Más allá de los sueños
Nick llegó con tiempo de sobra. Beau lo dejó frente a la casa de Garrison Hills cuando el sol apenas empezaba a ponerse. Una luz dorada se colaba en diagonal por entre los robles que enmarcaban la fachada de color crema. Dentro había luz, un suave fulgor que colmaba los altos ventanales. Nick oyó voces y música. El olor a carne asándose en la barbacoa del patio de atrás flotaba en el aire.
Hecho polvo, deprimido, sin haber pegado ojo durante casi veinticuatro horas, Nick empezó a subir la escalinata curvilínea hacia el rellano de la planta baja.
Una vez en el umbral oyó voces de niños al otro lado de la historiada puerta negra. Axel y Hannah, los hijos de Beth. Parecían felices.
Se detuvo un momento apoyado en la barandilla de hierro forjado, escuchando el murmullo vital del interior de la casa. La puerta era de doble hoja y en sus curvas ascendentes tenía dos vidrieras en forma de arco. A través de la claridad que se filtraba pudo ver siluetas moviéndose al otro lado.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la vida que compartía con Kate había tocado a su fin el día antes, que a partir de ahora todo sería diferente.
Siempre habían estado solos, una apacible y feliz soledad compartida. Ahora estarían allí Beth, Axel y Hannah.
Y, dentro de poco, cuando terminara la fisioterapia, se les sumaría Rainey Teague, y con él todos los problemas que el pobre chico acarreaba: raptado, desaparecido durante diez días, descubierto con vida en una cripta cerrada, padre y madre suicidados, y luego en coma durante un año. La perspectiva de tenerlo en casa fue como una losa en su corazón; Rainey era para él un recordatorio de que en Niceville había algo esencialmente extraño.
Los habitantes de Niceville apenas si se habían hecho eco de las desapariciones de Delia Cotton y de Gray Haggard, ni siquiera de la misteriosa ausencia del padre de Kate, Dillon. A Nick sí le habían afectado.
Y la víspera, justo en el sitio donde se encontraba en ese momento, Kate había abierto aquella imponente puerta negra y se había topado con algo, una «cosa», que no tenía la menor explicación ni el menor punto de referencia, ningún motivo para existir que encajara en la múltiple realidad del mundo exterior. Algo absolutamente extraño y además hostil (rebosante de odio, ávido, desquiciado), algo salido de un mundo de pesadilla, terrorífico e inexplicable.
Lo habían visto ambos, Nick y Kate.
Y ambos vieron a la mujer, la imagen de aquella mujer, saliendo del viejo espejo envuelta en un halo de luz verde y encarándose a la «cosa» en el portal. La habían reconocido por una vieja fotografía. Era Glynis Ruelle, que había fallecido en 1939. Pero eso había pasado la noche anterior.
Porque había pasado, ¿no?
Tal vez no fue más que un sueño.
Ni él ni Kate habían vuelto a mencionar lo sucedido. La llamada urgente de Beth pidiendo auxilio, su llegada en mitad de la noche, los niños llorando, todo ello había relegado al olvido el recuerdo de la extraña mujer del espejo y la cosa misteriosa delante de la puerta.
Y luego, por la mañana, la noticia del accidente cerca del aeródromo Mauldar le había hecho concentrarse en el trabajo y olvidar lo demás. Pero ahora estaba de vuelta en casa, y le venía todo a la mente otra vez.
Indeciso en el rellano, con la mano en el picaporte mientras escuchaba jugar a los niños y charlar a los adultos, Nick se sintió como un intruso en Niceville, intuyó que aquel no era su sitio y que lo que pudiera estar pasando en Crater Sink, en la propia ciudad, lo que pudiera estar pasando con Rainey Teague y todos los desaparecidos, cualquiera que fuese el origen de aquella pesadilla negra que los había visitado, nada de ello tenía que ver con él ni lo había tenido jamás, y por más que lo intentara no iba a ser capaz de entenderlo en toda su vida, y mucho menos cambiarlo.
Se le pasó por la cabeza dar media vuelta, bajar los escalones que acababa de subir y alejarse monte arriba, dejar atrás a Beth y sus hijos, Axel y Hannah, a Reed e incluso a Kate, alejarse de Rainey Teague y de cuantas misteriosas fuerzas representaba.
Perderse sigilosamente de vista bajo las ramas de los árboles, bajo el musgo español, esfumarse al amparo del crepúsculo y seguir andando hasta que Niceville y todos sus enigmas hubieran quedado varios kilómetros atrás.
Regresar a su California natal, buscar el modo de reincorporarse al ejército, o incluso probar en los marines. Encontrar una vida normal y corriente, una vida comprensible.
Salvarse.
Sí, claro.
Abrió la puerta y allí estaba Kate con una copa en la mano y un beso a punto. Los hombres casados viven más que los solteros, y por algo será. Nick le devolvió el beso y se entretuvo lo suficiente como para que Reed lanzara un silbido.
Cenaron en el comedor grande, el de las paredes repletas de fotografías de la familia, los comensales sentados en torno a la larga y reluciente mesa bajo la araña de cristal Gallé que su madre, Lenore, había hecho traer de París hacía treinta años. Kate ocupaba su puesto habitual en el extremo próximo a la cocina. Nick estaba en la otra punta de la mesa, de espaldas a la chimenea, con Reed a su izquierda y Axel a su derecha; Beth y Hannah, más hacia el centro. Bandejas de plata de ley con patatas asadas, mazorcas de maíz, tomate en rodajas, ensalada verde y filetes a la brasa ocupaban el centro de la mesa.
Había jarras de limonada para los niños, y tres botellas de Veuve Clicquot enfriándose en una cubitera con hielo sobre el aparador de roble.
La cuarta botella, abierta y chispeante, estaba en la mano derecha de Reed, quien procedía en ese momento a llenar el cuarteto de flautas que tenía delante sobre la mesa. Una vez llenas, se repartieron las copas y todo el mundo miró a Kate esperando el brindis, incluso Axel y Hannah, que observaban con expresión solemne y un tanto conmocionada.
—Por Beth, Axel y Hannah. Bienvenidos a un hogar feliz.
—Bien dicho —dijo Reed inclinándose para darle a Kate un beso en la mejilla; luego le tendió una mano a Beth y entrechocaron las copas los mayores, sus vasos Axel y Hannah, y la comida empezó a correr.
Axel, un niño de ocho años, flaco y de aspecto solemne, con unos grandes ojos marrones y exuberantes rizos castaños que le caían sobre ellos, miró en derredor con expresión perpleja. Nick vio que una pregunta asomaba a sus ojos y se inclinó hacia él para escucharle. Al hacerlo le partió el alma ver que el chico daba un respingo, puro acto reflejo. Era una reacción que venía repitiéndose en los dos últimos años, echarse hacia atrás si algún adulto se le acercaba demasiado.
—Tío Reed dice que a papá lo han detenido. ¿Fue porque pegó a mamá?
Mirando al niño, Nick optó por la respuesta más sencilla. Axel tendría todo el tiempo del mundo para conocer la historia al detalle.
—No, Axel. Lo arrestaron por conducir demasiado rápido. Y por pelearse con unos agentes de policía. Pero tu papá no debería haber pegado nunca a tu mamá. Jamás. Los hombres no pegan a las mujeres. Ni a los niños pequeños. Eso nunca.
Axel parecía un tanto acorralado.
—¿Tu papá te ha pegado alguna vez, Axel?
El niño bajó la vista y negó con la cabeza.
—Pegarme, no —dijo, sin levantar la vista—. Pero me chillaba muy fuerte. Y luego acercaba mucho su cara a la mía. A veces me zarandeaba. Tan fuerte que me dolían la cabeza y el cuello. Cuando hacía eso no me gustaba nada.
—Me lo imagino. Estuvo mal que te hiciera eso.
Axel se arrimó un poco y habló a Nick en susurros conspiratorios.
—A Hannah sí le pegó una vez. Mamá no quiere que lo sepa nadie. Le pegó porque ella se hizo caca en el pañal y a mamá se le cayó todo en la alfombra nueva del cuarto de mirar películas. Papá se puso hecho una fiera porque era su cuarto preferido y se supone que allí no debe entrar nadie más, pero mamá quería que Hannah viera una película y su aparato estaba estropeado y fue al cuarto especial de papá y entonces pasó aquello y papá lo vio al llegar a casa después. Mamá tenía a Hannah en brazos y papá estaba pegando a mamá como hace cuando se enfada mucho, y como Hannah lloraba le pegó a ella también. Por eso ya no oye bien de ese oído.
Nick no pudo evitar dirigir la mirada hacia el lado de la mesa donde Beth, Hannah y Reed estaban charlando animadamente sobre arreglar la cochera para que se instalaran allí a vivir Beth y los niños.
Hannah era una niñita angelical, rolliza y mofletuda; acababa de cumplir cuatro años, pero aún era un poco bebé, con sus grandes ojos azules y un pelo tan rubio que era casi blanco. Tenía la piel muy clara, una sonrisa un poco chiflada y un maravilloso sentido del humor.
Cuando le hablaba alguien, la niña tenía por costumbre ladear la cabeza y fijarse mucho en los labios de quien se dirigía a ella. También tenía problemas para captar ciertas palabras.
Nick sabía que eso era debido a que estaba sorda del oído izquierdo; lo que no se le había ocurrido pensar era que su padre le hubiera golpeado con tanta saña como para dañar el nervio auditivo de ese oído. Al darse cuenta se quedó sin saber qué decir.
Como todo niño que tiene que vivir con padres de conducta impredecible, Axel había desarrollado una gran capacidad para presentir lo que les pasaba por la cabeza a los mayores de su entorno. Y supo interpretar muy bien a Nick.
—No pasa nada, tío Nick. No te preocupes por Hannah. Mamá la llevó a ver a un doctor. Le pondrán un aparato y todo irá bien.
«Ahora sí», pensó Nick. «Tanto para ella como para ti, todo irá bien».
En ese momento Nick fue consciente de que, pasara lo que pasase en Niceville —y tenía el presentimiento de que las cosas iban a ponerse mucho más feas antes de arreglarse, si es que se arreglaban alguna vez—, él haría cuanto estuviese en su mano para que a aquellas personas no les ocurriera nada malo.
Esa noche había luna llena. Su luz entraba por la ventana del dormitorio principal, una fuerte claridad azul que se desparramaba por toda la cama. Tan intensa era, que Kate se despertó.
A través de los visillos pudo ver la luna en el cielo, una enorme esfera de un blanco azulado rodeada de un aura neblinosa, desplazándose majestuosamente en aquel preciso momento hacia un banco de nubes. La habitación se fue oscureciendo.
Nick estaba dormido, en reposo, las arrugas de preocupación empezaban a desaparecer. Parecía bastantes años más joven. La casa estaba en silencio. Beth ocupaba la habitación que había al final del pasillo. Axel y Hannah dormían abajo, en un sofá cama de la sala de juegos. Se habían quedado dormidos viendo un DVD de una de las películas favoritas de Kate, The Kid, protagonizada por Bruce Willis.
Kate miró el despertador. Eran casi las tres y media. Se tumbó boca arriba e intentó encontrar algún sentido a toda la confusión que reinaba ahora en sus vidas. Procuró no pensar en dónde podía estar su padre. Antes o después tendría que preocuparse por ello, pero no ahora. Al día siguiente era lunes, y los lunes estaban precisamente para dedicarlos a pensar en esas cosas.
Cerró los ojos y estaba quedándose dormida otra vez cuando sintió, más que oír, un sonido, una especie de impacto suave seguido de un tintineo de metales. Venía de fuera. Sonaba como en el patio, al pie de su ventana. Miró a Nick.
Continuaba durmiendo.
Kate se levantó de la cama procurando no molestarlo. Nick tenía el sueño muy ligero y podía despertar de golpe a poco que oyera algo extraño. Era un hábito adquirido en los campos de batalla. A Kate le sorprendió que el ruidito no lo hubiera despertado.
Se acercó a la ventana y miró abajo. Volvió a oír el ruido sordo y el tintineo después. Creyó distinguir algo en el patio, una forma, una sombra. Una forma grande y oscura.
Las luces del patio se apagaban automáticamente a medianoche, pero sobre el alféizar había un control remoto para encenderlas si era necesario. Kate iba a cogerlo cuando la luna reapareció más allá de las nubes. El patio se llenó de claridad.
En mitad del patio había un caballo enorme, de un tono dorado claro, aunque a la luz de la luna era difícil definir los colores. Tenía una larga crin blanca y cuatro cascos blancos rodeados de vaporosos pelos blancos. Era descomunal, uno de esos caballos de campo, ¿cómo los llamaban?
Un percherón. O tal vez un clydesdale o un belga.
Estaba paciendo en el césped. De vez en cuando piafaba y agitaba su enorme testa, haciendo tintinear ligeramente el arnés. Kate se lo quedó mirando durante un minuto entero; era un animal majestuoso, y se preguntó cómo habría conseguido llegar al patio y qué iba a hacer ella al respecto.
Se volvió hacia Nick.
Roque. De espaldas, la boca entreabierta. Kate sabía lo cansado que estaba porque ella misma lo estaba también. Había nacido en el sur y no le daban miedo los caballos, por grandes que fuesen. En el fondo todos ellos eran piezas de caza, y si uno lo tenía en cuenta y procuraba moverse despacio y con sigilo cuando estaban cerca, era fácil manejarlos. Que Nick siguiera durmiendo. Lo necesitaba aún más que ella misma.
Se puso la bata, bajó por la escalera con sigilo fantasmal y fue al jardín de invierno. Pudo ver el caballo a través del cristal; era grande como una casa y su crin de color blanco tenía el toque fantasmal de la luna. Permanecía con la cabeza gacha, paciendo todavía. Kate abrió muy despacio la puerta de cristal.
El caballo alzó rápidamente la cabeza, resopló y piafó enseñando una pezuña del tamaño de un yunque, golpeando el estropeado césped con tal fuerza que hizo temblar el suelo hasta donde estaba Kate.
Kate se le acercó caminando despacio. Notaba la fresca humedad de la hierba bajo sus pies descalzos, y el claro de luna dibujó su sombra en el césped.
Alargó el brazo y tocó la frente del caballo, que pacía. Este levantó la cabeza, resopló y bufó. Su aliento era caliente como un horno encendido y el animal olía a caballo, cuero y hierba. Apartó ligeramente la testuz hacia la izquierda, mirando a Kate con un enorme ojo castaño.
Ella se vio reflejada, la imagen extrañamente distorsionada, una figura blanquecina bañada de luz. El animal resopló de nuevo y retrocedió unos pasos. Luego dio media vuelta (imponente, colosal, una muralla de cuero y músculo) y se alejó de Kate, haciendo retumbar los cascos en la hierba, sacudiendo la cola al vaivén de sus poderosos flancos.
Pese al temor que sentía, Kate lo siguió como hipnotizada hacia el bosque que había al fondo del jardín, hasta un lugar en sombras donde se colaba algún que otro rayo de luna. El caballo desapareció en la oscuridad. Kate se quedó quieta, oyéndolo alejarse por las piedras, el ruido de los cascos al vadear el riachuelo. Permaneció allí aguantando la respiración, sintiendo a su alrededor una especie de presencia zumbante, una vibración, como una descarga eléctrica en la noche.
Todo cambió.
Kate se hallaba en la orilla de un ancho río color marrón fango. El agua discurría sibilante a su espalda, lenta e impetuosa e inmensa. El aire olía a barro y humo de leña y vegetación. Ella estaba al final de un largo paseo arbolado de robles tan grandes y antiguos que las ramas de cada lado se encontraban en lo alto, formando una bóveda. En el otro extremo de esta avenida de sombra verde había una gran mansión con una galería a lo largo de toda la parte delantera. La galería descansaba sobre columnas griegas.
Era una mansión antigua, con plantación, y Kate recordó haberla visto pintada en el enorme óleo que adornaba el comedor del club de golf.
En tiempos había pertenecido a antepasados suyos. Lenore, su madre, tenía en casa una vieja puerta de armario hecha con paneles sacados de aquella mansión después de la guerra de Secesión. Los paneles habían perdido color y estaban resecos, pero aún se veían los dibujos, unos jazmines sobre fondo claro, pintados a mano, aseguraba Lenore, por un artista al que hicieron venir desde Baton Rouge.
«Esto es la plantación Hy Brasail», se dijo Kate para sus adentros. «¿Qué estoy haciendo aquí?».
Fue consciente de que estaba preguntando algo a un caballo fantasma, un caballo que se había perdido de vista. Que aquello era de locos no se le escapaba, pero la extrañeza permaneció intacta. Y también la plantación.