Prólogo

Lo único preciso para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada.

Edmund Burke

LOS INVASORES

En cualquier otro lugar de Los Angeles la tarde no había terminado, pero allí era la hora del crepúsculo. Los tres invasores que acechaban en el naranjal se hallaban sumidos en las sombras. El cielo resplandecía detrás de ellos y formaba grietas de blancoazulada luz entre los árboles, haciendo que las sombras fueran más oscuras todavía. Había un fresco aroma de fertilizantes y naranjas aplastadas en el cálido viento de Santa Ana.

Muy cerca, la fachada oriental de Todos Santos era un negro muro que atravesaba el mundo. Miles de balcones y ventanas en ordenada disposición no eran más que un vacío sin rasgos visto a través de grisáceas hojas, un rectángulo negro de marcados vértices que oscurecía el cielo.

Los invasores entornaron los ojos para escudriñar la inconsistente luz, y quedaron inmóviles al escuchar el estruendo de alas sobre sus cabezas. No había nadie en las cercanías. Habían observado la partida de los guardianes de tierra. Después no habían visto un solo guardián.

—Allí. —La chica señaló. Su voz no fue más fuerte que el susurro de las hojas agitadas por el viento—. Allí.

Los dos hombres miraron hasta distinguir un perfil rectangular, apenas visible, en la base del imponente muro. Era de gran tamaño.

—La gran puerta —dijo la chica—. Aún estamos muy lejos. No lo parece, pero esa puerta tiene diez metros de altura. La puerta pequeña está a la izquierda.

—No la veo —dijo uno de los jóvenes. De pronto se rió tontamente, y calló con idéntica rapidez—. ¿Nervioso? ¿Yo?

El otro joven era delgado, lucía un bosquejo de barba y de su mano colgaba el asa de un maletín negro. Contempló las minúsculas luces que había en la parte superior del maletín, y en un momento dado dijo:

—Corred hacia la puerta grande hasta que veáis la pequeña. Atentos. Tres, dos, uno, ahora.

Echó a correr, con el maletín delante del cuerpo para protegerlo de una posible sacudida. Los otros le siguieron a distancia, con otro bulto mucho mayor entre los dos. El líder ya estaba sacando cosas de su maletín cuando los otros llegaron, jadeantes.

—Qué luz tan asquerosa —dijo el líder, respirando entrecortadamente.

—También es mala para los guardianes —repuso la chica—. En todas partes todavía hay luz solar, menos aquí. Si fuera de noche, los guardianes sabrían que no se puede ver bien. Y vigilarían con más atención.

El otro joven sonrió irónicamente.

—Vamos a darles un buen susto.

Había un letrero en la puerta, bajo una enorme calavera, que decía:

SI CRUZA ESTA PUERTA,

MORIRÁ.

El aviso estaba repetido en inglés, español, japonés, chino y coreano.

—Son muy sutiles, ¿verdad? —dijo la chica. Se puso seria mientras su barbudo compañero abría la puerta.

No hubo bruscos gemidos de alarmas y los tres sonrieron durante aquel momento de triunfo.

Entraron rápidamente. El joven barbudo cerro la puerta.