La diferencia entre «abogado criminalista»
y «abogado criminal» no siempre está muy clara
Marty Coors se encontraba en el sótano de hormigón del cuartel general de la policía estatal donde estaban los calabozos, a unos pocos kilómetros de Gracie. Las celdas estaban seis metros bajo tierra, protegidas por muros de un palmo de grosor y con cámaras de circuito cerrado por todas partes, así como todo tipo de sensores, alambres trampa y cepos habidos y por haber.
Coors tenía la vista fija en un cristal de espejo a prueba de balas. El cristal ocupaba toda una pared de una celda de contención SuperMax. Dentro, sentado en una silla metálica atornillada al suelo de hormigón de una sobria caja blanca, esposado y completamente encadenado, estaba el «hombre del momento» en persona, el inimitable Byron Deitz.
Pero, como las luces de la celda de alta seguridad no estaban encendidas, lo único que Coors podía ver era su propio reflejo, el de un musculoso exmarine de un metro ochenta y ocho, cincuenta y pocos años, cara como para dedicarse a la radio y no a la televisión, y grueso pelo gris tan corto que el sonrosado cuero cabelludo le brillaba a la luz del sol. Sus ojos estaban en sombra, pues se hallaba en el haz de luz procedente de un aplique en el techo.
Marty Coors era el oficial al mando de aquella sección de la policía y, como tal, era su deber cerciorarse de que aquel ejemplo de bazofia humana confinado en la SuperMax sobreviviera hasta el día siguiente.
Cosa que intentaba llevar a cabo siendo el único ser humano presente en el nivel cuatro del bloque de celdas. En ese nivel había una sola celda, conocida entre los policías del lugar como «el chiquero», y eso era lo que Marty Coors estaba mirando en aquel preciso momento.
Coors estaba más o menos convencido de que los veinte o treinta policías del estado y del condado, e incluso los tres agentes del FBI que se hallaban en la explanada del cuartel general de la policía, se habrían dado el gustazo de meterle a Byron Deitz seis balas de punta hueca en la cabeza de haberse puesto él mínimamente a tiro. O, a malas, propinarle una paliza literalmente de muerte con las manos y nada más.
Y ello en virtud de que a Deitz lo habían cazado con pruebas bastante claras y convincentes de su implicación en un atraco a consecuencia del cual cuatro agentes de policía habían sido ni más ni menos que ejecutados; dos de la estatal, uno del condado, y el cuarto, el conductor de uno de los coches que intervinieron en la persecución, un agente joven y gran persona llamado Darcy Beaumont, lo que había dejado a Coors con un único conductor especializado para toda aquella sección, Reed Walker, el mejor amigo de Darcy.
Dos periodistas memos habían resultado muertos también al ser abatido el helicóptero en que viajaban; pero, a decir verdad, absolutamente a nadie le importaba un comino porque, vamos a ver, ¿le importaba un comino a alguien que un par de buitres fueran acribillados a tiros en plena faena?
No, por supuesto que no.
El funeral por aquellos cuatro jóvenes estaba previsto para la semana siguiente, en la catedral de Cap City. Hasta el momento, los agentes de la ley, tanto en Estados Unidos como en Canadá o el Reino Unido y Europa en general, siempre desfilaban detrás de los ataúdes. Tres bandas de música del cuerpo de policía iban a participar en el acto, a saber: la Emerald Society del departamento de policía de Nueva York, la banda del cuerpo de cadetes de los Estados Unidos y, por último, la banda del Instituto Militar Virginia.
Entre una cosa y otra, se anunciaba como el funeral más importante jamás celebrado en el sur por unos agentes de policía, y se calculaba que asistirían del orden de diez mil personas.
Todo ello por culpa de cien kilos (o poco menos) de chicha y cartílago encadenados a una silla al otro lado de aquella luna a prueba de balas. Si Coors no iba armado era, sobre todo, porque de sí mismo tampoco se fiaba mucho.
Alargó el brazo y pulsó un interruptor que había al lado del cristal y una ristra de lámparas fluorescentes se encendió dentro de la celda SuperMax. Deitz estaba medio tirado en la silla, durmiendo, y al encenderse las luces su cabeza se alzó de una sacudida.
Debido a su aspecto físico, Byron Deitz nunca había sido una persona que uno se alegrara de ver. Este Byron no caminaba bello como la noche; de hecho, sus andares eran de jabalí verrugoso en pleno resacón en Las Vegas. Y su cabeza calva destacaba cual bola de cañón sobre un torso sin cuello que hacía pensar en un oso gris rasurado. Que los agentes que lo habían arrestado le hubieran hecho una buena puesta a punto era algo que llevaba escrito (o, mejor, tatuado) por toda la cara. Byron Deitz se enderezó mirando con furia hacia el cristal a sabiendas de que detrás había alguien. Su chirriante gruñido sonó por el altavoz situado en lo alto, encima de la ventana.
—¿Dónde está Warren Smoles? Quiero ver a mi abogado. No pienso decir una puta palabra si no está presente Warren Smoles.
Marty Coors pulsó el botón HABLAR.
—Soy el capitán Coors…
—Marty, cabronazo.
—Hemos llamado a Smoles. Estaba en Cap City. Ahora mismo viene hacia aquí, en un helicóptero de la policía. Tardará aproximadamente una hora. ¿Necesitas algo?
—Podrías quitarme estas condenadas cadenas, hombre. Estoy en tu supercelda. Fue mi empresa la que la diseñó y construyó. Mis hombres la montaron. ¿Qué demonios pasa? ¿Es que crees que hice construir una puerta secreta por si alguna vez aterrizaba yo aquí? Además, tengo que ir a mear.
—Haré lo que pueda —dijo Coors desconectando el altavoz.
Dejó las luces encendidas. Por lo que pudo ver, Deitz continuaba hablando. Y a juzgar por lo rojo que se había puesto, no debía de ser muy agradable. Sonó la radio.
—Coors.
—Capitán, ha llegado Nick Kavanaugh. Pide ver a Deitz. ¿Qué le digo?
—Que enseguida subo. Y manda gente aquí abajo para llevar al preso al meadero. Se le puede quitar todo salvo las cadenas de los tobillos y los grilletes de la cintura. No se irá de aquí.
—A la orden.
—Oye, nada de pistolas, recuerda. Fuerza bruta y, si es necesario, el Taser. Elige a gente de fiar, ¿me oyes?
—Pero, capitán, todos son de fiar.
—Ya sabes a qué me refiero, Luke.
—Entendido. Van para allá.
Cuando Coors salió del ascensor al vestíbulo principal, vio que aquello estaba de uniformes hasta los topes: hombres grandotes y fornidos y mujeres robustas y de aspecto competente, gente joven y gente mayor y ni una cosa ni la otra, los canela y negro del departamento del sheriff, los gris marengo de la estatal, y hasta algún azul marino de la policía local de Niceville.
Vio a Mickey Hancock y a Jimmy Candles, supervisores de turno en las unidades de Belfair y Cullen, hablando con Coker y su colega Charlie Danziger. Danziger era un tipo ya mayor, alto y con pinta de vaquero y un daliniano bigote blanco; Coker era sargento en la policía del condado. No había prácticamente un solo cuerpo policial en toda la región que no pensara en Coker cuando hacía falta un buen francotirador. Enjuto, tenía cierto aire de pistolero, con sus ojos azul claro y su tez morena y curtida. Danziger y él iban de paisano; Coker llevaba un traje gris marengo y Danziger, camisa blanca, tejanos y botas de vaquero. La presencia de Danziger se explicaba porque uno de sus furgones Wells Fargo había llevado el dinero a la sucursal bancaria una hora antes del famoso atraco.
Cuando sonó el timbre y la puerta del ascensor se abrió, todos los que estaban en el vestíbulo, incluidos Coker, Hancock, Candles y Charlie Danziger, se volvieron para mirar a Marty Coors. Fue como enfrentarse a una sala llena de lobos, la expresión rígida y una feroz atención. Las conversaciones, versaran sobre lo que versasen, cesaron de golpe. Coors avanzó entre la gente estableciendo contacto visual, dejando claro a todo el mundo quién mandaba allí. Todos se apartaron para dejarle pasar. No hubo el menor murmullo, aunque sí más de una mirada poco amistosa.
Coors llegó a su despacho acristalado y de planta cuadrada, con vistas al resto del área de operaciones y a la puerta principal. Estaban allí Nick Kavanaugh y su nuevo compañero, aquel jovencito de Norlett.
Boonie Hackendorff, agente especial al mando de la oficina del FBI en Cap City, estaba apoyado en la pared frente a la mesa de trabajo de Coors. Era un hombre gordo y barrigudo, de rostro rubicundo y una barba cuidadosamente recortada. Llevaba la americana desabrochada y Coors se fijó en lo que tenía debajo, una pistola Sig de color gris metida en una cartuchera Bianchi.
Todo el mundo movió la cabeza al entrar Coors.
—Caballeros.
—Santo cielo, Marty —dijo Hackendorff—, ¿notas el barullo ahí fuera?
Coors fue a sentarse en su butaca y apoyó las manos sobre la mesa.
—Desde luego —dijo—. Me hace pensar en Tombstone antes de que los Earp se dirijan al duelo. ¿Qué tal estás, Nick? ¿Alguna noticia sobre el padre de Kate?
Nick negó con la cabeza.
—Tenemos a un tal inspector Linus Calder investigando en el Instituto Militar. Hasta el momento, no hay rastro de él.
—¿Cuántos años tiene ya, ochenta y pico? ¿No se habrá ido por ahí y ahora no sabe cómo volver?
—Es lo que esperamos que haya pasado —dijo Nick.
Coors asintió.
—Me han dicho que la señora Deitz está con Kate…
—Sí. Anoche dejó plantado a Byron. Se llevó a los críos. Creo que pasará con nosotros una temporada. Boonie, imagino que tú querrás hablar con ella.
—Sí, pero hoy no. Bastante tiene ya. Bueno, Nick. Estamos en ascuas. ¿Se puede saber qué ha pasado en el aeródromo Mauldar?
Nick les refirió con detalle toda la historia, desde antes del despegue hasta después de la colisión, y lo que habían sabido por Hopewell y Luckinbaugh.
A Boonie Hackendorff no le gustó.
—¿Estás diciendo que esos cinco actores secundarios eran putos espías chinos? ¿Y que Deitz trabajaba para ellos?
Nick negó con la cabeza.
—Lo único claro es que Deitz tiene algún tipo de conexión con ellos. Podría ser incluso que tratase de impedir que hicieran algo.
Boonie estaba pensando sin duda en Seguridad Nacional, un departamento de altos vuelos con el que nadie quería tener tratos.
—¿Y dices que Deitz empleó la palabra «artículo»?
Nick asintió.
—¿Alguna idea sobre qué puede significar?
—Por el momento, no. Como os decía, podría tratarse de algo que Deitz intentaba recuperar, algo que los chinos se habían llevado o robado.
Boonie meneó la cabeza.
—Eso no cuadra con que Holliman dijese que ellos pensaban llevárselo desde el primer momento.
—Es cierto —concedió Nick—. Más bien parece como si Deitz esperara recuperar el artículo, sea lo que fuere.
—De lo que se deduce que se lo había entregado previamente a los chinos —apuntó Marty Coors.
—No podemos darlo por hecho. Hay que seguir investigando. Boonie, quizá deberías ponerte en contacto con la gente de Quantum Park y que procedan a una comprobación del inventario, a ver si falta algo.
—Habrá que pasar por encima de los de Securicom, ir directo a las empresas del parque. Qué lío. Tengo que hacer unas cuantas llamadas.
Boonie fue hacia la puerta, vio aquel enjambre de uniformes, todos mirándolo a él a través del cristal, y dudó un momento.
—Métete en mi armero —dijo Coors—. Allí no hay nadie. Cierra la puerta.
Cuando Boonie se hubo ido, Coors se retrepó en su butaca.
—¿Cómo entiendes tú que Deitz llevara en su vehículo parte del botín de un atraco?
—A mí me huele a que alguien trata de inculparlo —dijo Nick inclinándose hacia delante—. Ni siquiera Deitz es tan tonto como para ir paseando por ahí cien mil dólares en billetes robados.
—Pero Deitz es un tipo codicioso, Nick. Y ha estado metido en líos anteriormente, cuando era del FBI y lo hicieron «dimitir».
—Sabía que tuvo que dejarlo a la fuerza, pero no he llegado a enterarme de qué pasó. Información clasificada.
Coors alcanzó una cajetilla de cigarrillos, recordó que había dejado de fumar, buscó un paquete de chicles, sacó uno y se lo metió en la boca.
—Eso fue parte de un acuerdo con el fiscal a cambio de una reducción en los cargos. Hiciera Deitz lo que hiciese, cuatro mafiosos acabaron en Leavenworth. Y allí siguen. Muy cabreados, según tengo entendido.
—¿Quiénes son?
—Un tal Mario LaMotta, un amarillo de nombre Desi Muñoz, y otro que se llama Julie Spahn. El cuarto, De Soto no sé qué, murió hace unos años. Parece ser que Deitz tenía algo entre manos con esos tipos, se enteró de que estaban a punto de trincarlos y convirtió el asunto en un «caso» que él estaba investigando (camelo total); pero los federales, antes de enfrentarse a los medios por otro caso de corrupción, prefirieron atribuirle la detención de unos mafiosos y Deitz aceptó jubilarse por anticipado. Así es como consiguió la autorización para dirigir la seguridad de un complejo como Quantum Park.
—¿Los de Quantum Park no llegaron a enterarse? —preguntó Beau.
Coors reventó un globo de chicle y negó con la cabeza.
—El expediente estaba cerrado. Es precisamente el FBI el que investiga los antecedentes de ese tipo de solicitudes, y optaron por no hacer nada. Es decir, como si nunca hubiera ocurrido.
—Increíble —dijo Beau mirando hacia la puerta metálica del armero; al otro lado se oía hablar a Boonie, y no parecía nada contento.
—¿Boonie sabía algo de este asunto?
—Lo dudo, Beau, pero no te lo puedo asegurar —dijo Coors—. El FBI intentaba protegerse. No deberían tener dificultades para mantener a su gente en la sombra, sobre todo si eso significa evitar un posible escándalo a cuenta de un «agente deshonesto». Opino que deberíamos ponerle al corriente cuando salga de ahí. Creo que es lo justo. De hecho, yo me enteré de esto hace apenas un año, y para entonces Deitz ya tenía la sartén por el mango. A la mínima se ponía a gritar reclamando sus derechos.
—Y ¿cómo se enteró usted, capitán Coors? —preguntó Beau.
Coors sonrió, hizo explotar otro globo y se dio unos toquecitos en la nariz.
Beau asintió con la cabeza.
—Bien, ¿y cómo crees que deberíamos enfocar esto? —preguntó Nick—. Hay un lío de jurisdicciones. Están pasando un montón de cosas delante de nuestras narices, y si interviene el sector de la Seguridad Nacional, lo más probable es que nos quiten a Deitz de las manos.
Coors se sentó hacia delante y dio un puñetazo en la mesa.
—Lo que más me preocupa es quién mató a nuestros chicos. Quiero decir, a tomar por culo esos chinos de mierda, a tomar por culo lo que sea que hayan robado de Quantum Park. Y, para el caso, a tomar por culo la Seguridad Nacional. Yo lo único que quiero es ver empalado al hijoputa que liquidó a nuestros chicos.
—Entonces necesitamos inventar algo para retener a Deitz aquí, en Gracie, y así poder sacarle información —dijo Nick—. Y, en efecto, Deitz es nuestro único activo. O tuvo algo que ver en ese robo, en cuyo caso sabe quién más está involucrado, porque él sería incapaz de manejar un Barrett 50 como hizo ese tirador…
—Deitz no es capaz de disparar ni una escopeta de feria —interrumpió Coors—. Lo he visto en el campo de tiro. Una simple pistola ya es demasiado para él.
—O, si Deitz no tuvo nada que ver con el atraco, sí lo tenían los tipos que dejaron parte del dinero robado en su Hummer; aunque Deitz no lo sepa, existe algún tipo de conexión entre él y los atracadores. Ellos lo eligieron. Por algo será. O sea que, en un caso como en otro, Deitz es nuestra única pista.
Sonó el teléfono de sobremesa. Coors descolgó, escuchó y luego dijo:
—Bien. Que no salga del coche. Y manteneos a distancia. No dejéis que ninguno de los nuestros lo vea. Y, sobre todo, que no se acerque a los periodistas. Si el tipo empieza a soltar uno de sus discursos sobre que la poli es el diablo en persona a alguna cadena de televisión, nuestros chicos lo harán picadillo. Así que guardad las distancias, ¿entendido? Bien.
Colgó. Miró a Nick y a Beau.
—Warren Smoles.
Hubo gruñidos generalizados.
—¿Aquí, en el cuartel general? —preguntó Beau.
—No. Dos de nuestros chicos lo tienen encerrado en un coche sin identificar, a un kilómetro de aquí.
—Les será difícil alargar la situación —dijo Nick.
Coors mostró una ligera sonrisa.
—Y que lo digas. Smoles ya ha empezado a quejarse de estar siendo objeto de reclusión ilegal. Y le han confiscado el móvil. Está que trina.
—¿Cómo lo han justificado?
—Medidas de precaución por su propia seguridad.
—¿Smoles ha tragado?
—Qué va. Pero me importa un pimiento. Ese gordinflón engreído se va a quedar donde está hasta que decidamos qué hacer con…
Boonie salió en ese momento del armero con el rostro bañado en sudor y colorado. Se había quitado la corbata.
—Bueno, veamos. Acabo de hablar con Washington. El Departamento de Estado nos envía a alguien para que coordine la investigación del accidente. Y escuchad esto: puede que venga acompañado de un miembro de la embajada china. Yo tendré que hacer de «enlace». ¿Qué coño significa hacer de enlace?
—Que el primero en caer serás tú —dijo Coors.
—Ya me lo parecía. Que les folle un pez. Muy bien. Bueno, vayamos al grano, ¿qué queréis hacer con Deitz?
Todos intentaron disimular.
—Eh, a mí no me paséis esa patata caliente —dijo Boonie meneando la cabeza—. Ya sé que a ninguno de vosotros os importa un comino unos cuantos chinos muertos, o que hayan robado material de espionaje en Quantum Park; lo único que queréis es saber quién mató a vuestros chicos, y la única pista es Deitz. El dinero estaba en su coche. Lo tenemos a él. No queréis perderlo de vista.
—Exactamente —dijo Nick—. ¿Nos vas a dejar?
Boonie expulsó el aire, se palpó la camisa en busca de tabaco, pero había dejado de fumar más o menos al mismo tiempo que Marty Coors. Puso los ojos en blanco al recordarlo y se sentó en el borde de la mesa de Coors.
—Si no hubiera nada más, os lo quitaría de las manos ahora mismo por lo del atraco, pero eso de los chinos lo cambia todo. Es cuestión de tiempo que se nos eche encima el director nacional de Inteligencia, o incluso la CIA, y cuando eso ocurra no volveremos a verle el pelo a Deitz. Lo utilizarán para alguna maniobra de espionaje a la antigua con los chinos y ni que pasen cien años conseguiremos averiguar qué fue de él. Para seros franco, a mí todo eso también me la suda. Esos chicos eran de los nuestros. Pero, para salirnos con la nuestra, vamos a necesitar alguna estratagema. ¿Sugerencias?
Nadie dijo nada.
—¿Cómo tiene la tensión arterial? —preguntó Nick pasado un momento.
—¿Quién? ¿Deitz? —dijo Coors.
—Sí. El corazón, el hígado, qué sé yo.
Se miraron todos entre sí.
Un largo silencio.
—Necesitamos un médico corrupto —dijo Coors.
—Y tiene que ser ya —añadió Nick.
Más silencio.
Boonie alargó el brazo y cogió un chicle de los de Marty Coors. Se puso a mascarlo como si fuera un mondadientes. Poco agradable para la vista, pero Boonie Hackendorff tampoco lo era mucho.
Al cabo de un rato, sonrió sin dejar de mascar.
—Creo que conozco al tipo ideal —dijo.
Warren Smoles tenía una exuberante cabellera blanca y se la peinaba hacia atrás en leonina cascada, dejando así perfectamente enmarcados sus hundidos ojos castaños, su fuerte quijada y su alta frente. Su cara podía tener un bronceado tirando a chocolate claro, pero era difícil saberlo con el maquillaje compacto que se había aplicado antes de llegar. Se encontraba en el aparcamiento de la sede de la policía estatal, rodeado de gente de los medios, un brillante foco iluminándolo cual Jesús de carretera, suponiendo que Jesús hubiera llevado un traje cruzado de rayadillo azul marino, una camisa color rosa pálido con cuello blanco estilo inglés y corbata de seda azul claro prendida mediante un alfiler chapado en oro.
Warren Smoles estaba donde le gustaba estar, donde le tocaba estar por derecho de nacimiento, en medio de una melé de periodistas haciendo lo que se le daba mejor, nada menos que mentir como una docena de bellacos juntos, pero con estilo, ingenio y convicción a prueba de bombas.
Nick, que estaba viéndolo en el televisor de la cafetería del hospital Lady Grace, rodeado por un pelotón de policías locales, pensaba que realmente había que quitarse el sombrero ante aquel tipo.
Había llegado al escenario de los hechos hacía solo cuatro horas; había pasado menos de treinta minutos hablando con su cliente, y otro tanto poniéndose en plan duro con Boonie, Nick y el capitán Coors mientras acordaban el traslado de Deitz en helicóptero a la unidad de cuidados intensivos en Niceville.
Y ahora Smoles, en el centro de toda la atención, aseguraba conocer hasta el más mínimo detalle del caso, y los mentecatos de los medios se tragaban todas y cada una de sus palabras. El hecho de que Smoles supiese perfectamente bien que el médico corrupto (un cardiocirujano del Lady Grace que era cuñado de Byron Deitz) había recurrido a un viejo problema de tensión arterial como pretexto para ingresar a Deitz como caso crítico, no parecía mermar el ritmo de su perorata.
Smoles se había adaptado en cuerpo y alma a la estratagema, pues sabía tan bien como ellos que si no encontraban una excusa lo bastante contundente para asegurarse de que Deitz recibiera atención médica allí, en Niceville, el pobre acabaría engullido por una decisión de Seguridad Nacional, y ningún ser humano corriente le vería el pelo nunca más.
Y entonces ¿qué sería de Warren Smoles?
De ahí que estuviera empleándose tan a fondo.
—El caso más claro de colocación de pruebas falsas con que me he topado jamás —estaba diciendo con su estentórea voz de barítono, los ojos sacando chispas de virtuosa furia y el gesto a medio camino entre la indignación y el escándalo—. Tenemos un salvaje asesinato de agentes de la ley a manos de delincuentes desconocidos (un acto abominable que condeno con toda mi alma, lo mismo que mi cliente), pero en vez de abrir una investigación profesional y seria, el FBI y las agencias locales, después de fracasar en la resolución de este abyecto caso, se han conchabado para echarle las culpas a un hombre inocente (diré más, no solo inocente sino muy enfermo, mejor dicho, gravemente enfermo) a quien acaban de diagnosticar una aterosclerosis isquémica complicada con hipertensión grave; de hecho, ha sido evacuado hace apenas dos horas (todos ustedes han podido verlo) a la unidad de cuidados intensivos del hospital Lady Grace en Niceville, donde me ocuparé personalmente de que reciba la atención necesaria, pues este pobre hombre, me atrevería a añadir, es un pilar de nuestra comunidad y miembro profusamente condecorado, en la actualidad retirado con honores, de la misma agencia, el FBI, que ahora pretende convertirlo en cabeza de turco…
Nick apagó el televisor, se puso de pie y miró a los agentes de la policía local allí reunidos.
—Muy bien. Se os ha asignado a cada uno una misión. Nadie debe acercarse al ala de detenidos, y mucho menos a la celda en la que está confinado Deitz. Eso incluye a todos y cada uno de los agentes de la estatal y del condado. Y voy a tener que pediros un favor: no entréis en su habitación. No quiero dar a Smoles el menor pretexto para que refunfuñe por culpa de uno de nosotros. La habitación es tan buena como una celda, él está esposado y encadenado, y los enfermeros de esa planta tienen experiencia con presos. Sé que a todos os gustaría verlo muerto, pero la cosa no es tan sencilla. En absoluto. Si tenéis alguna pregunta o cualquier duda sobre vuestra capacidad para llevar a cabo el cometido que se os ha asignado, id a explicárselo a la sargento Crossfire y ella os buscará otra ocupación.
—¿Qué pasa con Smoles? —preguntó un agente desde el fondo de la sala.
—Warren Smoles está legalmente autorizado a ver y hablar con su cliente, dentro de unos límites, sobre todo si vamos a interrogar a Deitz sobre el caso. Ahora bien, quiero que se me informe de su llegada. Como acabáis de ver, todavía está en Gracie chupando plano a base de bien. Pero se presentará aquí mañana por la mañana, a tiempo para salir en las noticias. Hasta entonces, aparte de los médicos y los enfermeros, nadie debe ver a Byron Deitz.
Todo el mundo asintió, todo el mundo pareció entenderlo, y Nick dio por terminada la reunión. Beau estaba recostado en la pared del fondo, y ambos observaron en silencio a los agentes mientras salían de la sala.
—¿Qué hacemos nosotros? —dijo Beau apartándose de la pared.
—Iremos a hablar con Deitz ahora mismo.
—Pero acabas de decirles que nadie salvo el equipo médico puede entrar a verlo. ¿Cómo lo vamos a justificar?
—Están vigilando el ala de detenidos.
—Ya. ¿Y…?
—Que Deitz no está en esa ala.
—¿Dónde, entonces?
—En el aparcamiento subterráneo, dentro del Suburban de Mavis Crossfire.
—Dios. ¿Quién lo vigila?
—Lo vigila Mavis.
—¿Ella sola?
—Sí.
Beau asintió con la cabeza.
—Espero que Deitz no intente ninguna treta.
—Yo espero lo contrario. No le vendría mal otra paliza.
Encontraron el Suburban de Mavis Crossfire aparcado en una esquina apartada del subsótano, metido en una plaza estrecha con muros de hormigón a ambos lados. Mavis estaba sentada al volante, comiendo uno de los donuts que en principio debían ser para Edgar Luckinbaugh. Mavis levantó la cabeza, echó una ojeada cauta al aparecer Nick y Beau de entre la penumbra, y rápidamente se llevó la mano a la pistola. Pero enseguida se le iluminó la cara. Sonrió contenta y abrió la puerta de su lado.
—Hola, chicos. ¿Mucho trabajo?
—Pues sí. ¿Cómo está Deitz?
—Comprobadlo vosotros mismos.
Rodeó el coche hasta la puerta del acompañante y la abrió. Byron Deitz estaba estirado sobre el banco de la parte de atrás. Llevaba todavía el mono de presidiario y cadenas en torno a la cintura y los tobillos, cadenas que estaban sujetas al suelo mediante una armella.
Dormía como un bendito.
—Joder —dijo Nick—. ¿Es que le has dado algo?
—Quería un batido y le he añadido un tranquilizante. No había pegado ojo en veinticuatro horas.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Se ha quedado frito nada más aparcar. ¿Cómo ha ido la cosa arriba? Aquí no hay cobertura para la radio.
—Smoles sale en todos los noticiarios. Según él, la policía local es el anticristo.
—¿Va a venir esta noche?
—No. Querrá chupar plano otra vez en el telediario de la mañana. Cambiarse de traje. Maquillarse otra vez. La CNN y la Fox tardarán un poco en venir con sus furgones y montar el equipo. Smoles quiere que hagamos un paseíllo a eso de las dos, para las cámaras. Nos ha pedido que metamos a un par de ayudantes de alguacil.
—¿Y eso?
—Dice que en la tele quedan muy bien. Será mejor que despertemos a Byron. Tendremos que mantenerlo encerrado a cal y canto.
Mavis sacó su porra ASP y pinchó a Deitz en las costillas. El hombre gimió, se movió un poco y abrió los ojos.
—Mierda —dijo—. ¿Dónde estoy?
—En el sótano del Lady Grace. Nick quiere hablar un momento contigo.
Deitz se incorporó entre un tintineo de cadenas, se recostó en el asiento, cerró los ojos y apoyó la nuca en el reposacabezas.
—Yo a Nick no tengo nada que decirle, Mavis.
—Puede que no —dijo Nick—. Pero yo sí tengo algo que decirte. Creo que te interesa escucharlo.
Deitz abrió los ojos y miró a Nick. Había detectado cierto deje en su voz. Como si hubiera una posible salida, un cable al que agarrarse.
—¿Cómo están Beth y los críos? Imagino que estarán en tu casa.
—Así es. Beth te va a abandonar.
—Joder. Menudo notición. Avisa a los periodistas.
—Has metido la pata hasta el fondo, Byron.
Deitz cerró los ojos.
—Que te den, Nick. Estoy cansado. Lárgate.
—Enseguida. He dicho que tenía algo que decirte.
—No pienso abrir la puta boca. ¿Dónde está ese capullo de Smoles?
—Volverá mañana por la mañana.
—¿Qué coño es todo eso de una cardiopatía? Lo único que me pasa es que tengo la tensión alta, y en mi lugar ¿quién cojones no la iba a tener?
—Solo estamos intentando que el asunto no salga de aquí, mantenerte lejos de las manos del gobierno federal. Y la excusa es que estás demasiado enfermo para que te trasladen. Smoles dio su consentimiento. Sabe que Seguridad Nacional se te va a echar encima por lo de esos chinos…
Deitz esbozó una sonrisita.
—La madre que los parió. ¿Se han muerto todos?
—Sí. Ahora estamos buscando el artículo.
Deitz se quedó un poco demasiado quieto, y su cara un poco demasiado inexpresiva.
—¿Qué artículo?
—Ese por el que Holliman y tú estabais tan alterados en el Marriott esta mañana.
Deitz lo meditó.
—Dicen que el Lear se estrelló a ochocientos kilómetros por hora.
—Qué va. Serían unos trescientos.
Deitz se rio y abrió un ojo.
—Pues que tengáis suerte si intentáis encontrar algo en semejante cráter. Eso suponiendo que hubiera algo que encontrar, claro.
—No nos hace falta encontrar el artículo, Byron. Solo necesitamos averiguar qué falta en Quantum Park, y para eso bastará con hacer una comprobación del inventario.
—Lo cual no demuestra que yo tuviese algo que ver.
—Mira, Byron, el gobierno no va a querer llevarte a juicio. Lo que les interesa es aprovecharse de ti. Si entras en esa ratonera por una decisión de Seguridad Nacional, no verás el cielo nunca más. Si es que no acabas en una cárcel china.
—¿Y por qué cojones iba a pasarme eso?
—Esta mañana han fallecido cinco ciudadanos chinos, murieron tratando de abandonar el país con un artilugio ultrasecreto…
—Tú eso no lo sabes.
—De acuerdo. Es solo una sospecha. Pero apuesto mi plan de jubilación a que tú sí lo sabes. Así, el Departamento de Estado podrá decir que fue un accidente hasta que le caigan los labios a trozos. El gobierno chino no se va a tragar ese cuento. Y si piensas que Zachary Dak no chivó tu nombre a sus jefes, te equivocas. Cinco de sus hombres la han palmado en un avión que vale diez millones de dólares. Nos han informado de que eran espías, guangbo. Policía secreta china. Sus jefes han quedado en entredicho, y para recuperar el crédito te necesitan a ti. Washington te entregará sin pestañear. Antes cargarte a ti el muerto, los muertos, que arriesgarse a que los chinos piensen que ellos tuvieron algo que ver. El dinero chino es mucho más necesario que tú para este país. Así que ya puedes ir pensándolo.
Deitz lo estaba haciendo, a juzgar por la cara que ponía.
—Bueno, eso es todo lo que tenía que decirte. —Nick se enderezó—. Es la última vez que podremos hablar así. En cuanto entres en el ala de detenidos, todo irá en automático. Tarde o temprano llegarán los del FBI y desaparecerás para siempre. Que pases buena noche, Byron. Mandaré besos a los críos de tu pa…
—Que les den, a los críos. ¿Me estás ofreciendo algo o qué?
—Creo que alguien puso ese dinero aposta en tu…
—No me jodas. Tú deberías ser detective, hombre.
—Y creo que existe un motivo para que te eligieran a ti. Es evidente que quien lo hizo está relacionado con el atraco al banco. Si nos ayudas en eso, tal vez podamos echar una mano con lo de los chinos.
Deitz abrió mucho los ojos.
—A ti lo de los chinos te importa una puta mierda, ¿eh?
—Más o menos. No es mi jurisdicción. Lo que quiero es atrapar a los que mataron a esos polis. Y creo que tú incluso podrías saber quiénes son.
Nick casi vio las nubes de dibujos animados sobre la cabeza pensante de Byron Deitz.
—Si yo tuviera información sobre quién fue y me la guardara, sería un encubridor. Eso se castiga con la misma pena que si el banco lo hubiera robado yo.
—Difícil probar cuándo has llegado a esa conclusión. Podría haber sido hace un minuto y hete aquí que nos estás informando de ello, como un ciudadano de pro. Bien. ¿Tú sabes quiénes son?
Deitz guardó silencio durante unos segundos.
—Saberlo, no lo sé. Pero tengo algunas teorías.
—Si has de hablar, que sea ahora, Byron.
Deitz miró a Mavis y luego otra vez a Nick.
—¿En serio podéis impedir que los federales me toquen las pelotas?
—Eso creo.
—¿Y cómo?
—Si tú estás colaborando con la policía en un caso de múltiple asesinato de agentes de la ley, hasta el mismísimo Jon Stewart se subirá por las paredes si se entera de que un grupo de agentes nuestros viene a echar tierra al asunto solo para que el presidente pueda apaciguar a los chinos.
—¿Cómo se enterarían los medios?
—Smoles estaría encantado de ocuparse de ello.
Deitz volvió a recostar la cabeza y cerró los ojos.
Los demás esperaron.
—Voy a querer hablar con Smoles.
—En serio.
—Te lo juro.
—Pues que sea pronto.