El libro de Edgar
El hotel y centro de convenciones Marriott de Quantum Park ocupaba cuatro hectáreas de ondulada pradera a medio camino entre el aeropuerto regional del condado de Belfair, conocido como aeródromo Mauldar, y el Quantum Park propiamente dicho, un centro de I+D muy bien vallado y protegido con alambradas en el extremo noroccidental de Niceville.
En Quantum Park tenían su base una serie de proveedores que hacían I+D para destacadas firmas como Lawrence Livermore, Motorola, General Dynamics, Northrop Grumman, Lockheed Martin, KBR y Raytheon.
No era en absoluto una coincidencia que la empresa de seguridad que se ocupaba de las complejas necesidades del parque se llamara BD Securicom, BD por «Byron Deitz», el cual, hasta su recién adquirido estatus de principal sospechoso en un atraco, había sido su único propietario y director general.
Teniendo cerca un polígono como Quantum Park y un aeropuerto tan a mano, el Marriott funcionaba a pleno rendimiento, y de su éxito daba fe el elegante complejo de suites residenciales estilo Frank Lloyd Wright, las piscinas con olas, los gimnasios, la enorme sala de conferencias justo al lado y, sobre todo, el vestíbulo central de techo bajo revestido de piedra caliza pintada de amarillo y con un suelo de lamas de roble teñidas de un tono castaño rojizo satinado, como el ojo de un caballo.
En un lado había una gran chimenea de gas protegida por una pared de cristal de más de diez metros; del acuario en el lado opuesto, también enorme, salían destellos de turmalina y turquesa debido a los bancos de peces escarlata que pululaban de aquí para allá bajo el resplandor de diminutas lámparas halógenas.
Detrás de la pared de fuego había un restaurante estilo Philippe Starck, el SkyLark: cocina de fusión francesa sorprendentemente buena y una atracción importante para gente de tan al norte como Gracie y Sallytown. Detrás del acuario estaba la larga barra de caoba y latón, el Old Dominion, donde, al caer la tarde de un día laborable, era realmente difícil abrirse paso entre los parroquianos congregados bajo el enorme óleo panorámico que representaba la batalla de Chickamauga.
Los reyes del lugar eran gente como Bucky Cullen Junior, cuya familia era propietaria de casi todo Fountain Square, en el corazón del barrio financiero de Cap City; o Billy Dials, que regentaba la mayor ferretería y almacén de madera de Niceville; o el casi vitalicio alcalde de Niceville, Dwayne «Little Rock» Mauldar, hijo único de Daryl «Big Rock» Mauldar, quien fue atleta destacado en el instituto Regiopolis y que, tras sobrevivir a dos períodos de servicio en Vietnam, fue durante seis años linebacker titular de los Cardinals de St. Louis.
Eran, los tres, «tiburones blancos», con sus ojos de pez muerto y aquel aire de sempiterna jovialidad y saber estar, sus rebosantes papadas, sus anillos de diamantes en el meñique y sus voces estentóreas, y daban su cordial beneplácito a todo aquel que cordialmente les daba el suyo propio.
Estos ejemplares solían estar rodeados de un banco de anguilas, siluros y lampreas humanos. Tal vez fuera el acuario.
En conjunto, el Marriott era un lugar muy llamativo y su elegancia no se vio afectada en absoluto por la llegada de un reluciente Crown Vic azul oscuro que, si bien «camuflado», es decir, sin identificar, no podría haber gritado más fuerte que era de la policía aunque lo hubiera llevado escrito en letras rojas sobre el capó. Beau Norlett iba al volante y Nick, de copiloto, cuando el coche se detuvo bajo la marquesina de piedra de la entrada principal.
Un hombre mayor vestido con la versión «de paisano» de un traje de gala militar se acercó al coche y le abrió la puerta a Nick, haciendo al mismo tiempo un saleroso saludo militar. Alto y flaco, con un cuerpo que en tiempos debió de ser musculoso, pero que ahora se veía reseco y delgado, tenía grandes orejas, llevaba el pelo cortado a lo marine y lucía en su rostro enjuto una expresión sarcástica.
En la chapa metálica que llevaba prendida del flamante uniforme azul estaba grabado su nombre: EDGAR.
—Inspector Kavanaugh —dijo Edgar Luckinbaugh, mientras Nick se apeaba del coche—. Le estábamos esperando.
—Gracias, Edgar. Ese tipo grandote que ves ahí es mi socio, el inspector Norlett.
—Señor —dijo Edgar ofreciendo a Beau un saludo militar mucho más laxo, disgustado por lo que estaba viendo—. Bienvenidos al Marriott.
Beau, a quien no se le escapaba el motivo de dicho disgusto, le devolvió el saludo casi con la misma insolencia. Asimismo, decidió «olvidarse» de la supercaja de donuts Krispy Kreme que traían para Edgar. El hombre les franqueó la entrada y los hizo pasar a la refrescante penumbra del vestíbulo.
Sonaba música tenue, una cadenciosa sonata para piano, desde las cuatro esquinas. Un asiático esbelto, con piel de porcelana y ojos como dos piedras negras, los observó caminar sobre el reluciente suelo de madera noble. Pulcro y menudo, vestido con un buen traje y una camisa color lavanda, estaba sentado ante un buró, con sus diminutas manos apoyadas en una agenda de piel color verde. El asiático sonrió a Nick y este le dirigió una mirada.
El señor Quan era el conserje del hotel, lo que explicaba el traje negro y la camisa lavanda, pero no así la enorme pajarita de seda color amarillo cromo, si es que algo podía justificarla.
Nick se encontraba a mitad de camino cuando le sonó el móvil. Era Kate.
—Disculpad un momento. Es importante.
Se alejó unos pasos, y Beau Norlett y Edgar Luckinbaugh se quedaron a solas, meditando en pétreo y estirado silencio sobre los notables defectos respectivos en cuanto a personalidad y tono de piel.
—Hola, Kate. ¿Cómo está Beth?
—Acaba de telefonear Reed. Oye, ¿qué es todo eso de que han arrestado a Byron?
Nick le hizo un resumen.
Kate era muy rápida.
—Pero ¿tú crees que tuvo algo que ver con ese atraco al banco, Nick?
—Me parecería de lo más raro que hasta Byron fuera tan tonto como para llevar en su vehículo parte del botín de un robo con asesinato. Ahora bien, lo de los chinos ya es otra historia. ¿Cómo lo ha encajado Beth?
—Está conmocionada, pero no triste. Yo creo que ya no le sorprende nada, viniendo de Byron. Ahora está abajo, hablando con Axel y Hannah.
—¿Reed ha dicho algo nuevo sobre tu padre?
—No. Hoy viene para acá. Le he dicho que se pase por casa. ¿Llegarás a tiempo para cenar, Nick?
Nick miró el reloj.
—Supongo. Esto tiene pinta de reunión familiar, ¿eh?
—Así es. Procura llegar a tiempo. Hay mucho de que hablar. Le he dicho a Beth que puede quedarse unos días en casa con los niños. Creo que podríamos instalarlos en la cochera. ¿Te parece bien?
—Con todo este lío, ¿sigues con la idea de hacer venir a Rainey Teague a casa?
—Sí, sí. Pronto terminará la recuperación. Necesita un sitio donde vivir. Recuerda que soy su tutora.
—Estaremos a tope, Kate.
—Una temporadita, sí. Puede que a Rainey le venga bien tener a otros críos cerca.
—Puede.
«Pero ¿a Axel y a Hannah les irá bien tener a Rainey por allí?», estaba pensando Nick. «Ahí está el asunto».
—Nick… ¿en serio te parece bien esta movida?
Silencio.
—Me lo parecerá, Kate. Seguro que sí.
—Gracias. Sabes lo mucho que significa para mí. ¿De veras llegarás a tiempo para la cena? Reed ya estará por aquí. Podemos hablar de todos los asuntos, ¿de acuerdo? Quiero decir, la familia al completo.
—Descuida, estaré. Búscame a la luz de la luna, aunque el mismo infierno se interponga en el camino.
—Al bandolero lo mataban, ¿no?
—Pero a mí no, cariño. Un beso.
—Otro para ti, adiós.
Nick se fijó en que Edgar y Beau llevaban suficiente rato el uno con el otro como para haber perfeccionado su desagrado mutuo. Intentó ignorar la tensión entre ambos cuando Mark Hopewell, el gerente de servicio ese día, un joven entusiasta que parecía un armero andante embutido en un traje con chaleco, salió de detrás del mostrador de recepción con semblante preocupado.
—Inspector Kavanaugh. Siento mucho lo ocurrido en el aeródromo Mauldar.
—Gracias, Mark. Te presento al inspector Norlett. Edgar, no te vayas —dijo viendo que el botones daba media vuelta—. Quisiéramos hablar también contigo.
—Podemos ir a mi despacho —indicó Hopewell.
Los condujo a un cuarto pequeño detrás del mostrador, lleno de trastos e iluminado por un atroz fluorescente azul que zumbaba en el techo. Hopewell les sirvió café (olía de maravilla). Nick tomó asiento, Beau se quedó allí de pie, lo mismo que Edgar (este, indeciso), mientras que Hopewell se aposentaba en una esquina de su mesa con un fajo de papeles entre sus grandes manos sonrosadas.
—¿Puedo preguntar, inspector…?
—Mark, nos conocemos de sobra. Tutéame, ¿de acuerdo?
Mark asintió, sin ser capaz de esbozar una sonrisa.
—Gracias, Nick… ¿Ha habido algún superviviente?
Nick negó con la cabeza.
—Tú eres de la Guardia Aérea Nacional, ¿no es cierto?
Hopewell asintió con la cabeza.
—Entonces conocerás la expresión «desplegado verticalmente sobre el terreno».
Hopewell dio un respingo.
—Cielo santo. Y ¿dónde cayó?
—En medio del green catorce de Anora Mercer. Mató a una mujer que estaba allí e hirió al marido.
—¿Cómo fue?
—Unas aves. Se metió derecho en una bandada de cuervos.
—Joder. Eso me ocurrió a mí pilotando un Apache. Fue uno de esos malditos gansos canadienses, uno solo. Tuvimos que autorrotar desde ciento ochenta metros.
—No veas. ¿Estos papeles son los datos sobre esa gente?
—Sí —dijo Hopewell entregándoselos—. Es todo lo que tenemos, incluidas las llamadas hechas y recibidas. Llegaron en avión desde Shangai, se registraron el viernes, cinco habitaciones individuales pagadas con un mes de antelación, a cuenta de una tarjeta de crédito Amex Centurion que nos proporcionó el señor Zachary Dak. No dieron el menor problema. Iban a lo suyo. No se mezclaban con la clientela del Old Dominion. Cenaban en SkyLark (los pilotos en otra mesa), y según el señor Quan hablaban una modalidad de chino conocida como hakka. A Quan le disgustaba; dijo que esa gente eran «campesinos». Quan es chino mandarín. Prejuicios de clase, supongo. Aparte de eso, no se dejaron notar en lo más mínimo. Quiero decir, hasta esta mañana.
Nick levantó la vista de los papeles.
—¿Esta mañana? ¿Te refieres al accidente?
Hopewell negó con la cabeza.
—No, antes. Edgar te lo puede contar. Yo en ese momento estaba entrevistando a un aspirante a un puesto de trabajo. ¿Edgar…?
Luckinbaugh se irguió. Enseñando una ristra de dientes como lápidas de cementerio, sacó de un bolsillo lateral una vieja libreta del departamento de policía.
—Sí, señor —graznó, y se puso a leer lo que tenía escrito, empleando la intrincada sintaxis de un agente de policía citado a declarar; Nick lo interrumpió al oír por segunda vez la frase «el sujeto fue observado».
—Por Dios, Edgar, que no estás delante del juez Teddy. ¿No puedes decir las cosas claras?
Edgar puso cara de decepción y se guardó la libreta frunciendo el ceño en un gesto de desacuerdo.
—Bueno, vale… Como dice el señor Hopewell, yo estaba en el portcullis…
—¿El qué?
—Así lo llama Edgar —explicó Hopewell—. Es una palabra antigua que designa la entrada a una fortaleza.
—Edgar. Por favor —dijo Nick.
—Perdón. Yo estaba en la puerta principal. Hora: nueve cuarenta y dos. Un Benz Seiscientos negro estaciona delante, matrícula alfa, delta, nueve, siete, seis, nevada, bravo…
Nick miró a Beau, que le respondió con una sonrisa y meneó la cabeza, detalles que no se le escaparon a Luckinbaugh, pero que decidió ignorar. Solo había una manera de hacer las cosas bien, por más que aquel par de chiquillos no se enteraran.
—… el conductor era un sujeto grande, un cullud llamado Phillip Holliman…
La palabra cullud, persona de color, aterrizó en el suelo con un ruido opaco. Beau fue el único que no intentó pasarla por alto.
—El que trabaja para Deitz —dijo Nick.
Luckinbaugh asintió.
—Sí. Me da las llaves y mientras entramos me pregunta en qué habitación está el señor Zachary Dak y yo le contesto: «Pues mire, el señor Dak y su grupo se han marchado del hotel esta mañana», y entonces Holliman dice (bueno, profiere algún que otro taco) y me pregunta que cuánto hace de eso y yo le digo que unos treinta o treinta y cinco minutos, y le miro y parece que Holliman está literalmente a punto de explotar, la cara se le pone de un morado oscuro y los ojos se le salen de las órbitas y entonces me agarra del brazo y me dice que lo lleve a la habitación de Dak «taco en gerundio» leches y que si me ha quedado claro, y yo le digo: «Mire, es que sin permiso del señor Hopewell no puedo…».
—¿Llevaste a Holliman a la habitación de Dak? —preguntó Nick pensando que quizá, después de todo, habría sido mejor dejar que Edgar leyera lo que tenía escrito en la libreta.
—Sí, señor. Disculpe usted, señor Hopewell, pero el hombre estaba armando escándalo y había clientes entrando y saliendo y él no paraba de ladrarme y de gruñirme y, como la gente nos miraba, le dije que de acuerdo y lo llevé a la suite de Dak (The Glades); y justo cuando acabo de pasar mi tarjeta para abrir, Holliman me empuja y entra, y las chicas no habían hecho todavía la limpieza o sea que aquello estaba todo patas arriba y Holliman venga a correr del salón al dormitorio principal y de allí al baño, como un poseso, y sin dejar de mascullar y de lanzar improperios (pensé que le daba un ataque), y luego viene y me agarra de las solapas y exige saber si se han marchado todos y yo le digo: «Sí señor, han ido todos al aeródromo Mauldar»; «Se han largado, la puta que los parió», dice él a dos palmos de mi cara y yo recibiendo su saliva de cullud en la mejilla, y entonces Holliman saca su móvil y hace una llamada…
Luckinbaugh se interrumpió de golpe. Tomó aire antes de continuar:
—Inspector Kavanaugh, llegado este punto me veo obligado a consultar mis notas, porque lo que dijo por teléfono me parece revelante para el caso que nos ocupa.
—Querrá decir «relevante», ¿no? —intervino Beau ganándose una mirada pérfida de Luckinbaugh.
—Sí, es exactamente lo que he dicho. Relevante. Si no le importa, tengo que leer mi transcripción.
Se lo decía a Nick. Para Luckinbaugh, Beau se había vuelto invisible.
—Adelante, Edgar. Puedes leer.
El botones, reprimiendo una mueca de victoria dedicada a Beau, extrajo su libreta, buscó la página y empezó a leer en voz alta.
—El diálogo fue como sigue, inspector Kavanaugh. Holliman dice: «Se han ido, Deitz», de lo que yo impliqué que se refería a su jefe, Byron De…
—Inferí —dijo Beau, que no pudo aguantarse.
—Inferí, eso es lo que he dicho.
—No —replicó Beau—. Ha dicho «impliqué», que significa asignar una cualidad o un estado a algo mediante alusión indirecta. Inferir significa extraer o sacar un significado inductivo, deducir…
—Beau, por favor —dijo Nick.
—¿Y qué si lo he dicho? Es exactamente lo mismo —protestó Luckinbaugh, claro ya su veredicto sobre Norlett y archivándolo bajo el epígrafe «jovencitos con ínfulas».
Nick meneó ligeramente la cabeza mirando a Beau y este consiguió componer un semblante inexpresivo. Edgar se encogió de hombros y, recuperada la serenidad, reanudó su lectura.
—Yo estaba lo bastante cerca para oír la respuesta del señor Deitz, que fue: «¿Ido? ¿Quién se ha ido?», a lo que Holliman responde: «Zachary Dak y los suyos. Han pagado la cuenta hace media hora. Han volado», y el señor Deitz le dice: «Santo Dios, y el artículo ¿qué?»…
—¿Deitz dijo esa palabra, «el artículo»? —preguntó Nick.
Luckinbaugh asintió muy serio.
—Exactamente esa.
—¿Tú tenías alguna idea de a qué se refería?
—Ninguna, señor. Pero por el tono de voz supuse que se trataba de algo muy importante. ¿Continúo, pues?
—Sí, por favor.
—Bien, entonces Holliman dice: «Estoy en su suite. Aquí no hay nada de nada. El artículo se lo han llevado. Es lo que pensaban hacer desde el primer momento», y el señor Deitz dice: «Cristo bendito y sus putos doce apóstoles», y el señor Holliman dice: «Sí, vale, los llamo, si crees que va a servir de algo», de lo cual «impliqué» yo que Holliman lo decía con sarcasmo y entonces el señor Deitz dice: «No, espera… el Lear. Está en Mauldar. El aeródromo queda a una media hora del hotel Marriott. Llama al jefe de Mauldar y dile que no dé permiso a ese Lear para despegar hasta que yo llegue», y el señor Holliman le corta y dice: «Solo soy un segurata, Deitz», y el señor Deitz empieza a gritarle tan fuerte que el señor Holliman tiene que apartar el móvil de la oreja, y Deitz mientras tanto: «Tú dile lo que sea, pero asegúrate de que ese avión no despega ni un centímetro. Venga. Llama ya». Y luego Deitz cuelga y Holliman se me queda mirando.
—¿Te dijo algo?
—Sí, señor. De dos zancadas se planta delante de mí, me hunde un dedo en el pecho y dice: «Tú no has oído nada, te enteras, Edgar, ni una puta palabra, queda claro», y yo le contesto: «Queda claro, sí, señor», y Holliman me aparta de un empujón con tanta fuerza que reboto en la puerta y luego se marcha.
Se produjo un silencio colectivo.
—¿El artículo? —dijo Nick hablando como para sí mismo—. Mark, ¿esa gente metió algo en tu caja fuerte?
Hopewell negó con la cabeza.
—Nada. Y la caja de caudales de la suite no ha sido utilizada.
—Entonces, ni tú ni Edgar visteis a ese tal Dak con nada que llamase la atención.
Ambos lo confirmaron con sendos gestos de cabeza.
—¿Se reunieron con alguna persona en el recinto del hotel?
—Que sepamos, no —respondió Hopewell—. Yo le pregunté al señor Quan si había hecho algún recado para ellos, y me respondió que encargar un Lincoln Town Car negro a Airport Limos y conseguirles un mapa detallado de la ciudad. Aparte de eso, había encontrado dónde comprar un tipo de té verde que a ellos les gustaba.
Hopewell se calló; parecía estar meditando la mejor manera de decir algo.
—Quan me comentó también otra cosa; a mí en su momento me pareció gracioso. Bueno, más bien raro. Él es mandarín, como digo, o al menos habla mandarín, pero empleó una palabra que yo creía que era en cantonés, y por el modo en que la dijo, después de lo que acabo de oír, no sé si…
—Oye, Mark —dijo Nick—, ¿puedes ir al grano?
Hopewell sonrió con timidez.
—Mi mujer dice que desvarío. La palabra era gway-lo, que en boca de Quan es un insulto dirigido a gente de raza blanca. Significa «fantasmas», supongo que viene de que al ser tan pálidos de piel les parecemos fantasmas. Pero esta vez la utilizó describiendo al señor Dak y sus acompañantes. Así que me preguntaba si lo habría dicho literalmente.
—¿Se refiere a si dijo fantasmas en el sentido de «aparecidos»? —preguntó Beau.
—Sí, exacto. Total, que se lo pregunté y el señor Quan se puso bastante nervioso, como si quisiera escabullirse cuanto antes, pero al final me dijo que a su modo de ver «apestaban a guangbo». Naturalmente, le pregunté qué significaba guangbo y él me dijo que era la policía secreta china y que todos los chinos la odiaban.
—Buen trabajo, Mark. Necesitaremos una declaración de Quan, por cierto. ¿Las chicas han limpiado ya las habitaciones?
—No. En cuanto supimos lo del accidente y que tú ibas a venir, hice cerrar y acordonar todas sus habitaciones.
—¿Cuándo las limpiaron por última vez?
—Deberían haber pasado anoche a las diez, para dejar las camas a punto, pero las habitaciones se limpian antes del mediodía. Depende del momento en que los huéspedes las dejan libres.
—Ya, entonces hará cosa de unas veinticuatro horas…
—Así es.
Nick miró a Beau Norlett.
—Llama al teniente, por favor. Dile que necesitamos que venga el equipo forense. Mark, trataremos de ser sutiles, pero esos tipos eran ciudadanos chinos, de modo que el Departamento de Estado y puede que el FBI estarán involucrados. En cuanto a Byron Deitz, no sé, aquí hay algo que no encaja.
—Yo le he estado dando vueltas —intervino Luckinbaugh—. Tengo una pequeña idea, si le interesa saberla.
—Cómo no —dijo Nick.
—Verá. La empresa de Deitz se ocupaba de la seguridad en el complejo de Quantum Park. Tecnología de altos vuelos. Material supersecreto. Quizá es por eso por lo que estaban aquí. Me refiero a los chinos. ¿No será que «el artículo» es algo que sacaron de Quantum Park?
Todos se quedaron mirando a Luckinbaugh como si un atún disecado se hubiera puesto a recitar las obras de Catulo. Era un facha, pero al parecer tenía verdadero instinto de poli.
—¡Vaya! —dijo Nick—. Eso está la mar de bien, Edgar. Tiene sentido. Aunque espero que te equivoques, la verdad.
Luckinbaugh se encogió de hombros, pero parecía contento.
Otro silencio.
—Edgar, ¿alguno de esos chinos envió un paquete por FedEx o echó algo al buzón?
—No, señor —dijo Luckinbaugh negando con la cabeza—. El señor Hopewell se tomó la libertad de comprobar el buzón del hotel y no había nada. Y los domingos ni FedEx ni UPS hacen recogida. Tampoco hay nada en sus buzones. Y el autobús llevó a esa gente a Mauldar sin efectuar paradas para dejar sobres o paquetes. Si lo llevaban encima al salir de aquí, lo seguían llevando cuando despegaron.
Todos reflexionaron sobre ese punto.
—Bueno, supongo que ya sabemos dónde está —dijo Beau—, fuera lo que fuese.
—En un cráter, en el green catorce —añadió Nick.
—Sí, señor.
Nick se puso de pie.
—Muy bien. Mark, Edgar, gracias por vuestra ayuda.
—¿Qué va a pasar ahora? —quiso saber Hopewell.
—Beau y yo seguimos camino hasta Gracie. Tendremos una reunión con Byron Deitz, a ver qué dice de todo este asunto. Mandaremos gente de la BIC para que os tomen declaración, registren las habitaciones y hagan las verificaciones necesarias. Mientras tanto, sería muy de agradecer que no mencionarais nada de este asunto. A nadie. En el lugar del siniestro había ya gente de los medios. No tardarán en averiguar dónde se hospedaban las víctimas, así que los tendréis encima muy pronto.
—No nos sacarán ni una palabra —afirmó Hopewell.
—Eso por descontado —terció Luckinbaugh, con una postrera mirada retadora a Beau. Los dos policías fueron hacia el coche, seguidos de Luckinbaugh. Este le abrió la puerta a Nick y no dejó de mirar ceñudo la nuca del agente negro mientras el coche se alejaba.
—Creo que has hecho un amigo —dijo Nick.
—Más bien no —respondió Beau sonriendo—. Los tíos así me ponen de los nervios.
—Ya lo había inferido —dijo Nick.
Hubo una pausa mientras Beau aceleraba para enfilar la carretera principal y dirigirse al norte. Gracie distaba unos ciento quince kilómetros, en la ladera oriental de los montes Belfair.
Pasado un rato, Nick dijo:
—¿Saliva de cullud?
—Sí —respondió Beau, ceñudo.
—Eso sigue igual, por lo que veo.
—Sí, pero menos. Los tiempos han cambiado. Aquí, en esta parte del estado, suele darse en gente de edad, especialmente de zonas rurales.
—Bueno, pero aquí dentro no es así.
Beau le miró de reojo.
—¿Ah, no?
—Claro.
—Entonces ¿por qué haces que conduzca yo?