Pienso que la Justicia es el tolerable ajuste de los intereses en conflicto de la sociedad, y no creo que exista una vía fácil para obtener en la práctica tales ajustes.
Un sabio
EL JUICIO
Tony Rand se agitaba inquieto en una silla de la sala. De vez en cuando intentaba atraer la atención de Preston Sanders, pero Pres estaba sentado rígidamente, muy erguido, con los ojos concentrados en el testigo, y nunca miraba atrás. No presentaba mal aspecto, teniendo en cuenta que llevaba casi tres semanas en la cárcel.
La sala del tribunal parecía un televisor. Se trataba de la sala especial, provista de un enorme panel de plexiglás que separaba a los espectadores de la parte donde tenía lugar el proceso. A Rand le habían asegurado que el asiento de la juez Penny Norton tenía plancha de blindaje. Los alguaciles habían registrado a todas las personas que deseaban entrar en la sala. Una vez satisfechos, permitieron la entrada a la juez y al acusado.
La juez Norton tenía un severo aspecto con sus vestiduras negras. Era un gran caso para ella, el más importante en que había intervenido. En las recientes reuniones decisorias celebradas en Todos Santos, John Shapiro se había referido a ella como una «prometedora» juez que, probablemente, acabaría en el Tribunal Supremo de California en cuanto tuviera más experiencia. Shapiro había conocido a Norton en la facultad de Derecho, y opinaba que aquella mujer prestaba más atención a la situación política que a la ley, pero que no podía ponerla en tela de juicio. «Y al menos», había añadido Shapiro, «tiene suficiente inteligencia para llegar al fondo de las discusiones. No creo que podamos conseguir un juez mejor, y costaría mucho tiempo buscarlo».
Ése fue el factor decisivo para Art Bonner. Quería ver el juicio terminado, lo antes posible. Sin demoras. El tema se discutió, y Shapiro alegó que debía buscar lo mejor para Sanders, no lo mejor para la corporación, y que lo mejor para Sanders era retrasar el juicio. En aquel momento, Art Bonner llevó al abogado a su despacho, y Tony desconocía el contenido posterior de la conversación, pero no había duda de que los procedimientos legales habían sufrido una brusca aceleración a partir de aquella charla privada.
Tony no era abogado, en realidad le disgustaba aquella carrera. Para él el mundo era un lugar relativamente simple, y no veía la necesidad de una profesión que hacía ricos a los que la ejercían y cuyo objeto era complicar la existencia. No obstante. Tony no podía evitar un sentimiento de admiración por Shapiro, ya que había preparado el juicio con atención y paciencia. No siguiendo las directrices del sentido común, sino en el terreno de los extraños repliegues exigido por la ley. Shapiro exprimió a Tony Rand hasta dejarlo sin información, pero al mismo tiempo iba a conservar en secreto buena parte del dispositivo de seguridad de Todos Santos. En aquel instante el abogado se encontraba interrogando a Alian Thompson.
—Alian —dijo Shapiro—, ha dicho usted al fiscal que no llevaban armas u otros objetos dañinos.
—Sí, señor.
—¿Qué es lo que llevaban?
—Bueno, aparatos electrónicos.
—¿Nada más? —El tono que empleaba Shapiro era completamente amistoso, desapasionado. Casi daba la impresión de que las respuestas no le interesaban.
—Caretas antigás.
—¡Vaya! Un objeto bastante extraño, ¿no le parece? ¿Por qué llevaban máscaras antigás?
—Protesto. —El fiscal, Sid Blackman, era un hombre alto y delgado, con el cabello negro cortado a la moda y ropa elegante aunque no cara. Este último detalle hacía que Tony Rand lo considerara un simulador, porque Blackman era uno de los herederos de la propiedad de unos grandes almacenes y, no obstante, trataba de aparentar que era un hombre del pueblo—. Su señoría, el testigo no se encontraba presente cuando los finados usaron las caretas antigás.
—Formulemos la pregunta de otro modo —prosiguió Shapiro—. ¿Le explicaron sus compañeros para qué necesitaban las máscaras en Todos Santos?
—Sí, señor. Les preocupaba que hubiera gas narcótico. Habíamos oído decir que Todos Santos usaba gas para proteger los túneles.
—¿Gas letal?
—¡No, no sabíamos que usaban gas venenoso! Creíamos que se trataba de alguna sustancia para dejar fuera de combate a la gente.
—Hummm. Comprendo. —El talante de Shapiro no cambió—. ¿Quién les dio esa información, Alian?
—No lo sé.
—Pero ustedes tenían todo tipo de conocimientos sobre los dispositivos de seguridad de Todos Santos. Ustedes abrieron puertas cerradas y burlaron la red de alarma, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y alguien les tuvo que dar esos datos. El señor Rand y el coronel Cross han atestiguado que esa información se guarda con sumo cuidado. No fue publicada en ninguna parte. ¿Quién les indicó la forma de entrar en Todos Santos?
—Supongo que alguien habló con Jimmy —dijo Alian. Se revolvió nerviosamente en el asiento—. Pero no sé quién.
—Está seguro de no saber quién habló con Jimmy Planchet.
—Sí, señor. Estoy seguro.
John Shapiro apartó la mirada del sudoroso Alian. Tony pensó que el abogado estaba desilusionado, aunque era difícil aseverarlo. Shapiro prosiguió, con la misma voz amistosa.
—Perfectamente. Bien, ustedes llevaban otros objetos, ¿no es cierto? ¿Qué objetos?
—Algunas cajas de arena.
—Arena. ¿Y las cajas tenían alguna indicación?
—Sí, señor…
—¿Cuál?
—Bueno… la verdad es que…
Shapiro no interrumpió el tartamudeo. Se mantuvo a la expectativa, hasta que Alian se decidió a contestar.
—Dinamita.
—Dinamita. La palabra dinamita estaba pintada en las cajas de arena. ¿Cierto?
—En dos cajas. En la tercera ponía bomba —dijo Alian.
Hubo un murmullo de risas disimuladas. La juez Norton, muy seria, levantó el mazo, pero no tuvo que intervenir.
—Bien. Si usted no hubiera sabido que las cajas contenían arena, ¿habría pensado que se trataba de explosivos peligrosos?
—Sí…
—¿Capaces de provocar incendios?
—Protesto —dijo Blackman—. Se exige una conclusión al testigo.
—¿Deseaban que la gente creyera que se trataba de explosivos peligrosos?
—No, en realidad no. Pensábamos dejar las cajas allí. Los guardianes las habrían encontrado y su conclusión habría sido que podíamos haber dejado auténticos explosivos…
—Comprendo —dijo Shapiro—. ¿Y por qué eligieron el túnel nueve?
—Porque contiene los conductos de entrada de hidrógeno…
—¿Y qué tienen de especial esos conductos de hidrógeno? —Shapiro reflejaba cierta ansiedad, parecía un poco más interesado que hasta entonces.
—Bueno, ellos los necesitan para el funcionamiento de ese hormiguero…
—¿Nada más?
—Bueno, claro, si se hubiera producido un incendio el resultado habría sido bastante espectacular —contestó Thompson.
El fiscal Blackman maldijo en voz baja. Tony Rand se percató, y se preguntó cuál sería el motivo.
—Si se hubiera producido un incendio. En otras palabras, ¿la dirección de Todos Santos tendría pleno motivo para temer incendios tras una explosión en el túnel nueve?
—Protesto…
—Perdón —dijo Shapiro—. Alian, ¿pensabais que la dirección tendría pleno motivo para temer incendios tras una explosión en el túnel nueve?
—Claro. Jimmy dijo que la dirección se cagaría de miedo.
Shapiro sonrió triunfalmente.
—Y por supuesto sabíais que Todos Santos está habitado. Sabíais que allí vivía gente cuando entrasteis en ese túnel.
—Sí, claro…
—Gracias. —Shapiro se dirigió a su asiento, con aire de satisfacción.
Thomas Lunan pensó que era un bar extraño. En primer lugar porque el propietario y único camarero estaba muy solitario. Jamás veía a la mayoría de sus clientes: los pedidos aparecían en una pantalla de televisión y el hombre preparaba las bebidas y las introducía en un distribuidor que llevaba a diversos lugares de Todos Santos.
El bar en sí tenía un mostrador de madera con la parte superior recubierta de formica. Había taburetes, un televisor y varias mesas. Pero casi ningún cliente. Dos hombres de Todos Santos —Lunan no podía explicar en qué se basaba, pero sabía que eran residentes— estaban sentados frente al mostrador; bebían cerveza y hablaban sobre los defectos de sus esposas. Aparte de ellos, el local se encontraba vacío.
Lunan se había sentado en un taburete, tan cerca de los otros dos hombres como le fue posible. Había citado a Phil Lowry en el bar, y debía esperarle, aunque hubiera preferido un lugar que le permitiese observar a más personas. Instantes después de llegar entabló conversación con el camarero, y por eso conocía la soledad de aquel hombre.
Lunan nunca había conocido un camarero más cordial. O a un camarero que estuviera tan poco al corriente de la actualidad. Pero era un detalle típico de los residentes: ninguno mostraba excesiva preocupación por los acontecimientos que se producían fuera de su fortaleza. Dejando aparte las audiencias del caso Sanders, cuya marcha era perfectamente conocida por todos.
El camarero se llamaba Mark Levoy, y le gustaba hablar. Lunan lo supo en cuanto hizo un elogioso comentario sobre el cóctel que había pedido.
—Sí —dijo Levoy—. Mis bebidas son populares. Vendo más que muchos establecimientos famosos. Pero a distancia. Las bebidas son populares, pero no el local. No sé por qué.
—Qué lastima. Así que usted es el propietario.
—Bueno, yo y el banco de Todos Santos.
—La señorita Churchward le prestó el dinero —conjeturó Lunan.
—La señorita Churchward. Sí. Gracias a ella, tengo un negocio, Pero me produce tristeza. No me gusta estar solo. No me gustaba ni en mis tiempos de clandestinidad… —Levoy calló, vacilante.
—¿Clandestinidad? —se extrañó Lunan.
Levoy sonrió abiertamente.
—Sí. Fui miembro de un grupo ilegal. Hace mucho tiempo. Tenía que ocultarme de la policía…
Los dos clientes de Todos Santos cogieron sus jarras y se fueron a una mesa. Levoy los observó, disgustado. No mostraron hostilidad, sólo se apartaron.
—¿Clientes habituales? —preguntó Lunan. Señaló a los dos hombres con la cabeza.
—Sí. ¿Cómo lo sabe? En fin, tampoco entonces me gustaba la soledad. Después, el estatuto de limitaciones fue derogado. Pero las cosas habían empezado a ir mal mucho antes de eso.
—¿Hasta qué punto?
—Chicago, 1968. La Convención Nacional del Partido Demócrata. No es muy ingenioso meter mierda en bolsas y lanzarlas contra la policía. Ni tampoco es ingenioso estar de pie cerca de aquella clase de yo-yo. Tres camaradas intentaron fabricar una bomba para destrozar la Estatua de la Libertad, y un día quedaron destrozados ellos sobre los muros del sótano.
Lunan consideró diversas respuestas y finalmente se decidió por:
—Mala suerte.
El camarero resopló.
—¿Suerte? ¡La gente que juega conmigo al póker diría que eso es una racha de mal juego! Lamento que murieran, claro. Lo que no lamento tanto es que no consiguieran destrozar a la Dama. ¿Pero sabe qué fue lo que me hizo abandonar el grupo? Es imposible que lo adivine.
—Estoy seguro de que no lo adivinaré —dijo Lunan. Los dos parroquianos miraron al periodista, y sonrieron.
Levoy tenía que servir más bebidas. Preparó una coctelera de martinis y la puso en el distribuidor. Después empezó a preparar un complicado cóctel. Volvió con otra bebida para Lunan.
—Ojalá se vaya ese maldito canadiense —dijo—. Con los Pimm's Cups que he hecho tendría bebida suficiente para el resto de mi vida.
—Vaya, pues nunca he probado…
Levoy no le escuchó.
—Mire, solíamos hablar de la estupidez de los políticos. ¿Sabe que aprobaron una ley para que pi fuera exactamente igual a tres?
—Lo había oído —contestó Lunan—. Francamente estúpido…
—Bueno, pues es mentira —respondió belicosamente Levoy, y esperó a que Lunan le llamara mentiroso. Pero el periodista no replicó, y Levoy añadió—: Yo me enteré. Pensaba usarlo en un panfleto. No lo hice. Lo que sucedió fue que un bromista de Indiana ofreció al estado de Indiana los derechos de autor de un texto de matemáticas a cambio de que aprobaran una ley sobre terminología matemática. Dicha ley otorgaba a pi el valor de nueve, pero la…
—¿De nueve?
—Nueve. Pero los miembros de la legislatura no se enteraron porque no supieron interpretarlo. Entonces remitieron el texto al Comité de Pantanos.
—¿Ha dicho pantanos? —Lunan no pudo contener la risa.
—Pantanos. Alguien debía estar divirtiéndose. El Comité de Pantanos recomendó la aprobación, y así se hizo. La cámara barruntó lo que estaba pasando y envió el texto al Comité de Moderación. Y allí terminó la historia.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —dijo Levoy. Suspiró—. Y yo creí que todo era verdad, ¿sabe?
—¡Caramba, y yo también! El chiste es mucho mejor contado de otra forma. —Los dos clientes estaban riéndose de Lunan. El periodista presumió que el camarero había contado el chiste en otras ocasiones. En bastantes ocasiones—. Tengo una duda. Tal vez usted pueda resolverla. Estos pilares que hay en las galerías, abajo… Tres proporcionan dinero. Tiendas, restaurantes, sala de juego, centro infantil… Pero la cascada…
—Sí. Un día de estos Bonner venderá esa cascada y las cosas cambiarán. Nunca le han hecho una oferta que signifique bastante dinero y sea tan bonita como la cascada.
—¿Eso importa?
—Importa mucho. ¿No? Tendríamos más expertos en ganar dinero alrededor del pilar del Ygdrasil, pero no quedaría bien.
—¿Por ese motivo vino usted a Todos Santos?
El camarero sonrió.
—Fue hace once años, el quince de abril. Se rumoreaba que nadie iba a pagar impuestos en Todos Santos. Los impuestos formarían parte de nuestra renta. Y yo pensé que no me gustaba ser contable del gobierno sin cobrar un centavo.
—A nadie le gusta —murmuró Lunan—. ¡Vaya negocio que tienen aquí!
—Naturalmente —dijo Levoy—. Pero considérelo de otro modo. Después del incendio, quedó un enorme agujero en Los Angeles. ¡Podía verse desde los satélites! Y todo el mundo quería olvidarlo cuanto antes, pero las finanzas de la ciudad se encontraban en terrible estado, y mucha gente necesitaba vivienda… Entre los que no tenían casa había hombres que habían participado en los tiroteos contra los bomberos, pero ¿cómo identificarlos? En fin, nadie podía tapar el agujero con edificios. Todo indicaba que iba a recurrirse a viviendas temporales, de las que duran más que cualquier rascacielos. Un barrio pobre y superpoblado levantado de la noche a la mañana, ¿comprende? —Levoy se encogió de hombros—. Pues bien, a cambio de no prestarnos ayuda ellos cedieron este lugar para que se edificara sobre el chamuscado agujero, y no significa que no paguemos muchos impuestos…
—Ahí está mi ayudante —dijo Lunan—. Sírvale un whisky con soda. Encantado de haberle conocido. —Lunan ocupó una mesa.
Lowry no era más que un reportero, y no le había gustado mucho que le asignaran el puesto de ayudante de Lunan en la elaboración de una gran historia. No era mucho más joven que Lunan, y rehusaba el trabajo rutinario, pero hasta la fecha no había alcanzando grandes éxitos, y Lunan opinaba que jamás los alcanzaría. Era muy trabajador, pero carecía de talento.
—¿Cómo va el juicio? —preguntó Lunan.
—Aburrido. Lo único bueno han sido las explicaciones de ese chico, Thompson, sobre las cajas de arena que llevaban pintadas las palabras dinamita y bomba. Pero el chico es un mentiroso.
—¿Mentiroso? He visto las cajas…
—No lo digo por eso —repuso Lowry. Tomó un trago de whisky con soda—. No, es un detalle anterior. Dijo que no sabía quién había facilitado la información sobre Todos Santos a sus compañeros muertos. Lo dijo bajo juramento, y miente.
—¿Él lo sabe?
—Claro. —Phil Lowry parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Estás seguro? —Lunan notó algo raro en la boca de su estómago. Podía ser eso, la palanca que necesitaba para obtener una exclusiva con la alta jefatura de Todos Santos.
—Absolutamente.
—De acuerdo, lo creo —dijo Lunan—. ¿Cómo lo sabes?
—Tengo fuentes —dijo Phil Lowry—. Tantas y tan buenas como tú, dichoso bastardo.
—Estoy seguro de que es así, Phil —dijo Lunan. ¿Cómo puedo sonsacarle la información? Imposible. Sabe que estoy deseándolo—. Escucha, este asunto está fuera de tu estilo. ¿Sigue interesándote aquel escándalo del puerto de Long Beach?
—Claro…
—Te lo cambio —dijo Lunan—. Te daré una pista para resolver el lío. En exclusiva. Están comprometidos dos miembros de la junta municipal. Tendrás que hacer muchas piernas, pero lo conseguirás.
—¿A cambio de qué?
—A cambio de todo lo que sepas, fuente incluida, sobre Thompson y el ataque a Todos Santos.
Lowry meditó.
—De acuerdo, es un trato justo —dijo—. Puedes llegar más lejos que yo con el reportaje de Todos Santos. Buen artículo, ese que has hecho sobre las dos culturas —añadió de mala gana.
Mejor de lo que tú crees, pensó Lunan. Mejor de lo que tú crees. El editor del Trib también poseía una emisora de televisión, y los artículos de Lunan le habían gustado mucho. Había decidido que un director y un equipo de cámaras trabajarían con Lunan para hacer un documental. Todo un éxito para Thomas.
—Bien, ¿cuál es tu fuente?
—No podrás utilizarla, Tom —dijo Lowry—. Es la ayudante del concejal Planchet. Ginny Bernard. Una chica solitaria. Y además no es una mujer fácil. Por poco me vuelve loco: tardé seis semanas para meterme en su cama, y otro mes para que me diera información. Pero ésa es mi fuente. Bien, ¿y respecto al escándalo de Long Beach?
—Espera un momento. De acuerdo, me costará tiempo usar tu fuente. Pero al menos podrías decirme qué información te dio ella. ¿Quién lió a los chicos?
—El profesor Arnold Renn, de la universidad de Los Angeles. Es de la Sahyt, y Ginny cree que también está relacionado con el Ejército Ecologista Norteamericano. ¿Qué hay de nuestro pacto?
—Conseguirás lo que quieres.
Lunan sacó una libreta y empezó a anotar nombres para Lowry, pero su mente estaba en otra parte. ¡Miembros de la Sahyt! Y el concejal Planchet lo sabía. Ese dato tenía que ser muy valioso para Art Bonner. ¡Incluso podría hacer entrevistas en exclusiva! Lunan pasó la página y garabateó una nota, rápidamente, con letras de imprenta.
«Apreciado Sr. Bonner:
He averiguado algo que creo le interesará mucho saber. Me gustaría que me concediese una entrevista tan pronto como le sea posible».
Tiene que interesarle, pensó Lunan. Y ahora, ¿cómo envío la nota?
Tony Rand entró en la sala de conferencias con un vaso en la mano. Art Bonner y Barbara Churchward ya estaban presentes, en compañía de John Shapiro.
—¿Qué tal vamos? —preguntó Bonner.
Shapiro hizo un gesto de indiferencia.
—Si hubiera sido una audiencia silenciosa y de poca importancia, celebrada en una población rural, sin ninguna implicación política, ya habríamos ganado —dijo—. De todas formas, estoy bastante seguro de que ganaremos el recurso.
—¿No piensa obtener un fallo de homicidio justificado en este juicio? —preguntó Barbara Churchward.
Shapiro sacudió la cabeza.
—Lo dudo. La juez Norton sólo ha de determinar que el estado tiene suficientes motivos para ir a juicio. Dirá que todo se basa en hechos, y que la decisión corresponde a un jurado. Recurriremos contra esa decisión…
—¿Y Pres? ¿Estará en libertad bajo fianza durante la tramitación del recurso? —inquirió Bonner.
—Es improbable. El fiscal de distrito se opondrá. Naturalmente podemos apelar si deniegan la libertad bajo fianza. Ya estaría haciéndolo, pero usted dijo que acabáramos…
—Así es —dijo Bonner—. Por favor, Tony, siéntate. No me gusta que la gente esté dando vueltas a mi lado. Gracias. Escuche, Johnny, ¿por qué tantas complicaciones?
—Están ahí —contestó Shapiro—. Mire, nos enfrentamos a delicados puntos legales, y Penny Norton no desea emitir una resolución en nuestro caso. Estaría loca si lo hiciera. Ella afirma que quiere llegar al tribunal supremo del estado, pero apuesto lo que sea a que acaricia la idea de trabajar para el fiscal general dentro de un par de años… —Hizo un nuevo gesto de indiferencia—. Pero en el acta de hoy tengo la base para la apelación.
—¿Qué base, que los chicos se suicidaron? —preguntó Barbara.
Shapiro meditó.
—No es un mal argumento. —Torció el gesto—. Pero no nos sirve.
—¿Por qué no? —preguntó Tony—. El letrero de la puerta es sumamente claro. Prácticamente afirma que te suicidarás si la cruzas.
—Buen argumento para un jurado —dijo Shapiro—. Pero no tendrá la menor influencia sobre Penny. No, tengo otro plan.
—Infórmenos —dijo Churchward.
—Bien, nuestra defensa consiste en que no hubo delito. En mi argumentación final demostraré que Sanders tenía buenos motivos para suponer que estaba a punto de provocarse un incendio premeditado…
—Eso explica sus preguntas respecto a incendios en la sesión de esta tarde —dijo Rand.
Shapiro sonrió.
—Exacto. A Blackman le disgustó. Ha visto a dónde quiero ir a parar. Verán, uno de los casos clave de defensa de un homicida se produjo cuando un agente de policía mató a un hombre que opuso resistencia en el momento de ser detenido. Los tribunales fallaron homicidio justificado…
—Pero Pres no es agente de policía —dijo Tony.
—Exacto, y Blackman intentará sacar provecho del detalle. Pero no importa —prosiguió Shapiro—, porque en el caso seguido por el estado contra Rice el juez manifestó que la ley exige a los civiles que eviten la ejecución de felonías en su presencia. Lo exige. —Shapiro rió entre dientes—. Y el juez añadió que cualquier persona que cumple una obligación pública que le prescribe la ley está bajo la protección de ésta. Y hay otro caso… una persona no tiene justificación para usar medios mortíferos en el acto de evitar cualquier felonía, pero sí para evitar crímenes atroces, tales como el incendio premeditado de un edificio habitado. Y hemos demostrado que Sanders tenía plena justificación para creer que los chicos intentaban perpetrar un crimen atroz.
—Bien, yo diría que sí —comentó Churchward.
—En ese caso, ¿por qué opina que no ganaremos? —preguntó Bonner.
—Porque hay otros casos —dijo Shapiro—. Fundamentalmente los casos en que se considera que un agente del orden público incurre en responsabilidades al matar a un sospechoso. No hay problema si el sospechoso está cometiendo una felonía, o si se resiste a la detención. A propósito, intentaré demostrar que las máscaras antigás eran una forma de resistirse a la detención… Bien, no hay problema si el sospechoso está huyendo después de cometer un crimen atroz, pero es distinto cuando se trata de un delito menor. Y Blackman demostrará que los chicos no estaban perpetrando un crimen, sino un simple allanamiento de morada.
—Pero parecía un delito mayor —dijo Churchward—. Se esforzaron por simular que lo era.
—Y no siempre hemos padecido casos de allanamiento —dijo Rand—. Hubo bombas reales. Y probablemente habrán más.
—Estás intentando usar el sentido común con la ley —comentó Art Bonner—. Y no creo que sirva de mucho. Bien. Perdemos. ¿Y después?
—Recurso. O accedemos a ir a juicio y presentamos nuestros argumentos ante un jurado. Con un jurado podríamos ganar. Y si no es así, apelaremos de nuevo.
—Mientras Pres sigue en la cárcel.
—Bien, hasta que el juicio termine —dijo Shapiro—. Apuesto a que homicidio impremeditado será lo peor que obtendremos. Entonces podríamos conseguir la libertad bajo fianza de Pres.
—Pero está hablando de semanas. De meses, tal vez —dijo Bonner.
—Naturalmente…
—Eso no es justicia. Sanders no cometió delito alguno y, no obstante, lo encierran. —Bonner apretó los labios—. Maldita sea, no me gusta. No me gusta.
—Johnny está haciendo todo lo que puede. No lo desanimes.
La voz pertenecía a MILLIE, pero poseía sutiles diferencias indicativas de que las palabras correspondían a Barbara. Los expertos médicos electrónicos que implantaron el injerto en la cabeza de Bonner le habían explicado el funcionamiento del ordenador: MILLIE estaba programada para transmitir impulsos no verbales que los poseedores de injertos interpretaban como tonalidades y sutilezas emotivas. Pero ello no hacía menos milagroso el procedimiento.
—Tienes razón, como de costumbre —pensó Art. Y luego en voz alta, agregó—: No te desanimes, Johnny. —Apoyó la mano en los hombros del abogado—. Todos seguiremos esforzándonos. Una cosa más. Acaba de llegar esto. Un periodista, un tipo llamado Lunan, ofrece información a cambio de que cooperemos en su reportaje. Creo que deberíamos discutirlo.
—No puede hacernos daño —dijo Churchward—. Y no nos iría mal un poco de ayuda por parte de la prensa. Hablemos con él.
Había niebla en San Pedro. Aunque no podía denominarse niebla. Se veía a través de ella, se distinguía la dársena de yates y el puerto de Los Angeles, pero el sol no podía atravesarla. Niebla y nubes bajas a primeras horas de la mañana, decía el informe meteorológico. Un término mejor habría sido «tiempo sombrío antes del mediodía».
Alice Strahler recorrió a pie el muelle de pesca de Los Angeles para dirigirse hacia las alegres fachadas de los establecimientos. Había restaurantes, heladerías y exposiciones artísticas, tiendas de antigüedades y pastelerías, todas pintadas para dar la impresión de que no se estaba en Los Angeles. No había demasiados turistas; casi todos llegarían cuando la niebla se levantara.
Alice cruzó la zona comercial, deteniéndose de vez en cuando para mirar atrás, entrando en las tiendas por una puerta y saliendo inmediatamente por otra, hasta convencerse de que sus movimientos no interesaban a nadie. Finalmente, atravesó una zona de aparcamiento y pasó bajo el viaducto de una carretera.
Fue como entrar en otro mundo. Las llamativas y recién pintadas fachadas, los flamantes coches de alquiler… todo fue sustituido por edificios ruinosos y destartalados vehículos, tiendas de reparaciones náuticas, almacenes y cafeterías de mala presencia. La calle corría a lo largo de la zona portuaria hasta llegar a una deslucida construcción en lo alto de un muelle. Habían pintado la casa hacía tiempo, pero años y años de viento cargado de sal habían oscurecido la pintura hasta que por fin nadie sabía de qué color había sido. Grandes recipientes con agua de mar, llenos de cangrejos y langostas del Pacífico, estaban apoyados en la pared. No había otras personas en el muelle. Dentro del local había un hombrón con un manchado delantal detrás del mostrador. Al principio Alice pensó que estaba solo. Después vio al solitario parroquiano, un hombre delgado y con barba que la observaba desde un rincón. El hombre estaba partiendo varias galletas y echándolas en un plato de sopa; le hizo un guiño, y Alice se acercó a la mesa.
—Me alegra volver a verte —dijo el hombre, muy sonriente. Hizo un gesto con la mano para señalar el asiento que había al otro lado de la mesa, un mueble tallado y lleno de marcas—. ¿Café? Y la sopa de almejas es la mejor de la ciudad.
—Vale.
El hombre se levantó y se aproximó al mostrador para hablar con el hombretón. Alice se sentó en silencio, mordiéndose el labio, esperando terminar pronto. Al cabo de lo que le parecieron siglos, el hombre volvió con la sopa y el café. La taza era vieja y estaba descantillada, pero la sopa despedía un delicioso aroma. Alice probó una cucharada sin pensarlo dos veces, y luego otra.
—¿Te gusta, eh? —dijo él, todavía sonriente. Pero inmediatamente se puso serio—. No disponemos de mucho tiempo. ¿Qué pasa?
—Lo que expliqué a Phil —dijo Alice—. Ron, no aguanto más. Lo dejo.
—Muy bien. Así que lo dejas.
Ella le miró sin decir nada, pero él rehuyó la mirada.
—Caramba, podrías decir algo…
—Al momento. ¿Qué quieres que diga? —preguntó el hombre—. ¿Que el trabajo es importante y que te necesitamos? Bueno, eso ya lo sabes. Si se me ocurriera algo para que te quedaras con nosotros, lo diría, pero dijiste a Phil que estabas decidida. No sé por qué has querido verme.
—Quizá no debía haberte molestado.
—¡Qué dices, mujer! Te debemos ese detalle, y más. Por eso estoy aquí. —Se encogió de hombros—. ¿Qué quieres que haga?
—Podrías preguntarme por qué…
—Supongo que has perdido fe en el movimiento.
—No lo sé —dijo Alice—. Yo… Ron, ¿por qué no puedo actuar abiertamente? Tener que ir a escondidas por ahí… Confían en mí, y yo estoy traicionando esa confianza…
—Sé que es duro, pero necesitamos la información…
—No lo haré. Matamos a Diana y Jimmy, y para nada…
—No fue para nada. —Entrecerró los ojos, su voz se endureció. Habló con tanta intensidad que pareció estar gritando, pero no levantó la voz un solo instante—. ¡No vuelvas a decir que fue para nada! Gracias a ellos, estamos más cerca, mucho más cerca de acabar con ese termitero. La gente hace preguntas sobre Todos Santos y las otras arcologías; no comprenden que deben defenderse con gases letales, y preguntan «¿a quién matarán la próxima vez?». Estamos demostrando al mundo que la humanidad no puede vivir así. Por tanto, arrepiéntete si quieres, ¡pero no quites méritos a Diana y a Jimmy!
—Pero yo tengo la culpa de que murieran…
—Mierda —dijo Ron—. ¿Porque no sabías que tenían gases neurotóxicos? Era el secreto mejor guardado de la colmena, y tú lo averiguaste. ¿Cómo puedes decir que tienes la culpa?
—No habrían entrado de no haber sido por mí —dijo Alice.
—Muy cierto.
—Por eso tengo la culpa.
—¿Y ahora sientes remordimientos? —preguntó Ron—. Quieres expiar tus culpas. Entregarnos a todos a…
—¡No! Nunca haría una cosa así.
—¿Por qué no? No somos más que vulgares asesinos.
—Pero nosotros…
—¿Por qué? ¿Por qué somos mejores que un ladronzuelo?
—Por qué el movimiento es importante, es justo. Porque Todos Santos es el principio de un futuro horrible, y hay que destruirlo ahora mismo.
—Yo creo en eso —dijo Ron—. Pero tú no…
—Yo también.
—Entonces, ¿por qué nos abandonas?
—Porque…
—¿Porque es muy difícil? —preguntó Ron. Su voz reflejaba absoluto desprecio—. ¿Te han dado una paliza? No tienes que pasarte el día mirando por encima del hombro. Tienes una cama para dormir y comida abundante. No te manchas las manos teniendo que ir por ahí con explosivos, y no tienes que echar a correr en cuanto ves a un poli, pero crees que lo estás pasando muy mal.
—¡No es eso! —insistió Alice.
—Entonces, ¿qué?
—Oh, no lo sé, me estás confundiendo…
—Lo lamento —dijo Ron—. A mí me parece muy sencillo. Debemos trabajar para la humanidad porque ninguna otra cosa vale la pena. ¿Qué otra cosa hay? ¿Su Dios burgués? Alie Menschen müssen sterben. Todos moriremos. Todos. ¡Zas! Muertos, apagados como una bombilla. Bueno, la vida ha de tener algún sentido. Debe haber una razón para vivir, ¡y luchar para que la humanidad siga siendo humana es una razón muy buena!
—No sé… a veces, cuando los observo en Todos Santos… Ron, son felices. Les gusta.
La voz de Ron bajó, y se hizo más intensa.
—¿Felices? Claro que son felices. Los aristócratas suelen ser felices. ¿Pero cuántos lugares como ese puede tolerar la Tierra? Y habrá más colmenas, colmenas por todas partes… tú misma nos informaste de ese canadiense. Colmenas en Canada, colmenas en México, colmenas por todos los Estados Unidos… hay que impedirlo ahora, antes de que se extiendan. Y tú lo sabes.
¿Lo sé?, se preguntó Alice. Creo que sí.
—Alice, si te vas ahora, entonces sí que habrás hecho algo malo. Si no triunfamos, Jimmy y Diana habrán muerto para nada, para nada en absoluto, y tú colaboraste en su muerte. —Extendió el brazo y cogió la mano de Alice—. Lo sé. Es muy duro. Estar allí dentro, sin ver a tus amigos, siempre en guardia… Pero resiste. No durará mucho. Infórmanos sobre su nueva estructura de seguridad. La próxima vez acabaremos con ese lugar. Para siempre.