La justicia se basa en el constante e inalterable propósito de dar a cada cual lo que se merece.
Aristóteles
SUERTE PRODIGIOSA
Thomas Lunan descansaba en uno de los bancos circulares del centro comercial de Santa Mónica. Observaba los alrededores y, de vez en cuando, bebía un poco de Coca-Cola.
Thomas Lunan tenía presencia. Exhibía un aire presuntuoso y una agradable sonrisa. Los transeúntes solían devolverle la sonrisa. Iba demasiado bien vestido para ser un vago, y se mostraba demasiado pasivo para dedicarse a algo que no fuera holgazanear. Pensaba levantarse en seguida, quizá para entrar en un bazar, o tal vez para dirigirse a otro banco, situado una manzana más lejos.
Cualquier otro periodista estaría en Todos Santos, o en el ayuntamiento de Los Angeles. Dos jóvenes muertos, el primero una atractiva chica, el segundo el hijo de un concejal, ambos desarmados, ambos inofensivos. ¡El reportaje del año! Y Thomas Lunan se encontraba en el centro comercial de Santa Mónica.
Una decisión que sería absurda para un redactor de noticias locales. Era absurda para el mismo Lunan, pero éste confiaba en su instinto, en su suerte.
La multitud deambulaba sin rumbo fijo. Algunas personas luchaban con montones de voluminosas bolsas de papel. Compradores aislados estaban pendientes de un grupo de universitarios y una chica. Lunan pasaba más bien desapercibido. Otros transeúntes iban compartiendo su banco, pero generalmente rechazaban su oferta de conversación. Cuando nadie le observaba, el periodista hablaba a solas.
Lunan decía que aquello era hacer piernas.
Pasó una joven…
Ni el mismo Lunan estaba seguro del porqué, pero aquella chica destacaba. Era un rostro vivo entre una muchedumbre de difusas caras. Su modo de andar. Su cabello. Su forma de vestir. El detalle extraño era cómo trataba a la gente que la rodeaba: como obstáculos móviles que había que evitar, o como objetos de curiosidad.
Una joven de Todos Santos.
Lunan se levantó animadamente.
—Perdón, señorita…
Su reacción fue extraña: miró a su alrededor. Después, sus ojos se fijaron en Thomas Lunan.
—¿Sí?
—Soy periodista del Los Angeles Trib. ¿Se ha enterado de los asesinatos de ayer por la noche?
La joven estuvo a punto de marcharse.
—Estoy enterada —contestó bruscamente. Su enojo era visible.
—¿Qué opina del hecho?
La chica reflexionó. Hablar, tal vez para que interpreten mal mis palabras… Lunan conocía esa reacción. Pero se trataba de una mujer joven, probablemente aún no había cumplido los veinte. Hablaría.
—No hubo asesinatos —dijo ella, en voz mucho más controlada.
—Pero el fiscal de distrito acusará de asesinato a… Sanders —arguyó Lunan.
—El señor Sanders estaba cumpliendo con su obligación. La gente de Los Angeles no tiene derecho a meterse en nuestros asuntos internos.
Lunan se sentía incómodo.
—Yo me pregunto si la situación requería una medida tan drástica.
—Sí.
—¿Cómo puede estar tan segura? Yo creo que es imposible que tenga usted muchos datos sobre lo sucedido. En las noticias de esta mañana había poca información…
—Sé exactamente lo que ocurrió, y no me hace falta leerlo en periódicos de Los Angeles. El señor Bonner nos lo explicó esta mañana. —La joven advirtió la perplejidad del periodista—. Por televisión. A través de nuestra red por cable. El señor Bonner. El director general de Todos Santos. Esta mañana nos ha explicado el lugar exacto en que se encontraban los intrusos, y lo que habría sucedido si hubieran puesto una bomba.
A Lunan le disgustaba la idea de perder a la joven, pero se arriesgó.
—No tenían bombas.
—Esos jovencitos de Los Angeles se esforzaron al máximo en simular que eran saboteadores de la Sahyt, y que llevaban una bomba —dijo ella—. ¿Quién puede extrañarse de que los trataran como saboteadores? Atribúyalo a la evolución en acción.
He oído esa frase antes, pensó Lunan. En el ayuntamiento. La víctima no identificada de un asesinato la escribió, poco antes de que alguien convirtiera su cabeza en gelatina.
—¿Dónde ha escuchado esa frase? ¿La dijo el señor Bonner?
La joven frunció el entrecejo mientras intentaba recordar.
—No. No sé dónde la he oído. Quizá fue un guardián, cuando salí esta mañana.
Qué lástima que no haya sido Bonner, pensó Lunan. El reportaje sería mejor si la frase hubiera sido pronunciada por un alto cargo de Todos Santos. Atribúyalo a la evolución en acción…
—Bien. La realidad es que hay dos personas que no pueden extrañarse. He observado que nombra directamente a la Sahyt… —El micrófono de Lunan, que sobresalía del cuello de su camisa, estaba justo debajo de su mentón, como si fuera un alfiler. Pese a su pequeñez, el micro ponía nerviosas a ciertas personas. Pero no a la joven.
—¿Quién, si no? —preguntó ella—. La semana pasada interrumpieron un concierto usando avispas. Intentaron poner LSD en el agua que bebemos. Están orgullosos de hacer cosas así.
—Ninguna bomba…
—No. Hay otro grupo que se atribuye el mérito de bombas y granadas —dijo la joven—. ¿El Ejército Ecologista? Algo así. Pero todos pertenecen a la Sahyt. ¿Quién puede odiarnos tanto?
Ella tenía más cosas que explicar sobre las atrocidades, reales o imaginarias, contra Todos Santos. Lunan estaba enterado en parte. Pero tendría que comprobar ciertos hechos en los archivos. Y naturalmente la chica conocía todos los detalles del incidente de Kansas, donde un grupo terrorista mató a una docena de habitantes de arcología. Al ver que la chica hacía una pausa para recuperar el aliento, el periodista la invitó a tomar un refresco. Lunan estaba empezando a creer que había encontrado oro.
Que los otros reporteros indagaran datos. La clave del asunto era el conflicto entre dos culturas. ¿Por qué Todos Santos mostraba tal paranoia? ¿Por qué reaccionaban de un modo tan vigoroso? La declaración oficial de Todos Santos, aparecida en las noticias de la mañana decía «lamentamos la necesidad» de la acción de Sanders. Naturalmente lamentaban haber matado a dos jóvenes, pero subrayaban la necesidad de defenderse.
Y eso precisamente era lo que buscaba Lunan. La clave. Dos culturas tan distintas que Lunan podía localizar a una chica de Todos Santos entre una multitud de compradores, aunque en realidad él no sabía el porqué. Ella tenía dieciocho años, quizás había pasado toda su vida detrás de los imponentes muros.
Lunan ansiaba saber de Todos Santos: la vida, los comportamientos, la filosofía. «Esos jovencitos de Los Angeles…». Cosas así. Lunan dejó que la conversación se apartara de los asesinatos y siguiera el rumbo que le conviniera a él. Formuló preguntas. Saber escuchar es un arte, y Lunan lo dominaba a la perfección.
Se llamaba Cheryl Drinkwater. Estaba estudiando en la universidad de Todos Santos, donde cursaba el segundo año de ingeniería. Su padre era operario de waldo. Lunan averiguó muchas cosas de la chica, y no le fue difícil hacerla hablar sobre la vida en Todos Santos.
—… y saltábamos en el mismo momento en que el ascensor empezaba a bajar —dijo ella—. Si tienes cuidado puedes tocar el techo y caer antes de que notes tu peso.
—Me parece demasiado rápido. Como una montaña rusa.
Cheryl estaba divirtiéndose.
—Si redujéramos la velocidad al cincuenta por ciento, tardaríamos el doble de tiempo en llegar a un nivel, ¿verdad? Y tenemos cien niveles.
Delicada barbilla, nariz respingona, cabello castaño con mechones rubios… Cheryl era atractiva. No hermosa según la apreciación clásica de la belleza, pero tan atractiva como si lo fuera. Cuando reía, Lunan pensaba que sería interesante tener un fotógrafo a mano. Quizá más tarde…
Cheryl sabía poco de la Sahyt, aparte de los constantes actos de sabotaje. Al hablarle del esfuerzo de la Sahyt en pro de la conservación de la ecología de las zonas agrestes de los Estados Unidos, la joven se echó a reír.
—Habitamos en una ecología prácticamente cerrada Sabemos con exactitud lo que entra y lo que sale. Crecemos sabiendo lo que los miembros de su Sahyt deben aprender en la universidad.
—No es mi Sahyt.
—Perdone. Tampoco es mía. —Se puso seria—. Nunca tuvimos problemas con la Sahyt o la gente de Los Angeles cuando yo era una niña. Escuche, ¿recuerda una película, un largometraje de dibujos animados? Se llamaba… The Nest, creo.
—Sí. ¿Hace diez años?
—Bueno, mis padres dicen que la Sahyt rodó esa película, y que todos los líos vinieron después. No recuerdo. —Le interrogó con la mirada.
Lunan había oído ese rumor de otra fuente, pero no podía reconocerlo, no en su actual papel. Cambió de tema.
Al preguntarle si le gustaba vivir en una fortaleza amurallada, Cheryl contestó que una fortaleza amurallada no tenía balcones.
—¿No estarán cayendo en cierto tipo de endogamia? —dijo Lunan—. Su universidad… ¿Todos los estudiantes son residentes de Todos Santos?
—Casi todos. Hay algunos estudiantes de intercambio. Tengo amigas que van a universidades de Fuera. Me gusta estar donde estoy. Nuestros profesores son auténticos ingenieros en activo. Y auténticos ejecutivos. La señorita Churchward da clases de economía. Y el señor Rand es profesor de diseño urbano.
Y así sucesivamente. Cheryl no estaba a la defensiva, precisamente, pero tampoco estaba dispuesta a admitir que la vida era algo más que una simple promesa de plaza en Todos Santos o en cualquier otra arcología.
—La observan durante todo el día —dijo Lunan. Por eso no se asusta de tener delante un micrófono—. ¿No le parece excesivo?
Cheryl le sonrió mientras saboreaba el segundo refresco.
—Es posible que no tengamos demasiadas cosas que ocultar.
Touché, demonios.
—¿Y qué me dice de… las relaciones con el sexo opuesto? Dicen que el automóvil significó una revolución en este sentido. Las parejas podían disponer de intimidad. Cualquier persona, siempre que tenga un coche. Han dado un enorme paso atrás, ¿no?
—No puedo saberlo. Yo no vivía entonces.
—Pero los… —Casi dijo los polizontes a sueldo—. Los de Seguridad saben con qué chicos se ha citado. Adónde van. Supongo que incluso podrán espiar en las habitaciones.
Cheryl meditó la respuesta, con el ceño fruncido.
—No tenemos coches, y tampoco tenemos excesiva intimidad. Follamos, pero lo decimos a nuestros padres.
—¿Ha dicho fo-fo…?
—Bien mirado, ellos lo averiguarían igualmente —comentó rápidamente Cheryl—. «Adelante, folla, pero habla con mamá y papá». Eso me decía mi hermano Andy cuando me hice mujer. Y en los centros docentes nos enseñan a no quedar embarazadas, si no lo deseamos. Yo no follaría con un chico que disgusta a mis padres, pero aún así tengo mucha libertad. Naturalmente el matrimonio es una cosa mucho más seria. —Se dio cuenta de la expresión del periodista, que no era precisamente de interés—. ¿Qué pasa? ¿He usado una palabra incorrecta?
—No. Nosotros también lo decimos así. —El premio gordo. Que alguien me hable de suerte prodigiosa…
La callejuela olía a orines y basura podrida. Estaba confinada entre una pared de descolorida madera y una valla de tela metálica cubierta de hiedra sin brillo. La alquitranada superficie tenía cristalinas manchas de orina seca. El teniente Donovan, de la sección de homicidios, sintió deseos de taparse la nariz, pero no se atrevió a hacerlo. Cerca de la entrada del callejón se estaba formando una muchedumbre de alborotados negros.
—¡POLICÍAS ASESINOS! —La voz era de mujer, aunque no femenina.
—El batallón antidisturbios viene hacia aquí —dijo en voz baja el sargento Ortiz—. El jefe del distrito local teme no poder contener a la gente.
Donovan asintió y volvió a mirar el cuerpo que yacía encogido detrás de un rebosante cubo de basura. Era un hombre joven, negro. Poco quedaba de su cara bajo el abultado peinado afro. Poco podía quedar tras el impacto de un cartucho del número cuatro, disparado por el cañón de una escopeta recortada Remington modelo 870. El arma había hecho su trabajo.
También había un gran agujero en el pecho.
Un grupo de agentes se hallaba cerca del cadáver. Dos permanecían ligeramente apartados del resto; no formaban parte del grupo, pero tampoco estaban muy separados. Donovan hizo una señal a uno de ellos y se alejó unos pasos más de los otros.
—Bien, Patterson —dijo en voz baja—, repasemos los hechos una vez más.
—Sí, señor. Recibimos una llamada a las nueve y dieciséis de esta mañana. Un ama de casa había oído ruidos en la puerta trasera. Al llegar al lugar, nos dirigimos hacia esa parte de la casa. En aquel momento, de repente, un negro no identificado echó a correr hacia el callejón. Yo le perseguí a pie, mientras el agente Farrer se dirigía con el coche hacia el otro extremo del callejón.
»Antes de entrar en el callejón desenfundé mi pistola de reglamento, y observé que el agente Farrer, con la escopeta recortada, estaba en el otro extremo del callejón. Al entrar escuché al menos dos disparos. Venían de detrás de un cubo de basura. Grité «policía» y oí otro disparo. El destello atrajo mi atención, y vi que un sospechoso armado estaba acuclillado detrás del cubo de basura. Apunté al cubo y disparé una vez. En el mismo momento oí la descarga de la escopeta de mi compañero.
»El sospechoso cayó junto al cubo. Al acercarnos vimos una pistola automática calibre 45 cerca de él. Entonces informamos del tiroteo a jefatura.
Y en cuanto lo ensaye unas cuantas veces más lo sabrá perfectamente, pensó Donovan. Ahora, Farrer…
Levantó la cabeza, irritado al ver que un Imperial negro llegaba al otro extremo del callejón. La línea policial que contenía al gentío se rompió brevemente para dejar paso al coche. Donovan vio varias porras que subían y bajaban.
—¡JUSTICIA! —gritó alguien.
—Espero que los antidisturbios lleguen pronto —dijo Patterson—. ¿Puedo retirarme, señor?
Donovan asintió, y esperó la llegada del Imperial. Cuando el vehículo estuvo más cerca, el teniente reconoció a MacLean Stevens, y sintió alivio. El alcalde tenía gente extraña entre su personal, pero no había problema con Stevens.
Se abrió la ventanilla del coche. Stevens miró a Donovan y enarcó una ceja. Donovan se aproximó.
—No parece haber nada raro —dijo—. Un loco armado con una pistola calibre cuarenta y cinco disparó contra dos agentes, que se vieron obligados a responder.
Stevens reflejó su fastidio en las arrugas de su frente.
—La gente opina de otra forma. ¿Por qué?
—Caramba, ésos siempre se presentan cuando hay un tiroteo —dijo Donovan—. Usted ya lo sabe, señor.
Donovan se extrañó. Algo iba mal. Stevens no estaba reaccionando como era de esperar. ¿Por qué? ¿Qué diablos…? ¡Mierda! No era extraño que Stevens se comportara de un modo tan raro. No estaba solo en el coche.
El teniente reconoció al hombre que ocupaba el asiento de atrás. El reverendo Ebenezer Clay, veterano activista y dirigente del movimiento en pro de los derechos civiles. ¿Qué diantres hacía allí? Donovan, frenético, se esforzó en recordar lo que acababa de decir. No mucho. No se había perjudicado en exceso. Había dicho «ésos» refiriéndose a los negros de Watts, pero qué caramba, era cierto. Hacían acto de presencia en cuanto se producía un tiroteo.
—El reverendo Clay tenía una cita con el alcalde —explicó Stevens—. Entonces nos enteramos de lo ocurrido y decidimos venir antes aquí.
—No hay mucho que ver —dijo Donovan—. Eh… El cadáver no tiene buen aspecto, señor. Supongo que no querrán verlo…
—Podré soportarlo —dijo el reverendo Clay, y salió del vehículo.
Era un hombre alto y delgado, y su piel tenía el color de un té aguado. Su cabello canoso, un manojo de algodón, parecía haber salido de una película antigua. Vestía un traje gris con alzacuello, pero llevaba un elegante pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. Observó la callejuela y torció la boca en gesto de disgusto. Después se acercó al cadáver.
—Fue un gran tiroteo —dijo Donovan—. El sospechoso disparó tres veces contra los agentes.
—¿Hay testigos? —preguntó Stevens.
Donovan se encogió de hombros.
—Sólo los agentes…
—Sólo los agentes. ¿Nadie oyó disparos? ¿Nadie vio algo?
—Nadie querrá admitirlo —afirmó Donovan—. Y créame, señor Stevens, estamos buscando testigos. Bah, sé perfectamente lo que sucederá. En cuanto los agentes informen a la prensa, aparecerán diez testigos, y todos dirán que los hechos no ocurrieron así. Luego cuando los interroguemos, resultará que la mitad habrán estado a varios kilómetros del lugar de los hechos. Otros relatarán cuentos absurdos. Pero un testigo, quizá dos, habrán estado presentes y darán versiones concordantes con los hechos que ya conocen, y excelentes policías acabarán viéndose en apuros.
El reverendo Clay volvió junto a los dos hombres. Señaló a la muchedumbre.
—Hablaré con ellos…
—¿Para qué? —preguntó Stevens—. ¿Para calmarlos, o…?
—¿Calmarlos? ¿De qué calma me habla? —exclamó Clay—. Un hermano acaba de morir, ¡y usted habla de calma! Un joven, casi un niño…
—Ese niño intentó matar a dos agentes de policía —dijo tranquilamente Donovan. Atribúyalo a la evolución en acción. Debo tener cuidado con esa frase. La digo ahora, y ya me veo criando malvas.
—Eso dicen ellos —manifestó Clay—. Pero ¿por qué quería matarlos? No estaba acusado de ningún delito.
—No, que nosotros sepamos —admitió Donovan. Al menos los agentes enviados a la casa donde se vio el muerto por primera vez, no habían averiguado nada—. Pero poseía un arma cuyo rastro aún no hemos seguido. Tal vez la había robado…
—Usted lo acusa, pero él no puede defenderse —dijo Clay.
—Reverendo, está desvariando —intervino Stevens en voz baja—. Ni usted ni yo tenemos datos suficientes para opinar. Usted deseaba ver el lugar, y ya lo ha visto. Creo que deberíamos irnos.
—Mientras mi gente reclama justicia —contestó Clay.
—Poco podemos hacer para satisfacerlos —dijo Stevens.
—Siempre ha sido así. De acuerdo, señor Stevens, le acompañaré. Había olvidado mi cita con el alcalde, pero hay un asunto importante que debemos discutir. —Clay entró en el automóvil.
Mientras se alejaban, llegaron las tres primeras unidades del batallón antidisturbios, y Donovan se sintió mucho mejor.
Once años antes, Thomas Lunan había estado en el mismo sitio acompañado de una chica.
Con los pisos del muro oeste listos para su arrendamiento, la dirección buscó publicidad. Refrigerios, guías, un planeador que flotaba dentro mismo de las galerías comerciales… En aquella época Thomas Lunan era un periodista novato, pero no fue allí en busca de noticias. Todos Santos había empezado a ser anunciado casi en el momento de la puesta de su primera piedra. Los televidentes mundiales sabían todo lo que podía saberse sobre el inacabado edificio-ciudad.
Pero fue un pretexto magnífico para invitar a… ¿cómo se llamaba? Marion no-sé-qué. Un magnífico medio de llamar la atención de Marion. A ella le encantó el planeador, sus idas y venidas por todo aquel espacio vacío, sus descensos casi hasta rozar a la gente, sus ascensos siguiendo las corrientes ascendentes de los ventiladores de aire acondicionado. («Está haciendo una pasada», había dicho Marion, y lo cierto es que el piloto lo hizo, más tarde). Probaron los platos del bufet, visitaron tiendas de las galerías comerciales, y después Thomas Lunan recurrió a su carnet de periodista para subir al tejado.
Es decir, a la cubierta de las galerías comerciales, que estaban terminadas y ocupadas en sus dos terceras partes, mientras que los salientes de los balcones se encontraban en fase de construcción. También estaban acabados los muros externos de la ciudad, y parte de la obra interna. Lunan y Marion subieron a la cubierta de las galerías y contemplaron una descomunal caja sin tapa atravesada por vigas en todas direcciones; esas vigas eran la estructura de las pirámides invertidas que constituirían los pozos de ventilación e iluminación. Los vértices de las pirámides invertidas se sustentaban en cuatro pilares de tamaño similar a pequeños bloques de apartamentos.
Habían pasado once años. Marion no-sé-qué debía estar más gorda, y casada, y Lunan no había tenido oportunidad de regresar a Todos Santos. La enorme caja había ocupado el horizonte durante once años, y su presión había ido extendiéndose hasta el mismo Los Angeles. Era una obra demasiado notoria para prestarle atención, y a la gente de Los Angeles no le gustaba pensar en ella. Podía ser un tema para el suplemento dominical, pero no noticia. No, hasta entonces.
Thomas Lunan y una chica distinta contemplaban las galerías comerciales desde una pequeña terraza situada justo debajo del techo. Cheryl estaba terminando el postre. Lunan ansiaba hablarle a su micrófono, pero la chica se mostraba inquieta cuando lo hacía. No obstante, el micro estaba conectado, y él poseía buena memoria.
—Gracias por traerme —dijo.
Cheryl Drinkwater le sonrió. Había chocolate en las comisuras de sus labios.
—¿Ha cambiado mucho? Ya estaba terminado cuando nos trasladamos, y además guardo pocos recuerdos.
—Ha cambiado. Me gusta lo que han hecho con los pilares. La última vez que estuve aquí eran simples… pilares.
—Debería ver el centro infantil. Yo pasé mucho tiempo allí.
Se encontraban casi en lo alto del pilar noroccidental. Las tiendas ascendían en espiral, estrechándose conforme se elevaban hasta culminar en un serie de pequeñas terrazas ocupadas por mesas de restaurante. No había duda de que Cheryl estaba compensando el gasto de la comida. El conjunto de Todos Santos se extendía bajo Lunan.
La visión producía vértigo: la vasta extensión de las galerías comerciales con el asombroso tablero de tiendas, cintas deslizantes que transportaban gente, balcones dispuestos en hileras, personas situadas en el lado opuesto visibles a través de un laberinto de columnas y pozos de ascensores. Nadie volvería a arriesgarse a pilotar un planeador. Pisos, tiendas, restaurantes, incluso fábricas, todo daba a las galerías comerciales, y Lunan pensó que debía ser maravilloso vivir con una vista así, con tanta gente que observar. Pero él no solamente veía el escenario.
De nuevo sintió el deseo de dictar. Había muchos detalles interesantes.
Los guardianes. No eran policías. No eran molestos, salvo en el caso de que tuvieran que decidir si una persona podía entrar o no; pero tampoco eran invisibles. Los ciudadanos de Todos Santos prestaban atención a los guardianes, la misma que Lunan concedía a un camarero. Estaban allí, y era conveniente que estuvieran.
Cheryl se había detenido en la puerta para pedir a un guardián que localizara a su padre. Drinkwater acababa de salir del consultorio de un dentista. Había convenido en tomar un trago con Lunan a las cinco, en cuanto terminara su trabajo en el transceptor del waldo. Y un muchacho más joven que Cheryl había pedido a otro guardián que averiguara el paradero de una amiga que no se había presentado a la cita. Y el chico conocía el nombre del guardián. Después estaba el caso del comerciante borracho. El hombre se apeó del metro con evidentes muestras de temor, llegó a la entrada dando tumbos, y su alivio al encontrarse en Todos Santos fue tan manifiesto que Lunan comentó el incidente con Cheryl.
—Claro que está aliviado —dijo Cheryl—. La policía de Los Angeles le habría detenido, ¿no es cierto?
Cheryl ni siquiera había imaginado que la policía de Todos Santos pudiera detener a un ciudadano por estar borracho en público, y jamás había ocurrido. En lugar de eso, un guardián acompañó al beodo hasta un ascensor.
Lunan tenía que recordar todos los detalles, porque tal vez iba a ser el mejor reportaje de su vida. El incidente de los asesinatos (o el lamentable incidente, como se prefiriera) había renovado el interés por Todos Santos, y el edificio-ciudad iba a aparecer en numerosos titulares y programas de gran audiencia. Pero aquélla no era la clase de historia adecuada para el reportaje de Lunan, no en sí misma. La nueva cultura que inadvertidamente había nacido allí, el impacto de Todos Santos en sus habitantes… Aquél sí podría ser un material para un premio Pulitzer.
Una ciudad en paz con sus fuerzas policiales. Nuestros guardianes, nuestra policía, los defensores de nuestra civilización… Y era una civilización. Se demostraba en las mismas estructuras. La aparente fragilidad de las tiendas, no construidas para soportar las inclemencias del tiempo… o el vandalismo.
También se veía en la gente. La robusta dama en ropa interior…
Se habían detenido en una tienda de prendas de vestir situada en el centro del pilar noroccidental. Mientras Cheryl compraba calzado para tenis, una mujer cuarentona, de aspecto matronal, se dio cuenta de que el vestido que estaba probándose le quedaba pequeño. Salió del probador en sujetador y medias pantalón y se dirigió al mostrador para cambiar el vestido. Saludó con un gesto al resto de clientes y entró de nuevo en el probador. Pero en el último instante sorprendió la mirada de Lunan.
En Todos Santos no hacía falta ropa para estar protegido, a menos que se estuviera en la azotea. La constante vigilancia de los ojos de los guardianes hacía inútil cualquier intento de ocultarse. ¿Sería sorprendente que el tabú de la desnudez desapareciera en Todos Santos? Pero aquella mirada… La mujer supo que él era de Los Angeles, y sólo entonces sintió vergüenza.
Mientras tanto Cheryl había dicho… ¿qué?
—¿El centro infantil? Claro, vamos a verlo. ¿Dónde está, en la azotea?
Cheryl señaló. Al principio Lunan no lo entendió. Ella señalaba el enorme árbol artificial que escondía el pilar suroeste.
Una valla se extendía bajo las puntas de las ramas inferiores del gran árbol. Al otro lado había muchos niños y algunos adultos. Cuando Cheryl y Lunan estuvieron más cerca, el espejismo del árbol se esfumó: el cono de verdor estaba hueco. Lunan contempló el escenario que las ramas habían ocultado. No sólo había aulas, sino también laberintos infantiles, balancines, tiovivos, y una descomunal estructura de acero para que los niños pudieran trepar, con una red debajo. Un numeroso grupo de criaturas se hallaba dentro de la estructura, entreteniéndose en algo que por fuerza debía ser un juego de equipo.
—¿Así que le gustaba este sitio? —dijo Lunan. En aquel instante deseó volver a ser niño. Aquello sí que era bienestar.
Cheryl asintió alegremente.
—¿Todos los niños de Todos Santos vienen aquí? —preguntó Lunan.
—Sí. Aunque también tenemos parques en los barrios —dijo Cheryl—. Pero reciben pocas visitas. Van a clausurar algunos. El señor Rand lo explicó en su clase hace un mes. La idea original era disponer de pequeños parques de barrio, porque era lo normal en la gente que vive fuera. Pero cuando se dieron cuenta de que los niños podían ir a cualquier parte sin peligro, se decidió construir el árbol. Es mejor que tener muchos parques pequeños.
—¿Pero aún tenéis parques pequeños?
—Naturalmente —dijo Cheryl—. Pero suelen ser utilizados por adultos y niños menores de cuatro años. Y también para juegos de pelota, cuando llueve en la azotea.
Otro detalle digno de meditación. ¿Sería distinto Todos Santos si el clima exterior fuera menos benigno? ¿O se limitarían a cubrir la azotea con una cúpula?
—Hay cuatro pilares —dijo Lunan—. El de las tiendas y el de ese árbol… ¿Qué hay en los otros?
—Vamos a verlo.
Cheryl le condujo a la cinta deslizante de las galerías.
Fueron introduciéndose hacia la franja más veloz, la chica siempre delante de él, y Lunan moviéndose vacilante y torpemente. Permanecieron de pie mientras atravesaban las galerías a cincuenta kilómetros por hora, y Cheryl intentó explicar las reglas de un juego que, siendo niña, había sido su principal diversión en la estructura reticular del árbol del centro infantil. Todas las personas que rodeaban al periodista tenían aspecto tranquilo.
Otro dato. La gente debe tener plena confianza en los ingenieros de Todos Santos, pensó Lunan. Su cabeza archivó otras impresiones:
Silencio. La maquinaria era prácticamente silenciosa, y las voces, nunca estridentes, no molestaban. Lunan consideró el efecto amortiguador de todos los balcones, de los dos pilares convertidos en árboles, y de los elevados techos. No era suficiente, debía haber insonorización en el techo. Tendría que preguntarlo. Pero tampoco eso explicaba el silencio. Lunan prestó atención… y no le quedó duda alguna de que las voces más resonantes que oía pertenecían a visitantes de Los Angeles. Incluso las voces de niños. Y Lunan podía apreciar la diferencia.
Los niños de Todos Santos no eran alborotadores, pero sí ágiles. Estaban en su terreno (¡todo para ellos! No era de extrañar que los arquitectos hubieran construido el árbol del centro infantil. ¿Para qué jugar en tu barrio si dispones de un sitio así? Y con ello se promovía lealtad al conjunto de la ciudad, no a una sola manzana de casas) y avanzaban por la cinta deslizante igual que un rayo, sin tropezar con los adultos. Ágiles incluso en la acera móvil, repleta de visitantes de Los Angeles, de torpes objetos en movimiento que había que evitar.
Llegaron a un gran arco que cubría la acera deslizante. Encima había una galería con tiendas, pero, durante un momento, pareció que estaban atravesando un túnel; a ambos lados de la franja de avance rápido había inmóviles aceras, sin una sola tienda. Había niños a los lados. Uno de ellos cogió un rollo de cuerda que llevaba colgado al hombro. Lunan, horrorizado, vio que el chiquillo lanzaba el rollo hacia lo alto, sujetando un extremo de la cuerda. El rollo descendió y fue deshaciéndose a lo largo de la cinta deslizante, por delante de Lunan. Unos niños cogieron el otro extremo, y tensaron la cuerda, echándose hacia atrás a causa del esfuerzo.
—¡Agáchese! —bramó Lunan.
Se tiró al suelo y agarró a Cheryl por las piernas para derribarla. La chica se echó hacia atrás, sin dejar de reír, frustrando la acción de Lunan. La cuerda alcanzó a Cheryl a la altura del pecho, y se rompió. Estaba hecha con papel higiénico.
Lunan se levantó.
—Muy bonito. ¿Y si hubiera sido una cuerda de verdad?
Cheryl continuaba riendo.
—Imposible. Los guardianes lo habrían impedido. ¿Ha visto agacharse a otras personas?
No. Y Lunan pensó: hasta la gente de Los Angeles es más lista. No podía ser una cuerda de verdad. Seguridad lo habría impedido. ¿Están locos, o cuerdos?
Stevens condujo el Imperial hacia el ayuntamiento. Pasaron junto a manzanas enteras llenas de casas de madera, poco altas, estructuralmente sanas en su mayor parte, pero, por lo general, necesitadas de una buena capa de pintura; casas que en realidad no eran malas, pero que oficialmente estaban clasificadas como viviendas de calidad inferior a lo establecido, y tal era su aspecto.
Algunos le darían a aquella zona la denominación de barrio bajo, pero MacLean Stevens no estaba de acuerdo. Watts y sus alrededores disponían de espacios abiertos. Había algunos pisos, pero predominaban las viviendas unifamiliares y las de dos pisos. Casi todas las casas tenían patio; había patios con ocasionales papeles arrastrados por el viento, otros meticulosamente limpios, y algunos, tan pocos que podían considerarse excepciones, estaban llenos de suciedad, de muebles inservibles y destrozados colchones.
No son tugurios, pensó Stevens. En Los Angeles no tenemos esas cosas. No es como Harlem o…
—La razón que me mueve a visitarlos es el Proyecto Price —dijo Clay—. Afirman que necesitamos más pruebas. Primero fueron los de urbanismo. Ahora los de sanidad. Señor Stevens, mi gente necesita viviendas. Este proyecto es bueno, es excelente. Puede cambiar por completo este barrio, ¡siempre que nos den permiso para construir! Y no podemos seguir haciendo pruebas y estudios. Los contratistas no tardarán en abandonarnos. Dicen, y tienen toda la razón, que no pueden mantener inactivas las máquinas por más tiempo.
—Examinamos el informe —dijo Stevens—. El alcalde protestó enérgicamente. Sé que lo hizo, porque yo redacté la protesta. Puedo mostrarle la copia si quiere…
—Le creo —dijo Clay—. Pero las protestas no sirven para contratar gente, no sirven para construir viviendas. ¡Y necesitamos construirlas ahora mismo! Y puestos de trabajo. ¡Puestos de trabajo! ¿Conoce la importancia de este tema? ¿Sabe cuál es el porcentaje de paro en esta zona? ¿Qué pueden hacer los jóvenes? No tienen empleo. No pueden trabajar para nadie. El resultado es que se agrupan en bandas, igual que ese chico que acabamos de ver…
—Entonces, ¿ha visto los tatuajes de la banda? —preguntó Stevens.
Clay inclinó la cabeza lentamente.
—Sí, señor Stevens.
Entraron en una importante calle orientada de norte a sur, llena de bares y licorerías que parecían fortalezas, con rejas sobre los cristales de los escaparates y verjas de acero en las puertas. En la esquina había un supermercado que pertenecía a una famosa cadena. Stevens observó los precios.
Un veinte por ciento más altos, como mínimo, que los de su barrio.
Ha de ser así, pensó Stevens. Aquí las tiendas tienen más gastos. Pólizas de seguro, por ejemplo. Medidas de seguridad para evitar hurtos, y… Y los desorbitados precios contribuyen a que la gente siga encadenada a este miserable barrio…
—Sí, he visto los símbolos de la banda —repitió Clay.
—¿Pueden explicar los actos del chico?
—No lo sé —admitió Clay—. Es posible. O tal vez estuviera drogado. Puesto que ni tienen trabajo ni esperanza, entran en las bandas. Se drogan. Roban. Ahora roban a sus vecinos. Algún día los vecinos no tendrán nada que valga la pena robar. Entonces irán más lejos y robarán a los vecinos de usted, señor Stevens, y quizás el ayuntamiento les preste más atención…
Eso no sucederá, pensó Stevens. Mientras los programas de bienestar social, alimentación, ayuda infantil, seguridad social y otros muchos sigan bombeando dinero, siempre habrá algo que robar. Y de todas formas ya prestamos gran atención a Watts. Todas las secciones de todos los distritos a todos los niveles están comprometidas. Y la gente de dinero piensa que debe contribuir para justificar sus salarios, y cada contribución significa más retraso.
—Reverendo, sé cómo se siente, pero ¿qué puedo hacer? El gobierno federal colabora con el 84 por ciento del costo, y los inspectores quieren asegurarse de que la inversión es segura. Al fin y al cabo, hubo una industria química en ese solar.
—¡Hace treinta años!
—Sí, pero quizá dejaron residuos tóxicos enterrados —dijo Stevens.
—La empresa Del Río asegura que no es así.
Stevens se encogió de hombros.
—Los inspectores no aceptarán su palabra. Insisten en que ellos mismos deben tomar muestras del suelo y hacer las pruebas. —Y además, ¿desde cuándo Ebenezer Clay aceptaba la palabra de una empresa para alguna cosa?
—La urbanizadora nos abandonará mientras hacen las pruebas.
—Ya encontraremos otra —contestó Stevens.
—Jacobsen and Myers tardó más de un año en satisfacer los requisitos —dijo Clay—. Una nueva empresa deberá empezar el proceso desde el principio… —Clay hizo un gesto de desprecio—. ¿O quizá no? Es posible que el plan consista en eso. Provocar más y más retrasos hasta que no podamos retrasarnos más, y a continuación obtener una orden de urgencia para moderar el programa de acción positiva. Y entonces aparecerá una inocente empresa de poca monta…
—Eso no sucederá —repuso Stevens con tono de cansancio.
—Ha sucedido en tiempos pasados.
Mac Stevens no tenía nada que replicar. Naturalmente Clay estaba en lo cierto.
—Lo único que queremos es justicia —dijo Clay.
Justicia, pensó Stevens. Unos versos del libro de los himnos acudieron a su mente. «Tu justicia es igual que montañas que se ciernen en las alturas, Tus nubes son fuentes de bondad y de amor». Pero lo que se cernía en las alturas a la izquierda de Stevens ni era justicia ni eran montañas. Era el monótono muro de Todos Santos.
—¿Hay alguien que realmente desee justicia? —preguntó Stevens—. Si justicia es obtener lo que se merece…
—Una oportunidad razonable, eso es lo único que pedimos. ¿Por qué no se nos concede?
Porque a nadie le importa un pito, pensó Stevens. A nadie aparte de usted y sus amigos, y ya no le quedan demasiados. Los días gloriosos del movimiento en pro de los derechos civiles han muerto, hace mucho tiempo, y pocas personas lo lamentan.
Nos interesó, en otro tiempo. Muchos estábamos interesados. Pero ocurrió algo. Quizá fue la mera magnitud del problema. O porque nos quedamos mirando, sin actuar, cuando todos los que podían hacer algo en este sentido corrieron hacia las afueras y abandonaron las ciudades a su suerte, y… O tal vez fue tener que escuchar las explicaciones de la policía respecto a que sólo se adentrarían en Watts por parejas y con las escopetas preparadas; y que si al alcalde no le gustaba la idea, que él mismo se encargara de la vigilancia de ese distrito.
La gente cree que ya ha hecho bastante.
¿Qué es bastante? Esto no es bastante. Si hubiéramos hecho bastante, no tendríamos los problemas que…
—Haré todo lo que pueda para acelerar los trámites —dijo Stevens—. Llamaremos a Washington.
—¿Cree que eso servirá de algo?
—No hará daño a nadie. —Y probablemente será inútil, pero nunca se sabe. El problema era que Washington no tenía obligación de escuchar. Podía hacerlo, pero no necesariamente.
Stevens recordó la vociferante multitud que cercaba el callejón. Exigían justicia. Y el reverendo Clay pide justicia. El señor Planchet quiere justicia. El alcalde desea que todos sean felices, es decir, que yo debo proporcionarles lo que piden. Justicia. ¡Vaya, y yo ni siquiera sé qué es eso!
Pero no importa. Clay tendrá su urbanización, mas eso no aportará justicia a los discriminados. Será otro proyecto, simplemente.
Y yo no sé qué es justicia, pero Jim Planchet no pide justicia. Lo que exige es venganza.
El pilar noroeste se había convertido en otro árbol, aunque no de Navidad. Un salón de baile con paredes de vidrio anidaba en las ramas superiores. En sus desparramadas y nudosas raíces se hallaba la entrada de Lucifer, la sala de juego, iluminada con luz roja. En el centro del grueso tronco se encontraban los tres niveles de Maestros de los Sueños, la galería de arte fantástico.
Lunan miró con atención el lugar, en busca de viejos recuerdos.
—Hay una serpiente que mordisquea las raíces, ¿no es cierto? —preguntó Lunan—. Y un antiguo dios de un solo ojo se empala para aprender los misterios.
—Tenemos una serpiente holográfica. No creo que nadie haya tenido humor para representar el papel de Odín. ¿Le gustaría tener una escultura de su busto? ¿O un tatuaje?
—Ah… ¿por qué lo pregunta?
Cheryl se echó a reír.
—Se lo enseñaré. —Le llevó a un ascensor exterior en forma de nave espacial que parecía copiado de una revista Amazing de los años treinta: barrocas aletas delimitaban un puntiagudo tubo de vidrio, y debajo el resplandor de luces anaranjadas en cohetes apiñados—. De todas formas tiene que verlo.
El arte fantástico había recorrido un largo trecho desde las exhibiciones de las primeras convenciones de ciencia ficción. Maestros de los Sueños aún exhibía cuadros: criaturas extraterrestres y «conceptos artísticos» de naves y estructuras interestelares que habrían dejado pequeña a la misma Tierra. Pero también había hologramas del tamaño de ventanas que se asomaban a otros mundos; un fusil de caja doble, que debía utilizar cierto ser provisto de dos brazos derechos; diminutos paisajes que servían como tableros para juegos realistas; dragones, gnomos y elfos para los tableros anteriores; anillos exquisitamente tallados, copas, hebillas…
Dentro de la misma galería había dos tiendas.
Lunan tomó asiento en el interior del establecimiento de fotografía sólida. Bandas paralelas de luz y penumbra demarcaron su cabeza y hombros, mientras le tomaban una serie de fotografías desde ángulos preestablecidos.
—Es un método absolutamente preciso —le explicó el fotógrafo—. Las marcas guían al ordenador, que a su vez guía las herramientas que tallan el busto. Debemos añadir los ojos, ya que salen en blanco. Podemos retocar la textura del cabello, y aumentar o disminuir el tamaño del busto.
El busto de Lunan tendría el tamaño de un puño, y estaría tallado en malaquita sintética.
Las paredes de la sala de tatuaje estaban cubiertas de diseños. Esbozos de dibujos infantiles, muy sencillos, y muy caros. Lemas en florida caligrafía gótica. Fotografías de escenarios astronómicos, estrellas y resplandecientes nubes de gases interestelares, tatuadas en espaldas humanas. Un cometa blanco extendido a lo largo de un bronceado brazo.
La artista tenía veinte y tantos años, desordenado pelo negro y ojos aparentemente saltones. Sorprendió a Lunan mientras el periodista contemplaba un par de fotografías.
—Ambas pertenecían a La Cebolla Sibarita.
La primera era una foto en color de una pierna de mujer —no está mal, pensó Lunan— con un grupo de líneas verticales tatuadas. Símbolos de productos comerciales. La segunda, una estrella roja, hinchada y gigantesca, que lanzaba un haz de fuego hacia el blancoazulado disco que rodeaba un agujero negro, tatuada en el pecho de una mujer negra.
La experta en tatuaje poseía una vivaz sonrisa, y sus ojos danzaban. Eran unos ojos casi hipnóticos, casi demasiado grandes para su cara. No sabía que La Cebolla se interesaba por las pieles astronómicas.
—Se sorprendería de hasta qué punto.
La voz de la mujer era más chillona que los ruidos del tráfico de Los Angeles —inexistentes en el edificio-ciudad— y la vivacidad ocultaba una timidez que los residentes de Todos Santos acababan perdiendo. Es de Los Angeles.
—No lleva aquí mucho tiempo —dijo Lunan.
La mujer lo admitió. Se había trasladado en abril, inmediatamente después de rellenar el impreso de declaración de renta.
—¿Dónde estaba antes? ¿Qué hacía?
—Vivía en Westwood. Y hacía un poco de todo… incluso películas. Me contrataron para representar el papel de zombie… —Abrió desmesuradamente los ojos y forzó un cadavérico rictus, de tal modo que Lunan se asustó pese a estar riendo.
—¿Está contenta del cambio?
—Oh, adoro esta vida. Al principio estaba preocupada por conseguir nuevas amistades, ¿sabe?, pero no me ha ido mal. Tenemos el Comedor Común, allí es imposible no conocer personas. Y además, la gente de Todos Santos parece confiar en sus conciudadanos. Estar aquí significa que eres buena persona, o algo así. Y tengo muchos clientes.
—¿De Los Angeles? ¿Y de La Cebolla?
—No, fundamentalmente de Todos Santos. Es igual que las chapas, las chapas de matrícula de los automóviles, ¿me comprende? Nadie quiere ser exactamente igual que los demás. Verá muchos tatuajes hechos por mí… es decir, si se da prisa en hacer amistades.
—Yo misma tengo uno —dijo tímidamente Cheryl.
Hubo un zumbido en el oído de Lunan.
—Es la voz de mi amo —dijo con auténtica pena—. Debo telefonear.
Mientras Cheryl le acompañaba a un teléfono, Thomas Lunan se preguntó qué podía ser tan importante para que el editor del periódico le llamara.