XXI

Nadie está facultado para que se le confíe el poder… Nadie… Ningún hombre conoce las locuras y las perversidades de que es capaz… Y si lo sabe, también sabe que ni a él ni a nadie se le debería permitir que decidiera el destino de un solo ser humano.

C. P. Snow, The Light and the Dark

DILEMAS

—¿Estás bien?

—Sí. No. Tengo un diente roto, y una herida en la cara. Pero lo más grave es que me siento sucia. Sucia y pegajosa… Art, los ODIO… El doctor Finder quiere ponerme una inyección. Creo que daré mi consentimiento.

—Dice que está bien —explicó Bonner.

—¿Y Djinn? —preguntó Tony.

Bonner no supo qué contestarle.

—Barbara no lo ha dicho. Maldita sea, coronel, ¿por qué no habla con sus hombres?

—Ahora mismo —dijo Cross. Habló por el teléfono—. De acuerdo, capitán, le escucharemos por el altavoz. Está hablando con el señor Bonner, con el señor Rand y conmigo. Informe.

—Sí, señor. Controlamos totalmente la vivienda. La señora Rand está histérica, pero físicamente ilesa. Puede haber sufrido abusos sexuales, pero no es seguro. La señorita Churchward sufre una hemorragia nasal y tiene un corte en la mejilla izquierda. Requerirá atención médica. Ella estaba… un hombre estaba en el… —El guardián vaciló momentáneamente, pero después prosiguió hablando en tono profesional.

—¿Puedes oír al agente que nos está informando?

—Sí.

—Tenemos cuatro prisioneros, tres varones y una hembra. Un prisionero fue detenido mientras cometía violación. La señorita Churchward colaboró eficazmente en su detención.

—No es preciso que incluya esos detalles en su informe —dijo Bonner.

—Tendremos que recortar considerablemente ese informe.

—Gracias. Ahora voy a dormir. El doctor Finder me ha puesto una inyección… Te quiero.

—Te quiero.

—Eso es todo, señor. Hemos hecho un trabajo limpio. Nadie ha llamado a la policía de Los Angeles y no es probable que alguien lo haga. Esperamos instrucciones.

Cross miró inquisitivamente a Art Bonner.

—Que los traigan aquí, a todos. Y cuantas menos personas estén enteradas de esto, tanto mejor.

—De acuerdo. ¿Qué piensa hacer con ellos?

—Esa pregunta, coronel, es interesantísima.

Genevieve Rand pensaba que la situación era francamente ambigua. Por un lado, los guardianes de Todos Santos la habían rescatado, y no podían haberse mostrado más corteses. Por otro lado… no sabía dónde se hallaba, y los corteses guardianes no le permitían marcharse.

Se encontraba en una acogedora habitación, el cuarto de estar de un gran piso situado en alguna parte de Todos Santos. Disponía de un cuarto de baño. El resto de las puertas estaban cerradas, y no había ventanas. Le dieron una especie de caja que parecía una radio; siempre respondía alguien cuando ella hablaba por el aparato. Un médico había conversado con ella. Y ahora no le prestaban atención, pero no le permitían irse.

Al menos estoy a salvo, pensó Genevieve, y se estremeció. Siempre había tenido cierto miedo a Ron Wolfe, incluso en la época en que éste fue miembro público del movimiento. Ron era un militante vehemente, dispuesto a sacrificar todo —¡y a todos!— en provecho de la Causa. Y también estaba dispuesto a sacrificarse él mismo, aunque su opinión objetiva era que él tenía demasiado valor para ser sacrificado a la ligera.

Ése fue el primer pensamiento de Genevieve en cuanto se enteró de que intentaban secuestrar a Churchward: Ron Wolfe cree que él vale demasiado para sacrificarse, y yo voy a estar presente mientras comete un delito capital.

Genevieve intentó seguirles el juego, simuló que los apoyaba, pero ellos no la creyeron. Arnold Renn les había informado de sus actitudes, deseos, apetencias y anhelos, y los demás no estaban dispuestos a confiar en ella. Cuando secuestraron a Churchward y vio que la obligaban a acompañarlos, Genevieve experimentó un gran alivio, pues temía que la mataran allí mismo, pero no pensó que le quedara mucha vida por delante. Recordaba su terror al ver que Wolfe ponía una capucha a Churchward… y no se molestaba en hacer lo propio con ella.

Bien. Gracias a Todos Santos, estoy a salvo. Pero ¿y ahora qué? Soy testigo de los hechos, pensó. ¿Qué significa eso?

Se abrió la puerta y entró Tony.

El primer impulso de Genevieve fue correr hacia él, pero estaba sentada en un mullido sillón y no le fue fácil levantarse. Cuando lo consiguió, el impulso inicial había muerto.

Pero él parece estar preocupado, y aliviado, y contento de verme. Quizá debiera…

—Hola, Tony. Creía que ya estabas fuera del país, como la policía te busca… —¿Cómo puedo aparentar calma, frialdad y sosiego? ¿Y es la forma correcta de comportarse? Seguridad. A Tony le gusta la seguridad. No tener que preocuparse de la gente. Así pues, sí, es la forma correcta siempre que logre mantenerme firme…

—Estaba a punto de irme cuando me enteré —dijo Tony—. ¿Estás bien?

Genevieve quiso responder con un encogimiento de hombros, y no pudo. Tenía la misma sensación que si hubiera recibido una patada en la clavícula. Aquella mujerona le había empujado para que entrara en una habitación, y Genevieve se había golpeado con algo.

—Algunas magulladuras. Nada grave.

—Magnífico. —Tony estaba mirándola a los ojos, como si creyera que así podía leer su mente—. Yo… eh… la señorita Churchward pensaba hablar contigo. ¿Te lo ha dicho?… Bueno, ¿te ha explicado por qué quería verte?

—En parte. Nos interrumpieron.

Tony no sabía dónde poner las manos.

—Demonios, antes podía hablar contigo. ¿Por qué no puedo ahora? Djinn, ¿quieres venir conmigo a Canada? Significará empezar otra vez, en una nueva arcología que pienso construir correctamente

—Ah. Ella no llegó tan lejos. Oh, claro, debí comprenderlo. Debes marcharte, ¿no es eso?

—Sí. Pero sir George Reedy me ha ofrecido un contrato por otros diez años de inspirada rutina, gracias a Dios. ¿Queréis venir, tú y Zach?

Genevieve estuvo a punto de echarse a reír. Lo que ella quería era irse fuera. Fuera de Los Angeles, fuera de la Sahyt, alejarse de cualquier persona conocida. Imaginó una nevada inmensidad, y un edificio gigantesco y sin forma determinada, con miles de relucientes ventanas, aislado en el hielo. Todos sus errores quedarían atrás.

Ella deseaba eso. Pero ¿cuál sería la mejor forma de negociar con Tony?

—Eh… Djinn, quiero ser sincero contigo. Se trata de una gran tarea. ¡Mi contrato hace pensar que acaba de reinventarse la esclavitud! Y tampoco será un trabajo que pueda hacerse copiando. No se parecerá a Todos Santos. Necesito una idea distinta, el clima es más frío… hay nuevos materiales que me gustaría… Djinn, lo que intento decirte es que no tendré mucho tiempo para la vida familiar, no en la primera época…

—Iré. —Jesús, Tony estaba a punto de convencerme para que no fuera—. Iremos. No hay problema, Tony. Soy una chica crecidita y estoy acostumbrada a cuidarme sin ayuda. Encontraré muchas cosas que hacer. —Fuera de aquí, en un sitio donde nadie me conozca.

—Entonces… ¿está decidido? ¿Me acompañarás?

Genevieve recordó el documental televisivo. Seguridad. En Todos Santos estás a salvo. Podemos empezar otra vez, Tony y yo. Genevieve asintió y abrazó a Tony, con suavidad. Sintiéndose muy frágil.

Había cinco personas ante la mesa de conferencias. Acababan de sentarse cuando entró Tony Rand acompañado de Genevieve. Art Bonner se levantó a medias e inclinó levemente la cabeza en un gesto mecánico.

—Art Bonner —dijo—. Y Frank Mead, nuestro interventor general. El coronel Cross, de Seguridad. John Shapiro, consejero legal. Preston Sanders, mi exsubdirector. Ya conoce a Barbara Churchward. Supongo que Tony le habrá explicado el motivo de la reunión.

—No. —Genevieve parecía estar bastante tranquila.

—Bien, es muy sencillo, y hemos pensado que usted debe tomar parte en la discusión. Intentamos decidir qué hacer con los secuestradores.

—Pero… —Genevieve estaba asombrada—. Lo normal sería que ustedes los entregaran a la policía…

—Si hacemos eso, usted y yo tendremos que pasar meses en una sala de justicia —dijo Barbara. Su voz no era muy clara, y un grueso vendaje cubría la parte izquierda de su cara—. Lo que significaría que no podría ir con Tony a Canada, y yo tengo mejores cosas que hacer que asistir a juicios.

—Sí, ¿pero qué podemos hacer con ellos? —preguntó Genevieve—. Bueno, no irán a matarlos…

—Yo sí —replicó Barbara—. Como mínimo a dos. Pero a mí me gustaría hacerlo lentamente.

—Si hablas en serio, yo lo arreglaré.

—No lo sé. Me ha salido así, eso es todo.

—Entonces, ¿qué hacemos con ellos?

—No lo sé. No quiero perder el tiempo en los tribunales. ¡Pero no estoy dispuesta a que se vayan tan frescos!

Genevieve Rand fue variando su expresión. Sorpresa, meditación, disgusto consigo misma.

—Barbara, habla en serio —dijo Preston Sanders—. No quieras mancharte las manos de sangre. ¡Créeme, no te conviene!

—Pres, comprendo tus palabras… pero estoy hablando en serio —contestó Bárbara.

—Además tenemos al profesor Renn —dijo Bonner—. Señora Rand, ¿está segura de que él preparó el secuestro?

—Estoy segura de que intervino mi teléfono —repuso Genevieve—. Le vi mientras lo hacía… dijo que se le había caído el aparato y lo desmontó para comprobar si se había roto. Y Ron Wolfe y los demás son amigos de Arnold, y sabían que la señorita Churchward iba a visitarme.

—Yo diría que eso es muy cierto —comentó Barbara.

—Muy cierto para nosotros. No para el fiscal de distrito —intervino Shapiro—. Además, teniendo en cuenta que hemos violado los derechos de esa gente, no conseguiríamos un fallo condenatorio para ninguno. Lo más seguro es que nos encarcelaran a nosotros.

—Otra buena razón para echarlos por la compuerta —dijo Tony.

—No. —La voz de Sanders era suave y resuelta—. Tony, recuerda que durante el último ataque te esforzaste para no tener que matar a nadie. Recuerda mis esfuerzos durante el primer ataque. No sirvió de nada. Nos obligaron a matar. Pero esta vez, esta vez están vivos, no hemos tenido que matarlos, y maldita sea, no podemos hacerlo a sangre fría. También ellos son seres humanos, como nosotros, y nadie nos ha nombrado juez y jurado.

—Debo señalar que el coste de presentar a esta gente ante un juez y un jurado apropiados sería injustificadamente alto para las víctimas —dijo Bonner—. Y aquí ni hay cárceles ni hay prisiones. Por tanto, no sé qué hacer. —Miró a los demás, impotente—. Creo que debo empezar preguntando a las víctimas. ¿Genevieve?

—Debe haber un medio mejor que el asesinato.

—¿Barbara?

Churchward hizo un gesto de resignación.

—Hace tres horas, yo misma les habría cortado el cuello. Ahora, no estoy segura. —Sacudió la cabeza—. Me abstengo.

—¿Tony?

—Tirarlos por la compuerta.

A Bonner le sorprendió la crueldad que aparentaba Rand. Y también les sorprendió a otros de los presentes, a juzgar por sus expresiones.

—Bueno, ¿qué alternativa hay? —preguntó Rand—. Si los soltamos, nos meterían en un buen lío…

—¿Alguno de ellos podría demostrar que los hemos retenido? —preguntó Art.

—¿Demostrar? ¿A qué se refiere? —dijo Shapiro—. Pueden reconocer o no a los guardianes que los capturaron. De otro modo… ¿qué prueba pueden tener?

—Y nosotros podemos asegurarnos de que esos guardianes dispongan de cien testigos que juren ciegamente que estaban de servicio en Todos Santos —expuso Bonner—. Bien. No pueden protestar ante la policía de Los Angeles… suponiendo que se atrevieran, porque tendrían que explicar qué hacían cuando nuestros guardianes los detuvieron.

—Perfecto. Ha demostrado que podemos soltarlos —intervino Frank Mead—. Creo que no me interesa. Volverán, nos costará…

—Con su permiso —dijo Amos Cross—. Yo hablaré con ellos, con el consentimiento de ustedes. Dejaré bien claro que si volvemos a verlos, que si tenemos noticias de ellos otra vez, declararemos abierta la temporada de caza, y ellos serán las presas… Y explicaré que si llegamos a dudar de nuestra capacidad para acabar con ellos, recurriremos a informales y sustanciosos contratos…

—¿Eso recomienda usted, coronel? —preguntó Bonner—. ¿Que los soltemos con una advertencia?

Cross sacudió la cabeza.

—Me abstengo de opinar, señor Bonner. Cuando la policía se convierta en juez, la sociedad estará en grandes dificultades…

—Perfectamente —dijo Bonner—. Tenemos tres rateros que cogimos en el metro, y cuatro secuestradores. Podríamos considerar en primer lugar el caso fácil. Supongo que todos están a favor de soltar a los rateros.

Nadie se opuso.

—Todos están narcotizados —explicó Amos Cross—. Y uno de ellos habló mientras dormía. Lo suficiente para convencer a los guardianes de que se trata de un asesino.

—¿Y piensan dejarlos en libertad en Los Angeles? —preguntó Genevieve Rand.

Frank Mead se encogió de hombros.

—¿A quién le preocupa lo que pueda pasar en Los Angeles? Lo importante es que no vuelvan a molestarnos.

—La ley de Los Angeles les dejó las manos libres para perjudicar a los nuestros —dijo Rand—. Si a Los Angeles no le gusta la situación, que la cambien. Nosotros lo hicimos.

—Bien. Tenemos tres rateros, cuatro secuestradores… y el profesor Renn.

—No tenemos a Renn.

—Podemos conseguirlo —dijo Bonner—. El problema que debe resolver esta reunión es muy simple. ¿Qué hacemos con ellos?

—Atribúyanlo a la evolución en acción —contestó Barbara Churchward. Su voz no reflejó la menor nota de humor.