Si un oso cae en el bosque
Más o menos en el mismo momento en que Kate conocía las últimas noticias sobre Byron Deitz por boca de Reed Walker, el sargento Coker, del departamento de policía de los condados de Belfair y Cullen, conducía hacia el norte por la autopista 311 unos quince kilómetros al sur de Gracie, fumando un pitillo y gozando del espectáculo de la hierba de búfalo que resplandecía al sol en las laderas circundantes.
Iba en su coche principal, un Interceptor Crown Victoria negro y canela del cuerpo de policía, con grandes estrellas de seis puntas en las puertas y unas luces LED en el techo que cuando estaban encendidas podían verse desde Marte. Coker estaba de muy buen humor, dadas las circunstancias, porque hacía una mañana espléndida, porque iba armado y blindado hasta los dientes y conduciendo su vehículo favorito, y porque, además, hacía un par de días él y su buen amigo Charlie Danziger habían salido airosos de un atraco a un banco de Gracie, cuyo botín consistía en unos dos millones de dólares en dinero y objetos de valor.
Danziger y Coker se conocían del cuerpo de Marines, y el primero de ellos había sido, hasta hacía pocos años, sargento de la patrulla de caminos. Más recientemente, había trabajado como encargado de rutas en la empresa de furgones blindados Wells Fargo, puesto que le permitía acceder a información privilegiada sobre entregas de dinero en metálico a entidades bancarias locales.
Como, por ejemplo, la de más de dos millones al First Third Bank de Gracie el viernes anterior.
Danziger y el conductor, Merle Zane, un témpano andante con quemaduras en la cara, habían llevado a cabo el atraco propiamente dicho, y Coker, el mejor tirador de la policía en aquel estado, se había ocupado de lidiar con la inevitable persecución provisto de un Barrett 50.
Resultado: cuatro coches de policía hechos papilla, cuatro agentes muertos, dos periodistas muertos (iban a bordo de un helicóptero de Live Eye cubriendo la persecución) y por desgracia, algo más tarde, la lamentable necesidad de dispararle a Merle Zane por la espalda, para no dejar cabos sueltos. A Zane lo habían visto por última vez en un pinar, con una de las balas del calibre 9 milímetros de Charlie Danziger enterrada en su riñón derecho.
En conjunto había sido una tarde frenética, pero a la postre muy provechosa para Coker y Charlie Danziger.
Coker estaba dándole vueltas en la cabeza a las diversas maneras de sacar partido a esos nuevos haberes garantizando la máxima estimulación sensorial posible, cuando la radio del coche cobró vida y sonó el móvil.
Miró el identificador de llamadas, C DANZIGER, conectó el buzón de voz y descolgó el auricular de la radio.
—Coker.
—Se supone que debe dar el número de matrícula, sargento Coker.
—Lo siento, Bea. Se me olvidó. ¿Qué hay?
—No soy Bea. Soy «Central».
Coker dibujó una sonrisita, y la sonrisa jugueteó en su rostro de rapaz haciéndole parecer más malo aún de lo que era.
—Está bien, Central. ¿Qué ocurre?
—Informan de un 10-38 en el 2990 de Old Orchard; la persona que llama necesita ayuda de inmediato.
—Eso es el rancho de Ernie Pullman, ¿no? Él solito se las apaña con un perro agresivo. Tiene más artillería que toda la Asociación del Rifle junta.
—No se trata de un perro, sino de un oso. He dicho que era un 10-38 porque no existe ningún código policial para osos chiflados. ¿Puedes ocuparte tú, Coker? No tenemos a nadie más en la zona.
—Y ¿dónde están todos?
—La mayoría de las unidades están ayudando a la estatal. Parece ser que hay una redada de tres pares de narices en Arrow Creek y todo el mundo ha ido para allá.
—¿A quién han pillado?
—La estatal no suelta prenda. Un tipo que conduce un Hummer amarillo. Ha habido tiros.
Coker lo meditó y se dijo que era mejor no hacer preguntas sobre el Hummer amarillo.
—Vale. ¿Quién era el que llamaba?
—Ernie en persona. Parecía bastante alterado.
—Ernie puede abatir un oso tan bien como yo.
—Ya, pero dice que hay un problema.
Coker suspiró.
—De acuerdo, voy volando. ¿Sigue Ernie al teléfono?
—Sí.
—Pues dile que me dé cinco minutos. Corto.
Coker volvió a suspirar, encendió las luces de emergencia y pisó a fondo el acelerador. Luego abrió el móvil y pulsó el buzón de voz.
«Coker, soy Charlie. Dónde andas. Llámame, es importante».
Coker llamó.
—¿Charlie?
—Coker, ¿dónde estás?
—Tengo un 10-38 en el rancho de Ernie Pullman…
—¿Y Ernie no se apaña solo con un perro loco?
—Es que no es… Oye, Charlie, ¿qué pasa?
—Nos vemos en casa de Ernie.
—Te noto asustado, Charlie.
—Lo estoy.
El Rocking Bar de Ernie Pullman era menos un rancho que un vertedero del condado, con su patio enorme lleno de piezas de tractor viejas, coches oxidados y demás chatarra. La roulotte de dos módulos donde vivía estaba plantada allí en medio como si la hubieran lanzado desde una gran altura. Coker estaba enfilando el camino particular cuando oyó un claxon, y al mirar por el retrovisor vio una camioneta blanca Ford modelo F150.
Coker se apeó del coche, estiró las piernas y aguardó mientras Charlie Danziger sacaba su metro ochenta y pico del asiento del conductor.
Charlie tenía el pelo largo y blanco y lucía un gran bigote daliniano. Era de Montana y su aspecto concordaba con su origen. Coker era de Montana también, pero su aspecto era más bien el de un instructor de marines, cosa nada extraña puesto que en su momento lo había sido.
—¿Qué hay, Charlie?
—¿Dónde está Ernie?
—Bea dice que en la parte de atrás, con un oso furioso.
—¿Qué quieres decir? ¿Cabreado o chiflado?
—No sé. Habrá que ir a verlo.
—Tenemos que hablar.
—Me echo a temblar cada vez que dices eso, Charlie.
—Primero vayamos a ver dónde está Ernie. No quisiera tratar el asunto delante del peor borracho al sur de Sallytown.
Rodearon la caravana. En la parte de atrás había otro patio que se extendía en bajada por una cuesta fangosa hasta un grupo de árboles diversos (robles, pinos y alisos, pero también algún que otro álamo que sobresalía de entre los demás). Había un gran bulto negro como a tres cuartos de la altura del álamo más alto, y un bulto más pequeño azul y blanco varios metros más arriba. Este último les estaba chillando y agitando una mano.
El bulto grande y negro no parecía estar haciendo nada en particular. Coker y Danziger se quedaron allí parados, asimilando la situación.
—¿Eres tú, Ernie? —gritó Coker.
—¿Quién coño voy a ser, si no? —gritó Ernie Pullman—. Mata a este puto oso, ¿vale?
Coker miró al oso. Estaba totalmente quieto. Luego miró a Danziger.
—¿Has traído el Winchester?
—Está en la Ford.
—¿La carabina o el rifle con mira telescópica?
—La carabina.
—¿Crees que podrías darle al oso con la carabina? Yo solo he traído la escopeta y esta pistola.
—Puedo darle al oso hasta con una piedra, Coker. —Luego, bajando la voz, dijo—: ¿Quieres saber lo que tengo que decirte?
Ernie no paraba de chillarles.
—¿Cuánto rato llevas ahí arriba? —le preguntó Danziger.
—Casi una hora.
—¿Y cómo has llamado al 911?
—Con el móvil, capullo. Lo tenía encima cuando ha aparecido este cabrón. Charlie, hazme el favor, pégale un tiro al puto oso.
—Yo diría que está como muerto —terció Coker.
A Ernie no le hizo ninguna gracia.
—Pues estaba vivito y coleando cuando me ha hecho subir aquí.
—Quizá está echando un sueñecito —dijo Danziger. Y en un aparte, le preguntó a Coker—: Oye, ¿está permitido disparar a un oso en plena siesta?
—Tendría que mirarlo —respondió Coker. Echó un vistazo a Ernie, que se encontraba a unos cincuenta metros, y se volvió hacia Danziger—. Bien. Yo creo que está lo bastante lejos. A ver, ¿qué es lo que ocurre, Charlie? —preguntó en voz baja.
—¿Es que no te has enterado?
—Lo único que sé es que la estatal ha parado a un Hummer amarillo cerca de Arrow Creek. Y solo hay un Hummer amarillo en esta parte del estado.
—Eso sí que es verdad.
—¿Han cazado a Deitz?
—Exacto.
—¿Está muerto?
—Todavía no.
—¿Han encontrado la pasta que escondiste en la trasera de ese cacharro?
—Sí. Y el Rolex también.
—O sea que están pensando lo que nosotros queríamos…
Ernie, que los veía hablar en voz baja sobre Dios sabía qué, sintió la necesidad de llamar de nuevo su atención acerca del problema.
—¡La madre que os parió, pegadle un tiro al puto oso! Las manos me resbalan.
—Pues sí —le dijo Danziger a Coker, por lo bajo—. Se ve que está resbalando un poquito.
—¡Matad al oso! —chilló Ernie, que ya empezaba a repetirse.
Coker encendió un cigarrillo y sonrió a Danziger.
—Así que tienen a Deitz —dijo, todavía en susurros.
Danziger asintió.
—Tendremos que esperar a ver cómo acaba todo.
—Eso opino yo también.
Ernie se resbalaba cada vez más. Ya no decía nada coherente y se limitaba a berrear.
A todo esto, el oso seguía sin moverse.
—No chilles más, Ernie —le gritó Danziger—. Así vas a despertarlo. Quizá podrías deslizarte por el otro lado sin que se entere.
Ernie profirió maldiciones a grito pelado y de muy mal talante. Se encontraba a unos tres metros del oso, iba resbalando centímetro a centímetro, y parecía que el oso estaba ya totalmente despierto.
El animal emitió un gruñido grave, una especie de lamento, cambió de postura y soltó otro gruñido, esta vez con mucha más autoridad. Ernie dejó de dar voces, pero seguía resbalándose tronco abajo.
—Por lo visto el oso no está muerto —comentó Danziger—. Quizá deba ir a por el Winchester, ¿no?
—Quizá sí —dijo Coker.