XIV

No se puede hacer nada, absolutamente nada, tan satisfactorio como holgazanear en los barcos.

Rata de Agua en The Wind in the Willows

PERCEPCIONES

Barbara Churchward sonrió al matrimonio que estaba al otro lado de la mesa.

—Todo arreglado —dijo—. No creo que cometan un error.

—Espero que no —dijo Rebecca Flan. Parecía estar nerviosa.

Y tiene pleno derecho a estarlo, pensó Barbara. Ted y Rebecca Flan acababan de apostar todo cuanto poseían en una aventurada empresa. Naturalmente también era un riesgo para Barbara, pero ella estaba acostumbrada a este tipo de cosas. No todos sus negocios arriesgados tenían que tener éxito forzosamente. Bastaba con recuperar la inversión y obtener un beneficio mínimo. Para Ted y Rebecca era distinto.

—El material estará instalado el próximo lunes —dijo Barbara—. He encontrado un lugar para ustedes cerca de su apartamento.

—¿Cuándo podremos trasladarnos? —preguntó Rebecca.

Barbara, pensativa, contempló el techo un momento.

—Mañana a partir de las cuatro —contestó—. El personal de Servicios tendrá todo dispuesto para entonces.

—Usted consigue que las cosas vayan deprisa —dijo Ted—. Nunca lo habría creído…

Barbara quitó importancia al tema.

—Si vale la pena hacerlo, es absurdo actuar con lentitud. Al contrario. Cuanto antes se introduzcan en el mercado, mayor será su ganancia. —Barbara lució su mejor sonrisa—. Y estoy convencida de que las ganancias serán cuantiosas.

—Yo opino igual —dijo Rebecca—. Siempre he pensado que Ted llegaría a ser rico, si le diesen una oportunidad…

Y puede ser muy cierto, pensó Barbara. Ted Flan era un hombre brillante con insuficiente confianza en sí mismo. No le faltaba iniciativa. Pero aprovechaba mal sus posibilidades. Si dirigiera bien su energía…

En aquel momento su problema era desembarazarse del matrimonio. El trato estaba hecho, los documentos firmados, y había más trabajo pendiente. Pero los Flan, lógicamente, no pertenecían a esa clase de personas que dejan la bebida a medio terminar en un local tan caro como Infierno. En condiciones normales, Barbara habría celebrado la entrevista en otro lugar. El bar Infierno no era el lugar más adecuado para hablar de negocios. Midgard era mejor. Las visitas se distraían y no se daban cuenta de que te ibas. Pero Midgard estaba ocupado por el acto de recolecta de fondos de Los Hermanos Mayores, y Rebecca insistió en visitar Infierno. La visita valía la pena. Toda una red era una curvada grabación holográfica de la Antártida: congelados riscos erosionados por el viento y rociados de fina nieve, todo sometido a un fulgor blanco. En otra pared había hologramas de volcanes: ríos de lava que descendían en cascada hacia el mar, feroces erupciones de fuego y humo que frustraban la noche, y panorámicas de pueblos, granjas y campos cubiertos de grisácea ceniza. (En medio de la muerte hay vida, observó Barbara: entre las ruinas de un bosque había minúsculos brotes de verdor que asomaban sobre las espesas capas de gris).

—Un lugar fabuloso si estás aburrido —dijo Ted.

—A esos clientes les gusta —comentó Barbara.

Inclinó la cabeza para corresponder al saludo de un grupo de hombres, vestidos elegante y convencionalmente, que estaban congregados en torno a una mesa cerca de la barra. Dos de ellos se habían quitado la chaqueta mientras «echaban un pulso». Otras personas se acercaron para presenciar la competición.

—¿Cuándo hacen su trabajo? —preguntó Rebecca—. Da la impresión de que toda la comunidad trabajadora…

Barbara no pudo contener la risa.

—No va muy descaminada. Hoy se ha celebrado la comida de los Hermanos Mayores. Un acontecimiento anual. Creen que no podrán acabar ninguna tarea, y aún no están completamente borrachos. ¿Por qué no llegar al final? Entre ellos está, por lo que veo, el director general de Todos Santos. Eh… si fueran tan amables de excusarme… Debo ir a reunirme con él.

—Por supuesto, no faltaría más —dijo Ted. Se apresuró a levantarse. Rebecca le imitó de mala gana.

—Aún no hemos visto el casino…

—Tendremos muchas oportunidades para verlo —dijo Ted—. Vamos a vivir aquí.

Sí, pensó Barbara. ¿Hasta qué punto está interesada Rebecca en el casino? MILLIE. Vigila las actividades financieras en Infierno de los nuevos residentes Ted y Rebecca Flan. Infórmame de cualquier actividad que supere los doscientos dólares.

—Bien pensado —estaba diciendo Ted—, no nos interesa ver todo en un día…

—Supongo que no —contestó Rebecca.

Barbara se levantó y ofreció su mano.

—Creo que van a ser muy felices aquí. Buena suerte.

Se dieron la mano, y Ted inició la marcha. Pero se detuvo inmediatamente.

—¡Ah, me olvidaba de algo! —Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una llave que entregó a Barbara—. Se cuidará de Katie, ¿verdad? Es un poco rara…

—Le buscaremos un buen hogar —dijo Barbara. Metió la llave en el bolso y contempló al matrimonio mientras salía del bar. En cuanto desaparecieron, Barbara se dispuso a volver a su despacho.

—Barbara…

Estoy lista, pensó Barbara. No tengo escape. Tony Rand me ha visto, y parece faltarle poco para estar completamente borracho.

—Hola, Tony.

—Hola. Quería pedirte un favor.

—¿Sí? Adelante, si puedo…

—Es un poco complicado —dijo Tony.

—Bueno, pensaba irme a trabajar…

—Es importante —dijo Tony. Se dirigió hacia una mesa.

Barbara lo observó analíticamente mientras lo seguía. Está al borde de la borrachera y muy nervioso, pensó. Será mejor que me entere de lo que quiere.

Rand llamó a la camarera, que poco después regresó con un whisky para él y un batido de fresa para Barbara.

—A veces este local exagera un poco su eficacia —dijo Barbara—. Yo no quería ninguna bebida.

—Y a ti tampoco te hace falta.

—Tranquilízate —dijo Rand—. Hoy no puedes trabajar. Nadie colaboraría contigo, todo el mundo está ebrio.

—En eso tienes toda la razón —contestó Barbara. La competición de fuerza proseguía ruidosamente: un ayudante del fiscal de distrito de Los Angeles contra un colaborador de Shapiro—. ¿Qué problema tienes, Tony?

—Puf. Tengo infinidad de problemas. Entre ellos la última sandez de Art…

—¿Sí?

—Vamos, ya lo sabes…

—No, no lo sé, Tony —repuso Barbara.

—Pero tienes que saberlo. Perteneces al consejo de dirección. Art debe ponerte al corriente. Es su obligación. —Guiñó un ojo—. Tú ya lo sabes…

Barbara no se molestó en ocultar su impaciencia.

—Tony, no tengo la menor idea sobre lo que estás diciendo, y no dispongo de tiempo para resolver acertijos.

—Pero… —Tony miró al techo—. Los conos funcionaban. No creo que puedan oírnos…

—Tony, si estás a punto de decir algo que Art desea mantener en secreto, te aconsejo que te calles. Hay habitantes de Los Angeles por todas partes.

—Sí, lo sé. —Acabó el whisky y llamó a la camarera—. De todas formas eso no tiene que ver con el favor que quiero pedirte.

—Excelente. MILLIE, comunícame con Bonner. Art, el Mago de la Corte ha cogido una buena y quiere revelar todos sus secretos.

—Tengo otro problema. Me asusta mi mujer.

—¿Qué?

—Mi exmujer. Me ha llamado. Quiere hablar seriamente conmigo. Si no accedo a sus exigencias, se irá a Nueva York y se llevará a nuestro hijo.

—Barbara, te estoy viendo. ¿Quieres que me acerque?

—Todavía no. Pero será mejor que pienses una forma de sacar de aquí a Tony.

—Es muy fácil. Concédeme diez minutos y Tony se habrá ido.

—¿Qué te exige ella, Tony?

—Quiere vivir aquí, eso para empezar —dijo Tony—. Y creo que va detrás de mí.

—Y tú no quieres vivir con ella.

—No. No, buen Dios. Ahora no.

—Pero no quieres que se vaya a Nueva York.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque… porque no quiero.

Infórmame sobre Genevieve Rand.

Los datos fluyeron en la mente de Barbara. No tuvo tiempo de analizarlos por completo, pero un detalle era obvio.

—Supongo que se trata del chico.

—Sí…

—¿Eres justo con él, Tony? —preguntó Barbara—. Estás construyendo tu nave espacial, y dejas en tierra a tu hijo…

—No seas tan rematadamente brusca.

—Debo serlo. Eso es lo que te preocupa, ¿verdad?

—Sí, pero no sé qué hacer. El chico sólo puede vivir aquí si Djinn viene con él. Legalmente es su hijo, no el mío.

—Sí, Tony, lo sé. Pero no comprendo por qué estás tan resuelto a que ella no venga a Todos Santos.

Tony guardó silencio durante un largo rato. Barbara sacudió la cabeza. Jamás había entendido a Rand, pero aquel día le parecía más raro que de costumbre.

—Si… —Tony vaciló—. Si tengo que verla todos los días, seguramente me casaré con ella antes de un año.

—Pero si… Tony, si piensas que volverás a casarte con ella, ¿por qué te opones a que venga?

—Porque todos estos malditos años ha llevado su vida —dijo Tony—. Y durante ese tiempo no ha tenido un solo detalle conmigo. ¿Dónde estaba cuando me hacía falta? Ahora es al revés.

—Y tú estás haciendo que lo pague, pero eso no te proporciona satisfacción porque perjudicas a tu hijo.

—No hay duda de que eres hábil con las palabras —dijo Tony. Meditó brevemente—. Pero supongo que es cierto.

—Entonces la solución es sencilla. Trae aquí a tu mujer y alójala en el lado opuesto del edificio. Todos Santos es muy grande.

—¿Y qué haría ella en Todos Santos?

Barbara analizó más información.

—Parece haber destacado como dirigente cívica. Toda una organizadora por naturaleza. Creo que progresará. Tal vez sea representante de vecindad antes de un par de años… Ah, ésa es la pega, ¿no? Crees que progresará en exceso.

—No soy tan mezquino.

Oh, sí que lo eres, amigo mío, pensó Barbara. Me pregunto cuánto tiempo habrá estado devorándote ese dilema. Art, creo que deberías sacar de aquí a Tony inmediatamente.

—He pedido refuerzos. ¿Quieres que me acerque ahora?

—Espera un poco más. Tony, ¿qué quieres que haga?

—Quiero que hables con ella. Que me representes en la negociación. Eres la negociadora más aguda que conozco.

—Naturalmente —dijo Barbara—. Creo serlo. Pero dejando aparte mis fabulosas cualidades, Tony, ¿qué puedo hacer? No sabes lo que quieres, ¿cómo puedo representarte?

—No lo sé. Podrías hacer algo. Mejor que yo. —Se encogió y empezó a beber el whisky—. Que venga. De todas formas yo no voy a estar aquí.

—Tony, ¿de qué misterio me estás hablando?

—Nada… Hola, Art. Su Excelencia el Gran Verdugo.

—Art, ¿qué demonios le pasa?

—Le ordené que planeara una fuga de la cárcel. Está asustado.

—¿¿¿Qué???

—Por si acaso…

—Lamento no haber podido venir antes —dijo Bonner—. Una interminable conferencia con MacLean Stevens. —Se encogió de hombros—. Nada digno de comentar, por supuesto. La situación es la prevista. Planchet pide sangre, y Mac debe satisfacerlo.

—Nuestra sangre —dijo Tony—. Tal vez obtenga más de la que espera. He averiguado lo que dice la ley sobre conspiración…

—Ya es suficiente. —La voz de Bonner era hielo cortante—. Estás borracho. Tómate la tarde libre.

Oh, grasiah, bwana. Tómate el día libre. Arrastra los pies, di todas las tonterías que se te ocurran, no pares de bailar…

—No es suficiente para que se calle —pensó Barbara—. ¿Tú duro y yo comprensiva?

—De acuerdo.

Barbara puso la mano en el brazo de Tony.

—Art tiene razón, todos nos hemos pasado de la raya. —Señaló la mesa baja que había junto a la barra. Los luchadores seguían midiendo sus fuerzas, y cinco personas conversaban sobre sus cabezas, aunque nadie escuchaba lo que decían los demás—. ¡Y somos las personas más sobrias que hay en el bar!

—Hola, Tony, señor Bonner… —Delores llegó a la mesa. Bonner se levantó.

—Vaya, también has hecho venir a Delores —dijo Rand—. Cristo, tenemos menos intimidad que un pececillo en una pecera. Hay algún error en la concepción de este lugar. La gente no puede vivir así.

—Oh, cierra el pico —dijo Delores. Se sentó junto a Rand—. ¿Qué esperabas que hiciera el señor Bonner, mandarte a dormir sin ayuda? —Delores sonrió—. Yo también tengo la tarde libre. ¿Se te ocurre algo que podamos hacer?

Rand se rascó la cabeza.

—Quizá…

—Así me gusta. Vámonos. —Delores se puso de pie y obligó a Tony a levantarse—. Caramba, señor Mago, andas de un modo muy cómico…

—Oh, cállate —dijo Rand, pero salió del local en compañía de Delores.

—Puf.

—Terrible.

—¿Qué quería decirte? Ha pasado mucho tiempo explicándose.

—Quiere que negocie con su exesposa. Quiere que…

—¡CALLA!

La orden fue un alarido en la cabeza de Barbara, que involuntariamente se llevó las manos a los oídos.

—¡Por Dios, Art, no hagas eso!

—Perdona. —Bonner observó nerviosamente el local.

—¿Te encuentras bien? ¿Es que todos os habéis vuelto locos?

—No.

Art estaba mirando a Barbara pero sin verla. Ella nunca había visto así a Art Bonner. Indeciso. Algo realmente extraño estaba sucediendo…

—Vayamos a otro sitio —dijo Art—. Y… mantén la conversación verbal y trivial durante un rato.

—De acuerdo… ¿Adónde quieres ir? ¿A tu despacho? ¿Al mío? —A mi piso o al tuyo. Ja. Tanta suerte es imposible. ¿Cómo sería?

Barbara notaba la mano de Art en su brazo, y se levantó, dejándose guiar junto al infierno de lava que arrojaba el monte St. Helens. La mano de Bonner apretaba con firmeza. Barbara no recordaba que él la hubiera tocado en otra ocasión. Siempre se habían tratado con cautela. Eran dos ejecutivos dotados de algo parecido a la telepatía que protegían sus pensamientos cuando estaban juntos, que nunca se comportaban como un hombre y una mujer…

Art la llevó a una atestada acera deslizante. Los residentes se apartaron inmediatamente para hacerles sitio, mientras que los visitantes de Los Angeles no les reconocieron o no se molestaron en moverse. Nadie les habló, y siguieron deslizándose en silencio.

Qué extraño. Qué raro, pensó Barbara. Podemos hablar sin que nos oigan, pero Art no desea que nos comuniquemos a través de MILLIE. La urgencia de Art hizo que Barbara desistiera de emplear el ordenador, y se dejó llevar por las galerías llenas de gente, en silencio, con la sensación de estar incomunicada con el mundo y sola por primera vez desde hacía muchos años.

El guardián de la puerta de salida los miró, muy sorprendido.

—¿No quiere que alguien les acompañe, señor Bonner?

—Gracias, Riley, no nos pasará nada. Vamos a examinar una propiedad. MILLIE nos localizará si alguien nos necesita —dijo Bonner.

Entraron en el andén del metro.

—Art, ¿qué demonios estamos haciendo? —preguntó ella en cuanto se alejaron de la puerta.

—Salir un rato en Todos Santos.

—¿Adónde vamos? Debo decírselo al personal…

—No. Por favor. Esta vez, no. Tardaremos poco.

Barbara le observó con atención.

—¿Estás borracho?

—Un poco. Pero no tiene nada que ver con esto.

—De acuerdo. ¿Adónde vamos?

—A cualquier parte. A un restaurante. A una cafetería. Al primer sitio que encontremos…

—Chico, cuando te desmadras lo haces a lo grande, ¿eh?

Un tren entró velozmente en la estación y se detuvo. Subieron y tomaron asiento. El semblante de Art era inexpresivo, no había emociones visibles, un ejemplo, de perfecto autodominio, y también ese detalle resultaba alarmante.

—¿Dónde nos bajamos? ¿Tienes alguna preferencia? —preguntó Barbara.

—No, pero después de dos paradas.

—De acuerdo. —Barbara meditó unos instantes—. Ya sé a dónde podríamos ir.

—Perfecto. Tú harás de guía.

¿Pretende advertirme que no lo diga en voz alta?, se preguntó Barbara. Bien, pues no lo diré.

El tren paró en la estación de la Marina, y Barbara aguardó hasta el último momento para coger por el brazo a Art.

—Vamos —dijo.

Salieron justamente antes de que se cerraran las puertas. Barbara subió las escaleras sin dejar de reír.

—¿Tenías miedo de que alguien nos siguiera? Porque creo que yo he solucionado ese problema…

—Sí, lo has hecho. Pero eso no me preocupa demasiado.

Emergieron a la brillante luz del día, a cien metros del océano. A la derecha había una larga extensión de arena. Muchos habitantes de Los Angeles practicaban el surf, hacían ejercicios en anillas y barras paralelas o estaban tumbados en la playa.

—Buena idea —dijo Art—. Hace siglos que no he dado un paseo por la playa.

—La verdad es que mi intención era otra —dijo Barbara—. Por aquí.

Se detuvieron hacia la izquierda, entraron en un laberinto de embarcaderos, muelles y malecones, y llegaron a una selva de mástiles de veleros. Barbara se fijó en los números de los embarcaderos. Se introdujeron en un alargado muelle y se detuvieron delante de una gran barca de un solo mástil. El nombre pintado a popa era Katherine III.

—¿Qué es esto?

—Lo he comprado hace poco —dijo Barbara—. Bueno, en nombre de la compañía, pero tengo las llaves. ¿Quieres ayudarme a subir? Llevo una falda demasiado estrecha…

—Ahora mismo —dijo Art—. Espera… esos tacones no te van a ir muy bien para andar sobre cubierta.

—Tienes razón. —Se descalzó, y Art le ayudó a pasar al otro lado de la barandilla—. Un bonito barco.

—Un velero a motor. Doce metros de eslora. Serviría para dar la vuelta al mundo. ¿Lo has comprado?

—Más o menos. Me he hecho cargo de los pagos.

Barbara sacó las llaves y abrió la puerta de la cámara. Una escalerilla llevaba a una espaciosa cabina provista de amplias literas acolchadas que servían como asientos a ambos lados de una mesita fijada al suelo. Bajaron por la escalerilla. Barbara examinó los armarios de madera de caoba.

—Ajá. JTS Brown —dijo mientras cogía una botella de whisky—. ¿O debo preparar café?

—Un poco de whisky no hace daño —afirmó Bonner. Encontró vasos en un armario. Debajo había una pequeña nevera que proporcionaba agua fría. Se sentaron a la mesa y Barbara sirvió el whisky.

—Una historia típica —dijo Barbara—. Un matrimonio joven. Él es un hombre inteligente que trabaja como programador de una empresa de ordenadores. Gana mucho dinero, pero se le sube a la cabeza. Coches, un piso de lujo, mobiliario, este barco… Y cuando su jefe retrasa los ascensos que le había prometido, ¿qué puede hacer ese pobre desgraciado? Desde luego, no tiene posibilidades de establecer una empresa propia, debiendo tanto dinero. —Barbara sonrió—. Así que yo he dejado con la boca abierta a su jefe y le he ofrecido un negocio.

—¿Y el barco?

—Distracción —dijo Barbara—. Mira, les montamos el negocio y la compañía sólo aporta el 40 por ciento. El resto lo pone él. Arriesgamos mucho dinero, sí, y por eso he insistido en que ellos arriesgan todo lo que tienen. Y no he hablado en broma. Eso les proporcionará un gran incentivo.

—Mucha presión para una familia joven —dijo Bonner. Arrugó la cara, tal vez para sonreír, o quizá para algo distinto—. Sé lo que puede hacer la presión. A una persona, y a un matrimonio.

—Ninguna presión —dijo Barbara—. El tiene un despacho, un ordenador moderno, espacio para laboratorio, un piso C3, y seis meses en el Comedor Común. No debe un centavo a nadie y no van a morirse de hambre. Todo ello incluido en el contrato. Ahora su obligación es producir. Y sé perfectamente bien que puede hacerlo, porque casi todo lo que vende BFK es obra suya…

—De manera que has pensado en todo. ¿Cuántos negocios de este tipo fracasan?

—No los suficientes.

—¿Eh?

—Un bajo porcentaje de fracasos significa que yo no corro suficientes riesgos. Se supone que debo correr riesgos. Mi porcentaje de fracasos es del… ¡Oh, MALDITO Art Bonner! ¡No estamos al alcance de MILLIE, no logro recordar la cifra y no me gusta estar separada de mi memoria! ¿Qué ocurre?

Art bebió un poco de whisky.

—¿Qué te pidió Tony, de qué tenías que hablar con su exesposa?

Barbara sacudió la cabeza.

—Art, no pienso seguir jugando a las adivinanzas. Quiero saber qué ocurre.

—Entiendo. No sé por dónde empezar. ¿Te acuerdas de ese periodista, Lunan? Tú y los de relaciones públicas pensasteis que sería buena idea dejarlo a sus anchas…

—Sí, y no creo que ese documental pueda perjudicarnos.

—Tampoco lo creo yo —dijo Bonner—. Pero no me refería a eso. Lunan tenía una oferta personal. Información a cambio de las entrevistas. Acepté.

Art hizo una pausa y tomó un trago de whisky.

—La información era que un miembro de la Sahyt, un profesor de la universidad de Los Angeles llamado Arnold Renn, facilitó al hijo de Planchet los datos necesarios para introducirse en Todos Santos. Bien, ¿dónde obtuvo Renn los datos? No puede decirse que anunciamos los códigos en televisión.

Barbara sintió un hormigueo en la base del cráneo.

—Art, ¿qué relación tiene Tony con todo esto?

—Ordené a Seguridad que vigilara al profesor Renn. Ha pasado la última noche en el piso de Genevieve Rand.

—Pero…

—No es la primera vez —dijo Bonner—. Genevieve y Renn se conocen hace mucho tiempo, desde antes del divorcio de Tony. Ella pasó un año colaborando con un grupo de chiflados ecologistas presidido por Renn. Eso fue antes de que existiera la Sahyt. Otro detalle interesante. Hace seis años, Tony trajo a su hijo, Zach, a Todos Santos…

—Bueno, me parece lógico.

—Sí —dijo Bonner—. Llevó al niño a inspección médica y solicitó análisis de sangre. De Zach y de sí mismo. Quería grupos sanguíneos completos. Factor Rh, análisis genético… todo.

Barbara arrugó la frente y empezó a formular una pregunta en su mente, pero desistió de la respuesta.

—La única razón para pedir unos análisis de este tipo es determinar la paternidad —dijo Bonner—. Y Tony lo hizo. La probabilidad de que el chico no fuera suyo era insignificante.

—Pero quiso averiguarlo —dijo Barbara—. Bien. Perfecto. Pero… Art, tú no crees que Tony Rand esté facilitando información a la Sahyt.

—No sé qué pensar. La Sahyt volverá, Barbara. Con bombas auténticas, en cuanto tengan datos suficientes sobre nuestras nuevas defensas.

—Sí, pero ¿Tony?

—Me asusta pensarlo. Barbara… supongamos que Tony es el espía. ¡Entiende a MILLIE mejor que nosotros! Y MILLIE sabe prácticamente todo lo que nosotros sabemos. Por eso, cuando has mencionado a Genevieve poco después de las locuras que ha hecho Tony, lo único que se me ha ocurrido ha sido hacerte callar e ir a un lugar donde nadie pudiera escucharnos ni siquiera MILLIE. —Sonrió—. Lamento haber sido tan melodramático, pero te lo repito: me asusta pensar en eso. Nunca me había sentido así.

—Lo mismo digo —repuso Barbara—. Creo que se denomina pánico. No te echo la culpa por haber querido correr. Pero… Art, yo creía que nadie podía llegar hasta nuestros archivos.

—Todos los dispositivos de seguridad son susceptibles a determinadas manipulaciones. En especial por parte de la persona que los inventa.

—De acuerdo, pero eso es imposible, Art. No creo que Tony sea un traidor, y tú tampoco lo crees.

—No. Y Tony no es un chismoso. Pero supongo que es difícil guardar secretos con una esposa, aunque no comparta tu vida. En fin, ¿de qué quería Tony que hablaras con ella?

—Ella quiere vivir en Todos Santos. Según Tony, tiene ese deseo desde hace mucho tiempo, pero él no está dispuesto a consentirlo…

Barbara repitió la conversación que había sostenido con Tony.

—Genevieve está apretando las clavijas, y Tony no quiere hablar con ella —dijo pensativamente Bonner—. Tal vez no signifique nada, o tal vez sí…

—Estoy convencida de que no. Sí, ella podía estar chantajeándole, pero Tony nunca le habría facilitado los códigos de seguridad.

—Renn los supo de alguna forma —dijo Bonner—. Y Tony se comporta de un modo muy raro…

—Yo también lo haría si me ordenaras planear una fuga de la cárcel.

—¿De verdad? —Art hablaba completamente en serio.

Barbara tuvo que meditar su contestación.

—No. Creo que no. ¿Vamos a ejecutar la fuga?

Art extendió los brazos.

—¿Tienes otra idea mejor? Claro que… si Tony no es de fiar, lo mismo podemos decir del plan. —Art sirvió más whisky, para los dos.

—¿Debemos beber más?

—¿Te apetece?

—Sí —admitió Barbara.

—Estupendo. —Art se levantó, con los ojos fijos en los de ella.

Ha llegado el momento, pensó Barbara. O no. Depende de mí. Me basta con hacer algún comentario gracioso. O con decir cualquier cosa. ¡Está muerto de miedo! ¿De mí? ¿Por qué no? Yo también le tenía un poco de miedo.

Barbara se levantó. Al no llevar zapatos, su cabeza quedaba a la altura del mentón de Art, y tuvo que inclinarla un poco para poder seguir mirándole a los ojos. Estaban muy cerca, la cabina era muy estrecha. Barbara permaneció inmóvil, a la espera, preguntándose cómo iba a reaccionar Art. Una situación curiosa: Art Bonner, la voz decisiva de Todos Santos, el hombre al que todos tenían como un dios, estaba intentando reunir el valor suficiente para besar a su colega…

¿Y si nos marcháramos? Las cosas nunca volverán a ser iguales entre los dos si…

Art puso una mano en el hombro de Barbara. Había recobrado su sonrisa natural.

—Maldición —dijo—. Estaba esperando que una ola o algo parecido nos uniera.

Barbara rió nerviosamente.

—El barco está terriblemente quieto… —Y entonces, riendo abiertamente, se echó encima de Art, que la cogió en sus brazos.