espejos de la casa.
Los irlandeses creían que el espíritu del recién fallecido podía colarse en un espejo sin tapar y vivir allí, entre dos mundos, eternamente atrapado.
De ahí que taparan todos los espejos.
London Teague tomó aire y lo aguantó.
«Muerte».
La casa apestaba a muerte y agonía. Fluyó como miasmas escaleras abajo hasta encharcarse alrededor de sus botas. Teague echó un vistazo a la sala de música y vio que estaba todavía infestada por el señor Aukinlek. Expulsó el aire, se sacudió el polvo del pantalón de montar, restregó las botas en la rejilla contigua a la puerta y fue a buscar su petaca de tabaco.
Unos minutos después de medianoche Teague estaba en la galería frente a la habitación Jazmín, sentado en una mecedora de mimbre, todavía con la ropa de montar y la chaqueta azul colgada detrás de él en la barra de la mecedora. Fumaba una pipa de madera de brezo cargada con latakia y tenía los pies apoyados en la barandilla.
A través de las contraventanas abiertas le llegaban las voces quedas de las mujeres que atendían a Anora y la monótona cantinela de Aukinlek administrando la extremaunción, y por debajo de estos sonidos la voz quejumbrosa de Anora cuando enjugaban su cuerpo con esponjas mojadas en vinagre y acercaban hielo a sus hinchados labios.
Teague inspiró con un resuello y movió su enorme y greñuda cabeza. Ni siquiera el humo de la pipa lograba disimular aquel olor a enfermo.
Se levantó con esfuerzo de la mecedora y caminó un trecho por la galería con un tintineo de espuelas; las viejas tablas gruñían bajo su peso. Pasó muy cerca de donde estaba Kate, todavía en la oscuridad junto a las contraventanas. A ella le llegó el olor a tabaco y el sudor rancio que despedía su ropa.
Teague era un hombre corpulento y grueso, con su metro ochenta largo y sus noventa kilos, de los que la mayoría eran músculo. Pero esa noche le pesaban, literalmente, los años, las cosas que había tenido que hacer y los problemas de ellas derivados.
Y hoy había algo en la galería que le preocupaba. Notaba allí una presencia, sentía que estaba siendo observado, evaluado, y no precisamente con buenos ojos. Estaba siendo juzgado.
¿Sería acaso su conciencia? Lo dudaba mucho. Nunca le había ocurrido, y no porque no le hubiera dado él motivos para hacerlo. Se encogió de hombros, quitándose de encima la preocupación.
Al final de la galería apoyó el hombro en la columna de la esquina y contempló la noche, sintiendo palpitar de vida la plantación ahora a oscuras; el vaporoso calor la cubría como una manta de lana.
Hacía demasiado calor para dormir, de ahí que casi todo el mundo estuviese congregado bajo los álamos que había junto al picadero; las puntas de sus puros eran como ascuas rojas en la oscuridad. Junto al Mississippi había chicas cantando «Shall We Gather at the River» mientras se lavaban. Un mocoso lloriqueaba en la planta baja. Por momentos el llanto degeneró en sollozo, pero de repente el niño berreó de mala manera y se oyó un bofetón seco que lo hizo enmudecer.
Por entre el musgo que colgaba de las ramas de los robles revoloteaban luciérnagas. Un asomo de brisa llegaba de la parte del río, trayendo consigo el fértil aroma a juncos y lodo fluvial. Las ventanas de las chozas brillaban con luz de faroles. Humo de lumbre flotaba a la deriva en la oscuridad, y Teague oyó débilmente el rasgueo de una mandolina en la casa del capataz, que estaba al final del huerto de melocotoneros. De las caballerizas le llegó un potente relincho, casi un bramido, seguido de un estruendo cuando Tecumseh sacudió de una coz las tablas de su pesebre.
Oyó crujir a su espalda las tablas de la galería y al volverse vio una silueta negra en las sombras, un dedo de luz amarilla sobre uno de sus pómulos, los ojos ocultos en la negrura.
Talitha.
Teague se apartó de la barandilla y fue hacia las sombras donde ella estaba.
—¿Se puede saber qué haces aquí?
Talitha habló en un susurro ronco:
—¿Vive todavía?
—Sí —dijo Teague en voz baja, enojado, manteniéndose a distancia de la muchacha—. ¿Cómo es posible?
Talitha se acercó a él, entrando en el charco de luz que salía de la ventana. Teague escrutó sus ojos almendrados, sus labios entreabiertos, el leve posarse del vestido de vulgar algodón sobre su curvilíneo cuerpo, sus pechos altivos, los pezones tiesos bajo la fina tela. Notó su olor y la sangre se le encendió. Talitha era para él como una dolencia; incluso en el catre de una esclava, era el demonio en persona.
—No sé —dijo—. Nadie había durado tanto.
—¿Dónde te habías metido?
Silencio. Y luego un destello blanco: su sonrisa.
—¿Por qué? ¿El señor London me echaba de menos?
Más descaro, más insolencia.
—Responde.
—He estado por Thibodaux —dijo ella, con picardía—. En nuestro lugar secreto. Esperando. Pensaba que irías a buscar.
—¿Con Anora agonizando y la casa patas arriba?
—Has venido otras veces, señor London. Has venido muchas veces.
—Estás llamando la atención, muchacha. Y ahora subes la escalera a escondidas, de noche. ¿Y si te ha visto alguien?
—Sé cómo hacer para que nadie me vea, señor London. Eso lo saben los buenos hijos de esclavos.
—Ha sido una estupidez que vinieras. Y una estupidez que te escaparas esa misma noche. A la gente no le parece bien. Ya hay habladurías. Has llamado tontamente la atención. ¿Aún tienes el animal?
Ella levantó las manos hacia la luz. Sostenía un costurero de mimbre con la tapa sujeta por unas cintas de color rojo.
—Sí, pero tu señora está rodeada de mujeres. No hay modo de acercárselo otra vez. Además, con este calor y a oscuras es peligroso de manejar. En una noche como esta, sería capaz de atacar a cualquiera.
Teague no dijo nada durante un rato. Escuchaba las voces en el cuarto de la enferma; alguien cantaba «Annie Laurie» con voz infantil. Se lo cantaban a Anora cuando se quedaba dormida.
—Está moribunda —le dijo a Talitha—. No hace falta correr ese riesgo. No deberías haber subido. Vete por la cocina. Espera en el laberinto junto al sauce grande. Yo bajaré más tarde.
—Si vienes pronto, haré que te olvides otra vez de la señora.
—No me reprendas —dijo Teague, de mal humor.
Talitha adelantó las manos con el costurero, agitándolo. Teague se echó hacia atrás. Lo que había dentro emitió un ruido como de cafetera y la cesta se movió en los costados al enroscarse dentro el animal.
Talitha enseñó los dientes.
—Más vale que vengas pronto —dijo, con fuego en la voz—, o me buscaré otro. El señor Telesphore hace días que me lanza miradas.
Teague levantó la mano, pero ella se escabulló del golpe sin emitir el menor sonido. Teague se quedó mirando un buen rato las sombras más densas por donde ella había desaparecido. Kate estaba allí de pie, cerca, oyéndole resollar, oliendo aquella mezcla de tabaco y cuero y sudor, pensando en él.
Teague notó una mano helada en la nuca y movió la cabeza como un percherón. Dio media vuelta y caminó hacia las contraventanas, pasando cerca de Kate y evitando, le pareció a ella, el espacio en que esta se encontraba.
Luego se detuvo en el umbral, inspiró hondo y entró en el cuarto de la moribunda.
Estaba iluminado mediante velas colocadas en sillas alrededor de la cama de Anora, y uno de los criados, Cutnose o quizá un hermano suyo, estaba sentado en el rincón y tiraba de un cordel que colgaba de un ventilador hecho de tela bordada y suspendido de las vigas. El ventilador se movía perezosamente adelante y atrás, haciendo palpitar la llama de las velas al tiempo que pintaba misteriosas sombras en las paredes.
En su lecho, Anora parecía una muñeca, encogida y macilenta. Tenía los ojos cerrados y su cabellera negra, lo único que quedaba de su legendaria belleza, yacía en abanico formando un reluciente arco sobre la almohada de raso. Sus amarillentas manos estaban unidas encima del cubrecama, y entre sus dedos descansaba un rosario de peridoto.
Las mujeres (Flora, Jezrael y Constant) levantaron la vista de sus respectivos rosarios al entrar London Teague en la habitación. El señor Aukinlek estaba de espaldas a la ventana y no oyó entrar a Teague. En ese momento estaba leyendo un salmo: «Sean avergonzados y humillados, Señor, aquellos que buscan mi vida…».
—Basta —dijo Teague interrumpiendo los rezos—. Márchense todos.
Las mujeres se levantaron sin rechistar, lo mismo que Cutnose, y al salir pareció que sus cuerpos cimbreaban en la luz. Aukinlek se volvió para decir algo solemne, pero una mirada de Teague lo dejó tartamudeando hasta que se marchó también. Teague se acercó a la cama, miró a Anora, que no había abierto los ojos ni se había movido, y luego echó un vistazo a su alrededor.
La habitación Jazmín debía su nombre a que Anora había encargado a un artista de Baton Rouge que pintara a mano una enramada de jazmines en el techo y hasta media pared. Era una habitación alegre y bien ventilada, con ventanales de guillotina que daban a la galería. Habían retirado la alfombra y gran parte del mobiliario a fin de dejar sitio para el sofá cama, la tina para el baño de sal y una larga mesa de caballete donde se apilaban jofainas y paños limpios.
Lo único que quedaba de los accesorios originales era un antiguo espejo de barroco marco dorado; no era un espejo grande, pues medía poco más de medio metro de lado, pero Anora lo apreciaba mucho porque lo había heredado de su familia. Antiguamente había estado en el dormitorio de su abuela en la casa que tenían en Dublín.
Se decía que el espejo procedía de París, donde los Mercer habían sido en tiempos la familia Du Mêrcièr. Eso fue antes de la época del Terror, y varios miembros de esta rama familiar habían logrado escapar de la guillotina. El espejo en cuestión era lo único que quedaba de aquellos tiempos lejanos, de ahí que fuera tan precioso para Anora, un recordatorio de cuanto los Mercer y los Gwinnett habían ido perdiendo a lo largo de siglos.
Siguiendo la costumbre, el espejo estaba ahora cubierto; era un severo rectángulo negro en medio de un campo de jazmines pintados.
Teague arrimó una desvencijada silla de madera y se sentó. El armazón crujió bajo su peso al inclinarse él hacia atrás y cruzar las piernas. La respiración de Anora se aceleró; de pronto abrió los ojos y miró a su alrededor con expresión asustada hasta detenerse en Teague.
Su expresión de temor cambió a una mirada directa y serena, aunque la luz de sus ojos estaba empañada y su rostro era casi irreconocible.
Movió los labios, pero no salió el menor sonido, únicamente una serie de ruidos secos. Teague sirvió agua en una taza de plata y se la acercó a Anora a los labios, ayudándola con la mano izquierda. Anora estaba caliente como un fogón encendido y tenía la blusa de hilo empapada.
Consiguió tragar un poco de agua y Teague la acostó de nuevo. Ella cerró los ojos y, al cabo de un rato, los volvió a abrir.
—He preguntado varias veces por ti, Lon… ¿Dónde estabas?
—Tuve que ir a ver a Telesphore. Cosas de negocios.
—Te vi… te vi partir a caballo. No miraste atrás, claro que tú nunca lo haces.
Pausa.
—¿Por qué preguntabas por mí, Anora?
Otra larga pausa mientras ella parecía hundirse en sí misma. Finalmente consiguió volver a la superficie.
—Las… niñas, Lon. ¿Irás a verlas? Sobre todo a Cora. Ella… ella no lo entenderá.
Teague suspiró, procurando no enojarse.
—Si te refieres a si velaré por sus intereses, de eso se ha ocupado ya, y mucho, tu padrino. Su dinero está tan a salvo como lo ha estado el tuyo. A nosotros de poca cosa nos ha servido, pero ese fue el deseo de John Gwinnett Mercer.
Anora cerró los ojos y permaneció un rato en silencio. Teague observó subir y bajar su pecho bajo la sábana. Era como si allí debajo hubiera un pajarillo, apenas un febril palpitar.
—Tú… dispondrás de la tontina cuando yo falte, Lon. Con eso podrás resolver tus… asuntos. Lo que deseo que hagas… lo que… te exijo… es que cuides de ellas, Lon, que te preocupes de ellas como haces con Jubal y Tyree. Cora solo tiene seis años, Eleanor no ha cumplido aún los ocho. Te necesitan. Tú tienes una gran capacidad de amar, Lon… me amaste a mí hace tiempo… demuéstrales a ellas que las quieres. Eres su padre. Llevan tu sangre como llevan la mía.
Teague había tomado ya la decisión de enviar a Cora y Eleanor a Niceville, a casa de los Mercer o los Gwinnett. No tenía conocimientos ni paciencia para educar a un par de crías inútiles, sobre todo ahora que sus recursos estaban tan menguados. Y como eso era también obra de John Gwinnett Mercer, que fuera él quien cargara con las niñas.
En cuanto a Jubal y Tyree, con trece y quince años respectivamente, tenían por fin una edad útil. Una vez que hubieran pasado por el Trinity en Dublín y completado su grand tour europeo, podrían volver como hombres hechos y derechos y ocuparse de los asuntos de la plantación. Pero no había ninguna necesidad de comentárselo a Anora.
—Haré lo que es debido con las niñas, Anora.
—Nuestras niñas, Lon. Son tuyas y mías. ¿Me darás tu palabra?
—Sí, Anora. No les faltarán cuidados ni buena compañía. A eso me comprometo.
Ella pareció quedar satisfecha.
Los chotacabras y los grillos llenaron el silencio que siguió. Los esqueléticos dedos de Anora toqueteaban inquietos el rosario de peridoto, pero su rostro estaba sereno. La silla crujió cuando él se levantó. Anora abrió los ojos y Teague se quedó allí de pie, mirándola.
—¿Me das un beso, Lon?
Él dudó un instante, pero luego se inclinó para besarla en la mejilla. La piel estaba ardiendo y húmeda. Ella levantó una mano huesuda y agarró el pañuelo que él llevaba al cuello, atrayéndolo hacia sí. Entonces levantó un poco la cabeza, le besó en los labios y se recostó de nuevo, mirándolo fijamente.
No lo había soltado aún.
Movió los labios. Estaba diciendo algo. Él se inclinó un poco más. Anora tragó saliva y probó de nuevo.
—Tú me has matado, Lon.
Él se echó hacia atrás, pero ella lo retuvo.
—Lon, no me mientas a la cara. Son mis últimos instantes y no hay tiempo para más mentiras. Cuando me mordió la vi escurrirse por la colcha. Era una coral arlequín. Sé quién la puso en mi cama. Sé por qué ella la puso allí. Y tú también.
Anora le soltó y, mientras cerraba los ojos, volvió a coger el rosario.
A Teague le ardía la cara, pero su pecho estaba frío como el hielo. Miró la almohada bajo la cabeza de Anora. Ella tenía un pie en la tumba; bastaría un momento de presión para ayudarla a poner el otro pie. Kate vio sus manazas retorcerse, sus largos dedos extenderse, y supo qué era lo que estaba rumiando. Teague hizo un esfuerzo por dominarse.
—Si es verdad eso, lo de la serpiente, y que conste que yo no lo apruebo en absoluto, ¿por qué no has hablado antes?
—Estaba cansada… muy cansada de… de ti. Cansada de tus triquiñuelas. Yo te amaba, Lon. Ahora ya puedo morir.
—¿A quién… a quién se lo has contado?
—A nadie. No quiero que las niñas lo sepan.
—Anora… esto no es…
La mano de ella abandonó la sábana; los dedos estaban extendidos.
—No, Lon. Las últimas palabras que oiga no van a ser tus mentiras. Haz venir a Constant. Necesito dormir.
—Anora…
—No, Lon. Vete. Por lo que más quieras… vete.
Teague se la quedó mirando allí de pie, pero parecía que el moribundo fuera él. Anora estaba viva todavía, por muy poco, pero tan lejos de él como si yaciera ya dentro de la cripta familiar, en el camposanto de Niceville. Él, agitado, solo podía pensar en una cosa…
«¿Quién más lo sabe?».
Y la respuesta:
«Lo sabe Talitha».
Anora dormía, un sueño tan plácido después de tantos dolores y tanto debatirse que, al principio, Constant, Flora y Jezrael pensaron que tal vez había fallecido. Constant apoyó temerosa la mano en el pecho de Anora, y todas sonrieron cuando notó el tenue latir del corazón. Eran casi las tres de la madrugada y la vida en Hy Brasail estaba en su momento más aletargado. El viento susurraba entre las ramas de los robles y en la oscuridad del embarcadero ardía un farol solitario, un fulgor amarillo en medio de la noche sin luna. Constant se puso de pie, se inclinó para besar la frente de Anora y salieron todas en silencio de la habitación.
Junto al lecho de Anora ardía un cabo de vela.
Kate estaba allí, junto a la cama, contemplando a la moribunda. Entonces oyó un ruido, como un susurro seco, de alas. Un enjambre, una nube de libélulas, acudió a las ventanas y empezó a golpear los cristales en un vibrante resplandor verde a la luz de la vela.
La mosquitera que protegía el lecho de Anora ondeó ligeramente en la brisa. Ella se sumió en un sueño aún más profundo; su vida empezaba a flojear. Kate notó que se iba.
Se retiró hacia las sombras.
Anora despertó de repente con la sensación de caer al vacío, y en la claridad que arrojaba la vela vio a alguien sentado en la desvencijada silla que había al lado de la cama.
Era una muchacha. Talitha.
Estaba sentada muy erguida, con las rodillas muy juntas y los tobillos remilgadamente cruzados. Tenía las fuertes manos morenas sobre un costurero de mimbre. Miraba al vacío con expresión sombría y un aire distante, pero cuando Anora se movió, la muchacha desvió los ojos hacia ella y le sonrió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Anora con voz temblorosa.
—He venido a hacer las paces, señora, si es posible.
Anora buscó con la mirada el cordón que hacía sonar el timbre, pero había caído al suelo. Talitha se inclinó para cogerlo y lo dejó apoyado en el pecho de Anora. Su mano se demoró allí unos instantes y luego dio una palmadita a los dedos de la enferma.
—No tiene que temer nada. Ya no puedo hacerle más daño.
—Claro. Tú ya me mataste, ¿verdad?
—Sí, señora. Y por eso venía a…
—¿A expiar?
Talitha la miró perpleja.
—No sé qué quiere decir esa palabra, señora Teague.
—Quiere decir compensar lo que uno ha hecho mal. ¿Es esa que llevas en el costurero?
Talitha bajó la vista a su regazo. Levantó la tapa del costurero y metió la mano dentro. Anora se puso tensa y por su mente pasó la idea de tirar del cordón, pero algo se lo impidió.
Talitha tendió una mano. Enroscada a ella había una serpiente, no precisamente pequeña, de unos tres palmos. Tenía una cabecita alargada, con una franja amarilla alrededor, y el cuerpo presentaba bandas de color rojo claro y verde oscuro, separadas por una fina circunferencia de un amarillo subido. La serpiente se retorcía, agarrada por Talitha, asomando su lengua como antenas de una mariposa de luz.
Talitha la sostuvo en alto y la giró a la luz de la vela. Dos minúsculos fragmentos de luz amarilla centellearon en sus ojos como alhajas.
—La coral arlequín —dijo Talitha, como en trance, ante el reptil que ahora la miraba a ella fijamente.
—Ten cuidado —susurró Anora.
Pero Talitha se limitó a sonreír y luego se acomodó la serpiente en los hombros, donde esta se enroscó, se estiró y se aposentó, como si fuera un collar de vivos colores.
—Ya no puede hacernos ningún daño —dijo la muchacha.
—Entonces ¿por qué la has traído?
—Si no me equivoco, me enterrarán con ella.
Se quedaron un rato calladas. Anora miraba a Talitha intentando verla bien, pero la imagen se desvanecía y cobraba forma alternativamente. La muchacha pareció notarlo.
—Señora, si le pido que haga una cosa, ¿la hará?
—¿Qué es lo que quieres?
Talitha se volvió para señalar con un brazo el viejo espejo dorado. Faltaba el paño negro y el cristal reflejaba ahora la habitación, la macilenta mujer blanca tendida en su lecho, la joven negra sentada en la silla, el cabo de vela encendido.
—Que se levante y se mire en el espejo, por favor.
—No puedo.
—Sí que puede, señora. Tiene que intentarlo.
Anora probó, pero fue incapaz de incorporarse. Talitha se inclinó sobre ella y la levantó con sus robustos brazos jóvenes. Luego la llevó en vilo hasta el espejo y la depositó de pie en el suelo, descalza, ambas enmarcadas en el espejo, dos siluetas con un halo de luz de vela alrededor. Anora temblaba. Talitha se arrimó, la sostuvo con los dos brazos y la besó suavemente en la mejilla.
—No tema, señora. Al otro lado del cristal hay familiares. Papá dice que este espejo lo abrió la familia de ustedes cuando vivían en el París de Francia, hace muchos, muchos años. Dice que hubo algo que llamaban el Terror y que muchos de sus familiares fueron ejecutados. Les ponían el cuello debajo de una máquina y después el verdugo cogía las cabezas del cesto donde caían y las iba poniendo delante de este espejo, el mismo que se llevaron de la casa donde vivieron hace mucho, para que pudieran verse reflejados por última vez. Lo hacían por crueldad, porque en las cabezas aún quedaba un resto de vida y podían ver lo que les habían hecho, pero era la última cosa que miraban y su espíritu se iba por él, y así fue como el espejo se abrió. Es lo que mi papá me ha contado.
Anora miró hacia el espejo y se vio junto a Talitha, las dos abrazadas, y detrás la habitación como un fondo borroso. Pero había algo más. En la esquina más alejada le pareció ver una forma, una figura en las sombras, una bonita joven vestida con un camisón de un tono claro.
La cara le sonaba. Tal vez fuera el fantasma de alguna mujer que había conocido, o que conocería algún día. O tal vez fueran visiones. De pronto su cabeza se llenó de una luz verde. Si Talitha no hubiera estado sujetándola, habría caído al suelo. El cuerpo de la muchacha estaba tan frío como ardiendo el suyo propio.
Talitha le dio un beso en la sien.
—Adiós, señora. Siento mucho lo que hice.
Anora intentó tocarla, pero entre ella y Talitha había una ventana de cristal rugoso. Pegó la palma de la mano al espejo y Talitha alzó la suya desde el otro lado hasta que ambas llegaron a tocarse. Talitha extendió los dedos, cubriendo la mano de Anora con la suya propia. A pesar del cristal, Anora pudo sentir el frío de aquella mano.
—¿Te vienes conmigo? —preguntó Anora.
—No, señora. —Talitha negó con la cabeza—. Ojalá pudiera.
—Claro que puedes. Te perdono. Todavía no es tarde para ti. Puedes ir a Plaquemine y confesarte con el pastor. O presentarte al juez. Todavía puedes… expiar.
—Señora, yo creo que ya lo he hecho. El amo London me ha matado por lo que le hice a usted.
—¿Te ha matado?
—Sí. El amo London me ha ahorcado con una soga en el laberinto; estoy colgando del sauce grande con una nota que yo no he escrito prendida del vestido. Él no entiende que nunca aprendí a leer y escribir, pero Second Samuel sí lo sabe. —Hizo una pausa, como si aguzara el oído—. Me llaman, señora. Se acabó mi tiempo. Terminaré en suelo profano porque soy una ramera y una asesina. Solo he venido para llevarla al espejo. Dele recuerdos de mi parte a Second Samuel, por favor. Fue un buen padre para mí, y yo siento haber sido tan mala hija. Si un día lo tiene usted cerca, dígaselo, por favor.
Talitha retiró la mano, y al apartarse del espejo notó que había algo tendido a sus pies. El cuerpo de Anora yacía en el suelo, una cosa menuda y muerta. En el espejo había un solo reflejo: el de Talitha. Esta tomó en brazos el cuerpo de Anora, lo llevó hasta la cama y lo depositó allí con cuidado. Luego cogió la sábana y lo cubrió, dejando la cara a la vista. Dispuso el cadáver en una postura serena, pasando el rosario de peridoto entre los dedos de la muerta.
Después tomó la vela, echó un último vistazo a la habitación y vio a Kate allí de pie, mirando. Se humedeció un dedo en la lengua y apagó la vela.
La brisa del río hacía girar suavemente el cadáver de Talitha colgado del sauce grande. Alrededor de su cuello había una serpiente aplastada y, prendida del vestido, una nota que decía:
Yo mate a la señora
con esta serpiente
y aora estoi muerta
Que dios me ayude
Por el espejo de la pared de la habitación Jazmín, Anora Mercer contempló su propio cuerpo tendido en la cama. Luego levantó la vista, miró a la joven del camisón blanco y le sonrió.
Dio media vuelta y echó a andar por un sinuoso camino entre robles y sauces hasta llegar a un claro donde lucía el sol y que estaba repleto de libélulas de un verde esmeralda. La rodearon entre zumbidos, una vibrante nube luminosa de color verde. Anora pudo notar la fuerza de sus alas en movimiento.
Por entre la nube de insectos, como si aquello fuera una bruma de luz verdosa, vio una casa alta en una calle veteada de luz solar con una larga hilera de robles adornados de musgo español. La casa era de piedra color crema claro y tenía ventanales de guillotina, y su interior estaba iluminado por una dorada luz de tarde que confería a las habitaciones y el mobiliario un cálido fulgor.
Un muchacho rubio con chaqueta azul marino y pantalón gris estaba al pie de la suntuosa escalera que subía hasta la entrada principal. Tenía una mochila en las manos y estaba allí, cabizbajo, el rostro medio cubierto por largos mechones rubios, como si no hubiera reparado aún en la mujer que los esperaba en el rellano. De pie a su lado había un segundo chico, más pequeño y de rizos castaños; sus cabezas estaban casi pegadas, como si tramaran algo. La mujer tenía una larga cabellera negra sujeta mediante una horquilla de plata y sonreía a los chicos. Se parecía mucho a ella, tanto que podrían haber sido hermanas. La mujer que estaba en el rellano alzó la vista, vio a Anora y levantó una mano.
Anora la reconoció. Era la joven del camisón blanco que había visto en las sombras de la habitación Jazmín. Anora intentó responder al saludo, pero la visión se fundió en un resplandor de luz verde y las libélulas se la llevaron.
En la cama vacía, London Teague permanecía despierto, mirando al techo y pensando en la chica ahorcada. Le daba pánico que se hiciera de día. El farol del embarcadero titilaba en la oscuridad. Más allá, el Mississippi discurría hacia el golfo de México, hacia la guerra de Secesión, hacia el futuro, dejando atrás la plantación Hy Brasail y a toda su gente en la noche sureña sin luna.
Los rayos de sol que atravesaban los visillos de su dormitorio despertaron a Kate. Miró el reloj de la mesilla de noche. Eran casi las siete. Nick se había levantado ya. Oyó que estaba en la ducha. Un olor a beicon y huevos revueltos subía por la escalera, y con él, voces de niños: Axel y Hannah. Parecía que estuvieran hablando con Eufaula, la etérea muchacha que se encargaba de cocinar y de limpiar la casa los días laborables.
Kate apartó la colcha y se levantó de la cama. Fue hasta la ventana y contempló el patio, la luz que jugueteaba con las flores, al fondo las sombras verdes donde pinos y robles se agolpaban junto a la colina. Vio el nervioso bullir del arroyo que discurría por aquel pequeño bosque.
Se dio cuenta de que estaba buscando huellas de cascos de caballo en la hierba, y entonces comprendió que había tenido un sueño muy extraño, un sueño sobre la plantación Hy Brasail y la gente que allí vivió y murió. Notó que los detalles se le escapaban por momentos e intentó conservar algo del sueño en su mente. Le parecía importante recordarlo.
Cuando Nick salió de la ducha, Kate estaba sentada a su mesa, todavía en camisón, escribiendo en una libreta, muy concentrada, con la cabeza gacha. Kate no levantó la vista cuando él le plantó un beso en la nuca. Suspiró de placer, pero continuó escribiendo. Él no le preguntó qué era lo que escribía, y ella no se lo dijo tampoco. No quería explicarle que estaba escribiendo sobre un sueño y que en el sueño salía la familia Teague y que, más que sueño, había sido una pesadilla.
Nick la dejó y fue a vestirse.
Era lunes, y Niceville los estaba esperando a todos.