XIII

Lo que exalta al hombre no es lo que hace, sino lo que piensa hacer.

Robert Browning, Saul

INTRIGAS

Genevieve Rand despertó al darse cuenta de que había un hombre en su cama. Tardó un momento en recordar quién era, y estuvo a punto de soltar una sonora carcajada, porque la situación no era corriente. En primer lugar una mujer con un hijo de once años no tenía excesivas oportunidades, de empezar otra vez, y aunque su apetito sexual era más que normal —al menos desde su punto de vista—, Genevieve se mostraba bastante exigente a la hora de elegir compañeros de cama.

Arnold Renn tenía mejor aspecto en la oscuridad. Aquella mañana roncaba suavemente, con la boca abierta. Genevieve intentó incorporarse, y notó un peso en la cabeza. Otra situación anormal. Poco a poco fue recordando. La visita de Tony. Qué pena. Casi lo conseguí. Casi. Y luego ese maldito orgullo, el suyo y el mío, que siempre nos estorba en las ocasiones en que lo único que deseamos es meternos en la cama y fingir que es como la primera vez, en aquella vieja camioneta atascada en la nieve en Minnesota, cuando pensamos que era mejor compartir las mantas que congelarnos. Y ninguno de los dos sabía cómo hacerlo, pero nos las arreglamos francamente bien de todos modos, menos mal, y…

Hacía mucho tiempo.

Pero no estamos en Minnesota, no tenemos diecisiete años, y lo de ayer no fue un accidente. Lo de ayer habría sido la seducción más deliberada de la historia. Si se hubiera consumado. Y casi lo conseguí. ¡Si hubiera mantenido cerrada mi bocaza! ¿Quién fue el idiota que dijo que la honestidad es la mejor política? Aunque…

Aunque… ¿de qué habría servido meter en la cama a Tony y hacer el amor a toda velocidad? Tal vez fue mejor así. No lo seduje, pero ¿qué quería? ¿Tenerlo media hora, con Zach a punto de volver?

Arnold se había presentado la mañana siguiente a la concepción de Zach. De no haber sido por Arnold Renn y su maldita llave del piso, Zach tendría un padre.

No soy justa. Arnold recogió los fragmentos cuando Tony se marchó. Y nunca ha pedido nada. También recogió los fragmentos ayer por la noche. Soy una mujer apetecible. ¡Lo soy, vaya que sí! Sé que lo soy. Tony me impedía creerlo. No dijo nunca que yo fuera una vieja bruja, pero, con su actitud, lo daba a entender.

Tony se fue, Zach recibió una invitación para participar en la búsqueda de un tesoro durante toda la noche, con tiendas de campaña; y la botella de whisky estaba medio vacía cuando Arnold apareció por primera vez desde hacía un año. Ni aún así habría logrado nada, pero hubo el reportaje televisivo, y allí estaba Tony, con un aspecto eficiente tan irritante…

—El Mago de la Corte, sí señor —dijo en voz baja.

Se levantó y fue a la cocina. Sus pensamientos continuaron desplegándose. Él, Mago de la Corte. ¿Y qué soy yo? ¿Y Zach? Aunque Tony hubiera perdido interés en mí (y le gusto, sí señor, lo noto, sé que le gusto) debería sentir algo por Zach.

Las nueve de la mañana. Zach no llegaría antes de las doce, tenía tiempo. No estaba dispuesta a permitir que Zach encontrara allí al profesor Arnold Renn. O a cualquier hombre, daba igual, pero en especial a Arnold Renn. Su hijo sacaría la escopeta de juguete, que Tony le regaló en su último cumpleaños, si pensaba que podía hacerle daño con una bala de plástico. Zach siente adoración por su padre. Y yo nunca me he esforzado en que no la sienta. No somos como otros matrimonios divorciados, que compiten por el afecto de los hijos. Deseo que Zach quiera a su padre, pero Tony jamás ha pensado, ni pensará, en ese detalle.

Genevieve empezó a desayunar. El olor de los huevos pasados por agua hizo que Arnold se sentara a la mesa con ojos de sueño y sin afeitar, vestido con una vieja bata que había comprado hacía doce años y que Genevieve no había tirado ni siquiera después del matrimonio del profesor. Arnold estaba menos atractivo que nunca, aunque Genevieve era incapaz de resistirse a sus besos. Era un hombre cumplidor, poco apasionado, y así jamás tenían una pelea, aunque a ella no le habría importado pelearse una vez y apartar de su vida para siempre a Arnold, a no ser por…

¿A no ser por qué?, se preguntó Genevieve mientras miraba al profesor. ¿A no ser porque él hace que me sienta deseada? Hay otros hombres que podrían hacer lo mismo, ¿por qué seguir con éste? Arnold es persistente. Le preguntaré…

—Arnold, ¿por qué viniste ayer? —preguntó.

Él pareció sorprendido.

—Hacía tiempo que no te veía y te echaba de menos. ¿Por qué? —Su mirada de asombro parecía auténtica.

—Oh… no lo sé. Tony estuvo ayer aquí.

—¿Tony? ¿Para ver a Zach?

—Por desgracia.

La expresión de Renn era de pesadumbre.

—Genevieve, nunca he comprendido tu infantil amor obsesivo por ese hombre. Mereces uno cien veces mejor que él.

Genevieve se rió tontamente.

—Habías dejado muy clara tu opinión de que él tiene un valor negativo. ¿Qué es un número negativo multiplicado por cien?

Arnold compartió la risa de Genevieve.

—Ya sabes a qué me refiero. —Guardó silencio un momento—. Genevieve… —En cierta ocasión intentó llamarla «Ginn», y el sonido era muy similar al «Djinn» de Tony, que era insoportable para ella—. Genevieve, por amor de Dios, si eso es lo que quieres, ¿por qué no vuelves con él?

—¡Volver con él! —Se echó a reír, notó que su histeria iba en aumento, y se contuvo. Su voz recobró la calma al decir—: ¿Y vivir en el termitero?

—Si es preciso…

—Creía que vosotros, los de la Sahyt, odiabais ese lugar.

—No pertenezco a la Sahyt. Pero es cierto, estoy en contra de Todos Santos. Por muchas razones que indudablemente estás harta de oírme repetir. Yo estaba pensando en ti. Y en tu hijo. Siempre os he querido, a los dos…

Supongo que sí, pensó Genevieve. Por lo menos lo bastante para pedirme que me case contigo. Varias veces, de hecho.

Y ella se había preguntado en diversas ocasiones, sí Renn pensaba que Zach era hijo suyo. Tenía motivos para pensarlo. Ella se acostó con Renn una noche antes de concebir a Zach. Y otra vez después de que Tony se marchara. Los análisis de sangre aclaraban la cuestión, pero Arnold no tenía conocimiento de tales análisis. ¿Seguiría dudando?

—¿Vas a verle otra vez? —preguntó Renn.

—Ni idea.

—Deberías hacerlo. Mira, si puedo hacer algo para ayudar…

—¿Amor a prueba de todo? ¿Me ayudarías a atrapar a mi exmarido? Lo sentirías, claro…

—Algo así —dijo él—. Deseo de verdad que seas feliz.

—¿Qué piensa Tina de todo esto?

—Tina no pone obstáculos.

Arnold había intentado hablar en tono indiferente, pero su voz brotó cargada de ironía. Genevieve se preguntó si serían ciertos los rumores que había oído sobre Tina. Se decía que se acostaba en cualquier parte, con los colegas de Arnold y a veces incluso con alumnos. Ella ya no tenía trato con los amigos de Arnold; dejó de verlos hacía años, cuando abandonó el movimiento.

Se afirmaba que los matrimonios liberados eran comunes, pero Genevieve no conocía ni a una sola persona que admitiera vivir de ese modo.

—Podrías trasladarte a Todos Santos —dijo Arnold—. Estarías más cerca de él. Ah, si la pega es el dinero, creo que podré ayudarte.

—Claro que podrás. Dame suficientes billetes para ser copropietaria de la Caja. —Su risa fue más amarga esta vez—. ¿Qué ocurre, Arnold? ¿Renuncias a las cruzadas?

—Caramba, estoy intentando considerarte por encima de cualquier ideología.

—Supongo que sí. Es muy agradable. —Y también ligeramente increíble, pensó Genevieve. ¿Qué le pasará?—. Arnold, no es cuestión de dinero. Con lo que Tony me envía y la herencia de mi tía podría comprar acciones suficientes para vivir en Todos Santos. Pero Tony no quiere verme allí. Me consideraría como una amenaza. Y, amigo mío, no sabrás lo que es tener problemas hasta que no provoques la paranoia de Anthony Rand. No, gracias.

—Por lo tanto has de lograr que él quiera tenerte allí —dijo Renn—. Y tienes algo que a él le gustaría tener… Porque supongo que querrá tener a Zach. ¿Está convencido de que Zach es su hijo?

—Sí. —Y tanto, Tony sabe que es su hijo. ¿Por qué no se lo he dicho?

—Entonces, negocia. Dile que no te gusta Los Angeles. Que te vas lejos, tan lejos que nunca volverá a ver a Zachary, a menos que te ofrezca una alternativa mejor. Vale la pena intentarlo…

—Lo he pensado —dijo Genevieve, más para sí misma que para Renn—. Tony no acepta chantajes…

—Si lo expones correctamente, no se tratará de chantaje, sino de una oportunidad para que él te disuada de realizar determinada acción. —Renn se levantó—. Perdóname un momento…

Renn salió de la habitación. Genevieve tamborileó con los dedos en la mesita. Es una posibilidad, sólo una posibilidad. Nunca me ha gustado presionar tanto a Tony, pero ¿por qué no? No puedo rejuvenecer. Y si Zach tiene que vivir en una arcología, debe educarse en una de ellas.

Sería mejor vestirse. Genevieve se dirigió al dormitorio. Arnold se encontraba en el recibidor.

—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Genevieve.

—Oh, se me ha caído el teléfono. Estoy comprobando que no se ha roto. Parece estar bien. —Apretó la tapa del auricular y colgó el aparato.

—Hablaré con Tony —dijo Genevieve—. Y… creo que tienes más razón de la que piensas. Si no le convenzo, seguramente me iré de Los Angeles.

—Me disgustará perderte —dijo Arnold—. Pero puedo comprenderlo. Lo más importante es que, hagas lo que hagas, estoy de tu lado. No lo olvides.

—No lo olvidaré. Eres un cielo, Arnold. Gracias.

Salió del ascensor y se acercó a la balaustrada de la terraza. La vista de Midgard siempre le hacía detenerse, aunque le provocara acrofobia.

Qué lástima que Delores no estuviera con él. Pero ya habría tiempo… y ambos tenían trabajo que hacer, y siempre tendrían. Mas estar enamorado era una nueva experiencia (bueno, nueva por segunda vez, puesto que un sentimiento igual lo condujo a casarse con Genevieve) y él no quería estar separado de Delores, ni siquiera un momento, ni siquiera para acudir a aquella comida sólo para hombres…

Rand se encontraba a medio camino entre el suelo de las galerías comerciales y la parte superior del pilar. Midgard tenía forma de huevo, con abundantes miradores alrededor y un bar en su extremo más estrecho. El lugar estaba lleno de hombres bien vestidos.

Algunos asistentes manifestaban tendencia a formar grupos, corrillos de estabilidad, mientras otros circulaban con determinación, maniobrando para ser presentados. Los hombres de más edad (y probablemente los más adinerados) se veían abordados por jóvenes recién llegados, y las charlas quedaban interrumpidas por rápidos giros de cabeza para saludar a viejos conocidos. Tony sacudió la cabeza. Allí no habría una sola conversación de negocios.

Varias azafatas circulaban entre el gentío. Eran chicas bonitas, de esbeltas piernas, vestidas con sus mejores atuendos festivos, y no había duda de que se trataba de modelos contratadas para la celebración. En otra época Tony las habría mirado con más deseos que esperanzas y se habría estrujado el cerebro hasta encontrar el medio de abordar a una de ellas. Pero ahora podía divertirse con los esfuerzos de los otros hombres, unos esfuerzos que, bien mirado, eran igualmente fútiles. Aquellas chicas no estaban en venta, aunque indudablemente estaban interesadas en la promoción de sus carreras…

La nueva objetividad de Tony era esclarecedora y maravillosa.

Pero la sala estaba demasiado atestada. Había codos por todas partes. Las transparentes paredes contribuían a disipar la sensación de claustrofobia, pero no servían para evitar golpes y derramamiento de bebidas. Las conversaciones flotaban en torno al arquitecto, ninguna con interés suficiente para atraer su atención, aunque le aliviaba comprobar que era capaz de entender lo que decía la gente más próxima. Los conos del techo cumplían perfectamente su misión de absorber el sonido y amortiguar los ecos y el nivel general de ruido, pese al apiñamiento.

De hecho, pensó Rand, quizá funcionan demasiado bien. Un joven estaba desgañitándose para llamar a un amigo que se hallaba a menos de cinco metros, y el amigo no le hacía caso. ¿Sordo? ¿Grosero, como seguramente pensaba el que daba alaridos? Tony se acercó para averiguarlo, abriéndose paso trabajosamente hasta quedar cerca del supuesto sordo. Se volvió y prestó atención.

—¡Sam, hombre, sé perfectamente bien que me oyes!

Tony escuchó estas palabras con dificultad.

—¡No, no le oye! —gritó en respuesta. Para dar más efectividad a su acción, Tony fingió que estaba chillando con toda la fuerza de sus pulmones, sabiendo que el joven no iba a entenderle. Después se acercó a él—. ¿Lo ve? No le oirá a tanta distancia. Es un detalle que siempre sorprende a los habitantes de Los Angeles la primera vez que visitan Midgard.

—Ya. Comprendo. —Miró a Tony, confuso hasta que reconoció su cara—. Rand. El Mago de la Corte. ¿Usted concibió este lugar?

—Ciertas partes. Los absorbentes de sonido. Pero no el resto de Midgard, aunque me habría gustado hacerlo.

—Es muy bonito —convino el joven. Tendió su mano derecha—. Joe Adler. De Estudios Disney. Estaba admirando los hologramas. —Señaló el centro del techo. Allí estaba suspendida una esplendorosa vista de Saturno tomada por una sonda espacial. La imagen varió conforme la sonda se acercaba a los anillos. Amplias tomas del conjunto de Saturno alternaron con primeros planos de la compleja estructura anular. La cámara giró para recoger una panorámica de las retorcidas fajas de luz del anillo F, y acabó ofreciendo una imagen de conjunto—. Es francamente bonito.

—Gracias. También fue idea mía. Cuando la sonda acabe de pasar, la fiesta habrá terminado.

—Buen trabajo. ¿No ha pensado nunca en ser consejero técnico de una productora cinematográfica? Ganaría mucho dinero.

Tony sonrió.

—En mi abundante tiempo libre. ¿Debo entender que ésta es su primera visita?

—Sí, acabo de lograr un ascenso. Un jefe de los estudios sugirió que colaborara con los Hermanos Mayores. Insistió tanto que aquel mismo día reservé una entrada. —Señaló la multitud—. ¿Qué hay que hacer para beber algo?

—Permítame —dijo Tony.

Levantó la mano para atraer la atención de una camarera, y para que la chica viera su placa de identidad con bordes dorados. La azafata serpenteó entre el gentío igual que una bailarina exótica, sin tocar a nadie, tomó nota de las bebidas que deseaban y desapareció. Volvió a presentarse con una bandeja en las manos al cabo de un tiempo sorprendentemente breve.

—Creo que usted es un mago —dijo Adler—. ¡Hey… Dios mío!

—¿Qué pasa? —preguntó Tony.

—¡Alguien se ha caído! ¡Lo he visto por la ventana!

Había mucha gente congregada junto a las ventanas. Charlaban con gran excitación, aunque no había efluvios de pánico.

Extrañísimo, pensó Tony. Se abrió paso a empujones, olvidando las normas sociales y las buenas maneras. ¿Otro saltador? ¿O gente de la Sahyt…?

—¡Ahí va otro! —gritó un hombre de negocios—. ¡Mirad!

Un chorlito dorado de tamaño humano y plumas iridiscentes cayó de cabeza en una especie de salto del cisne. Tony llegó a la ventana justo a tiempo para ver que el acróbata ascendía ligeramente a consecuencia de la tensión de los cables que llevaba atados al cuerpo. Aquel hombre… no, aquella mujer casi había tocado el suelo de las galerías comerciales antes de que los cables estuvieran completamente desplegados. La chica rebotó en el aire, con los brazos abiertos, sostenida por un par de enormes cables de impacto; un aluvión de brillantes colores. Segundos después la acompañó un hombre vestido como un cóndor de California.

—Acróbatas suicidas —dijo alguien.

Ajá, pensó Tony. Eso lo hacen en… ¿dónde? ¿México? ¿Los mares del Sur? En alguna parte. Se lanzan desde lo alto de un árbol y usan lianas para detenerse en el aire. Volvió la cabeza y vio que Adler lo había seguido hasta la ventana.

—¡Deberían anunciar este tipo de espectáculos! —dijo Adler.

—Tiene toda la razón. Casi he sufrido un infarto.

Pero era muy interesante. ¿Por qué no se nos habrá ocurrido antes? Podría ser una diversión popular.

Adler apuró su vaso.

—Deben haber muchos premios.

Tony asintió. La celebración incluía una rifa. El premio mayor aguardaba en el centro de la sala, solitario. Todo el mundo se agolpaba en las ventanas, por lo que Tony se dirigió al centro de la sala y examinó la máquina: una motocicleta flotante. Rand jamás había visto de cerca un vehículo de este tipo, pero los anuncios aseguraban que podía transportar dos personas por tierra firme, zonas pantanosas o agua en calma. Junto a las paredes había otros premios: televisores portátiles, elegantes prendas de vestir, un planeador, objetos de joyería y seis tipos distintos de ordenadores domésticos. Tony se volvió y vio que Joe Adler había preferido la compañía de una azafata. Tony observó que era una chica de Los Angeles. Seguramente había visto la etiqueta de Estudios Disney en la placa de Adler…

Como de costumbre, había demasiada gente en la mesa, de tal forma que Tony tuvo que estar con los codos apretados a los costados. No entendió los apellidos cuando se hicieron las presentaciones, los olvidó, y después no supo con quién hablaba, pero todo el mundo admiraba el decorado, particularmente los hologramas.

—Me sorprende que personas como usted nos hagan compañía —dijo el hombre rollizo que había al otro lado de la mesa—. Acabo de ver a Art Bonner en el bar.

Tony sonrió y se esforzó en mostrarse cortés.

—Directrices de la empresa. Cuando recibimos invitados, alternamos con ellos.

—Es lógico.

Suele serlo, pensó Tony. Naturalmente no soy el mejor embajador del mundo, pero qué más da. Y es divertido hablar de los hologramas…

Una pareja de cómicos radiofónicos estaba presente para rifar los premios. También contaron chistes. Bastante malos…

—Yo no estaba demasiado seguro de ser bien recibido. No sé si Floyd se dio cuenta, pero nos hicieron entrar por el acceso nueve del nivel dieciocho, junto al conducto de hidrógeno…

»…y el gran cartel que dice, «Ponga su grano de arena en la evolución humana». No había estado tan nervioso desde que el reverendo Jones me invitó a tomar un refresco en Guayana. Otro ejemplo de la evolución en acción, supongo. Pese a todo, aquí estamos, una vez más, para colaborar en la redistribución de la riqueza…

»Les quitamos cosas a los ricos para dárselas a los ricos.

»Pero antes, pondremos al día a las personas amantes de estar al tanto de las novedades, que se producen fuera de estos muros. —Los cómicos sacaron de sus bolsillos varios talonarios ya usados.

»Seguimos pagando impuestos. Seguimos quejándonos de tener que pagar impuestos. Muerte, impuestos y unas palabras de nuestro defensor. ¡Oigan!, ustedes parecen haber resuelto el problema de los impuestos. ¿Cómo les va con…? ¡Jake!

Risa nerviosa.

—… ¿Defensores? Hey, hablando de defensores, a James Shapiro le gustaría ponerles al corriente de otro aspecto del mundo exterior: el gran trabajo que están haciendo los Hermanos Mayores de…

—Estos pájaros hace años que están retirados —dijo Tony.

El hombre que había a su izquierda rió disimuladamente.

—Claro. ¿Y a quién sugiere que contratemos?

Tony arrugó la frente.

—Ah. Sí, comprendo, Jake y Floyd se retiraron hace tanto tiempo que nosotros los recordamos de antes de construir Todos Santos…

—Exactamente. Mientras que los modernos artistas de la radio gozan de fama, principalmente, entre los usuarios de autopistas. Escuche, me llamo Louis Charp… —Rápido apretón de manos—. Yo me encargué de casi todo el trabajo de preparación. En otro tiempo, nosotros habíamos considerado a Jake y Floyd como buenos cómicos. Pensábamos traerlos en calidad de invitados, pero ¿cómo podíamos conseguir un artista más de moda?

Jake y Floyd empezaron el sorteo de premios, con la colaboración de algunas señoritas. Tony meditó el problema. ¿Qué artistas eran admirados por igual en Los Angeles y en Todos Santos?

—¿Todavía ve programas de televisión? —preguntó Louis Charp—. ¿Melodramas, comedias?

—No, eso no. No tienen demasiado sentido. Noticias… bueno, fundamentalmente noticias internas, en realidad. Incluso el diálogo de la película de «Esta Noche Cine» me pareció excesivamente enigmático la última vez que vi el programa. Pero vemos películas por cable —recordó Tony de repente—. Ese personaje nuevo de La Guerra de las Galaxias Ocho, ése tan sarcástico que trata de manipular la estructura de Han Solo…

—Rip Méndez. Hum… quizá. Podría venir. Está a punto de conseguir un hijo adoptivo.

La mesa se desocupó, y Tony pudo volver a moverse. Se estiró, con un suspiro de gratitud, y pidió otro coñac. De momento su cabeza estaba libre de problemas. Casi había terminado el coñac cuando notó que un hombre permanecía a la expectativa, cerca de su silla. Tony no le conocía.

—Usted es Tony Rand, ¿no? —dijo aquel hombre—. Lo sé porque vi el reportaje de Lunan.

Tony suspiró. Era halagador que le conocieran, pero tenía un precio.

El otro sonrió y extendió la mano.

—Sí, soy el Mago de la Corte.

—George Harris —dijo—. Tenemos un amigo común…

Tony frunció el ceño. Estaba seguro de haber oído ese nombre anteriormente.

—Preston Sanders —dijo Harris—. Mi compañero de celda los fines de semana.

—¿Se ha escapado de la cárcel? —preguntó Tony.

—Por decirlo así…

El ánimo de Tony decayó notoriamente.

—¿Cómo?

—Salí por la puerta principal… Me dejan salir, desde el domingo por la noche hasta el sábado por la mañana. Excepto los días festivos. Los días festivos vuelvo a la cárcel. —Harris explicó que cumplía una condena con permiso para trabajar—. Pero los fines de semana comparto la celda con Pres.

Igual que un mal presagio, pensó Tony.

—¿Cómo lo tratan?

—No demasiado mal, en estos momentos. ¿Le importa que le acompañe? —Harris no esperó respuesta. Se sentó junto a Tony y llamó a un camarero—. Dos coñacs. Aquello era bastante duro hasta que me trasladaron a la celda de Sanders, pero ahora estoy bien.

—¿Podría entregar algo a Pres de mi parte?

—Nada que no pueda enviarle a través de la oficina del sheriff —dijo Harris. Hizo una mueca de desagrado—. Nos registran al entrar. ¿Por qué, quería entregarle algo? Me complacería ayudarle, haré cualquier cosa que esté a mi alcance para ayudar a ese excelente joven…

No fue difícil sonsacar a Harris. Le gustaba hablar. Mientras contaba anécdotas de la cárcel, intentó referirse a su negocio de material eléctrico, pero al cabo de un rato Tony tenía una buena información sobre el horario de la cárcel.

El horario de los fines de semana, se repitió Tony. El resto de días tal vez actuaban de un modo distinto. Así que será un fin de semana, pensó, y su corazón latió con fuerza.

—Yo intento animarlo —estaba diciendo Harris—. Estas cosas no son eternas. El Watergate. Olvidado. Y los grandes escándalos de la Mafia. Lo mismo. La gente se olvida con el tiempo. Claro que matar a esos chicos fue una medida bastante drástica; y Jim Planchet mantiene revuelto el asunto, pero no le digo nada a Pres. Lo que llago es mantenerle en buena forma. Ejercicio. Si se esforzara todos los días, saldría de ese lugar en mejores condiciones que cuando entró. Mire el lado bueno de las cosas, le digo yo.

—Pres suele estar malhumorado —dijo Tony.

—¡Hombre, y de qué manera! Hago todo lo que puedo para conseguir que hable…

—También es muy cortés.

—Sí, desde luego que sí… Bien, ha sido un placer conocerle. Tengo que volver a mi despacho. ¿Podré venir a verle otra vez? Me gustaría enseñarle los nuevos interruptores controlados mediante ordenador. Podría hacerle un magnífico descuento en su pedido…

—Le llamaré por teléfono —dijo Tony—. Gracias por la oferta.

Se dieron la mano y Tony aguardó a que Harris saliera de la sala. Entonces cogió el coñac que Harris había pedido y dejado intacto.

Le temblaban las manos cuando apuró la copa.