IX

Lo blanco no neutralizará a lo negro, ni lo bueno compensará lo malo en el hombre, lo absolverá ya que el problema de la vida reside justamente en la terrible opción.

Robert Browning

LAS FURIAS

Tony Rand no estaba contento. Por una razón, era la hora de comer, pero en lugar de estar comiendo, permanecía en el despacho de Art Bonner.

—He averiguado cómo lo hicieron —dijo—. Siempre hay personal de mantenimiento en esos túneles. Seguridad solía vigilarlos, pero como el método era muy costoso decidimos introducir un programa para que MILLIE siguiera los pasos de cualquier persona que entrara allí y llamara a Seguridad si ocurría algo anormal. —Tony se alzó de hombros—. Así que los chicos transmitieron a MILLIE las señales adecuadas.

—Pero lo primero es lo primero. ¿Cómo entraron? —preguntó Art Bonner.

—El mismo procedimiento. Por lo que al ordenador concernía, un grupo de mantenimiento de Todos Santos entró en la zona para efectuar una operación no programada. Sucede con cierta frecuencia. Art, me enoja que alguien pueda manipular así a MILLIE.

—¿Te enoja, has dicho? Tony, ¿cómo te sentirías si supieras que alguien puede manipular tu memoria?

Tony se volvió, sorprendido.

—Caramba. No había pensado en eso.

—Espero que nadie más lo haga. No lo menciones a Churchward, ¿entendido? Tenemos que idear dispositivos de seguridad para la memoria de MILLIE. Creo que un hombre podría hacerse muy rico manipulando la información que MILLIE facilita a Barbara. Y eso no es lo peor que podría suceder.

Rand estaba pensativo.

—Necesitaré un par de especialistas en programación. De primerísima clase.

—Los tendrás. Bien, de ahora en adelante quiero que cualquier persona que entre en una zona crítica informe antes a Seguridad. Al menos que se sepa —dijo Bonner—. No será muy satisfactorio, pero tenemos que hacer algo. Mientras tanto, la vida sigue.

—Es posible —dijo Tony.

—¿Sigues preocupado por el envío de filamentos de carbono?

—Un poco. El material de esa urbanización nos está sacando del apuro por más dinero del que Mead querría pagar.

—Guste o no guste, debemos continuar creciendo. Mead lo abonará —afirmó Bonner. Se escuchó un suave zumbido procedente del teléfono. Bonner cogió el auricular—. Perdona, Tony. ¿Qué hay, Dee?… Pásame la llamada… Delores dice que John Shapiro tiene una noticia urgente. —Bonner continuó a la escucha—. El… ¿qué? No puedo creerlo.

—¿De quién habláis? —preguntó Tony.

Bonner ignoró la pregunta de Tony.

—Eso complica las cosas —dijo a Shapiro—. Será mejor celebrar otra reunión decisoria. Dentro de diez minutos, la sala de conferencias.

En esta ocasión el número de asistentes fue mayor. John Shapiro llegó acompañado de un consultor jurídico, una mujerona, de aspecto competente que vestía de un modo tan conservador como el abogado. El coronel Cross, con traje oscuro y una fina corbata a rayas, estaba flanqueado por mayores de uniforme. Jim Bowen, responsable administrativo de Rand, ocupaba otro asiento. Había otras personas que Tony Rand conocía muy vagamente, jefes de la sección de Mead, y un atlético joven cuya principal tarea parecía consistir en servir café a Barbara Churchward. (¿Tendrá otras tareas?, se preguntó Tony. Los vestidos de Barbara bastarían para volver locos a muchos hombres si tuvieran que trabajar en estrecho contacto con ella, y Barbara debía saberlo).

Intervino el mayor Devins y todos escucharon, algunos con paciencia, otros de un modo muy distinto.

—¿Quién podía detenerle? —preguntó Devins—. Nuestros hombres no, imposible. Él es nuestro jefe, caramba. Bajó al andén del metro y se metió en un tren. Nadie tenía orden de retenerlo.

—Ustedes no tienen la culpa —dijo Art Bonner—. Debí ordenar a MILLIE que me informara sobre los movimientos de Pres.

—¿Quién podía pensar que haría algo así? —intervino Shapiro—. Difícilmente puede haber culpables.

—Debe haber perdido la chaveta —dijo Frank Mead—. ¿Por qué demonios tenía que entregarse? Además ha destrozado todos nuestros planes.

—Exacto —dijo Art Bonner—. Johnny, ¿y ahora qué?

Shapiro parecía más tranquilo: vestía su terno y llevaba su maletín. Extendió las manos afectadamente.

—Tal como dije ayer por la noche, la audiencia preliminar. Cuando se desee. Puedo retrasarla, o empezar la próxima semana, como se decida.

—¿Puede obtener libertad bajo fianza para Sanders? —preguntó Barbara Churchward.

—Lo dudo. Pueden pedir pena capital —contestó Shapiro.

La respuesta produjo asombro general.

—¿Pena capital? ¿Pena de muerte? —se extrañó Mead.

—Es posible. Aunque dudo que puedan oponerse a la apelación —dijo Shapiro—. Pero el Gran Jim Planchet insiste en homicidio premeditado, y tiene influencia para conseguir que el fiscal de distrito lo acepte. Además, a los políticos les interesa que Sanders esté en la cárcel. Les hace parecer más duros que si Sanders estuviera en libertad mientras aguarda juicio. Naturalmente solicitaremos libertad bajo fianza y, si la rechazan, apelaremos, pero todo eso precisa tiempo.

—Y mientras tanto uno de los nuestros está en su poder —dijo Mead.

—No estoy segura de comprender su posición —comentó Churchward—. Sanders no goza de sus simpatías…

—¿Y qué tiene que ver eso? Él es de los nuestros —protestó Mead—. Hablaremos de estas malditas tonterías cuando Sanders esté en libertad. Mientras tanto, la gente de Los Angeles tiene a uno de los nuestros, y no me gusta.

—Comprendo. Art, ¿por qué se ha entregado? —preguntó Churchward.

—Sentimiento de culpabilidad. Desea que lo absuelvan —dijo Bonner—. Y nosotros tenemos la culpa. En todo lo que se dijo mientras él estuvo aquí ayer por la noche, no quedó muy claro que estuviésemos de su parte. Hablamos mucho de estrategia y de cuál debía ser nuestra respuesta, pero nadie dijo categóricamente «Has obrado bien, Pres».

—Tú lo dijiste —afirmó Tony Rand—. Nada más llegar a su despacho.

—No lo dije con suficiente vigor —explicó Bonner—. Y todos debimos decir lo mismo. Aquí, en esta sala, apoyándole todos, y esta mañana debía haber habido un desfile de gente repitiéndole lo mismo. La culpa es mía.

—Quizá ha pensado que nos hacía un favor —sugirió Tony.

—¿Por qué? —preguntó Bonner.

—Las noticias matutinas contenían abundantes amenazas de Planchet —dijo Tony—. Quiere acabar con Todos Santos. Pres ha podido pensar que iba a ahorrarnos muchas preocupaciones.

—No servirá de nada —insistió Frank Mead—. Nos hace parecer idiotas…

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Churchward—. No hablamos sobre estrategia con Pres, y no le dimos apoyo suficiente. Lo arreglaremos. Pero ¿qué vamos a hacer esta tarde?

—Prepararnos para el cerco —dijo Art Bonner—. Tony, tú y Cross debéis acelerar la instalación del nuevo dispositivo de seguridad. Mientras tanto, pondremos a prueba la justicia de Los Angeles. No tengo fe en ella, pero le daremos una oportunidad.

Alice Strahler aguardaba nerviosamente en la oficina del interventor general. ¿Por qué Mead no acudía a su cita con ella? La secretaria del interventor le había explicado algo sobre una reunión de urgencia en la sala de conferencias. Nuevos acontecimientos tras el ataque de la Sahyt.

¿Habrán averiguado algo?, se preguntó Alice. Quizás yo debería estar corriendo…

Respiró profundamente y rió con cierto nerviosismo. Volvió la cabeza al instante para comprobar si la recepcionista se había dado cuenta. Falso motivo de preocupación. La telefonista estaba contestando una llamada en voz baja.

El culpable huye cuando nadie lo persigue, pensó Alice. La mejor forma de que se enteren es mostrarme asustada. No lo saben. Ni siquiera lo sospechan. Tony Rand confía totalmente en mí…

Sí, Tony confía en ti, Alice Marie, dijo otra parte de su mente. ¿No estás orgullosa?

Y ése precisamente era el problema. Ella no estaba orgullosa. Tony Rand le había dado su confianza, la había ascendido a un importante puesto de trabajo, y ella lo había traicionado.

Tenía que hacerlo. El Movimiento me envió aquí. Y es importante. Vamos lanzados hacia el espasmo ecológico, tenemos que actuar antes de que sea demasiado tarde…

Pero ya es demasiado tarde para esos jóvenes. Han muerto, y no habrían participado sin tu información, Alice Marie.

Ahora el Movimiento querrá más datos. Los detalles del nuevo dispositivo de seguridad, de los guardianes, de todo… tú sabes para qué los quieren.

La gente es complicada, qué fastidio. Es mucho más fácil trabajar con ordenadores. Yo habría sido programadora, nunca habría aceptado el ascenso, y no habría…

Entró Frank Mead, embistiendo como en sus viejos tiempos de jugador de rugby. Vio a Alice.

—Oh, lamento que haya tenido que esperar. Debí telefonearle. Entre.

Alice entró en el gran despacho del rincón. El mobiliario era complicado… mucho más que el de Art Bonner, pensó Alice. Y eso significaba algo. Se sentó y aguardó la inevitable inquisición: Frank Mead quería conocer más detalles de la sección de Tony Rand.

—Tengo derecho a saberlo —le había dicho Mead la primera vez que la citó—. Y preguntar a Tony es malgastar el tiempo. De modo que usted no lo traicionará, simplemente le hará un favor.

E incluso podía ser cierto. Tony Rand odiaba tener que dar explicaciones al interventor, pero ya que sobrepasaba, o desbordaba, su presupuesto con bastante frecuencia, alguien tenía que hablar con Mead y defender los gastos de la sección de Rand. Por consiguiente Alice no era desleal al hablar con Mead… cosa que era un chiste, porque los únicos datos que obtenía el interventor correspondían a negocios legales de la empresa.

Y la información que paso a Wolfe corresponde a negocios legales de la humanidad. La supervivencia de la raza humana es mucho más importante que cualquier regla moral pequeño-burguesa. Cosa que no explica por qué a veces me siento tan despreciable…

—Bien. Aquí está el talón, aprobado en su totalidad —estaba diciendo Mead. Le entregó un hoja de papel—. Espero que sus amigos de Diamond Bar lo aprecien. El beneficio más fácil que han obtenido en toda su existencia. En realidad no tienen un solo problema grave…

Alice cogió el talón y aguardó las preguntas, pero Mead estaba preocupado, y la mujer salió del despacho al cabo de poco rato.

El teniente Donovan, de homicidios, estaba tomando su bebida solo y en silencio.

Pero no estaba aburrido. Otros compañeros le habrían hecho compañía si él lo hubiera deseado. Podría estar en un bar lleno de policías. Pero aquella tarde no tenía ganas de compañía. Deseaba estar en silencio, amodorrado, mientras analizaba los pensamientos que corrían por su cabeza disfrutando de la vida que surgía alrededor de él. Aquella conquista callejera, el torpe plan que, a pesar de ello, había dado el resultado apetecido… La interminable discusión política entre dos individuos que desconocían totalmente el tema que estaban tratando…

Donovan también tenía recuerdos que saborear. Los trabajadores del túnel de Todos Santos no conocían a la víctima del atraco, pero habían disfrutado explicándole lo que hacían y enseñándole la enorme máquina que mordisqueaba tierra y rocas, fundía los restos para revestir las paredes del túnel y se arrastraba inexorablemente hacia su meta. Una máquina que valía la pena ver. No había otra igual en el hemisferio occidental. Y entonces llegó la noticia de que aquel cerdo inmundo, Sanders, se había entregado a la policía. Los trabajadores no se alegraron, ni mucho menos. Era interesante, obreros que se preocupaban por su jefe…

Pero la discusión, que estaba produciéndose en una mesa cercana, amenazaba con alterar la presente disposición de ánimo del teniente.

Tres hombres. Más jóvenes que Donovan, cada vez más excitados. El de menos edad estaba silencioso, feliz, dejaba que los otros fueran sermoneándose. Él no pensaba impedir la pelea que estaba produciéndose.

—No me hables de esos bastardos de Todos Santos. —El que dijo esto era delgado y tenía el cabello de color muy claro. Se echó hacia adelante, con los brazos apoyados en la mesa, para subrayar sus palabras.

—Tienen derecho a vivir —dijo el tercer hombre. Era menudo y flaco, y tenía cara de cuchillo. Su tensión se reflejaba incluso en los momentos de más calma.

—¿Ah, sí? Escucha, ¿conoces La Cebolla Sibarita? ¿Un sitio que está al lado mismo de ese jodido edificio?

—No lo conozco. No he estado nunca allí.

—Es una casa de putas. Una noche fui. Ya sabes, me sentía solo. —El hombre rubio se tranquilizó, contempló la cerveza, bebió. Donovan le observaba por el espejo. La agradable melancolía del teniente estaba desapareciendo.

Qué pena no poder contener el reflejo de mostrar mi placa, pensó Donovan. De lo contrario dejaría que esa gente se saliera de sus casillas y empezara a pegarse. Los echarían a la calle, y punto final. De todos modos el asunto no era de su incumbencia. Pero hacía mucho tiempo, antes de ser detective, había pertenecido a la patrulla de calles. El teniente metió la mano en el bolsillo.

—Así que fui al local e intenté entrar. Pues bien, no me dejaron. No estaba borracho. No estaba borracho. Aquel apagabroncas dijo que no querían gente de mi calaña. —Los labios del hombre rubio dejaron al descubierto sus dientes—. Iba hacia mi coche cuando otro tipo pasó a mi lado. Un tipo alto y canijo, todo dientes. Yo sabía quién era. El portero lo dejó pasar. Le dijo «hola». Lo llamó por su nombre. ¿Sabes quién era? ¡El hombre que se encarga de los entierros en Todos Santos!

—Bueno, es muy comprensible —dijo el otro—. Casi todos sus clientes son de Todos Santos.

—Sí. Claro. Y las abejas no entrarán si ven angelinos. Así nos llaman: angelinos. Espero que a ese cerdo de Sanders lo condenen a la cámara de gas.

Si el delgaducho no abría la boca…

—¿Por qué? ¿Por qué mató a dos chicos, o por qué es de Todos Santos?

—Sí —dijo el rubio. Y agregó—: ¿Por qué le defiendes? Él los gaseó. Los gaseó. ¡Gas neurotóxico! Qué importaba, eran de Los Angeles.

—Así tal vez no vuelvan a intentarlo. ¿Por qué una de estas noches no entras a escondidas, y te llevas una caja con una etiqueta que diga Dinamita?

Donovan ya estaba allí cuando el hombre rubio intentó abalanzarse sobre el otro.

—Atribúyanlo a la evolución en acción —dijo, porque le pareció apropiado y porque la frase estaba en su mente.

Los tres hombres quedaron inmóviles mientras miraban a Donovan. La frase atraía la atención, era lo bastante enigmática. El teniente tenía la placa en la palma de la mano, para que sólo aquellos tres hombres pudieran verla.

—No me hagan caso —les dijo. Los otros bajaron la mirada.

Donovan volvió a su mesa. A través del espejo, vio cómo lo miraban. Los tres hombres no tardaron en marcharse.

La sala de visitas de la nueva cárcel de Los Angeles no había sido construida intencionadamente para intimidar. El mobiliario era pesado y, por supuesto, prácticamente inmóvil, y las ventanas tenían rejas; pero los arquitectos se esforzaron en que la habitación fuera agradable. No lo consiguieron.

El Gran Jim Planchet intentó mantener controlada la voz mientras miraba con disgusto a Alian Thompson. ¿Por qué no había prestado más atención a las compañías de su hijo?

Y sin embargo… ¿qué habría podido hacer? Aquel chico no era un criminal. Procedía de buena familia, de una excelente familia de clase media alta, gente bien situada. Igual que Diana Lauder. Los Lauder culpaban a Planchet.

El concejal no quería pensar en ello, pero debía hacerlo.

Y no disponía de mucho tiempo. Desde luego, no tenía derecho a estar allí. Se había visto obligado a hacer uso de su influencia. Pero Jim Planchet era abogado, y si Ben Costello (qué suerte que el abogado de la familia Thompson fuera un viejo amigo) insistía en que él era su colaborador, el fiscal de distrito no pondría reparos.

—¿Por qué? —preguntó Planchet—. ¿Qué creíais que estabais haciendo?

—Calma —advirtió Costello—. Pero el señor Planchet tiene razón, Alian. Si quieres que te defienda, tendré que saberlo todo.

El rostro del joven reflejó desafío durante un instante.

—Parecía una buena… —Pero su brío se quebró—. ¡Dios mío, señor Planchet, lo siento! Lo siento, de verdad.

—Con eso no vamos a ninguna parte. ¿Por qué? —repitió Planchet.

—Calma, por favor —dijo Costello—. ¿No comprende que Alian está como tú, o quizás peor? ¿Por qué, Alian?

—Bueno… El señor Planchet decía muchas cosas de Todos Santos. Jimmy sentía un auténtico respeto hacia usted, señor Planchet. Pensó que… pensó que iba a ayudarle…

La revelación fue igual que un golpe para Planchet. Y seguramente Alian no mentía. Sí, pensó el concejal. Yo despotricaba de Todos Santos. La montaña de las termitas. La caja. La tumba de la libertad. La imagen de un sombrío futuro.

Planchet recordó todo, las declaraciones públicas y lo que comentaba en su hogar a la hora del desayuno (¿volvería a desayunar con Eunice alguna vez? Su esposa estaba en el hospital, sometida a sedantes, y los médicos hablaban de clínicas particulares…), mientras Jimmy hacía comentarios chistosos, aunque siempre prestando atención, prestando atención…

—Muy bien. Lo entiendo —dijo en cuanto logró dominar su voz—. Pero… pasasteis por las puertas. —Un programa especial del canal 7 había permitido ver aquella entrada y su nefasta advertencia—. El letrero era muy claro. «SI CRUZA ESTA PUERTA, MORIRÁ». Eso decía.

—No lo creímos —contestó Alian—. No lo creímos. La gente siempre te dice que van a sucederte cosas terribles, y nunca es así.

Excepto en esta ocasión, pensó Planchet. ¡Dios mío!

El concejal se inclinó y se tapó la cara con las manos. Diversas imágenes se formaron en su mente de un modo involuntario. Jimmy con su laboratorio químico de juguete. Jimmy obteniendo el carnet de radioaficionado a la edad de trece años, y contemplando el regalo que le hicieron cuando cumplió un año más, un pequeño ordenador. Eunice alardeando ante sus amigas de que su hijo era un genio. Y Planchet pensaba que lo era.

Ben Costello sacó una libreta y varios bolígrafos.

—Será mejor que apunte todos los detalles —dijo—. Esto no será fácil.

Alian Thompson parecía estar aturdido.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo peor que pueden hacerme por allanamiento de morada?

—No se te acusa de allanamiento de morada —dijo Costello. Se esforzó en reflejar en su voz tanta calma y amabilidad como fuera posible. Era evidente que el sentimiento de culpabilidad devoraba al muchacho. Hablaba de un modo desafiante, pero estaba a punto de hundirse… y lo que Costello iba a explicarle no mejoraría la situación—. La acusación es de asesinato.

—¡Asesinato! ¡Pero si no maté a nadie! Las asesinas fueron esas termitas, con sus gases bélicos…

—Estabas perpetrando una felonía. Si durante la perpetración se produce una muerte como resultado de la misma ley determina que se trata de homicidio —explicó Costello—. Es igual que si durante el atraco a un bar la policía mata tu compinche.

—Jesús. —Los ojos de Alian recorrieron apresuradamente la sala de visita—. Puede ser cierto. Puede que yo los matara. ¡Pero no quería hacerlo! ¡No pretendía causar daño!

Debo atacar a fondo, pensó Costello. Será mejor que el chico sepa la gravedad del asunto.

—No puedo pactar un acuerdo. No, porque el acusador es Todos Santos —dijo Costello—. Mira, te entregaron al fiscal de distrito de Los Angeles, pero recurrirán al Ministro de Justicia si es preciso. Quieren tu pellejo, Alian. Y si no colaboras conmigo, lo conseguirán. Bien. Entrasteis en Todos Santos con el equipo que James había montado. Esperasteis a que no os viera nadie, y os acercasteis a la puerta de acceso. ¿Estaba abierta?

—No. Jim la abrió.

—¿Con qué?

Alian se encogió de hombros.

—Se trataba de una cerradura electrónica. Jimmy sabía la combinación.

Costello tomó nota rápidamente.

—De modo que abristeis la puerta. ¿Cómo sabíais la combinación?

—No lo sé. La tenía Jimmy.

—Jimmy tenía mucha información sobre el dispositivo de seguridad de Todos Santos —dijo Costello—. ¿De dónde sacó tantos datos?

—Se los dio Arnie, supongo.

—¿Quién es Arnie?

—Arnold Renn. Es profesor de Sociología en la universidad de Los Angeles. Un tipo muy simpático.

—¿El señor Renn sugirió la expedición? —preguntó Costello.

Alian estaba confundido.

—El doctor Renn —dijo sin pensarlo—. Pues… bueno, no exactamente.

—¿Pero lo discutisteis con él?

—Sí.

El concejal Planchet levantó la cabeza y miró a Thompson. ¿Arnold Renn? Había visto ese nombre en alguna parte… ¿dónde? En un informe preparado por su ayudante. El doctor Renn era portavoz del grupo ecologista. Se había ofrecido para hablar en un acto de recogida de fondos organizado por Planchet. Fue arduo rechazar su ofrecimiento… ¿Por qué tuvo que rechazarlo? Por algo que Ginny descubrió, ciertas relaciones del doctor Renn que podían causar problemas…

¡Santo cielo, Renn era miembro de la Sahyt!

No permitieron que Tony Rand viera a Sanders en una sala de visitas. Ese tipo de habitaciones era únicamente para abogados. Los amigos debían usar un método distinto… y degradante, pensó Tony.

Rand y Sanders estaban sentados uno frente al otro, en mesas diferentes. Les separaba una gruesa división de vidrio doble. Tenían que hablar por teléfono.

¿Qué puedo decir en esta situación?, se preguntó Rand.

—Hola, Pres.

—Hola, Tony.

Embarazoso silencio.

—Puesto que ya has tenido una semana para acostumbrarte, ¿qué te parece el alojamiento?

—No está mal. ¿También tú piensas decirme que estoy loco?

—¿Quieres que lo diga?

—¿Qué? —El grueso vidrio tendía a deformar la expresión de Sanders—. ¿Qué?

—Si quieres, te diré que estás loco —insistió Rand.

—Escucha, tenía que hacerlo —repuso Sanders—. No puedo conseguir que Shapiro lo comprenda. Tenía que hacerlo. Maté…

—No corras tanto —se apresuró a decir Rand.

—¿Cómo?

—El sheriff jura con la mano en el pecho que estos teléfonos no están intervenidos —dijo Tony—. Confía en él tanto como quieras.

—¿Y qué? No tengo secretos. Todo el mundo de habla inglesa sabe lo que hice.

Un tema desagradable.

—¿Cómo te tratan?

—Perfectamente. —Sanders sonrió. O intentó hacerlo—. No saben cómo tratarme. Con tanta publicidad… Me tratan como a un privilegiado.

—Es razonable. ¿Tienes algún compañero de habitación?

—Sí.

—¿Por qué está aquí? ¿Alguna cosa interesante?

—Tony, está aquí por evadir impuestos. Desea vendernos materiales de construcción. Hace ejercicios físicos en la celda, y quiere que haga flexiones y saltos al mismo tiempo que él. Pretende levantarme el ánimo. ¿Quieres más?

—Mira, Pres, hoy eres un auténtico aguafiestas.

Pres no contestó.

—¿Por qué lo hiciste, Pres? ¿Por qué no hablaste con alguien antes de actuar? ¡Nos enteramos de que te entregabas a la policía gracias a un televisor!

—No estaba bien, Tony. Estar escondido… Fingirme loco… No estaba bien, caramba.

—Sí, comprendo que no te encontraras a gusto —dijo Rand.

—Además, no era justo. Art corría excesivos riesgos. Me di cuenta de que Shapiro estaba preocupado. Tony, jamás soportaría ver que Art Bonner está en prisión por mi culpa. ¿Cómo está Art?

—Estaba muy enfadado. —Rand advirtió el efecto de sus palabras, y se apresuró a añadir—: No contigo, consigo mismo.

—¿Por qué?

—Pensaba que no había explicado con suficiente claridad que tu actuación fue correcta. Que no podías haber hecho otra cosa.

—Claro, debe hablar así…

—No es sólo él. ¡Pres, eres todo un héroe! Desde hace días, desde el incidente, no se habla de otra cosa en el Comedor Común. Eres el salvador de la ciudad.

—¿Eso dicen? ¿No me engañas?

—Es la verdad. Ah, y tengo un mensaje de Art. Dice que muy bien, que se trata de tu vida, y que si quieres poner a prueba la justicia de Los Angeles, adelante. Johnny Shapiro no tardará en venir para hablar de estrategia. Creo que piensa solicitar cambio de jurisdicción, debido al exceso de publicidad.

—No.

—¿Qué?

—He dicho, no. —Sanders se mostraba inflexible—. Nada de cambiar de jurisdicción. Ningún truco legal. Díselo, Tony. No quiero que me absuelvan gracias a un detalle técnico. Prefiero que el jurado decida.

—¿Un jurado de Los Angeles? Aquellos jóvenes eran de Los Angeles. Tú no.

—De Los Angeles… Tony, los vi cuando los sacaban. Eran muertos, seres humanos muertos.

Tony suspiró entrecortadamente.

—También los vi yo, en la pantalla. Pres, ¿y si mi proyecto hubiera sido distinto?

—¿Qué?

—Ellos entraron. Se pusieron en una situación tal que teníamos que matarlos, o exponernos a que acabaran con parte de nuestra ciudad y con algunos conciudadanos. Tuvieron que superar enormes problemas para conseguirlo, pero, Pres, la cuestión es que no deberían haber tenido una sola posibilidad de lograrlo. ¿Qué debía haber hecho yo para detenerlos? ¿Qué debo hacer para detener a los próximos que lleguen, a los que se presenten con verdaderas bombas?

—Tony, estás diciendo tonterías…

—¡Narices! Pres, ¿crees que eres el único que tiene pesadillas? Actuaste correctamente. Hiciste lo único que podías hacer. No tienes la culpa de no haber dispuesto de alternativa. Nunca deberías haberte encontrado en esa situación. Pero ¿y yo? ¿No pude haberlo previsto?

»Parece un problema de ordenador. Esos chicos conocían demasiado bien a MILLIE, y en cualquier caso es posible que MILLIE esté excesivamente expuesta. Muchísimas personas tienen acceso al ordenador. Deben tener acceso. Muy bien, puedo corregirlo, aunque… ¿y si hay otra solución? Otra puerta, otro juego de cerraduras, una trampa en determinado lugar…

—Tony, supongamos que vuelves a empezar. —Parecía que Preston Sanders intentara atravesar el vidrio—. Metes gente en cajas. Algunos no se adaptan. Es imposible que controles a todo el mundo. Es como intentar no ofender a nadie. ¿Recuerdas cómo era la televisión en los años setenta? Ni siquiera tu trampolín ejerce el mismo efecto en todas las personas, ¿no es cierto? Un inteligente y decidido suicida provisto de un cortaalambres, se arrojó a través de la valla.

—Es verdad. Me he preguntado muchas veces si aquello no fue un asesinato. ¿Por qué un suicida iba a buscarse tantas complicaciones? —Tony meditó brevemente—. Olvídalo. ¿Quieres que te traiga algo?

—Sí. Mi compañero tiene novelas del oeste y está ansioso por prestármelas. Así que cómprame un libraco de ciencia ficción con abundante e incomprensible terminología científica.

No había duda de que Pres lo decía para animar a Tony Rand.

—Eso le parará los pies —contestó Tony.

Rand salió de la cárcel sintiéndose aliviado, pero siguió cavilando. ¿Podía haber hecho algo de un modo distinto? ¿Y qué debía hacer ahora? Habría una próxima vez. Tony estaba convencido. Y la próxima vez se enfrentarían a bombas auténticas.