XVIII

Cuando desembarcamos en Sicilia, las unidades quedaron separadas y yo no lograba encontrar a nadie. Eventualmente tropecé con dos coroneles, un comandante, tres capitanes, dos tenientes y un fusilero, y aseguramos el puente. Jamás en la historia de la guerra tan pocos soldados han sido mandados por tantos oficiales.

General James Gavin

ACCIÓN EJECUTIVA

George Harris había aprendido a desconectar su mente durante la realización de duros ejercicios físicos. Si pensaba en el dolor, en la fatiga o en la monotonía, tendría que pararse. Su cuerpo seguía la rutina mientras su mente fantaseaba, o planeaba una maniobra comercial, o dormía.

Pero los sábados y los domingos, apartado de sus pesas y de sus máquinas, y confinado entre cemento y barras de hierro, Harris tenía que improvisar una rutina. Para ello precisaba concentración. Y mucha más concentración para hacer caso omiso de un detalle que le distraía, el fantasma de ojos tristes que ocupaba la litera superior.

Veintinueve… treinta. Harris descansó unos instantes, esperando a que su respiración se normalizara, antes de hablar. Una inofensiva vanidad.

—Yo iría al infierno, si usted me acompañara. Usted está en buena forma. ¿Qué hacía cuando estaba fuera, esquiar? ¿Surf? Ahora no hace nada. Aquí nunca le he visto hacer otra cosa que estar tumbado, haciéndose mala sangre.

Preston Sanders no le miró. Tenía los brazos bajo la nuca, y los ojos fijos en el techo.

—El ataque de ayer noche le será de ayuda en su caso —dijo Harris—. Tenían bombas de verdad, y la televisión dijo que hubo un tiroteo, que hubo armas y todo eso. No eran jovencitos en busca de diversión.

Ninguna respuesta.

—Hay manifestaciones por toda la ciudad. De la Sahyt y de un montón de grupos denominados Ciudadanos en pro de tal cosa y tal otra que quieren convertir Todos Santos en cenizas y arrojar sal sobre los restos. Pero es muy curioso. También hay manifestaciones de réplica. Sin organización concreta, pero más abundante de lo que podría esperarse.

George prosiguió sus flexiones. El vigilante se detuvo un momento ante la puerta, observó, y se fue. En semanas anteriores había hecho chistosos comentarios… hasta que George empezó a llamarle «bola de grasa». El resto de los presos decidió usar el apodo, y en la actualidad el vigilante solía guardar silencio.

—… Treinta. —George se levantó y se acercó a las literas—. Si sigue tumbado mucho tiempo se convertirá en mantequilla— dijo a Sanders. —Jesús, usted es más joven que yo. ¿No es capaz de hacer treinta flexiones?

—No.

—Su cabeza olvidaría lo que está atormentándola. Sanders, es imposible pensar en la decisión que tomará el jurado cuando se está en la vigésimoquinta flexión, a sólo cinco del final. ¿Quiere probarlo conmigo?

Sanders negó con un movimiento de cabeza. Era el compañero de celda menos pesado que había tenido Georges Harris. Además, Sanders era un cliente en potencia, aunque se disgustara en cuanto George pretendía desviar la conversación hacia las nuevas obras de Todos Santos.

Supongo que planteé la cuestión excesivamente pronto, pensó George. Es una lástima, pero las cosas pueden cambiar. Si consigo hacerle hablar, que ya es difícil de por sí.

—Aún no han identificado a los componentes del comando —dijo Harris—. Pero ese comentarista, Lunan, afirma que el grupo se autodenominaba Ejército Ecologista Norteamericano. Se trata de un grupo que se escindió de la Sahyt hace años, pero Lunan asegura que las dos organizaciones actúan juntas. Parecía estar muy seguro. Leo todo lo que puedo sobre el tema, ya que usted es mi compañero de celda. Además, yo conocía al hijo de Planchet.

Las últimas palabras atrajeron la atención de Sanders.

—Yo no. ¿Cómo era?

—Buen chico, creo. Bien parecido, quizás un poco tímido. Sólo lo vi dos veces. Normalmente habría sentido simpatía por el chico, pero me había enterado de cierta gamberrada que hizo en el instituto. No importa. Lo único que importa es que era un necio rematado, y por eso murió.

—No murió. Fue asesinado.

—Sí, claro, pero se lo buscó. Hay, ¿sabe que usted es un héroe en Todos Santos? Sí, no es broma. La semana pasada fui a la comida anual de los Hermanos Mayores…

—Siempre me han gustado esas celebraciones.

—Sí, y lo comprendo. Vaya juerga. Gané un ordenador de bolsillo en la rifa. Pues bien, cuando se averiguó que yo era el compañero de celda de Preston Sanders, todos me dieron para usted el mismo recado: «Obró bien».

—¿Quién? —preguntó Sanders—. ¿Art Bonner?

—Sí, él fue uno. Y muchos más, no recuerdo los apellidos. Y Tony Rand. —Harris miró de reojo a Sanders—. Un hombre extraño, ¿no le parece?

—Tal vez —dijo Sanders—. Puede decirse que Tony es el mejor amigo que tengo allí.

—Oh, comprendo que ese hombre goce de sus simpatías. Es cuestión de conocerle. En fin, todos están a su lado. Sanders, es estúpido que esté ahí haciéndose mala sangre. Le pagaban para realizar un trabajo, y cuando llegó el momento, usted se ganó el salario. No es preciso que se lo diga un Jurado. Atribúyalo a la evolución en acción.

—¿Qué ha dicho?

Harris soltó una carcajada.

—Lo vi en… —Harris enmudeció. Prestó atención. Finalmente dijo—: Baje de ahí ahora mismo. Hablo en serio. Siéntese en la litera inferior. Creo que… —Parecía estar atento a determinado ruido—. ¿Lo ha notado? Creo que va a producirse un terremoto.

Tiró del brazo de Sanders, que bajó de la litera. No estaba tan enclenque. No se había dejado caer, sino que había bajado a pulso, con la fuerza de sus brazos.

—¿Lo nota? —preguntó Harris—. No son golpes… es una vibración, como un temblor preliminar. Todo vibra…

—Lo noto.

—También oigo algo. —El ruido apenas era audible… pero fue aumentando, poco a poco.

—Máquinas que estarán funcionando en alguna parte —dijo Sanders—. Usted no es de California, ¿verdad? Es imposible escuchar la proximidad de un terremoto.

—¿Ah, sí?… Vaya, que pena. —Harris consideró la posibilidad de hacer una tanda de genuflexiones. Pero, cuernos, finalmente había hecho hablar a Sanders y no podía desaprovechar la ocasión—. Lo vi en el adhesivo en un parachoques. «AUMENTEN EL LÍMITE DE VELOCIDAD. ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN».

Sanders sonrió.

—Creo saber quién fue el primero en decirlo. Tuvo que ser Tony Rand.

—¿En serio? Nunca lo habría imaginado. Bueno, no hablé mucho tiempo con él, pero conocer al hombre que había construido el Nido me impresionó. —¡Arggg! Nido, una palabra inadecuada, un desliz. Harris siguió hablando apresuradamente—. ¿Cómo es Rand?

—Un buen amigo —contestó Sanders—. Jamás le han preocupado las relaciones sociales, la política o cosas por el estilo. Ahora está… haciéndose mala sangre, como usted dice. No puede dormir porque tal vez debió planear Todos Santos de un modo que no hubiera permitido los incidentes. —Sanders se estremeció, y Harris experimentó el repentino temor de tener que presenciar un drama. Pero Sanders añadió rápidamente—: Tal vez estoy cuerdo gracias a él. Diablos, me gustaría cargar todas las culpas sobre Tony Rand. Y sé que él jamás ha pensado lo mismo respecto a mí. Lo sé. Ésa es la parte agradable.

—Mago de la Corte —dijo Harris—. Así le llamaban en el documental televisivo. —Y ya he conseguido hacerte hablar…

Sólo un milagro habría atraído la atención de Harris en aquel preciso momento.

El milagro fue un diminuto agujero que se formó repentinamente en el suelo de cemento, en el mismo lugar donde estaban puestos los ojos de Harris. George apartó la litera y se agachó para investigar. Metió el dedo en el agujero. Era real.

—¿Qué está haciendo? —inquirió Sanders.

—Increíble —dijo Harris.

Pensó ver luz por el agujero, pero cuando se inclinó más para mirar, sólo vio oscuridad. Y percibió un débil olor, extraño, húmedo y dulzón.

—¿Azahar? No lo acabo de comprender —dijo, y se desmayó.

El vehículo que conducía Tony Rand era más largo que cuatro Cadillacs, y tenía la forma aproximada de un cartucho de calibre veintidós. Gruesas mangueras de diversos colores, algunas tan gruesas como el torso de Tony, se extendían por el túnel hasta perderse de vista. La visibilidad era pobre. La velocidad máxima, irrisoria. El kilometraje habría horrorizado a cualquier poseedor de un Cadillac. Ni siquiera era silencioso. El agua brotaba por las mangueras azules, el vapor salía violentamente por las mangueras rojas, una llama de hidrógeno emitía su apagado rugido delante de la cabina, roca calentada crujía y se agrietaba, y aire frío entraba siseante en la cabina.

Pese a ser un vehículo tan enorme, la cabina era angosta; estaba hinchada en la parte trasera casi como una idea tardía. Se encontraba desordenadamente llena con el material adicional que Tony Rand había decidido llevar, de tal forma que Thomas Lunan debía sostener entre las piernas un gran tanque rojo y un regulador. Había infinidad de instrumentos que vigilar. Lo mejor que podía afirmarse del Topo era que, a diferencia de un automóvil ordinario, podía desplazarse a través de las rocas.

Así que avanzamos a través de la roca, pensó Lunan, y rió entre dientes.

La trompa del Topo, roma y redondeada, estaba al rojo blanco. La roca se fundía y fluía en torno a la punta, y retrocedía igual que lava hasta el suncho de agua fría, donde se solidificaba. La roca congelada era mucho más densa, entonces se comprimía formando un túnel de base plana.

Lunan estaba sudando. ¿Por qué me metería en eso? No puedo tomar fotos, y no podré explicar que he estado aquí…

—¿Dónde estamos? —preguntó Lunan. Se vio forzado a gritar.

—¡Quedan tres metros! —repuso Rand.

—¿Cómo lo sabe?

—¡Método de dirección por inercia! —dijo Rand. Señaló una pantalla azul, que mostraba una brillante línea que bruscamente se convertía en línea de puntos—. ¡Estamos aquí! —Indicó la confluencia de ambas líneas.

—¿Confía en ese aparato?

—¡Es bastante bueno! —contestó Rand—. ¡Mejor dicho, es soberbio! ¡Ha de serlo! ¡A nadie le gusta abrir un túnel en un lugar equivocado!

Lunan rió.

—¡Esperemos que quieran un túnel aquí!

—¡Sí!

Rand guardó silencio. Al cabo de unos instantes ajustó una obertura para aumentar el flujo de aire frío en la cabina.

Pese al aire, y pese al aislamiento de la cabina, Lunan continuaba sudando. No había lugar para ocultarse. Ninguno. Si alguien sospechaba lo que estaban haciendo, se limitarían a seguir las mangueras hasta el extremo del túnel ciego.

—Ya estamos —dijo Rand.

El nivel de ruido fue descendiendo en cuanto Rand apagó los mecheros de hidrógeno. Miró su reloj de pulsera, y cogió el micrófono que colgaba del tablero de instrumentos del vehículo.

—¿Art?

—Sí.

—Mis cálculos indican que me encuentro debajo de la celda de Pres o frente a la costa de Nome, Alaska…

—No es preciso que me hagas reír. —La voz era confusa, y chirriaba. Ningún radioescucha furtivo podría jurar que Art Bonner estaba hablando con el hombre que pronto iba a ser un famoso criminal, Anthony Rand. Buen contacto, pensó Lunan.

—No, señor —dijo Tony.

—Por lo que sabemos, has llegado al sitio preciso —dijo la radio—. Aún están comiendo. O es que se han acostumbrado al ruido después de tantos meses de excavaciones de túneles. Es igual. Lo importante es que no oímos señales de alerta.

—Perfecto —contestó Rand. Dejó el micrófono y se volvió hacia Lunan—. Ahora esperaremos durante cuatro horas.

Lunan se había preparado minuciosamente para ese momento. Sacó una baraja del bolsillo.

—¿Una partidita? —dijo con toda naturalidad.

Eran las nueve y media de la noche y Vinnie Thompson no podía creer en su buena fortuna. Últimamente esperaba dar un buen golpe, algún tipo que volviera a casa después de ganar una fuerte apuesta en el partido de Hockey del Forum, o quizá un marinero con la paga de un mes. A hora temprana, no era lógico esperar una cantidad importante, pero quizás alguien iría cargado, aunque la gente de Los Angeles era muy lista y nunca llevaba mucho dinero en la red de metro. Naturalmente habría dinero en las estaciones de Todos Santos, mas todos los compañeros de profesión de Vinnie aprendían en seguida a no acercarse a aquellos lugares. Los guardianes de Todos Santos podían entregarte a la policía de Los Angeles o no hacerlo, pero lo más importante es que podían hacerte daño. Mucho daño. No les gustaban los rateros.

Quizás aquella noche tuviera suerte. La necesitaba. Hacía dos semanas que no daba un buen golpe.

Entonces lo vio. Un hombre con un terno, un traje carísimo y zapatos de piel de cocodrilo (como los que Vinnie guardaba en casa, porque nadie iba a sorprenderle en el metro con algo tan valioso). La visión llevaba un maletín, y no sólo iba sin compañía, ¡sino que además se había metido por una puerta que llevaba al túnel de mantenimiento!

Y a esas horas de la noche no habría nadie más en el túnel, eso era seguro. ¿Adónde iba el señor Trajeado? ¿A mear? ¿A una cita? Y mientras Vinnie se hacía estas preguntas… ¡santo cielo, qué mujer! Un monumento, muy bien vestida con un elegante traje pantalón, ¡y también sola! Entró por la misma puerta que el Trajeado, y Vinnie rió con disimulo. Ella iba a recibir una sorpresa… volvió a felicitarse. El paraíso no podía ofrecer más atractivos.

La mujer había cerrado la puerta, pero la navaja de Vinnie no precisó mucho tiempo para resolver el problema. El ratero se apresuró a entrar y cerró tras él. El pasillo se encontraba vacío, pero escuchó ruido de tacones en la curva que había al final.

También oyó sonidos de máquinas en el túnel. Alguien estaba haciendo horas extras. Bueno, no importaba, bastaba con actuar rápidamente… Aunque era una vergüenza, la chica era un verdadero monumento y darle un buen repaso sería fabuloso. Ya imaginaba la mirada de terror de la mujer mientras se retorcía entre sus brazos, y Vinnie apretó el paso para alcanzarla. Acababa de meterse por una curva del túnel…

Vinnie dobló la curva. Allí había seis personas, todas elegantemente vestidas. Le miraron, primero sorprendidas, luego enojadas.

Demasiados, pensó Vinnie. Pero huelen a dinero, y tengo la navaja y la porra que hice con un bolso de cuero del supermercado, y si lo hago bien… Unos pies se arrastraban detrás de él.

Quiso dar la vuelta y echar a correr, y una bomba explotó en su mentón. Vio fulgores, pero a través de la neblina logró distinguir de nuevo a su primera visión: pelo suave, cortado a navaja, una cara enorme y bien afeitada cuyo gesto de enojo dejaba al descubierto blanquísimos dientes, y un anillo de oro en un descomunal puño.

—He vuelto a ganar —dijo Rand—. Me debe treinta y cinco millones de dólares. —Consultó su reloj—. Y ahora volveremos a trabajar.

Lunan hizo una mueca. Hasta entonces no había hecho nada. Bueno, nada merecedor de prisión. Dios sabía el tipo de crimen que podía ser excavar un túnel bajo la cárcel del condado (¿conducir temerariamente?), pero de momento no habían hecho daño alguno. Ahora, sin embargo…

Rand le entregó una pesada herramienta y Lunan la cogió sin pensarlo. Era un gran taladro con una broca larga y delgada. Las gotas de sudor le producían escozor en los ojos.

Rand también sudaba, y no tardó en quitarse la camisa.

Maldita Delores —murmuró.

—¿Eh?

—Oh. Nada. —Rand dejó la camisa en el túnel. Después cogió el micrófono—. Vamos a empezar —dijo—. ¿Todo bien en ese extremo?

—Sí, aparte de tres rateros que hemos sorprendido. Adelante.

Roger. —Rand colgó el micro y se dirigió a Lunan—: Bien, manos a la obra.

Cogió del tablero de mandos una hoja con las lecturas del ordenador, y a continuación tocó los controles. En el techo del túnel apareció un brillantísimo punto de luz.

—Perfore ahí —dijo Rand.

El techo era de cemento, muy duro. Lunan pensó que la broca era excesivamente fina y débil para aquella misión, pero en cuanto la apoyó en el cemento y apretó el gatillo, la broca entró con rapidez. Y de un modo muy silencioso, advirtió Lunan. Al cabo de un rato la broca había entrado en toda su longitud. Rand la cambió por otra más larga.

—Es mi turno —dijo.

—¿Qué hago? —preguntó Lunan.

—Aguardar.

Rand siguió taladrando el techo. Cuando la broca acabó de entrar, usó una tercera, esta de más de treinta centímetros de longitud y sin embargo muy fina. Perforó cautelosamente, retirando varias veces el taladro. Finalmente vio luz, y señaló el agujero.

—Es hora de disfrazarse —dijo Rand. Lunan le entregó una careta antigás, y después se puso la suya.

El agujero del techo no era mucho más ancho que un alfiler, tal como Rand esperaba. En cuanto acabó de ponerse la careta, Lunan se acercó a un gran tanque rojo. Había una manguera unida al depósito, y el periodista la entregó a Rand. Éste la introdujo en el agujero y la fijó mediante cinta de aluminio.

—Abra la válvula —dijo Rand.

Lunan hizo girar la manecilla de la válvula. Se escuchó un tenue silbido. Rand señaló el micrófono.

—Fase dos —dijo Lunan por el micro—. Esperemos estar en el lugar adecuado…

—Todo tranquilo aquí. Corto —respondió la radio. Lunan colgó el micrófono. Tranquilidad allí, en la entrada del túnel. Sólo una entrada, vigilada por ejecutivos de Todos Santos, lo que significaba que Lunan y Rand estaban seguros. También significaba, por supuesto, que sólo había una ruta de fuga. A menos que excavaran otra para huir de la ley a diez metros por hora…

Rand hizo señas, y Lunan cortó la salida de gas soporífero. Le preocupaba aquel gas. Rand aseguró que no había otro más seguro, que difícilmente podía causar daño a una persona a menos que se tratara de un enfermo cardíaco. Pero era imposible controlar la dosis. Esa parte de la maniobra era la más delicada…

Rand había sacado la manguera y agrandó un poco el agujero. Después intentó introducir el diminuto periscopio, y empezó a decir palabrotas.

—¿Qué pasa? —preguntó Lunan.

—Bloqueado —dijo Rand.

Sin dejar su horrible jerga, el ingeniero hincó de nuevo el taladro a medio metro de distancia. En cuanto vio luz, introdujo el periscopio y observó. Hizo girar el aparato varias veces, y finalmente empezó a reír e hizo señas a Lunan para que se acercara a mirar.

Piso de cemento, algo más arriba, todo muy oscuro. Tom Lunan ajustó el amplificador de iluminación e hizo girar el periscopio.

Ajá. En primer término, dos pies bajo un techo poco elevado. El individuo estaba debajo de una litera. Más allá, la celda de una cárcel vista por un ratón: suelo de cemento, lavabo, inodoro, y un preso de edad madura en perfectas condiciones físicas que dormía pacíficamente sobre el primer agujero que habían abierto.

Mientras Tom observaba, Rand se acercó con la manguera y la metió por el nuevo agujero.

—El cuerpo ha bloqueado la entrada —murmuró Rand, y se dispuso a abrir la válvula del tanque.

El gas fluyó durante un minuto más. Después extrajeron la manguera y colocaron el periscopio. Entre tanto, Lunan aplicó el estetoscopio electrónico al suelo de la celda. Se puso los auriculares. Sólo en el punto de mayor sensibilidad logró escuchar los sonidos de respiración y latidos cardiacos. Indicó a Rand que todo iba bien.

Rand se acercó al tablero de mandos. Hizo girar un botón, y un enorme gato surgió de la parte superior del vehículo y ascendió hasta tocar el techo. Otro botón hizo surgir una gran sierra y unas mangueras. La sierra empezó a cortar describiendo un círculo alrededor del gato.

El instrumento gemía como un fantasma. Lunan sintió auténtico terror. Alguien iba a oír aquel ruido, aquel horrible e irritante sonido que gritaba ¡FUGA! También Rand estaba preocupado, porque dispuso el tanque e introdujo más gas soporífero por el agujero.

La sierra cortó un tronco de cono, un disco de cemento más ancho en la parte superior que en la base. Finalmente concluyó la operación, y Tony empleó el gato para levantar el tapón hasta situarlo medio metro por encima del suelo de la celda. Lunan le ayudó a colocar una escalera de aluminio de reciente adquisición. El ingeniero trepó y desapareció en la celda, mientras Lunan disponía colchones neumáticos en la lisa parte superior del vehículo. Después trepó y se introdujo por la abertura dejada por el tapón de cemento. Tuvo un momento de terror al soltársele la careta, pero volvió a ponérsela sin respirar.

Preston Sanders yacía tumbado de costado en la litera inferior, con los pies colgando fuera. Había adelgazado desde que Lunan lo viera en la sala del tribunal, pero aún así seguía pesando bastante. Lo cogieron y Rand salió por la abertura. El periodista soltó a Sanders como si fuera un saco de patatas, Rand lo sostuvo y lo dejó caer sobre los colchones.

Tenían que actuar rápidamente. Rand untó con epoxia el tapón de cemento y lo situó en su lugar. A continuación tapó los agujeros del periscopio. Mientras tanto, Lunan «manipulaba» el bulto de Sanders para poder meterlo en la cabina del vehículo, y pensó en el origen de aquel pintoresco verbo. Hombre manipulado. Vaya…

—Ya está —dijo Rand.

—¿No descubrirán el agujero?

—Sí, claro, la juntura no es perfecta porque he debido maniobrar desde abajo… pero no podrán sacar ese tapón sin perforadoras y herramientas similares. Vámonos.

—Coja la camisa —dijo Lunan.

—Mierda. ¿Qué otras cosas olvidamos?

—La escalera, los colchones…

—No hay problema —contestó Rand—. No podrán deducir nada con esas pistas. —Rió entre dientes—. Bueno, al menos nada que les sea provechoso.

—Hey, se supone que debo conocer todos los hechos.

—Ya los conoce —dijo Rand—. Tengo órdenes de despedirle antes de que Pres despierte. Supongo que eso será dentro de diez minutos.

—Sí, de acuerdo —contestó Lunan.

La aventura llegaba a su fin. ¡Por todos los dioses, lo que he visto! La jefatura —LA JEFATURA— de Todos Santos implicada en un delito de fuga. Pero no podía narrarlo, ni siquiera sugerir que conocía detalles genuinos. Rumores. Simples rumores… Lunan suspiró. Hubiera sido un reportaje formidable. Lo único que podía hacer era idear el mejor modo de usar aquellos datos…

Se alejaron a la irrisoria velocidad máxima del Topo.

Pres despertó veinte minutos más tarde. Parpadeó y fijó la mirada en Tony Rand.

—Precisamente estábamos hablando de ti —dijo.

—¿Sí?

—En serio.

—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy?

—Nos alejamos estrepitosamente en nuestro fiel vehículo de fuga, unos segundos por delante de La Ley.

—Sí, oigo el estruendo. El mismo que tengo en la cabeza. —Pres se incorporó lentamente y vio el túnel— ¡Santo cielo! ¿Tony? ¿Es la excavadora, la que está abriendo el túnel del metro debajo del ayuntamiento? No me digas que estamos haciendo un túnel sólo para nosotros.

El Topo se agitó al aumentar su velocidad. Las agujas indicadoras giraron en el tablero de mandos, y el mecanismo automático cerró el flujo de hidrógeno. Sin roca fundida que redujera el calor de la trompa, incluso ésta podía fundirse. Escoria a medio fundir se deslizó junto a la cabina. Después el Topo entró con paso vacilante en la cerrada noche. Tony cogió el micrófono del tablero.

—Hemos salido. —Colgó el micro y miró a Sanders, sonriente—. Mientras dormías hemos retrocedido por un túnel que ya estaba abierto. Poco antes de que despertaras hemos empezado una nueva perforación. Ya hemos salido. ¿Sabes una cosa, Pres? Podemos conseguirlo.

Sanders seguía aturdido, aunque iba recobrándose.

—¿Dónde estamos ahora? ¿Es cierto que me has sacado de la cárcel?

Tony le indicó que saliera del Topo, y ambos hombres avanzaron a pie en la oscuridad. ¿Dónde estaba la escalera?

—El Corral jamás volverá a ser el mismo. O hemos llegado a los famosos taludes de cemento del río Los Angeles, o a la igualmente famosa Presa Hoover. Depende. —¡Ah! Allí estaban las escaleras—. Vamos a subir.

—¿Vas a abandonar la excavadora?

—¡Jesús! Quédate aquí.

Tony echó a correr hacia el Topo y volvió cuesta arriba con más lentitud, llevando su camisa y el tanque de gas.

—Son las únicas pistas peligrosas —dijo el ingeniero—. El resto de esa basura lo compramos hoy mismo, por teléfono y utilizando el número de una tarjeta de crédito. La entrega se realizó en una dirección inofensiva, a cuenta de un tal profesor Arnold Renn. Este detalle puede causar cierta confusión.

—¿Renn? Es de la Sahyt, ¿no? —Sanders se rió.

—Art dice que Renn era el asesor del hijo de Planchet —explicó Rand.

—Oh. —Sanders guardó silencio unos instantes, y después se echó a reír—. ¡Caramba, van a creer que me ha liberado la Sahyt!

—No por mucho tiempo, pero eso podría calmar a la oposición.

Sanders se detuvo.

—Tony, esto no me gusta. Me refiero a que… me has sacado de la cárcel. La Ley nos buscará a ambos. ¿Adónde vamos a ir?

—A casa, espero.

—Sí, pero… escucha, Tony, Art debe haberte encomendado esta misión, y no creas que soy un desagradecido, pero… ¡Maldita sea, Art no es el dueño de Todos Santos! No puede ocultarme toda la vida, la junta directiva tendrá que saberlo, y algunos miembros de esa junta no me tienen simpatía. Alguien me delatará, eso es indudable…

Dejó de hablar al darse cuenta de que Tony apenas le prestaba atención. El arquitecto intentaba orientarse. ¿Dónde demonios estaba la calle? ¿Dónde demonios estaba todo? Siguieron avanzando inciertamente. Poco después, delante de ellos, los faros de un automóvil se encendieron dos veces y quedaron apagados.

—Gracias a Dios —dijo Rand—. Vamos, Pres, un último esfuerzo. Ah, estupendo, se han acordado de cortar la valla. Por aquí, exactamente por aquí, y el resto del trayecto iremos en taxi. Trágate el orgullo y sube.

Un taxi normal les aguardaba. El conductor no les dirigió la palabra.

Sanders se acomodó en el asiento trasero, todavía creyendo que sus piernas eran de goma, y se corrió para hacer sitio a Tony. El taxi se puso en marcha.

—¡Hey! ¡El límite de velocidad! Mi orgullo no soportaría que nos detuvieran por conducción temeraria.

El taxi redujo velocidad al momento.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Tony.

—Bien. El dolor de cabeza ha pasado. No tengo resaca. —Sanders se recostó en el asiento—. ¡Me siento maravillosamente! Claro que nos encontrarán…

—Quizá no —dijo Rand.

—¿Adónde, señores? —preguntó el taxista, volviendo la cabeza.

—¿Mead? ¿Frank Mead?

—¿Creía que íbamos a dejarle en las garras de los buitres? Bienvenido a casa. Dentro de una hora podrá devorar una cena de medianoche y beber whisky auténtico. No, a usted le gusta el coñac, ¿verdad? Remy Martin, entonces.

—Frank Mead. ¡Imposible! Pero si yo creía… no importa lo que creyera. Escucha, Tony, si yo estoy despierto, también debe estarlo el resto de los afectados por tu gas, ¿no?

—Les costará un poco reaccionar —contestó Tony—. No sabrán cómo has escapado, o por dónde has huido. He tapado el agujero. Una novela policíaca con habitación herméticamente cerrada, pasadizo secreto y todas esas cosas.

—Entonces todo va bien. —Sanders no pudo contener la risa.

George Harris despertó con un moderado dolor de cabeza, y con la sensación de que pasaba algo raro. Su sospecha se confirmó en cuanto oyó que varios vigilantes iban de un lado a otro de los corredores.

—¡Recuento! —estaban gritando—. ¡Formad todos junto a vuestras literas!

—Pres, ¿qué narices es todo esto? —preguntó George—. ¿Pres?

Al no haber respuesta, Harris examinó la celda.

—¡Jesucristo bendito! —exclamó.

¿Y ahora qué? ¿Y cómo se había fugado? Recordó el diminuto agujero que había visto, y lo buscó en el suelo, pero la escasa iluminación no le permitía ver con claridad. ¿Debía informar a los vigilantes? ¿Decirles qué, que su compañero de celda había desaparecido? ¡Al infierno con esos bastardos! Pero si no colaboraba, le clavarían el trasero a la pared.

George sonrió disimuladamente y se tumbó en la litera inferior. No le fue difícil, en absoluto, volver a conciliar el sueño.

—¿Eh? —George despertó. Había muchas linternas en la celda, y un enjambre de policías.

—¿Qué? ¿Dónde está Sanders? ¿Adónde ha ido? —El obeso carcelero no dejaba de gritar.

—¿Eh? Pres, diles a estos buitres que se callen…

—¿Dónde está?

—Aguarde, Winsome. Señor Harris, le recuerdo que colaborar en una fuga es un delito. Bien, ¿desea cooperar con nosotros?

—Naturalmente —dijo George.

—Muy bien. ¿Qué puede decirnos?

Era difícil contener la risa, pero George logró mantener inalterada su expresión.

—Nada. Nada en absoluto. Me he dormido mientras hablaba con Preston Sanders y acabo de despertar. —Salió de la litera y observó la parte de arriba—. Pres. —Levantó la manta. Nada—. Puñetas.

—¿Hal? Hal, el teléfono.

Donovan despertó como si estuviera saliendo de una profunda charca, vagamente consciente de que Carol estaba hablándole. Poco a poco fue comprendiendo.

—De acuerdo, cariño. Gracias. —Cogió el auricular y escuchó.

Carol lo contempló desde la cama. Su azulado salto de cama estaba abierto, y Donovan le dedicó un guiño. Hal fingía que su esposa siempre le atraía. Y así era, en muchas ocasiones.

En cuanto le vio colgar el teléfono y ponerse los pantalones, Carol se resignó. Hacía tiempo que había abandonado la costumbre de preguntar. Hal podía responderle, o callarse.

—No es un nuevo asesinato —dijo Donovan—. Quizá ni es un caso de mi incumbencia. Pero era mi prisionero.

Ni siquiera aquellas frases obtuvieron respuesta. Carol seguía mirándolo. Estaba a la expectativa, incluso interesada, pero no hizo preguntas.

—Preston Sanders —dijo Donovan—. Técnicamente se trata de un caso que me atañe a mí, ya que él era mi prisionero. Se ha escapado de la cárcel del condado.

—¿Se ha escapado? ¡Santo cielo, Harry! ¿Cómo? —preguntó Carol.

—Nadie lo sabe, de momento —contestó Donovan—. Supongo que lo averiguarán.

—Así que vas a la cárcel.

—Empezaré por allí. Sólo para ver cómo lo han hecho.

—¿Cómo lo han hecho?

—Claro. No me hace falta conocer los detalles para saber que Todos Santos ha pasado a la acción. Sólo espero que esto no signifique una guerra total.

Cuando Donovan llegó a la cárcel del condado, una cuadrilla de trabajadores estaba levantando el suelo con perforadoras. El oficial al mando, el capitán Oliver Matson, era un viejo conocido. Un ayudante de Matson entregó a Donovan las fotos del suelo de la celda tomadas por una polaroid antes de iniciar el trabajo de perforación. En el piso aparecía claramente una fina línea circular.

—Se fugó por ahí, no hay duda —dijo el ayudante.

—¡Eh! —dijo un trabajador—. ¡Hey! ¡Miren!

—¿Qué pasa? —preguntó Matson.

—Todo está hueco aquí abajo. Es un túnel.

—Un túnel —repitió Donovan—. Tenía que haber un túnel. ¿Cómo, si no, podía haber escapado Sanders?, ¿pero cómo hacer un túnel hasta la cárcel?

—¡Mierda!

—¿Qué? —se extrañó su amigo.

—¡La excavadora! ¡El Topo! —gritó Donovan—. Así lo han hecho, han excavado un túnel en el metro, con el Topo, con esa maldita máquina excavadora que tienen… Dentro de poco denunciarán el robo de la máquina. ¿Alguien quiere apostar?

—Oh, mierda —dijo Matson—. Eso sí que es un trabajo de titanes.

Los albañiles habían dejado el túnel al descubierto. Los agentes se apelotonaron para bajar. Donovan y Matson los imitaron en cuanto el camino estuvo expedito.

—No hay duda —dijo Matson—. Un nuevo túnel del metro… Bien, no necesitaremos sabuesos para seguir este rastro.

Donovan se echó a reír, aunque pensó que también podían recurrir a los sabuesos. Ningún otro medio iba a facilitar la captura de Sanders. No sólo de Sanders. Contempló las lisas paredes del túnel.

—Igual que magia —dijo.

—¿De quién?

—Debemos buscar a un mago. En este caso al Mago de la Corte.

A Donovan le resultó irritante que Oliver Matson no hubiera visto el documental. Aborrecía tener que explicar los chistes.

La reunión se celebró en un piso que no aparecía en ningún mapa de Todos Santos. A veinte personas provistas de excelentes instrumentos de medida les habría costado casi un día demostrar que en aquel lugar existía una vivienda; encontrar la entrada y abrirla sería mucho más difícil.

Casi toda la jefatura de Todos Santos estaba presente, y Tony Rand se complacía en su aprobación. Todo había ido bien (y ya podía olvidar el miedo pasado).

—¿Y el otro tipo? —preguntó Bonner—. El compañero de celda de Pres. Quizá debierais haberle hecho un favor.

—¡Puf! —exclamó Sanders. Su risa fue estruendosa—. No, Art, por Dios. ¡Harris sólo va allí los fines de semana! En cuanto hubiera comprendido que la policía iba en su busca, nos habría llamado asesinos y… —Dejó de reír, y la euforia general se apagó—. ¿Y ahora qué pasará?

—Hay varias posibilidades —dijo Bonner—. Todas razonables. ¿Qué te parecería ocupar mi puesto?

—Eso es una tontería…

—No aquí —continuó Bonner—. Y no en una arcología. Pero Romulus posee muchas empresas, y una de ellas precisa director. ¿Qué opinarías de un traslado a África?

Sanders enarcó las cejas.

—Opinaría que el viaje es muy largo…

Bonner abrió los brazos.

—Lo comentaremos por la mañana. Tú debes decidir. No es preciso que te vayas muy lejos… no lo olvides, de momento la policía no tiene pruebas de que te hayas fugado. Pudiste ser víctima de un secuestro.

La sonrisa, o parte de ella, volvió a los labios de Sanders.

—¿Crees realmente que podemos inculpar a la Sahyt?

Frank Mead soltó una risotada.

—No nos interesa, ¿no es cierto? Hemos salvado a uno de los nuestros, y me gustaría que todos los habitantes del estado lo supieran. Siempre que no pudieran probarlo. —Meditó—. En realidad no dejamos nuestro autógrafo en ninguna parte, a menos que Tony…

—¿Cree que Picasso se abstendría de firmar su obra maestra?

—Con firma o sin ella, lo imaginarán —dijo Art Bonner. Se echó a reír de improviso—. Hablando de firmar la obra…

—¿Qué? —preguntó Barbara.

—Los rateros. ¿Qué hacemos con ellos?

—¿Con esos hijos de puta? Matarlos —dijo Frank Mead.

—¡Hey, no! —gritó Sanders—. Escuche…

—No te preocupes, no lo haremos —dijo Bonner—. Además, Frank no habla en serio.

Mead se encogió de hombros y se frotó el puño. Tenía magulladuras debajo del anillo y en dos nudillos, pero en su rostro lucía una sonrisa de melancólica felicidad.

—Bien, ¿qué hacemos con esas reses? ¿Dónde están?

—En un cuarto oscuro de las dependencias médicas —contestó Bonner—. Creo que el término médico es «sometidos a enérgica sedación». Como es lógico, tarde o temprano tendremos que soltarlos.

—Son malos tipos —dijo Mead.

—Una plaga para Los Angeles —opinó Delores.

—Nada que Los Angeles no merezca. Pero yo pensaba…

—¿Debemos tomar decisiones ahora mismo? —preguntó Barbara—. Estamos bastante bebidos.

—Bien dicho, preciosa —intervino Bonner—. Se acercó a Barbara y le cogió la mano—. Vamos a descansar. Ah, Tony…

—¿Sí?

—La policía de Los Angeles querrá interrogarte. Yo me preocuparía de que no me encontraran.

Delores se levantó y entrelazó su brazo con el de Tony.

—Esto da una respuesta —dijo.

Tony la interrogó arrugando la frente.

—A mi piso o al tuyo. No podemos ir al tuyo —dijo Delores—. El mío será bastante seguro. Durante cierto tiempo.

Delores y Tony salieron de la sala.