Lo que realmente significa el término militar

«desplegarse verticalmente en el terreno»

Estaba el primero de la fila en el aeródromo Mauldar, un Lear chino, bloqueado y cargado de combustible, como una flecha en un arco tenso, con los reactores girando a tope, los frenos echando humo y los alerones batiendo… El teléfono de la torre de control empieza a pitar, un aullido metálico, y John Parkhurst, el jefe de la torre, descuelga el aparato y lo que oye es (según contó después a la policía) una furiosa perorata con voz chillona en boca de un sujeto malhablado que…

Bueno, para que se entienda, Parkhurst ejerce de pastor pentecostal a tiempo parcial, de modo que al hablar con la policía opta por la palabra «sujeto» obviando otra más fuerte; en fin, el caso es que el tipo que llama por teléfono jura ser agente del FBI y dice, a grito pelado, que quiere que ese (palabrota, palabrota) Lear chino no se mueva ni un milímetro de donde está, que lo mantengan en la pista, bloqueado. Cuando Parkhurst, un individuo bastante quisquilloso que en vez de controlador aéreo debería haber sido dentista, le pide un número de placa, uf, el tipo se pone hecho una fiera, empieza a soltar tacos (de los gordos) otra vez, y cuando va por la mitad de una frase que empieza con «escúchame (palabrota, palabrota)» y termina con «por donde te quepa», Parkhurst le cuelga sin más.

Dos minutos después el Lear, un 60 XR Luxury Edition (diez millones, tranquilamente), sale disparado hacia el cielo en brusca pendiente, esquivando los rayos; el ruido de los dos reactores es tan fuerte que hace vibrar todas las ventanas en un radio de kilómetro y medio. Parkhurst vuelve a sentarse, mira el teléfono, tiene las orejas todavía ardiendo, y entonces dice «madre mía» y «cielo santo», suelta un suspiro y empieza a mover la cabeza, pensando «y encima en el día del Señor».

Pero… aparte de ese desagradable detalle… fue calmándose y observó a los demás, la mayoría de los cuales tenía la mirada puesta en él; luego miró por las ventanas y, gracias a Dios, seguía siendo un espléndido domingo de primavera. Cuando levantó la vista hacia el rutilante cielo no vio una sola nube… bueno, vale, exceptuando una cosa medio rara allá por el sudeste. Parecía una mancha de humo negro. O tal vez alguien estaba usando un soplador de hojas.

Parkhurst, que espiritualmente se aferraba al Antiguo Testamento, se quedó un rato mirando la mancha y haciendo despreocupadas conjeturas sobre su origen.

Mientras tanto, a trescientos metros de altitud y medio kilómetro más allá, el Learjet chino inclinó un ala y viró con elegancia hacia el sur.

Mientras Parkhurst se ponía a pensar en salmos, una chispa de inquietud prendió en algún rincón de su mente. Volvió la cabeza para mirar el radar Doppler. La mancha era una cosa difusa, básicamente indescifrable, de modo que cogió los prismáticos para ver mejor.

Tardó un par de segundos en enfocar el blanco, y otro más en entender lo que estaba viendo, pero en cuanto lo tuvo claro, se le heló el pecho de golpe y un nudo le impidió casi respirar.

No era una nube de humo, ni hojas volando. Era una bandada de cuervos. Una descomunal bandada de cuervos.

De un salto se plantó en la radio: «Vuelo cero seis cinco, emergencia, Lear chino: modifique inmediatamente el rumbo a coordenadas…». Pero para entonces, dada la velocidad del reactor, ya era un poquito demasiado tarde. Parkhurst recibió una breve contestación del copiloto: «Torre, estamos…», seguida de un taco gritado en chino.

El reactor granate y dorado, reluciente al sol de la mañana, se metió derecho en la bandada de cuervos y salió por el otro lado con el fuselaje sucio de sangre y apelmazadas plumas negras, mientras el motor de estribor dejaba una fina estela de humo azulado. El aparato perdía altitud.

El piloto cogió de nuevo la radio: «Torre, aquí vuelo cero seis cinco, tenemos múltiples impactos de ave; repito, múltiples impactos de ave. Visibilidad cero», y luego nada salvo ruido de interferencias.

Conmoción y asombro en la torre de control cuando el Learjet viró a la izquierda, hundiendo el morro. El giro se convirtió en una vuelta sobre sí mismo y rápidamente en una espiral cada vez más estrecha; el morro se hundió (todavía más), el avión entró en barrena y la radio resucitó. El piloto estaba vociferando en chino hakka por el micro (de fondo se oían voces y gritos y el rechinar metálico del fuselaje) y pasó de nuevo al inglés: «Torre, nos estrellamos, nos estrellamos».

Todo el mundo oyó una última transmisión: «Díganle a mi hijo…» y luego un grito ahogado. El Lear se estrelló contra el suelo a tres kilómetros de allí, justo en medio del green catorce del club de golf Anora Mercer.

Al explotar produjo una bola de fuego amarilla, roja y negra que se elevó hacia el cielo. Momentos después los de la torre notaron la onda expansiva, un golpe sordo y seco en las ventanas, seguido de un estruendo.

«Se acabó mi carrera profesional», estaba pensando Parkhurst. Y después, pero solamente después, «pobre gente».

Trescientos metros por encima del lugar del accidente, la bandada de cuervos se reagrupó formando una prieta nube con forma de hoz, y así sobrevolaron la ciudad y los tejados y llenaron el aire matutino con sus estridentes gritos, para alzarse después en una sola y compacta masa y perderse de vista hacia el este, camino de Tallulah’s Wall.

Un silencio sepulcral reinaba en la torre, roto únicamente por alguien que estaba al fondo y que con voz menuda y tono de temor reverencial dijo: «La hostia».

Parkhurst tragó saliva con mucho esfuerzo y llamó a los bomberos y a la ambulancia. En eso estaba cuando otro controlador, un chico nuevo de nombre Matt Lamarr, examinó un momento la lista de vuelos.

Luego miró a sus compañeros, los cuales estaban todos contemplando pasmados la nube que se elevaba del campo de golf, solo que ahora ladraban y aullaban y se daban dentelladas como una jauría de… perturbados.

—Eh, tíos —dijo tratando de hacerse oír en medio del alboroto. Y luego, más alto—: ¡Tíos!

Todos se volvieron, salvo Parkhurst.

—¿Qué?

—Morgan Littlebasket ha despegado en su Cessna a las 10.22, ¿verdad?

—Sí —respondió uno—. ¿Y qué?

—Pues que… ¿dónde se ha metido?

Los blanco y negro de Niceville llegaron al lugar del accidente al cabo de cuatro minutos, con los bomberos pisándoles los talones. La bola de fuego era un espectáculo, y alrededor de la zona cero ardían charcos de combustible del Learjet. El calor era tan intenso que no podían acercarse lo suficiente. Solo cabía esperar a que las llamas se extinguieran por sí solas y, mientras tanto, comprobar posibles daños colaterales en el perímetro.

Lo único que encontraron fue una solitaria víctima que deambulaba por allí como aturdida, un viejecillo arrugado con la nariz medio destrozada y quemaduras importantes en toda la cara. Dijo llamarse Thad Llewellyn.

Por lo que pudieron descifrar de sus histéricos desvaríos, al parecer su esposa se hallaba en el centro de la zona donde el Lear se había precipitado rugiendo sobre el green catorce.

La mujer se llamaba Inge y por lo visto le estaba sujetando la bandera a su marido mientras él intentaba sacar la bola de una pequeña duna.

Los de la patrulla se aguantaron de hacer los chistes obvios (al menos estando cerca el pobre hombre), lo ayudaron a subir al coche y lo mandaron al hospital Lady Grace, con toda la parafernalia de luces y sirenas.

Después colocaron la acostumbrada cinta para mantener a raya a los mirones (en su mayoría encargados del campo de golf y varias personas que estaban picando algo en el Hy Brasail Room) y se dispusieron a esperar que el fuego disminuyese hasta un nivel operable y que aparecieran por allí los supervisores.

Mientras tanto el Lear fue reduciéndose a un campo de desechos, un amasijo de metales retorcidos y cristales y restos humanos del que emergía una rabiosa nube negra en cuyo centro ardía un núcleo naranja. El viento empujaba la columna de humo hacia el este, lejos de la caravana de coches patrulla, pero el calor que despedía se notaba incluso a treinta metros de distancia. La hierba del campo de golf que había alrededor quedó negra.

En otras palabras, el green catorce se había convertido en un cráter humeante de quince metros de hondo y treinta de diámetro. Es lo que ocurre cuando un avión se despliega verticalmente en el terreno.

Nick Kavanaugh y su socio, Beau Norlett, llegaron a la escena varios minutos después. Los camiones de bomberos estaban apiñados en el carril para carritos y gente con trajes hazmat estaban rociando de espuma toda la zona afectada. Los vehículos del servicio de emergencias habían aparcado lejos, y los sanitarios permanecían apoyados en los guardabarros delanteros o de pie charlando en grupitos. Ociosos a la fuerza. No había supervivientes. Lo poco que quedaba de los pasajeros y de Inge, la esposa de Thad Llewellyn, sería etiquetado y metido en bolsas por el equipo forense o por los de Investigación de Accidentes de Transporte.

Nick arrimó su Crown Vic azul marino a un enorme Suburban negro con la palabra SUPERVISOR en letras doradas en el portón trasero. Era el vehículo de Mavis Crossfire. Nick miró un momento a Beau antes de abrir la puerta del conductor.

—Beau, avisa al teniente de que ya hemos llegado. Dile a Tig que la sargento Crossfire está aquí también. Y luego ve a ver qué dicen los primeros agentes en llegar.

Beau Norlett era un joven negro y fornido, como una pieza de artillería. Bruto, pero tenaz y duro, y más útil cada día. Nick y él llevaban trabajando juntos apenas una semana, pero menuda semana. Primero el atraco a un banco, seis muertos, cuatro de ellos policías. Luego una anciana rica, Delia Cotton, desaparecida sin dejar rastro, y con ella su jardinero, el también anciano Gray Haggard. A continuación un secuestro con rehenes en una iglesia; hubo que echar mano de un francotirador. Y no hacía ni veinticuatro horas, Dillon, el padre de la mujer de Nick, se había evaporado de su oficina en el Instituto Militar Virginia y no se sabía nada de él.

Para colmo, ahora esto.

Menuda semana.

—A la orden, jefe —dijo Beau, que todavía iba cargado de adrenalina tras la experiencia. Puesto que la Brigada de Investigación Criminal de los condados de Belfair y Cullen mantenía un alto nivel de elegancia, al menos en el caso de Nick, Beau se había comprado dos trajes nuevos, uno de Kors y otro de Zegna, y tres pares de zapatos Allen Edmonds. Una importante inversión, teniendo en cuenta su salario y el hecho de contar con esposa y dos hijos.

—Allí hay una furgo de café, Nick. ¿Quieres un café? ¿Bollito?

—Sí, estupendo, café. Pero no me llames bollito delante de los de uniforme.

Beau rio con ganas, cogió el teléfono y pulsó ENVIAR. Nick cerró la puerta del coche y se tomó un momento para descontracturar sus cervicales antes de ponerse la americana. Hoy iba de gris marengo y camisa negra. Sin corbata. Hacía demasiado calor. Se prendió del cinturón la placa dorada de inspector, comprobó que llevaba el Colt Python en su cartuchera bajo el brazo derecho y examinó la escena, poniéndose mentalmente en situación.

Con treinta y dos años, Nick era bastante joven para ser inspector de la BIC, pero había estado ocho años en las fuerzas especiales, de modo que sus treinta y dos no eran los del melenudo que sigue viviendo en su sótano tratando de acabar una tesis doctoral sobre sexo y raza en la hermenéutica neokantiana.

Así era Nick: algo más de metro ochenta, ojos azules grisáceos, lustrosos cabellos negros con alguna que otra cana en las sienes, en buena forma todavía y casado con Kate Walker, una abogada de familia a la que literalmente adoraba y que (confiaba Nick) lo adoraba a él, cosa que era cierta casi siempre.

Se acercó al Suburban de la policía local por el lado del conductor y dio unos golpes en la ventanilla. Mavis Crossfire le sonrió mientras pulsaba el botón para bajarla. Era una mujer de amplia osamenta y rostro sonrosado, pelirroja con el cabello muy corto y patas de gallo en torno a unos risueños ojos color azul claro; esa mañana llevaba puesto todo el equipo: pulcro uniforme azul oscuro, chapa dorada supergrande sobre el chaleco antibalas y galones de sargento en las mangas.

—Hola, Nick. ¿Añorando la lluvia?

Nick movió la cabeza.

—¿La lluvia?

—¿Tú no eras irlandés?

—Nací en California.

Mavis sonrió y luego dio un sorbo del café que llevaba en un termo con el logotipo de Ole Miss. Hizo un gesto con la cabeza en dirección al lugar del siniestro.

—Menudo follón.

—Y que lo digas. ¿Algún superviviente?

—Qué va. Y otra víctima, además: el avión le cayó justo encima.

—¿Sabemos quién era?

—Inge Llewellyn.

—Dios. ¿La mujer de Thad Llewellyn?, ¿una nórdica tamaño extragrande con una voz capaz de partir cristales?

—La misma.

—Vaya semanita para Thad Llewellyn. Primero un atraco en su banco y ahora su mujer muerta en el green catorce. ¿Lo sabe ya?

—Estaba cerca, en un búnker, cuando el avión se estrelló. Los primeros agentes en llegar lo encontraron vagando por el campo de golf, sin cejas. Lo había presenciado todo.

—¿Dónde está ahora?

—Los blanco y negro se lo han llevado al Lady Grace. Sedado.

—No me extraña. Pobre diablo. Tengo entendido que hubo un ataque de cuervos.

Mavis asintió con la cabeza.

—Lo vieron desde la torre de control. El Lear se lanzó de cabeza contra la bandada. Eran millares. Imposible salir indemne. Ahora escucha esto: hay otro equipo de bomberos al pie de Tallulah’s Wall, rebuscando entre un Cessna siniestrado. Según la matrícula pertenece al Cherokee Nation Trust. Dentro hay un bicho raro que responde al nombre de Morgan Littlebasket.

—Me suena.

Mavis asintió mirando su libreta.

—No me extraña. No puede ser otro que el Morgan Littlebasket residente en Gracie, director del Cherokee Trust y Very Impertinente Person. Los de la torre dicen que se presentó esta mañana a las nueve en punto para dar una vueltecita. Que estaba como raro, distraído. Después de un rato haciendo las verificaciones de rigor, ha despegado sobre las diez y veinte. Rumbo al sur. Según testigos, pasó rozando esos árboles viejos que hay en lo alto de Tallulah’s Wall. Después descendió, siguiendo el río Tulip durante un kilómetro escaso, volvió a subir, viró a la izquierda, se elevó hasta unos ciento cincuenta, doscientos metros, varió el rumbo hacia el noroeste, recobró la horizontal y se lanzó de morros contra el farallón.

—¿Volando recto y derecho?

—Ni un solo meneo. Como una bala.

—Jo —dijo Nick sonriendo a Mavis—. ¿Tú qué crees que le estaba pasando por la cabeza?

—El parabrisas. Y gracias por la explicación.

—¿Suicidio, quizá? ¿Alguna nota? ¿Últimas palabras?

—Que se sepa, no. Tenemos gente registrando su casa. Puede que sufriera un ictus, o un ataque cardíaco. Habrá que esperar.

—Tiene hijas, ¿verdad?

—Dos. Twyla y Bluebell. La madre murió de cáncer hace unos años. Se llamaba Lucy. Por cierto, Twyla es la chica de Coker, o una de las primeras de su lista.

—¿Una muy pizpireta con cabello negro? ¿Grandes ojos castaños y labios pintados de rojo fresa? ¿Con más curvas que una escalera francesa? Está buenísima. La he visto con Coker en el bar Belle.

—Eso parece.

—Un poco joven para él, ¿no?

—Sin comentarios. Pero me concederás que Coker tiene un aire muy a lo Clint Eastwood. Y te sorprendería la cantidad de crédulas jovencitas que opinan que los tiradores de la policía son de lo más sexy.

—¿A ti te lo parecen?

—No, yo soy más de inspectores de homicidios duros como el acero, exfuerzas especiales, ojos como el pedernal y un arma gigantesca con nombre de serpiente.

—Jamás lo habría pensado de ti, Mavis.

—No hablaba de ti, Nick. Bueno, he mandado coches a sus casas, para que les comuniquen la muerte del padre lo mejor que puedan.

—¿Hora estimada de la colisión de Littlebasket con la pared?

—Testigos oculares coinciden en que fue a las 10.41.

—O sea, unos veinte minutos y pico antes de que ese Learjet se metiera en una nube de cuervos…

Mavis asintió.

—Es lo que yo estaba pensando. Littlebasket se estrella contra Tallulah’s Wall, la explosión espanta a todos esos cuervos que anidan en los árboles que hay alrededor de Crater Sink. La bandada pone rumbo al noroeste, penetra en el espacio aéreo del aeródromo Mauldar y se interpone en el camino del Lear.

—¿Mal momento y mal lugar, simplemente?

—Algo por el estilo. Para que ocurra una cosa así, todo tiene que ir mal exactamente de la peor manera, pero cuando pasa, cuando todas las piezas encajan, entonces ¡uf!

—Nunca he sabido de dónde viene eso de «uf».

—Ni yo. Puedes cambiarlo por «ya está armada», o similar.

—¿Sabemos algo de los pasajeros a bordo del Lear?

Mavis consultó su libreta.

—El aparato era propiedad de una empresa china de Shangai, la Daopian Canton Incorporated. Con sede en el número 2000 de Fortunate City Road. Piloto y copiloto eran empleados de la compañía. Tres pasajeros, empleados también. El pez gordo era un tal Zachary Dak, que según consta aquí ocupaba el cargo de director de logística.

—¿Adónde se dirigían?

—El plan de vuelo era hacer escala en LAX para repostar y luego seguir camino hasta Honolulú y de allí, a Macao.

Nick lo meditó.

—¿Macao, dices? ¿Y se puede saber qué hacían en Niceville? ¿Algo relacionado con Quantum Park, tal vez?

—En su visado de entrada pone que vinieron a mirar fincas para una posible sucursal del negocio.

—Y ¿a quién vieron? ¿A algún agente inmobiliario local? ¿A alguien de Cap City?

Mavis le miró de reojo.

—¿En qué estás pensando?

—No sé. Simplemente me gustaría saber con quién se entrevistaron y por qué. Cinco ciudadanos chinos, un Lear privado, y ahora a criar malvas. Más vale que nos preparemos, porque el Departamento de Estado nos va a coser a preguntas. ¿Dónde se alojaban, en el Marriott?

—Sí. Llegaron el viernes, la tripulación y los tres civiles. Habitaciones individuales para todos. Alquilaron un Lincoln Town Car en Airport Limos. Sigue estacionado en el aparcamiento del hotel.

—No sé. Aquí hay algo que no cuadra…

Mavis conocía lo bastante a Nick como para tomarse en serio sus intuiciones.

—El gerente de servicio es Mark Hopewell. Ya le he llamado y está reuniendo toda la información disponible. Ah, y en el Marriott tenemos también a un exayudante de sheriff. Se llama Edgar Luckinbaugh y es el botones en jefe. No se le escapa detalle. Si quieres voy a hablar con él, a ver qué sabe de esos chinos.

—También puedo ir yo —dijo Nick—. Conozco a Luckinbaugh. Hace trabajitos para Coker, es uno de sus soplones. —Se quedó un momento callado, y luego dijo—: Alguien debería poner a Boonie Hackendorff al corriente de todo, Mavis. El FBI de Cap City va a tener que responder a las preguntas de la estatal, eso es seguro, y no quiero que pillen a Boonie desprevenido.

—Me ocuparé de que reciba un informe. Ahora mismo no da abasto, el pobre.

Nick detectó algo en el tono de Mavis.

—¿Y eso? ¿Qué le pasa a Boonie?

Mavis lo había meditado bastante antes de mencionarlo. Sonrió a Nick por si las moscas.

—Verás, parece ser que hace cosa de una hora, en la 366, pasado el acceso de Arrow Creek, la policía de carreteras ha visto a Byron Deitz conduciendo a doscientos veinticinco por hora. Lo han seguido y lo han hecho parar, con pistolas desenfundadas y todo. Deitz conducía ese monstruo de Hummer amarillo. Han encontrado un frasquito lleno de éxtasis en el posavasos del conductor, a la vista, de modo que han esposado a Deitz y han efectuado un registro rutinario del vehículo. ¿Sabes qué había en el portón trasero?

—Ahórrame la adivinanza.

—Dinero procedente del robo al First Third de Gracie.

Fue como si a Nick lo hubieran zarandeado.

A lo bruto.

Byron Deitz, además de matón y maltratador, era cuñado de Nick. Estaba casado con la hermana de Kate. La noche anterior, precisamente, Beth había recibido finalmente un guantazo más de la cuenta.

Luego, una vez con los críos dentro del monovolumen, Beth le había dicho a Byron que se marchaba a un hotel y había telefoneado a Kate al móvil. Al salir Nick por la mañana camino del trabajo, Kate y Beth estaban aún hablando de ello. Nick tenía pensado ir a ver a Deitz más tarde y cantarle las cuarenta, un encuentro que había ido demorándose más de lo debido.

Pero ¿esto?

El robo al First Third había tenido lugar el viernes por la tarde. Un botín de dos millones y medio, probablemente algo más. Durante la persecución habían muerto cuatro agentes de policía.

Por más que a Nick le cayera fatal el tal Deitz, le era difícil creer que un tipo que había trabajado en el FBI pudiese tener algo que ver con la matanza a sangre fría de cuatro polis.

—¿Cómo han sabido que el dinero era de ese banco?

—Llevaba todavía las fajas. Auténticos ladrillos de billetes de cien, nuevecitos. Y también un Rolex que formaba parte del material sustraído de las cajas fuertes.

—No me lo puedo creer.

—Pues ve creyéndotelo —dijo Mavis—. Y hay más: Deitz también está relacionado con lo de ese Learjet.

—Explícate.

—Parkhurst dice que alguien telefoneó a la torre hacia las once menos cuarto, que dijo llamarse Byron Deitz y que quería que retuvieran en la pista al Lear chino hasta que él llegase.

—¿Deitz hizo todo eso?

—Parkhurst no puede confirmar si era su voz, pero en el identificador de llamada aparecía BD SECURICOM, la empresa de Deitz. He llamado hace un rato, nada más llegar aquí, y me ha salido el buzón de Deitz.

—Entonces sí era él…

—Eso creo. La persona en cuestión dijo ser del FBI, pero cuando Parkhurst le pidió el número de placa, el tipo se puso hecho una furia y empezó a soltar tacos a grito pelado.

—Byron, sin duda.

—Parkhurst le colgó, claro, y dio luz verde para que despegara el Lear. Después, todo se torció y el hombre no volvió a pensar en el tipo que había llamado a la torre hasta que llegaron los primeros agentes y empezaron a hacer preguntas. Me disponía a ir para allá ahora mismo, a ver si puedo hablar con él. ¿Quieres…?

—A ver si lo entiendo. Deitz venía hacia aquí.

—Parece ser que estaba conduciendo y hablando a gritos por el móvil cuando los agentes lo cazaron y decidieron pararlo. Bueno, ¿qué? ¿Me acompañas? Quizá averiguaremos algo.

Nick la miró, tratando de asimilar la información.

—Si Deitz robó el First Third, entonces se ha cargado a cuatro polis. ¿Cómo es que todavía está vivo?

—Aún es temprano, Nick. Puede que cuando se ponga el sol ya no lo esté. La patrulla se lo ha llevado a Gracie. Boonie Hackendorff ha ido para allá, quiere asegurarse de que el FBI le apriete las tuercas. El First Third tiene sucursales por todo el país, así que esto es un asunto federal.

—Santo cielo. ¿Lo sabe Reed Walker?

Reed Walker era el hermano de Kate. Un tipo flaco como una brizna de hierba, pinta de ave rapaz, vehemente, agresivo, temerario; conducía un Interceptor de la división de autopistas de la estatal y, en opinión de Nick, estaba como una regadera. Dos de los polis asesinados en el atraco al banco eran amigos suyos, uno de ellos, antiguo compañero en la academia de interceptación policial. Reed se encontraba a la sazón en Virginia, había ido en busca del padre de Kate, de quien no se sabía nada desde el sábado por la tarde.

Mavis ya había pensado en ello.

—Todo cubierto, Nick. Marty Coors le ha llamado al Instituto Militar y le ha dicho que no se mueva de allí. Según sus palabras, si Reed vuelve enseguida y le permiten acercarse a Deitz, lo meterá a la fuerza en la jaula de uno de esos perros lobo que tenemos y dejará que lo haga pedacitos. Reed está controlado, al menos de momento.

Silencio.

—¿Tú sabes algo de eso, Nick? ¿Sobre el padre de Kate?

Nick se miró las manos y negó con la cabeza.

—De momento, nada. Hay un agente de la estatal, un tal Linus Calder, allá en Virginia. Está haciendo todo lo posible. Se suponía que yo debía ir allí en helicóptero para echar una mano, pero ahora, con todo este follón…

Hizo un gesto abarcando el siniestro, los agentes, los furgones de los medios que empezaban a llegar a la escena.

—Entonces ¿se lo ha tragado la tierra?

—No es tan sencillo, Mavis. Cuando pueda, te lo contaré.

—¿Ahora no?

—No puedo. Lo siento.

—¿Por qué?

—Porque si te contara toda la historia pensarías que me falta un puto tornillo. Ni yo mismo me lo creo.

—Si yo ya creo que te falta un tornillo.

—Lo sé. Yo pienso igual.

Mavis se lo quedó mirando un momento, vio lo que había detrás de aquel semblante y decidió no insistir.

Al menos de momento.

—Bueno, ¿y qué quieres hacer con respecto a este lío de aquí? Es jurisdicción de la BIC. Por ahora.

—Joder. Qué follón. ¿Puedes encargarte tú, Mavis?

—Me encantaría.

—Habla con Parkhurst, si no te importa. Investiga la posible conexión de Deitz. Ah, y avisa por favor a Boonie de que los chinos van a hacer preguntas. Procura que sea antes de que el FBI y la estatal se le echen encima.

—Déjalo de mi cuenta. ¿Qué vas a hacer tú?

Nick volvió la cabeza para ver dónde estaba su compañero. Beau se encontraba en medio de un grupo de agentes de Niceville y, por la expresión de su cara, lo estaba pasando bien poniendo verde a alguien.

—Tendré que llamar a Beth y decírselo.

—¿Y si esperas un poco? A ver qué sacamos de todo esto.

—Deitz no va a poder salir, si lo han pillado con esos fajos de dinero robado.

—Ya, pero si esperas un poquito, podrás contarle a Beth más cosas de las que ahora sabemos. Y luego están los críos. Cuanto más sepas, mejor.

—¿Tú crees?

—Sí, de verdad. Espera una hora. Para entonces Marty Coors y Boonie Hackendorff ya habrán hablado entre ellos. Todo estará más claro.

Nick aceptó el consejo.

De todos modos era una visita que no le apetecía hacer.

—Sí, tienes razón. De acuerdo. Bueno, me marcho.

—¿Qué vas a hacer?

—Ir al Marriott y hablar con Edgar Luckinbaugh.

—Llévale unos Krispy Kremes. Esos recubiertos de miel. Le encantan.