Las grandes empresas no pueden cometer traición, no pueden ser declaradas fuera de la ley, es imposible excomulgarlas, porque carecen de alma.
Sir Edward Coke, Lord Presidente del Tribunal de Justicia de Inglaterra. El caso del Hospital de Sutton, 1628
RECOMPENSA
Estaba en una posición rara, y tenía frío. Sábanas y mantas estaban revueltas de un modo increíble. Delores deshizo el enredo para poder sacar la cabeza.
Se sentía muy bien… se sentía somnolienta. ¿Lograría volver a dormirse? No habían dormido mucho la noche anterior.
¿Dónde estaba Tony?
Oyó el tintineo del servicio automático de desayuno, y percibió aroma de café. De café y de otras cosas de imposible identificación. De pronto el hambre fue como unos dientes que rechinaban en su estómago.
Faltos de sueño, ambos habían quemado considerables cantidades de energía la última noche. Hasta entonces el Mago de la Corte no había demostrado tanta tendencia a la satiriasis. Ser un héroe debe provocar extrañas reacciones en un hombre, pensó Delores. Se incorporó.
—¿Qué tenemos para desayunar? —preguntó.
—Muchas cosas. —Tony parecía estar contento, y tenía motivos para estarlo—. Melón. Blinis. Huevos pasados por agua. Café y leche caliente. Vodka recién sacado del frigorífico.
Delores se acercó a la mesa. Tan poco tiempo y tantas cosas que hacer… Probó una gruesa tajada de dulcísimo melón, y durante unos instantes hubo silencio. Tony estaba tan hambriento como ella. De todas formas…
—¡Pero, hombre, no vamos a poder con todo!… ¿Qué son blinis? ¿Esas tortas?
—Exacto. Caviar auténtico, crema ácida y un poco de mantequilla caliente entre dos tortas de trigo. El vodka helado va muy bien con los blinis, si te apetece. ¿Quién va a preocuparse por mis gastos en un día como hoy?
La cucharilla de Delores dejó de moverse. Tu último día. Miró a Tony. ¿Se habría dado cuenta? Sí.
—Lunan me dio demasiada publicidad. La policía de Los Angeles no puede equivocarse en sus sospechas. ¿Adónde crees que me trasladarán?
Delores partió un blini mientras meditaba. Art podía trasladar a Tony en compañía de Pres Sanders. Ambos congeniaban. O tal vez… La idea surgió mientras Delores se llevaba el tenedor a la boca. La cita con sir George Reedy. Art intentaría venderle los servicios de Tony. ¡Canada!
Delores saboreó la magia de un blini.
—¡Tony, es maravilloso!
—Sí. Habría que ser dueño de Todos Santos para comer así todos los días. Me alegra que los soviéticos se hayan decidido a limpiar sus ríos. Hey, Delores, en realidad no me importa mi destino…
Ella no podía comunicarle su intuición. Art se enfadaría si Delores levantaba la liebre.
—… lo único que me importa es que me acompañes.
En ese instante Delores supo la respuesta. El hecho de guardar los secretos de su jefe ante su amante, le indicó automáticamente dónde tenía puesta su fidelidad.
—No lo haré —dijo.
Tony calló, pero la alegría se apagó en su rostro. Tragó saliva, con dificultad. Quiso decir algo, pero no lo hizo.
Ella no podía permitir que Tony suplicara.
—Tony —se apresuró a decir—, aquí tengo autoridad y respeto. Soy ayudante del director general. Es un cargo importante…
—Seguramente me trasladarán a otra arcología. O tendré que construir otra.
—Y yo seré la dama del Mago de la Corte. Tony, ¡ni siquiera me conformé con ser la amante del director general! Ése es un puesto intercambiable… y no pretendo hacer juegos de palabras…
La carcajada de Tony fue más bien un ladrido, y Delores no sonrió.
—Quiero algo fijo. Lo tengo aquí.
Tony la miró.
—¿Sabes una cosa? La ciudad entera se preguntó por qué Art y tú os separasteis.
—Aquí no hay intimidad.
Tony sirvió un poco de vodka en un enfriado vaso de licor.
—Me ofreciste la clásica bienvenida de un héroe —dijo—. No lo olvidaré nunca.
—Ponme un poco a mí también.
—Se han vuelto locos —dijo John Shapiro—. Absolutamente majaretas.
El teniente Donovan asintió para sí. Creo que es muy exacto, pensó. Todos están chiflados.
Se encontraban ante la entrada principal de Todos Santos. Una enorme pancarta oscilaba arriba: ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN.
El lugar estaba lleno de policías y abogados. Donovan vio guardianes uniformados de Todos Santos hasta el rango de comandante, tres agentes del FBI, alguaciles federales, montones de ayudantes del sheriff del condado de Los Angeles, unos con uniforme y otros con vestimenta civil, los tres agentes de la policía de Los Angeles, dos representantes legales del gobierno, y cuatro ayudantes del fiscal de distrito, uno de los cuales acababa de presentar un documento al director general de Todos Santos. Más cinco abogados de Todos Santos, entre ellos John Shapiro, que habían insistido en que la orden se leyera, en voz alta, de cabo a rabo. El hombre acabó finalmente la lectura.
—No pueden registrar una ciudad entera —dijo Shapiro—. Aunque eso fuera posible, no pueden hacerlo con una simple orden. Si desean registrar determinado lugar, deben disponer de autorización para examinar dicho lugar…
—¡Imposible! —dijo el ayudante del fiscal—. Hay demasiados lugares…
—Cerca de cien mil pisos privados —convino Shapiro—. Y cada uno de ellos constituye una vivienda independiente. «Y no se autorizarán órdenes de registro si no se detalla la causa probable, apoyada en juramento o afirmación, y la descripción del lugar a registrar, y las personas o cosas que deben ser detenidas o embargadas». Es un párrafo de la sexta enmienda.
—Lo conozco.
—Yo lo dudaba —contestó Shapiro—. Porque parece que no lo haya repasado últimamente. Cumplen en parte el segundo requisito. Personas que deben ser detenidas: Preston Sanders y Anthony Rand. Aunque dudo que ustedes tengan motivo para detener al señor Rand. Pero el resto del documento es ridículo. ¿Cómo se las han arreglado para que lo firmara un juez?
—Está firmado —intervino un ayudante del sheriff—. Y ahora déjenos pasar.
—Y otro detalle. Citan a MILLIE como «un lugar que debe ser registrado». ¿Cómo piensan registrar un ordenador?
Fueron interrumpidos por una explosión de risa del director de Todos Santos.
—Parece que se le han erizado las patillas —murmuró Donovan a su ayudante.
—Estos documentos están en regla —dijo el portavoz del fiscal de distrito—. ¿Piensan dejarnos entrar o tendremos que hacerlo por la fuerza?
Shapiro se encogió de hombros y miró al director general.
—¿Señor Bonner?
—Déjelos pasar, haciendo constar nuestra protesta. Anoten sus nombres y números de placa. Los demandaremos. —Bonner dio media vuelta y se alejó a buen paso.
Shapiro se hizo a un lado, y Donovan cruzó la entrada junto con la horda policial. Llegaron a un amplio pasillo.
—¿Por dónde demonios empezamos? —preguntó el sargento Ortiz.
Donovan hizo un gesto de indiferencia.
—Gracias a Dios que no estoy dirigiendo esta farsa. Los policías pueden ser estúpidos de vez en cuando, no hay duda. No sé lo que harán esos tipos, pero sé lo que haremos nosotros: nada. No encontraremos un solo detalle de interés, y todos lo sabemos. ¿Por qué hemos de seguir la rutina? —Hizo una pausa para meditar—. Además, no estoy seguro de querer encontrar a ese sujeto, Rand. La próxima vez podría llevarse toda la maldita cárcel.
»O el ayuntamiento.
—Ahí —dijo el teniente Blake. Señaló una puerta muy baja—. Yo estaré en el túnel de servicio, y seguridad vigilará todos los pasillos. Si la policía de Los Angeles se acerca, les cortaremos el paso.
—De acuerdo —contestó Tony Rand—. Gracias. La puerta de acceso al corredor de servicio era muy baja, y Tony tuvo que agacharse para entrar en el despacho temporal de Art Bonner, que era casi idéntico al permanente. El escritorio y las pantallas panorámicas eran prácticamente iguales, aunque en las estanterías faltaban los memorables objetos náuticos y la confusión que Art mantenía.
Oficialmente el piso estaba ocupado por un coronel de la marina retirado. En el interior se encontraban Bonner, Barbara Churchward y sir George Reedy.
—Adelante, Tony —dijo Bonner—. Estamos dando los últimos toques a nuestro acuerdo.
Sir George no parecía estar muy contento. Tony contempló la expresión del canadiense antes de preguntar:
—¿Cuánto pides a cambio de mi contrato?
—Oh, somos muy razonables —dijo alegremente Barbara.
—Es excesivo —protestó Reedy—. Es un hombre buscado por la ley. Pedirán su extradición y no obtendremos nada a cambio del dinero.
—Ofrézcanle asilo político —dijo Bonner—. Si la situación llega a ese punto, cosa que dudo. Dudo que ellos eleven el caso a nivel federal. Si lo hacen, Shapiro se encargará de frenar al Departamento de Estado, poniendo trabas legales durante años. Otra cosa sería si tuvieran evidencia real de que Tony estaba involucrado en la fuga. Nuestro problema es que Tony puede pasarse la vida en las salas de justicia.
—¿Tengo derecho a opinar? —preguntó Tony.
—Claro, Tony —repuso Bonner—. Las cosas están así. Tienes un contrato con la Corporación Romulus. Romulus está negociando la retribución de sus servicios a los canadienses para la construcción de su nueva arcología. La colaboración técnica es muy importante. Si tú aceptas, estarías al mando del equipo de ingenieros. Es tu primera alternativa, la que yo consideraría como más atractiva.
—¿Y las otras?
—Puedes ir a Zimbabwe en compañía de Pres…
Tony Rand mostró gran extrañeza.
—¿Zimbabwe? ¿Dónde diablos está eso?
—Antes se llamaba «Rhodesia» —dijo Barbara.
—¿Y cómo es que Pres quiere ir a Rhodesia? —preguntó Tony.
Sir George enarcó las cejas… y Barbara se echó a reír.
—Él no lo sabe, sir George. Nunca presta atención a lo que ocurre fuera de Todos Santos. Tony, Zimbabwe era una colonia gobernada por blancos, hasta hace pocos años. Ahora tiene un gobierno negro. Bastante digno, si se tiene en cuenta la situación africana. Hace tiempo que Romulus tiene puestos los ojos en Pres como director de los posibles intereses comerciales en la zona. Ahora hay muy buenas oportunidades para introducirse allí. Hemos expuesto la idea a Pres, y le gusta.
Tony asintió. A Pres tenía que gustarle. Un buen ascenso, con la oportunidad de no depender de nadie. ¿Le enojaría obtener aquel ascenso en función de su color? ¿Le parecería divertido el detalle? Tendría que preguntárselo…
—De forma que podrías ir con él —estaba diciendo Bonner—. Tú te entiendes muy bien con Sanders, y Romulus tiene grandes proyectos en Zimbabwe, en materia de ingeniería civil. Sería un buen escondrijo hasta que te necesitemos para la fábrica orbital…
Rand miró a Bonner, luego a Reedy.
—Hum. Vaya. La última parte parece bastante interesante —dijo.
Reedy rió entre dientes.
—No es preciso que me presionen. —Meditó unos instantes—. Pero hay esa huelga general, convocada por el concejal Planchet contra Todos Santos. Yo no estoy seguro de querer enfrentarme a represalias económicas tomadas contra mí… y podría haberlas a consecuencia del contrato del señor Rand.
—Bien, tal vez lo intenten, pero ¿qué daño pueden hacerle realmente? —preguntó Bonner—. Están demasiado lejos.
Están demasiado lejos de Canada, pensó Tony Rand. ¡Pero no demasiado lejos de nosotros! ¡Una huelga general! Art debe andar loco con esta preocupación. No lo demuestra, pero ha de ser un grave perjuicio para nosotros…
—Es posible que tenga razón —contestó sir George. Contempló pensativamente el techo, y agregó—: Quiero que quede claro que ustedes dos deben estar disponibles para consultas. Mediante holograma durante un tiempo mínimo de diez horas mensuales, y dos semanas anuales de residencia efectiva.
—¿Los dos? —preguntó Barbara.
—Ciertamente —dijo Reedy.
Bonner se quedó pensativo. Igual que Churchward y Reedy.
Otra vez lo mismo, pensó Tony. Están consultando. La expresión de sir George indica que se han negado… ahora deben estar mostrándole ciertos datos… Demonios, ¿cómo debe sentirse uno en esta situación? Debo averiguarlo. Y tal vez… Tony tosió.
—Nunca he estado en África —dijo—. Resulta tentador.
Nadie le prestó atención durante unos instantes, hasta que Barbara esbozó una leve sonrisa.
—Oh, Tony, por favor…
—Al menos podríamos considerarlo.
Bonner sacudió la cabeza. Su mirada tuvo un efecto decisivo. De acuerdo, pensó Tony. Cerraré la boca. Pero sólo momentáneamente. ¡Aún no habéis escuchado mi última palabra!
Más silencio. De pronto, tres sonrisas, las de Bonner, Churchward y Reedy.
—Ocho horas mensuales y diez días anuales —dijo Art Bonner—. Excelente.
—De acuerdo —contestó sir George. Extendió la mano, pero la retiró ligeramente—. Piensen ustedes que yo no sufragaré la huida de ninguno de ellos.
—No es preciso —dijo Bonner—. Usted se ocupará de que Sanders llegue a Salisbury. Y nosotros, de que ambos lleguen a Canada.
—Sí. Perfectamente.
Reedy extendió de nuevo la mano. Bonner la estrechó, y al cabo de un momento Barbara puso la suya sobre las otras dos.
Me dejan aparte, pensó Tony. No cuento para nada. Ya verán, ya verán…
Bonner se levantó.
—Un momento.
Art guardó silencio. Sir George adoptó idéntica postura. Aguardaron casi un minuto, y entonces Bonner abrió la puerta. Un guardián de uniforme estaba de pie junto a la entrada.
—Sir George se irá esta tarde —dijo Bonner—. Creo que preferirá hacer su equipaje ahora mismo.
—De acuerdo —dijo el guardián. Y se fue en compañía de Reedy.
Bonner retrocedió y cerró la puerta.
—Bueno, cielo, ¿a qué está jugando Tony?
—¡Oh, vamos, Art! Lo que quiere es obvio.
—¿Sí?
—Permíteme que me ría. Lo verás dentro de un instante. Me sorprendes.
LA POLICÍA HA SOLICITADO TODO LO ARCHIVADO CON LA REFERENCIA «RAND».
—Complácelos a 300 bits por segundo.
—¡Art! ¿Estás seguro de que eso está bien?
—Lo primero que hicimos fue limpiar los archivos de Tony. Borramos todo lo que no era rutinario, y después añadimos algunos expedientes. Viejos catálogos de construcción. Programas de mantenimiento. Análisis de programas televisivos. El archivo es bastante voluminoso… MILLIE, ¿cuánta información hay archivada con la referencia Rand?
23 567 892 BITS.
—Dios mío. Art, serán precisas varias horas para la lectura.
—Exacto, eso será un pasatiempo para la policía. Bien, ¿qué quiere Rand? ¿A Delores? Ya la tiene…
—No, no, Delores no lo acompañará. De todas formas no es el deseo fundamental de Tony. Vamos, hombre, usa la cabeza.
—¡Oh!
Bonner sonrió.
—Bien, Tony, ¿a qué viene ese repentino interés por visitar África? —Observó, muy divertido, los esfuerzos que hacía Rand para mantener una expresión de jugador de póker.
—Bueno, siempre he congeniado con Pres y…
—¿Es posible convencerte de que vayas a Canada?
—Bueno, sí, pero sería caro. Quiero…
—Oh, no importa, Tony —dijo perversamente Bonner. Dio un tono de resignación a su voz—. Perderemos dinero en el negocio canadiense, pero si deseas realmente ir a África… bueno, te lo debemos, y…
—Eh…
Lo que iba a decir Rand quedó cortado por la risa de Barbara.
—Art, eres francamente cruel.
—Sólo de vez en cuando.
—Tony, tendrás que pagar un precio.
Rand estaba muy receloso.
—¿Un precio? ¿Por qué?
—Por el injerto. Ésa es tu condición, ¿no? Caramba, nunca había visto un negociador peor que tú. Afortunadamente, tus intereses son los nuestros…
Rand estaba más receloso que nunca.
—Naturalmente te exigiremos un contrato en exclusiva por tus servicios, con facultad para vetar cualquier tarea externa y derecho a cambiar tu destino a nuestra conveniencia…
—¡Eeeeh! ¡Esto es esclavitud! —protestó Rand.
—Ajá. También te exigiremos que estés aquí cierto tiempo. No personalmente, claro. Inspeccionarás Todos Santos mediante un robot, y participarás en reuniones regulares con nosotros y tu sustituto, por el procedimiento holográfico.
—¿Qué pretendes, matarme de trabajo?
—No exactamente. Por supuesto siempre tendrás la opción de renunciar al cargo con media paga… No podrás trabajar en otro sitio, pero la mitad de lo que te pagamos es bastante.
—¿Y qué puede impedir que coja el injerto y el dinero y me vaya a cultivar petunias?
—Bien, correremos ese riesgo.
—Eso es tan poco posible como que yo me convierta en hombre lobo. Deja desocupado a Tony durante seis meses y se transformará en un loco rabioso.
—Hay quien dice que Tony… Olvídalo.
—Trato hecho, entonces —dijo Barbara—. Sonríe, Tony, tú ganas. Tendrás tu injerto. —Hizo una pausa—. No pareces muy contento.
—Claro que lo estoy, es estupendo. —Pero Tony seguía sin sonreír.
—Para ser un hombre que va a marcharse solo, realmente está aguantando bien el tipo.
—Sí. Demasiado bien. No me gusta.
—Hay un problema —dijo Barbara—. No podrás volver a los Estados Unidos. No durante un tiempo, por lo menos. Puedes tener dificultades para ver a tu hijo.
—Su problema no es perder a Zach, sino las mujeres que se deja.
—Ambas cosas, diría yo. Y no seas desagradable.
—¿Hay alguna posibilidad de convencer a Genevieve para que te acompañe? —preguntó Barbara.
Rand sacudió la cabeza violentamente.
—¿Para qué iba a acompañarme? En Canada no habrá un lugar con un nivel social tan elevado como Todos Santos. ¡No hasta que yo lo construya!
—Precisamente —replicó Barbara—. Si te acompaña, sabrás que es porque cree en ti. No será por la posición social. Tendrá que abrirse paso, igual que tú…
—¿No estás exagerando la belleza del cuadro?
—¿Con Rand? Puedes exagerar todo lo que quieras. Mírale la cara. Ya es nuestro.
—Pero… ¿y Genevieve?
—¿Qué más da? Lo importante es que ella le acompañe. Y creo que lo hará. Por lo que sé, es bastante sagaz.
—De todos modos, ¿por qué deseas que Genevieve vaya con él, amor?
—Vamos, hombre, ¿no has visto qué cara pone cuando habla de ella? Sigue enamorado de su exesposa. Delores lo sabe, todo el mundo lo sabe… menos Tony, quizá.
—Me gusta ver contento a Tony, y lo ha estado los pocos días que ha durado su relación con Delores.
—Será feliz con Genevieve, créeme.
—Ella no lo hará, nunca —dijo Tony.
—No lo sabrás hasta que se lo preguntes.
—¿Cómo voy a preguntárselo? Los polizontes estarán vigilándola constantemente. Deben haber intervenido su teléfono.
Barbara asintió.
—Cierto. Pero yo podría hablar con ella, Tony. Para averiguar lo que piensa. Si me parece bien, haré que venga aquí. ¡No podrán vigilarme dentro de Todos Santos!
ESTOY IMPRIMIENDO LA INFORMACIÓN SOLICITADA.
No contestaré a ninguna pregunta de la policía hasta que la grabación esté completa.
ENTENDIDO. LA POLICÍA ESTA ENTRANDO EN EL DESPACHO PRINCIPAL. SANDRA WYATT LOS ACOMPAÑA.
—Te lo agradecería, Barbara —dijo Tony—. Yo… creo que me gustaría mucho que Djinn me acompañara. Pero no creo que quiera.
—Ya veremos.
—JEFE, AQUÍ SANDRA. HABLO DESDE UN AURICULAR DE EMERGENCIA. ES IMPOSIBLE QUE ME RESPONDA. LA POLICÍA HA VENIDO CON ALICE. QUIEREN CONVENCERLA PARA QUE LES AYUDE EN LA INVESTIGACIÓN. LE HAN PROMETIDO INMUNIDAD. ORDENE A MILLIE QUE APAGUE UN INSTANTE LAS LUCES DE SU DESPACHO SI ES QUE ME HA COMPRENDIDO.
—¡Mierda! —exclamó Bonner—. MILLIE, apaga un instante las luces de mi despacho. Tony, han traído a Alice. ¿Puede ayudarles a encontrar algo que no nos interese que sepan?
—Es posible —dijo Rand—. Hicimos las cosas de manera tan obvia…
—Yo hice cosas que no eran tan obvias —comentó Bonner—. Como borrar tus apuntes, y eliminar tu nombre de todas las grabaciones relacionadas con el ayuntamiento y la cárcel del condado.
—Pero aun así pudimos olvidar algo —dijo Rand.
—¿Qué?
—Si lo supiéramos, no lo habríamos olvidado —dijo Barbara, muy impaciente.
—Y seguramente olvidamos algo —insistió Rand—. Es imposible estar seguro. Y… bien, Alice pudo quedarse con ciertos datos.
—Ella no estaba al corriente de asuntos ilegales, ¿no? —dijo Rand.
—No, pero podría ponernos en una situación embarazosa.
—Mientras tanto, el acoso económico continúa —dijo Barbara—. Esa huelga puede perjudicarnos…
—Ya nos está perjudicando —afirmó Bonner.
—Cierto. Por lo tanto… —Barbara se levantó de improviso—. Art, es hora de terminar esta guerra. Creo que deberíamos celebrar una conferencia de paz.
—¿Piensas que estamos preparados?
—Podemos estarlo.
Más datos fluyeron en el mastoides de Bonner.
—Preciosa, eres una vil arpía.
—El bienestar económico es mi especialidad.
—Decidido —dijo Barbara—. Llama a MacLean Stevens y le dices que invite al concejal Planchet. Tony, tenemos aproximadamente una hora para hablar. ¿Cómo deberá actuar Todos Santos para presionar a Los Angeles?
Art Bonner contempló el estado de su despacho y lanzó una imprecación. Todo estaba revuelto, había agujeros en las paredes, grietas en el enlucido y desgarrones en los tapizados. Los libros se encontraban esparcidos por todas partes.
—He intentado que repararan los desperfectos —dijo Delores. Y despreciativamente—: ¡Policía! Creo que podré adecentar un poco el despacho antes de la reunión…
—Déjalo —dijo Bonner—. Lo importante es asegurarse de que las sabandijas se han ido y de que nuestras cámaras funcionan.
—Ya nos hemos asegurado —contestó Delores—. Claro que eso ha aumentado la confusión…
—No te preocupes.
Art tomó asiento ante su escritorio y examinó las pantallas del ordenador.
—¿Tony? ¿Estás ahí?
POR SUPUESTO. Las letras fueron apareciendo en una pantalla. IMAGEN Y SONIDO EN PERFECTAS CONDICIONES.
—Magnífico.
MACLEAN STEVENS Y EL CONCEJAL PLANCHET HAN LLEGADO AL HELIPUERTO DEL SUDESTE.
Gracias. Enlace con Barbara Churchward. ¿Estás ahí, preciosa?
—Aquí mismo. Tony tiene buenas ideas cuando quiere.
—Ya está, chicos. Ha llegado el momento decisivo.
El gran Jim Planchet apretó fuertemente los labios al entrar en el amplio despacho. Fue aquí, pensó. Aquí mismo.
Dieron la orden y mi hijo murió. Aquí mismo.
Dejó hacer a MacLean Stevens, sin escuchar realmente las presentaciones y saludos, sin ver nada al principio. Después observó la sala y vio la destrucción. Agujeros en las paredes y en el techo. Libros esparcidos por el suelo, cubiertos de polvo de yeso, con huellas de pisadas. Algunos ejemplares parecían muy valiosos, libros artísticos. Las tapicerías estaban desgarradas, las alfombras acuchilladas.
—Sus policías han hecho un buen trabajo —dijo Bonner—. No han encontrado nada, aunque dudo que esperaran encontrar algo.
—No son mis policías —repuso Stevens—. Los envió el sheriff, no yo.
—Tonterías. Ustedes podrían haberlo impedido —dijo Bonner.
—Usted ha perdido un despacho. Yo perdí un hijo —expuso fríamente Planchet.
—Lamento lo de su hijo —contestó Bonner—. Si hubiéramos podido evitarlo, lo habríamos evitado, ¡pero él actuó de un modo francamente convincente! Nos traicionaron. Alice Strahler, ella facilitó a Renn los datos para que su hijo pudiera entrar aquí. Los hombres del sheriff han hablado de ofrecerle inmunidad.
Planchet se dispuso a replicar, pero desistió.
—Si ustedes hubieran colaborado un poco más, dudo que los agentes hubieran revuelto su despacho —dijo Stevens.
—¿Colaborar? ¿Cómo?
—¡Ese maldito ordenador! Se ha limitado a imprimir páginas y más páginas con valoraciones de programas televisivos.
—A petición de la policía —replicó Bonner—. No soy responsable de que unos estúpidos polizontes intenten hablar con un ordenador inteligente.
—Oiga, Bonner, esto no es un juego —advirtió Planchet.
—Estoy completamente de acuerdo —repuso Bonner—. Bien. ¿Hablamos en serio? Si desean beber algo, puedo ofrecerles cualquier cosa que les apetezca. El dispositivo de servicio automático se averió esta tarde, cuando uno de esos cretinos creyó haber encontrado el escondite donde ocultamos a los ingenieros.
—¿Habla en serio? —preguntó Stevens.
Bonner no pudo contenerse. Se echó a reír.
—Ese agente debió pensarlo así. Deberían haberlo visto, con la cabeza metida en el distribuidor, que en ese mismo instante se disponía a servir un gin-fizz…
El relato del incidente provocó la sonrisa de Stevens.
—De momento rehusaremos las bebidas. Bien, usted ha convocado la reunión. Su turno.
—De acuerdo —dijo Bonner—. Quiero negociar un acuerdo de paz.
—Ningún acuerdo sin Sanders y Rand —replicó Planchet.
—Entonces no hay acuerdo de ningún tipo —dijo Bonner—. Lamento haberles hecho perder el tiempo, caballeros. —Se puso en pie—. Ordenaré que les acompañen hasta el helicóptero.
—¡Vaya, si acabamos de llegar! —exclamó Stevens. Miró a Planchet—. Usted sabe perfectamente que no van a entregarnos a Sanders.
—En ese caso les apretaremos las clavijas hasta que lo hagan —contestó Planchet—. ¿Cree que la huelga les está perjudicando actualmente? Pues espere a que la huelga vaya en serio. Nada entrará o saldrá de este edificio. Nada.
—Sí, sí —dijo Bonner—. Y nosotros nos desquitaremos con un boicot. La señorita Churchward hará los pedidos a San Francisco. Los traeremos por mar y los recogeremos en Long Beach. Será el mayor acontecimiento en la historia de la marina mercante de la costa oeste, pero Los Angeles no se beneficiará.
»Y después tenemos a nuestros operarios de waldo. Han elegido un portavoz.
Bonner apretó un botón del escritorio.
El apartamento de Armand Drinkwater apareció en la pantalla. Drinkwater estaba tranquilamente sentado, con las herramientas recogidas en perfecto orden.
—No puedo trabajar de esta forma —dijo—. ¿Cómo voy a trabajar cuando sé que un polizonte de Los Angeles puede irrumpir en cualquier momento? Estoy acostumbrado a saber quién va a visitarme. Los demás opinan igual que yo.
Stevens asintió sombríamente, y él y Planchet intercambiaron miradas.
Ajá, pensó Bonner. Ya debían estar enterados. ¿Quién puede haberles informado? Tal vez el Secretario de Estado. Esos artilugios médicos que estaba haciendo Drinkwater son muy importantes, y el trabajo orbital mucho más. Insistamos… Apretó otros botones.
Rachael Lief apareció en la pantalla. Detrás de ella, en su pantalla, había un paisaje lunar lleno de airados astronautas.
—No puedo decirles cuándo se reanudará el trabajo —dijo Rachael—, hasta que las cosas estén arregladas aquí. Pueden recurrir a otros…
El astronauta maldijo de nuevo. Bonner interrumpió la comunicación y miró inquisitivamente a Planchet. Su turno, decía la mirada de Bonner.
—¿Cómo van a llegar los envíos desde Long Beach hasta aquí? —preguntó el concejal—. Ya se lo he dicho, nos aseguraremos de que no entre o salga…
—¿Ni siquiera comida? —inquirió Bonner, con aire de inocencia—. No estoy seguro, pero creo que la Constitución prohíbe que los ciudadanos norteamericanos se declaren la guerra. Si quieren matar de hambre a los residentes, los hechos aparecerán en la televisión nacional. ¿Piensa impedir la entrada de alimentos?
—No diga tonterías —intervino Stevens.
—¿Yo, tonterías? ¡Vamos, Mac! ¿Quién nos ha amenazado con cercar el castillo? Ustedes son más medievales que nosotros. Guerras particulares, incluidas.
—¡Maldita sea, esto no es un juego! —gritó Planchet.
—Y para asegurarme de que usted lo entiende… —La mano de Bonner vaciló sobre el tablero, después se apartó—. Concejal, le reitero nuestro pesar por lo sucedido. Es imposible que crea que nosotros queríamos matar a criaturas inocentes… y además sabe que previnimos a los chicos… los letreros que no quisieron tomar en serio, las puertas cerradas con llave que cruzaron… Usted es un hombre inteligente. Sabe perfectamente bien que no podíamos hacer otra cosa. Y usted, o Stevens, habrían actuado del mismo modo si hubieran estado sentados en la silla de Preston Sanders.
Bonner hizo una pausa.
—No es preciso que responda. Pero medítelo. Y mientras medita, permítame mostrarle otra cosa.
La pantalla de televisión mostró al iceberg, inmóvil en la bahía de Santa Mónica.
—Este documento guarda relación con el asunto —dijo Bonner. Cogió una fotocopia y la entregó a Stevens—. Se me concede poder directivo en todas las propiedades que tiene Romulus en el suroeste. Entre ellas, las centrales eléctricas de Baja. Y también el iceberg. Observen atentamente. ¿Están mirando? —MILLIE, ¿han evacuado del iceberg a todos los esquiadores?
SÍ.
—Ordena a Rand que inicie la fase uno de Fimbulwinter.
Nada sucedió durante unos segundos. Después el revestimiento flotante de plástico que atrapaba agua fundida del iceberg y lo mantenía separado del agua salada de la bahía se agitó en toda su longitud. El mismo iceberg pareció moverse, lenta, majestuosamente. En la parte del témpano batida por el viento, miles de litros de agua salada se vertieron sobre la pendiente.
—¡Oiga, por amor de Dios! —protestó Planchet.
—Desde ahora sus electores pueden beber agua salobre —dijo Bonner—. No espero que les guste mucho, pero no les hará ningún daño. ¿Les gustaría probar un poco de agua salada?
—Ustedes necesitan ese agua tanto como nosotros —afirmó Stevens.
—Sigan observando —dijo Bonner.
En la pantalla apareció una mujer joven y atractiva. La inscripción situada debajo decía «Sandra Wyatt, delegada del director general».
—Estamos interrumpiendo regularmente la programación normal para dar lectura a un importante comunicado —dijo una voz masculina.
—Ésta es la segunda parte del informe sobre la conservación del agua —leyó Wyatt—. Tenemos motivos para creer que el ayuntamiento de Los Angeles puede obstaculizar nuestros suministros de agua. Como todos saben, poseemos grandes depósitos de reserva, todos ellos llenos. Será un inconveniente, pero no tendremos problemas graves si todos los residentes colaboran. La segunda parte del plan de conservación del agua exige las siguientes restricciones: Todos los residentes deberán…
La pantalla volvió a mostrar el iceberg, que seguía moviéndose pero que había dejado de verter agua en el revestimiento de plástico.
—¿Quiere apostar algo a que sus ciudadanos se mantendrán mejor que nosotros? —preguntó Bonner—. Ustedes no quedarán faltos de agua potable, pero tendrán que cerrar más industrias que yo…
—Yo podré conseguir un embargo —protestó Planchet.
Bonner rió.
—Adelante. Ahí tiene un teléfono. Si tiene suerte, antes de una hora dispondrá de una orden judicial. Ni siquiera nos opondremos…
MILLIE, necesito que el agua se vierta en cantidad otra vez.
—¿Están observando? A propósito, mi ingeniero jefe dice… perdón, me dijo que se tarda tres días enteros en purificar la red en cuanto está completamente contaminada de sal. Y eso suponiendo que la tarea sea hecha por nuestro personal. Sin la ayuda del ordenador, y con mano de obra exterior, puede tardarse entre dos semanas y una eternidad, depende. Pensaba que les interesaría saberlo.
Esto les ha afectado, meditó Bonner.
—Naturalmente pueden recurrir a la extracción de agua en el valle de Owens y en el delta del Sacramento —dijo—. Aunque tal vez tengan dificultades con la Sahyt. ¿No dinamitaron el acueducto hace algún tiempo?
Ninguna respuesta todavía.
Datos diversos fluyeron en la mente de Bonner. Sonrió.
—Un detalle interesante. Un cargamento de cemento está a punto de salir de Portland, Oregon. Romulus lo compró para enviarlo a Prudhoe Bay, pero Barbara está autorizada a desviarlo para nuestro uso. Queríamos hacer el pedido a una fábrica local, pero quiero asegurar los suministros en previsión de un posible cerco.
—Eso le costará mucho dinero —observó Stevens.
—No tanto. Obtuvimos el cemento a excelente precio. —Ladeó la cabeza y se concentró—. En realidad, es posible que incluso ahorremos dinero.
Planchet miró a Stevens.
—¿Usted lo cree?
Stevens se encogió de hombros.
—No tengo inconveniente en que sus investigadores examinen el contrato —dijo Bonner—. O puedo mostrarles la copia. ¿Desean verlo con sus propios ojos?
—Sí, está fanfarroneando —dijo el concejal—. ¿A cuánto…?
Calló, porque la risa de MacLean Stevens era tan potente que no permitía oír otras voces.
—¡Le ha engatusado! —explicó Stevens—. ¿Qué más da que el cuento se lo explique él mismo o MILLIE? ¿Cree que el ordenador no mentirá?
—No puede haber inventado tantos cuentos de antemano…
—Bonner no tiene necesidad de inventar nada de antemano —dijo Stevens—. ¿No lo comprende? Constantemente está hablando con ese maldito ordenador. ¡El ordenador está en su cabeza, concejal!
—Cristo. Y mi hijo vino aquí a enfrentarse a eso…
—Casi nos vence —aseguró Art Bonner—. Si saberlo le hace sentirse mejor.
—En absoluto.
—Su hijo nos venció —dijo Art, casi en un susurro—. Nuestro objetivo era detener… Señor Planchet, ¿qué puedo decir? Nada que hagamos devolverá la vida a Jimmy. Pero usted… ¡usted está colaborando con la gente que en realidad lo mató! La Sahyt. Y me cuesta creer que usted esté de su parte.
Planchet se recostó pesadamente.
—Ya lo he pensado —dijo lentamente—. He pensado mucho en ello. Maldita sea, no sé qué hacer. —Hizo resonar su enorme puño en una mano todavía mayor—. Muy bien, Bonner. ¿Qué es lo que quiere?
—Quiero que acabe la huelga —contestó Bonner—. Quiero que sus agentes salgan de la ciudad, y que mi gente reanude el trabajo. Quiero que todo esté igual que antes…
—Igual que antes —dijo Planchet—. Eso es imposible. Pero creo que podemos dejar de importunarnos mutuamente. El que siga intentándolo cometerá un suicidio político. Pero la ley busca a Sanders y a Rand, y seguirá buscándolos.
—De acuerdo. Jamás volverá a ver a ninguno de esos hombres. Mac, reúna a sus agentes y váyanse. Señor Planchet, desconvoque la huelga, y yo iniciaré la limpieza de la tubería del iceberg. Y ordenaré a los residentes que vuelvan al trabajo. ¿De acuerdo?
Planchet apretó los labios. Miró a Bonner, luego a Stevens, finalmente al iceberg que aparecía en la pantalla. E inclinó la cabeza, poco a poco.
Ya está. Abrid el champán.