A nuestro entender, el cielo enciende la luz del día, o pone en funcionamiento la ducha. Nosotros, dioses insignificantes, sólo somos dioses de la máquina. Ésa es nuestra meta. Nuestro cosmos es un gran motor. Y morimos de tedio. Un astuto dragón nos atormenta en medio de la abundancia.
D. H. Lawrence
SECUELA
—Ahí hay otro —dijo el sargento Gómez. Señaló el letrero fosforescente y lo leyó en voz alta—: «ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN». Creo que ya he contado diez hasta ahora.
—Sí —dijo Hal Donovan—. Yo también estoy empezando a cansarme. —El teniente examinó el túnel—. ¿Han encontrado algo de interés?
Gómez se encogió de hombros. Fue un gesto nervioso.
—Nada que no nos hubieran dicho los agentes de Todos Santos.
—¿Por qué está tan excitado? ¿Piensa que todo es un montaje?
—No, no es eso. ¿Cómo quiere que encontremos algo si no hacemos más que perdernos? Si los guardianes nos han metido aquí para desorientarnos, no creo que logremos hallar la salida. La gente de aquí insiste en llevarnos de la mano.
El teniente Donovan mostró de nuevo su aprobación.
—Yo también lo he notado. Bien, no se lo tome tan a pecho. Sigan husmeando por ahí. Voy a que me den la versión oficial.
Sólo había dos hombres en la sala de entrevistas. Donovan torció el gesto. Uno de los presentes lucía el uniforme de capitán de guardianes de Todos Santos. El otro… Donovan no tuvo dificultades para reconocer al hombre de aspecto juvenil vestido con un soberbio terno. Le había visto muchas veces en el tribunal.
El civil se levantó y extendió la mano.
—Soy John Shapiro —dijo—. Responsable de asuntos legales de Todos Santos.
Habían enviado a su abogado a la entrevista, muy lógico. Donovan creía tener motivo para estar ofendido, pero en realidad no podía culpar a Todos Santos.
—Solicité ver a la totalidad de agentes de Todos Santos que participaron en el tiroteo —dijo Donovan.
—Sí —contestó el uniformado capitán—. Pero yo estaba al mando, y me gustaría repasar los incidentes con usted antes de que interrogue a mis hombres.
Donovan esbozó una leve sonrisa. ¡Qué susceptibles eran!
—Vaya, capitán, pero si todos somos policías.
—Ojalá las cosas fueran tan simples —dijo Shapiro—. En cualquier caso, estamos dispuestos a colaborar con usted tanto como sea posible. —El abogado tomó asiento y sacó una libreta de taquigrafía.
Donovan contuvo la risa y examinó la sala. Si Shapiro necesitaba tomar notas, Donovan era aspirante a Papa. Pero le pareció absurdo manifestarse en esos términos.
—Así que usted es el capitán Hamilton. ¿Estaba usted al mando?
—Yo era el oficial de mayor rango de la sección de Seguridad de Todos Santos —dijo Hamilton.
—Que no es exactamente lo mismo —opinó Hal Donovan—. ¿Quién dirigió realmente el asunto?
—Los agentes siguieron mis órdenes, no las de otra persona —repuso Hamilton.
Donovan pensó que era inútil insistir en aquellos momentos.
—Perfectamente, capitán. ¿Qué le parece si me da su versión de los hechos?
—Haré algo mejor —dijo Hamilton. Señaló un televisor empotrado en la pared opuesta—. Se lo mostraré.
La historia era la esperada por Donovan. Los intrusos se introdujeron en Todos Santos abriendo una brecha en un muro. El edificio-ciudad usó diversas armas no letales para intentar detenerlos. Nada dio resultado, y finalmente los artilugios fallaron como siempre sucedía. Varios policías tuvieron que jugarse el pellejo, cosa que también ocurría siempre.
En la pantalla aparecieron dos guardianes armados con rifles y un tercero provisto de un megáfono, todos agazapados detrás de una especie de barricada portátil (no está mal, pensó Donovan; nosotros deberíamos tener algo parecido). Se hallaban en el interior de un túnel, y la banda de sonido permitía escuchar ruido de maquinaria. La imagen quedó inmovilizada en ese preciso momento.
—Estaban acercándose a las turbinas —explicó Hamilton—. Ya habíamos utilizado los dardos. Ellos tenían ropa blindada. Nada podía impedirles que causaran un daño valorado en cien millones de dólares… y con lo que habíamos visto hasta entonces sabíamos perfectamente que ése era su objetivo. Y sabíamos que tenían explosivos.
—Ciertamente —convino Donovan.
El drama televisivo cobró vida de nuevo. «QUEDAN DETENIDOS», bramó el megáfono. «TIREN LAS ARMAS. ¡Y POR EL AMOR DE DIOS, VÁMONOS A UN SITIO FRESCO!».
Los intrusos se aproximaron tercamente a la cámara.
—Dunhill les dio otra oportunidad —dijo Hamilton.
El agente de Todos Santos que llevaba el megáfono se levantó. «RÍNDANSE», gritó.
El miembro del comando que iba delante levantó un revólver y disparó. Los dos guardianes provistos de rifles respondieron con sus armas automáticas y hubo un violento tableteo. Eran rifles de pequeño calibre y gran velocidad. El primer intruso empezó a caer, y se produjo una explosión.
—El hombre muerto provocó la explosión del plástico. Eso opinamos —dijo Hamilton.
—Comprendo.
La escena siguió desarrollándose, mostrando detalles de confusión. Donovan se dejó caer en la silla.
—Aún queda otra cosa —dijo Hamilton.
La imagen se fundió, para dar paso a una musculosa mujer. Sostenía un gran revólver Webley en ambas manos, casi parodiando la típica postura de un policía. La pistola oscilaba.
—Estaba tan fatigada que no podía sostener firme el arma —dijo Hamilton.
La mujer disparó, varias veces. La imagen no mostraba el blanco de los disparos.
—Teníamos cuatro guardianes con blindaje de cuerpo entero a unos treinta metros de ella —explicó Hamilton—. Pensaron que la mujer no iba a alcanzarles, y por eso no respondieron.
Finalmente la mujer se dejó caer en el suelo. Aparecieron seis guardianes con abultada vestimenta de choque. Cogieron a la intrusa, y se vio el destello de las esposas.
—Ya está —dijo Hamilton.
—Ella no tenía explosivos, ésa fue la diferencia —comentó Donovan.
—Posiblemente —dijo Hamilton.
—Muy bien. Ya he visto la grabación. ¿Puedo hablar ahora con sus hombres?
Hamilton y Shapiro intercambiaron miradas.
—Naturalmente —contestó el abogado—. Supongo que no le importará que el capitán Hamilton y yo estemos presentes…
Debería importarme, pensó Donovan. ¿Pero de qué iba a servirme?
—De acuerdo. Acabemos pronto.
Después del interrogatorio, Donovan volvió a los túneles y ordenó a Gómez que le llevara por la ruta seguida por los comandos. Los de Todos Santos habían limpiado en parte el túnel final, un detalle que era de agradecer. Aun así, Donovan estaba seguro de que no iba a tener ganas de comer. Al cabo de una hora ya había visto suficiente.
Salió de la red subterránea de Todos Santos, y volvió a lanzar un silbido de admiración al ver los enormes boquetes abiertos por los explosivos en un muro de hormigón. Había guardianes en todas las puertas cortafuegos de los túneles. Otros dos guardianes le abrieron la puerta del ascensor. Ambos hombres contemplaron fríamente a Donovan, pero no hicieron comentario alguno.
—Caramba, yo no tengo la culpa —dijo Donovan—. Se trata de homicidio, y debemos investigar.
—Claro. La última vez encarcelaron al señor Sanders —dijo el guardián más joven—. ¿Y ahora? ¿Al agente Dunhill? ¿Al teniente Blake? ¿Al capitán Hamilton? ¿O quizá a alguien de la jefatura…?
—Cierra el pico, Prentice —dijo el guardián de más edad—. El teniente está cumpliendo con su obligación. No tiene la culpa de que le hayan puesto al mando.
El guardián más joven apretó los labios. Donovan se alegró al ver que llegaban al piso ejecutivo y le dejaban en paz.
Al mando, pensó mientras recorría lentamente la gruesa alfombra del pasillo. Es para echarse a reír, ¡ja, ja! El alcalde delega a MacLean Stevens. El concejal Planchet ha enviado dos secretarios. El fiscal de distrito y el forense han venido en persona, y esos agentes tienen la desfachatez de decir que yo estoy al mando. ¡Ja, ja!
Donovan sonrió a la secretaria y obtuvo como respuesta una mirada que le hizo sentirse bien recibido. Delores, así la había llamado Anthony Rand. Bonito nombre. Qué pena que nunca podamos vernos fuera de horas de trabajo.
Delores le indicó que pasara al despacho de Arthur Bonner, y Donovan quedó extrañado por el detalle… hasta comprender que la organización de Todos Santos había permitido a la mujer conocer su presencia mucho antes de que él entrara en la oficina. Debía haber informado a Bonner mientras él se hallaba en el pasillo. Excelente dispositivo. No tenían que hacer esperar a la gente.
Bonner estaba sentado ante su escritorio, y MacLean Stevens iba de un lado a otro de la habitación.
—Que no salgan de sus casas, Mac —estaba diciendo Bonner—. Arréglelo antes de que nos veamos obligados a matar a muchos más.
—Sí. Soberbia imagen. Ver Todos Santos y morir. Esto no es una ciudad, es la antesala de la morgue.
—Ya es suficiente…
—Puede estar seguro de que opino igual —dijo Stevens—. Si se refiere a matar críos…
—Demonios, Mac, con todo el material que llevaban, con un espía en la jefatura de Todos Santos…
—Vaya, Art, ¿se supone que debo restringir la venta de trajes de buceador?
Donovan tosió. Stevens se volvió, le miró un momento y dijo:
—¿Alguna novedad?
—No, señor —contestó Donovan—. Y no habrá ninguna.
—Una postura extraña en la investigación de un homicidio.
Donovan se echó a reír.
—Investigación… Con todo respeto, señor Stevens, ¿qué debemos investigar? Podemos ver los cadáveres, podemos meter los dedos en los agujeros de las balas, y podemos hablar con los testigos. ¿Y luego? Los agentes a sueldo de Todos Santos dicen que está pandilla entró ilegalmente. Que ellos dispararon, que ellos pusieron los explosivos. Y de este modo la gente de Todos Santos tuvo que responder, y Dios sabe que tienen derecho a hacerlo, y los chicos acabaron mal, y algunos murieron.
—Debe asegurarse de que las cosas ocurrieron realmente así —dijo Stevens.
—Sí, señor.
—¿Duda de nosotros, Mac? —preguntó Bonner—. ¿A ese punto hemos llegado?
—Que yo lo dude o no lo dude no tiene importancia. Mucha gente dudará —repuso Stevens—. Y querrán pruebas, de lo que sea.
—Que no podremos reunir —intervino Donovan—. Señor Stevens, examinaremos la evidencia. Interrogaremos a todos los testigos. Pero hagamos lo que hagamos, la gente del señor Bonner es tan lista como nosotros, y han tenido mucho tiempo para arreglar el escenario si es que deseaban hacerlo. Así pues, cuando acabe la investigación, todo habrá ocurrido tal como ellos afirman que ocurrió. Ensayaron todas las medidas posibles, y finalmente recurrieron al cuerpo de choque. Los intrusos se resistieron y perdieron.
—¿Tiene alguna razón para dudar de que el incidente ocurrió así, teniente? —preguntó Art Bonner.
Donovan hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Si la tuviera, no estaría hablando de esta manera. No, señor, estoy convencido de que todo ocurrió tal como manifiesta su personal.
—Excelente —dijo Bonner—. Entonces, ¿por qué sus detectives están husmeando en todos los rincones de nuestras defensas?
—Ustedes han presentado cargos contra los sobrevivientes, ¿no es cierto? Hay que reunir pruebas.
—Sí —convino Bonner. Miró amargamente a Stevens—. Es lógico que sus policías tengan cierta curiosidad. Hablando de prisioneros, ¿está dispuesto a llevárselos de aquí?
—Pediré refuerzos.
El despacho de Bonner estaba lleno de policías cuando Tony Rand llegó. El cuerpo de policía de Los Angeles, delegados del fiscal de distrito, ayudantes del sheriff e incluso el alguacil de un tribunal de distrito federal, todos ellos a la expectativa, hasta que el coronel Cross y cinco guardianes llevaron a los prisioneros.
Ambos eran mujeres. El prisionero masculino estaba agotado a causa del calor y había perdido el conocimiento. Una ambulancia lo conduciría a la sala de presos del Hospital del Condado.
Tony Rand contempló descaradamente a las dos mujeres. Era la primera vez que las veía sin el equipo protector y las caretas.
—¿Algún detalle mío que no te gusta, sarnoso? —preguntó una.
—Sí —dijo Tony—. Queríais incendiar mi ciudad.
—Ése es el Mago de la Corte —dijo la otra mujer—. Él planeó este edificio. El técnico jefe.
—Así que ahora está con los cerdos.
—Ya basta. —Un agente de policía se adelantó—. Están detenidas. Tienen derecho a guardar silencio. Tienen derecho a solicitar la presencia de un abogado. Si no disponen de medios económicos…
—Naturalmente ya les habíamos leído sus derechos —anunció el coronel Cross. Parecía preocuparle que alguien lo dudara.
—Nunca está de más repetirlo —dijo un alguacil.
—Igual que en la tele, ¿eh, Sherry? No se preocupe, agente, nos iremos sin armar jaleo. ¿De qué se nos acusa?
—Supuesto homicidio —dijo el policía.
—¿Eh? Pero…
—Es un grave error —dijo Sherry—. Nosotras no matamos a nadie. Los cerdos mataron a nuestros compañeros.
—Sus compañeros murieron durante la ejecución de un delito mayor —explicó el agente de Los Angeles—. Por consiguiente, cualquier persona implicada en dicho delito es cómplice de homicidio. Deben discutirlo con su abogado, no conmigo. Gómez, lléveselas.
—Sí, señor.
El uniformado policía se acercó y esposó a las dos mujeres con hábiles gestos. Después, acompañado de dos agentes femeninos y seis masculinos, salió del despacho de Bonner.
—Hay otra persona —dijo Bonner—. Pero tal vez desean mantenerlas separadas. Coronel…
—Sí, señor —respondió el coronel Cross.
Cross habló por un micrófono que llevaba cogido a la solapa, y poco después un guardián entró en la sala en compañía de Alice.
Pese a los que se habían ido con el sargento Gómez, aún quedaban seis agentes. Alice parpadeó al examinar las caras de los presentes. Desvió la mirada rápidamente en cuanto sus ojos encontraron los de Tony.
El agente de Los Angeles volvió a intervenir.
—Alice Strahler, queda detenida. Tiene derecho a guardar silencio. Tiene…
Alice escuchó las advertencias sin hacer comentarios. Tony no pudo soportarlo más.
—¿Por qué? —preguntó—. Alice, ¿por qué?
La mujer meneó la cabeza.
—Yo confiaba en ti…
—Sí, señor —contestó Alice—. Igual que otras personas.
—¡Personas que han muerto! —exclamó Tony—. Tú… ¡Maldita, nos obligaste a matar! ¡Metiste a Pres Sanders en un callejón sin salida y…!
—Eso no es justo —dijo Alice—. ¡Usted sabe que no puedo hablar de estas cosas! No aquí, con tantos policías…
—Pres confiaba en ti —dijo Tony—. Y yo todavía no te entiendo. Trabajabas aquí. Conocías nuestra obra, sabías que a la gente le gusta vivir aquí, que no creamos contaminación, que…
—Que no viven como personas. Y aunque digan que esto es vivir como personas, es para muy poca gente. Todos Santos es magnífico, Tony, pero emplea excesivos recursos para tan pocos habitantes. Cuanto más progrese, peor será para todos los demás, ¿no lo comprende? ¿No se da cuenta de que la tecnología no es una respuesta, que usar la tecnología para arreglar problemas creados por ella misma es moverse en una cadena interminable? Cuando más avancen, más harán creer a la gente que el «Progreso» es posible, y el Progreso sólo conduce a más tecnología, más desperdicios, más ruina…
—Alice, tú llevas gafas —dijo suavemente Tony—. Y seguramente usas tampones.
—Una cosa está clara —dijo Art Bonner—. Alice, nos dio motivos para que confiáramos en usted. Creíamos en usted, y nos ha traicionado. Lamento que murieran sus amigos, pero no lamento que la acusen de asesinato.
Asesinato. Claro, demonios, ella participó en la conspiración, y la conspiración acabó en asesinato, y…
Conspiración.
Finalmente se fueron los forasteros. Tony también se dispuso a marcharse.
—Unos instantes de tu tiempo —dijo Bonner.
—¿Sí?
—Hay muchos policías deambulando por aquí —explicó Bonner—. Igual que una colmena llena de humo. Y reporteros. Y mucha gente. Todos están pendientes de nosotros.
—Sí. Pretendía dormir un rato, pero sería interesante…
—No tendrás oportunidad de dormir —dijo Bonner—. He revisado tu plan para sacar de la cárcel a Sanders. Me gusta.
Tony lo miró recelosamente.
—Creo que es un buen momento —continuó Bonner—. Todos nos están vigilando. Dijiste en fin de semana, y estamos a sábado.
¡Oh, mierda, qué asco!, pensó Tony.
—Pero no debemos hacerlo. ¡No después de esto! Todo el mundo comprenderá la necesidad de nuestras defensas…
—Lo sucedido hoy no alterará el hecho de que Pres mató a unos jóvenes provistos de algo tan mortífero como arena y etiquetas. Ahora sería más fácil que un jurado le absolviera, pero Pres habrá pasado un año en la cárcel antes de que esto ocurra.
—¿Y Pres? ¿Le has pedido su opinión? —preguntó Tony.
Bonner no prestó atención a la pregunta.
—Tu plan necesita ciertos preparativos —dijo—. Por lo que imagino, si empiezas ahora, podríamos estar listos por la noche; cuando se apaguen las luces. ¿Algún motivo para no hacerlo?
—Conspiración —contestó Tony—. Y si muere alguien, homicidio.
—Entonces no mates a nadie. Ya has tomado una decisión, Tony. No es preciso que te persuada. Dejémonos de tonterías y actuemos. Ambos tenemos trabajo que hacer.
Tony inclinó la cabeza en señal de acatamiento.