XXII

Es relativamente fácil soportar la injusticia; lo que duele es la justicia.

H. L. Mencken

LEYES Y PROFETAS

El profesor Arnold Renn metió su ropa en una bolsa de las Fuerzas Aéreas. Actuó con torpeza, con una precipitación casi frenética. De vez en cuando, miraba la tarjeta elegantemente impresa que se hallaba en la mesita del dormitorio. «ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN LA ACCIÓN».

Vete. Vete lejos. Esto va a estallar. No podrán hacerme daño. Pero…

Ya había recibido muchas tarjetas iguales. En el buzón de la universidad de Los Angeles. En el club de la facultad. Debajo del limpiaparabrisas de su coche, y otra en el asiento delantero, aunque no había indicios de que hubieran forzado la puerta. En la nevera, y ahora en el dormitorio. Y Tina no tenía la menor idea de cómo habían llegado allí.

La amenaza era evidente. Mejor no despreciarla, cuando las noticias hablaban de la fuga de Sanders tras el fracasado ataque. Y lo que era peor. Ni en los periódicos ni en la televisión había aparecido la noticia del secuestro de un alto cargo de Todos Santos, y nadie contestaba en el piso de Genevieve, ni en los apartamentos de los cuatro dirigentes de la Sahyt, ni…

Sería mejor salir de la ciudad. Tomarse unas vacaciones hasta que las cosas estallaran. Un ayudante se encargaría de las clases durante cierto tiempo. Irse. Tina se le uniría después, si entraba en sus cálculos. Pero tenía que irse lejos, en aquel mismo instante.

Terminó de hacer el equipaje y se dirigió al aparcamiento con la bolsa en la mano.

—Buenas tardes.

Renn levantó la cabeza, sorprendido. El extraño estaba indolentemente apoyado en la puerta del garaje. Sonreía ligeramente, pero la escopeta recortada que sostenía no tenía nada de agradable.

—Eh…

—No hace falta que diga nada. Tengo un recado que darle.

—¿Qué…?

—Es muy sencillo. Adiós.

Renn tuvo el tiempo justo para comprender antes de que el golpe desgarrara su pecho.

Vagas sensaciones fueron formando una imagen. Frío. Hierba que cosquilleaba en la mejilla. Un distante gemido cerca de allí. Lentamente, Vinnie fue reconociendo esas sensaciones, y otras. Dolor, dolor penetrante… hasta que creyó que la parte izquierda de su cara y de su cuello había sido aplastada y convertida en barro sangriento.

Igual que aquel piojoso que llevaba los bolsillos vacíos, aquel tipo malhumorado que les había maldecido en el metro, hacía varias semanas. Cuando Vinnie acabó con él, aquel pobre diablo tenía el mismo aspecto que Vinnie creía tener ahora. Pero Vinnie recordó la cara de aquel hombre, larga, triste, llena de odio… y otro rostro cobró repentina vida en su cerebro.

Cabello rubio, rizado, de corte elegante; rostro abultado, muy bien afeitado; traje y chaleco de color azul oscuro, corbata con dibujos en relieve de colores escarlata y marrón oscuro; oro en ambas muñecas, un anillo de oro… dinero andante. Visto sólo un momento, con una expresión que Vinnie no había encontrado jamás en otros incautos: alegría, mientras el tipo levantaba el puño para volver a golpearle. El enorme puño con el anillo de oro había hecho papilla el cuello de Vinnie, y se disponía a rematarlo.

Le odiaban. Vinnie nunca había experimentado aquello antes. Los incautos temblaban de miedo, intentaban razonar con él, le entregaban la cartera, el reloj, el bolso, corrían… pero le odiaban. Le matarían si pudieran.

Buscó otro rostro, visto posteriormente a través de la neblina causada por cierta droga. Un rostro surgido de una pesadilla. Visto muy de cerca. Una mujer con ojos increíblemente grandes, cabello que volaba alrededor de su cabeza, sonrisa diabólica… y una herramienta en la mano, una aguja que abría curvas en la barriga de Vinnie. Quiso chillar, otra aguja pinchó su brazo, y todo desapareció.

Vinnie se esforzó en encogerse más. Gimió, y el gemido se transformó en un aullido porque había desgarrado su garganta.

Estaba sentado, erguido, desnudo como un huevo sin cáscara. Otras personas le rodeaban, todas desnudas, pintadas como tantos huevos de Pascua. Seis además de Vinnie. Algunos seguían dormidos, otros miraban alrededor, aterrorizados.

¿Dónde estamos? Vinnie estiró el cuello y observó. Arbustos verdes a un lado. Al otro lado…

Al otro lado, Todos Santos era un muro que atravesaba el cielo. Las ventanas relucían como millares de ojos.

Correr. Debía correr. Se levantó de un brinco y todo se hizo borroso. Apenas notó el choque cuando se derrumbó.

—¿Cómo iba a saberlo? —gritó—. ¿Cómo iba a saber que erais vosotros los que estabais en el metro?

Una voz lejana se mofó de él. «ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN», decía la voz.

Volvió la cabeza. Allí, en el prado, en el extremo de la calle que limitaba el terreno de Todos Santos, había una gran camioneta de televisión, con un cámara de pie en la plataforma. La cámara, y otros instrumentos, apuntaban a Vinnie.

¿Qué estoy haciendo aquí? Pero no podía ir a ningún sitio. No. Y no estaba solo.

Extraños… no. Aquél era Carlos el Rápido, encogido para abultar menos. Un hombre menudo y duro que a veces hacía su faena en el metro, y al que Vinnie evitaba siempre que podía… era difícil reconocerlo sin pelo, sin bigote, con el cuerpo pintado con un color blanquiazul. Aquella mole humana pintada como si fuera una hoja de árbol y que dormía pacíficamente, debía ser Gadge, que acompañaba y obedecía al Rápido. Vinnie nunca le había visto desnudo. Había considerado músculo lo que en realidad parecía grasa.

Pero… ¿quiénes eran los otros cuatro? ¿Y qué frase llevaban pintada en el pecho? Vinnie hizo un esfuerzo para leerla. ATRIBÚYANLO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN.

Vinnie contuvo una carcajada. Se habría irritado la garganta, y habría molestado a Gadge y a Carlos… y además, él mismo estaba cubierto de pintura rosa. Su panza lucía el mismo letrero que llevaban los demás. Igual que una marca comercial. Frotó las letras, incrédulo, notó un pequeño reborde, y comprendió.

Tatuaje, inofensivo. Vinnie recordó a la mujer de la aguja… y en el mismo instante al hombre del anillo de oro. Comprendió, en aquel momento, que jamás volvería a ver su barriga reflejada en un espejo sin recordar a esos dos personajes: la mujer de la aguja con sus ojazos, y el supuesto primo que levantaba el dorado puño para golpearle hasta la muerte.

MacLean Stevens condujo su automóvil hasta la camioneta de Lunan.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Thomas Lunan sonrió.

—Varias personas muy tristes, allí. Todas desnudas y sin lugar a donde ir.

—¿Quiénes son?

—Creo que averiguará que tres pertenecen al Ejército Ecologista Norteamericano. Todos en la clandestinidad, buscados por el FBI. Otros tres son delincuentes comunes que sus agentes identificarán con facilidad.

—Usted parece saber mucho…

—Ley de amparo —recitó Lunan—. Ley de amparo, ley de amparo, ley de amparo. Ninguna fuente. Pero es cierto, y seguramente le interesará detener a los del Ejército Ecologista. Dudo que pueda acusar de algo al resto.

—Pero… ¿por qué? —preguntó Stevens—. ¿Qué hacen ahí?

—Si quiere que conjeture —dijo Lunan—, conjeturaré que han molestado a Todos Santos.

Los labios de Stevens formaron una línea de tristeza. En el césped, al otro lado de la calle, los durmientes estaban desperezándose. Miraron nerviosamente hacia Stevens y Lunan. Mac hizo señas a los agentes que habían ido con él.

—Deténganlos. Por exhibicionistas. Eso bastará para llevarlos a comisaría.

Un sargento se echó a reír.

—De acuerdo. Adelante, chicos, procedamos…

—De manera que por fin ha sucedido —dijo Stevens.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Lunan.

—Todos Santos ha cortado las amarras. Ahora están totalmente por encima de la ley. Son juez, jurado y verdugo.

—No es cierto —replicó Lunan—. ¿No lo comprende? Es el mensaje que han dejado aquí. —El periodista bajó la voz—. Estoy dispuesto a negar que he dicho lo que voy a decirle. Señor Stevens, en este grupo hay personas que no sólo molestaron a Todos Santos. Secuestraron y abusaron sexualmente de un alto responsable de Todos Santos. Tuvieron retenida a la mujer durante varias horas, antes de que los guardianes del edificio la rescataran.

Stevens frunció la frente.

—Tal como se lo cuento. Podían haber sido juez, jurado y verdugo. ¿Quién se habría enterado? En lugar de eso, han preferido seguir siendo parte de la raza humana. Sí, claro, también están manifestando su protesta contra la justicia de Los Angeles. Quieren que cambie. Pero no se han separado de la humanidad.

—Usted puede decir esas cosas y quedarse tan tranquilo. Porque no acaba de examinar el cadáver del profesor Renn.

Lunan miró instintivamente a Stevens.

—¿Qué?

—Alguien lo destrozó con una escopeta. No lo sabía, ¿eh?

—No, pero no es obra de Todos Santos.

—¿Por qué lo dice, Lunan? ¿Porque ellos habrían empleado rayos láser?

Lunan se echó a reír.

—No fueron ellos. Mac, le interesa ser muy cuidadoso cuando investigue el asesinato de Renn. Tal vez descubra que su concejal favorito no es tan sagaz como él piensa.

—¿Planchet? Planchet… Sí. Dios sabe que tenía motivos. Lunan, ¿usted está al corriente de este asunto?

—No. Parece obra de un asesino a sueldo, ¿no está de acuerdo? Pagado por Planchet, por los padres de Diana Lauder o por alguien relacionado con los tipos del Ejército Ecologista que Renn envió a la muerte. Pero yo sé lo que Todos Santos reservaba para Renn, y no era la muerte. Querían asustarle para que se marchara de la ciudad.

Stevens meditó la información.

Los agentes de la policía de Los Angeles acababan de detener a los nudistas de chillones coloridos. Stevens vio entrar al último en un furgón policial. Después miró más allá del césped, más allá del naranjal, donde se erigía el descomunal edificio. ¿Sociedad libre o termitero? ¿O ambas cosas?

¿Será realmente la tendencia del futuro?

—De momento —dijo a Lunan—, de momento y sólo en este momento, no se han separado de la raza humana. ¿Pero será posible vivir ahí dentro y seguir siendo humano siempre?

El brazo de Stevens se movió expresivamente para señalar el enorme edificio-ciudad, cuyas ventanas reflejaban la luz blanquirroja de la puesta del sol.

La gran pancarta anaranjada seguía allí. «ATRIBÚYANLO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN». Mientras la observaban, se agitó y se movió. Alguien estaba descolgándola.

Usted podría vivir ahí, Lunan. Sería muy bien recibido —dijo Stevens—. ¿Cuándo planea trasladarse?

—Nunca —contestó Lunan, y a continuación gritó—: ¡Arbry, que una cámara haga una toma de esas ventanas! —Su voz volvió a ser suave—. Será una buena toma. Cien mil ojos, pero todos mirando hacia adentro. No hay intimidad, ningún interés por lo que sucede fuera. No, no es mi forma de vida.

—Ni la mía…

—Pero ¿qué importancia tiene? Un gondolero veneciano se volvería loco ahí dentro. Igual que un indígena maorí, pero eso no significa que su vida sea la correcta. ¿Qué opinaría un legionario romano sobre su forma de vivir, señor Stevens? ¿Qué pensaría de mí Thomas Jefferson? Hay muchas formas de ser humano.

—Es posible.

Stevens dio media vuelta, a tiempo para ver como la gran pancarta caía de las almenas, flameaba y se posaba suavemente en el suelo.

FIN