Los que tratan por separado política y moralidad jamás comprenderán ni la una ni la otra.
John Morley, vizconde de Blackburn
REUNIONES NOCTURNAS
La conferencia se inició en cuanto Tony Rand volvió al Pasillo Ejecutivo. El ingeniero entró en silencio y ocupó su lugar ante la gran mesa de caoba.
Prácticamente toda la jefatura de Todos Santos estaba reunida. Art Bonner en un extremo de la mesa, con Preston Sanders a su lado. Sanders tenía una extraña expresión: ojos obsesionados en un rostro que los tranquilizantes habían sosegado.
Barbara Churchward, más guapa que de costumbre, vestía un traje de lamé, probablemente valorado en dos mil dólares, con su pelirrojo cabello recogido en una especie de casco y los ojos fijos en nada.
Junto a Churchward se encontraba Frank Mead, con las nalgas sobresaliendo del cómodo sillón y con el rostro paralizado en un perpetuo ceño. Como interventor general, Mead estaba a las órdenes de Bonner y Churchward, pero también facilitaba informes directos a la Junta en Zurich. Se rumoreaba que Mead era casi tan poderoso como Bonner. Lo cierto era que nadie deseaba molestarle sin necesidad.
Había otras personas. El coronel Amos Cross, jefe de la sección de Seguridad, un hombre delgado y gallardo que estaba volviéndose calvo de un modo apuestamente elegante. El joven médico residente que había puesto la inyección a Sanders parecía sentirse muy desplazado entre los poderosos. Y también se hallaba presente John Shapiro, director de la sección legal, cohibido al llevar la camisa abierta a la altura del cuello; normalmente vestía un terno y una conservadora corbata.
Todos estaban mirando a Tony Rand. Bonner frunció las cejas.
—¿Has averiguado algo?
—Algunas cosas. Llevaban un generador de señales que interfería un determinado código, el habitual de mantenimiento, según MILLIE, más otro generador que averiaba los detectores de capacitancia, y otros dos aparatos que sólo sabré cómo funcionan tras algunas horas de examen.
—¿Alguna conclusión? —preguntó Bonner.
—Buenos cerebros en acción. ¿Cómo es posible que alguien tan inteligente sea a la vez tan estúpido?
—Tony, ¿cómo sabían lo que iban a necesitar?
Tony sacudió la cabeza.
—En parte es lógico, pero es imposible que adivinaran las frecuencias, y mucho menos los códigos que abren las cerraduras.
—¿Pretende decir que tenían un informador en Todos Santos? —inquirió Frank Mead.
—Es probable —dijo Tony—. Tal vez alguien que tenga acceso a MILLIE. Pero no tengo la menor idea de quién puede ser.
—Yo tampoco —manifestó Bonner—. Me disgusta pensar en que alguien pueda ser tan infiel…
—¿A qué sección puede pertenecer? —preguntó Mead.
—¿A la suya? —preguntó a su vez Tony.
Mead negó con la cabeza.
—Entre mi personal no hay nadie que sepa algo de electrónica. Igual que yo. Escuchen, si hay un asqueroso traidor entre nosotros, tendremos que desembarazarnos de él.
—Ciertamente —dijo Bonner—. Por la mañana veremos qué puede hacerse. Pero ahora, evitemos otra penetración. Coronel, ¿están alerta sus hombres?
—Sí, señor —contestó Cross. Alisó su delgadísimo bigote, casi invisible, cruzó las manos y las apoyó cuidadosamente en la mesa para poderlas ver bien—. He doblado la guardia en Central, y grupos provistos de perros están recorriendo el perímetro. Por otra parte, desearía comprobar, con su autorización, quién ha tenido acceso a MILLIE.
Bonner inclinó la cabeza para manifestar su aprobación.
—He ordenado a MILLIE que elabore un informe. Tony, ¿es posible que tengan un método para obtener información de MILLIE sin dejar rastro?
—Por supuesto. Tú siempre lo utilizas. Igual que Barbara. Igual que tus ayudantes, igual que Delores. Cualquier persona que tenga un injerto, o un terminal y acceso ilimitado.
—¿No queda registrado el nombre de quién pide un dato, el dato pedido y la fecha de petición? —preguntó Barbara Churchward.
—Naturalmente —dijo Tony—. Pero los registros de acceso no son seguros. Casi cualquier persona podría alterarlos.
—¿Cómo es eso? —inquirió Mead—. Es un tema terriblemente misterioso para mí.
—Verá —repuso Tony—, cuando se introducen datos exclusivos, los programas se complican. Y los programas complejos, son difíciles de mantener. Podemos hacerlo, pero sería costoso.
Bonner apretó los labios.
—Bien. También este problema tendrá que esperar hasta mañana. —Respiró profundamente—. Tenía que ser el hijo de Planchet. ¡Él es más poderoso que el alcalde! Puede hacernos daño, y hemos de suponer que lo intentará.
—Un culpable —dijo Sanders—. Planchet querrá un culpable. Yo.
—Bueno, no te detendrá —repuso Bonner—. Johnny, ¿cuál es la situación legal?
—No muy buena —dijo Shapiro—. De momento no hay problema. Somos una sección policial, y hemos dado parte. Pero ha pasado una hora, y ya deberíamos haber llamado a la oficina del fiscal del condado. En cuanto hagamos eso, el fiscal tendrá jurisdicción sobre nosotros.
—¿Podemos oponernos?
Shapiro negó rotundamente con la cabeza.
—No, señor Bonner, imposible. Todos Santos goza de numerosas exenciones legales, pero a pesar de todo formamos parte del condado de Los Angeles y del estado de California. No podemos hacer nada al respecto.
—Me gustaría pasar por alto el asunto —dijo Frank Mead—. Enterrarlos bien y mandar a la mierda al condado de Los Angeles.
—Seamos serios, Frank —dijo Bonner—. Un centenar de personas están enteradas del hecho. Sin contar con ese chico, Thompson.
Mead extendió sus manazas.
—Sí, lo sé. Sólo era un pensamiento. —Apoyó las manos en la mesa en un gesto de impotencia—. ¡Pero maldición, Planchet nos perjudicará! Y precisamente ahora, en pleno desbarajuste económico. Es un momento bastante malo para tener que hacer frente a Los Angeles.
—Nunca hay un momento realmente bueno en la guerra económica —opinó Churchward, sin dirigirse a nadie en particular.
—John, ¿qué sucederá cuando informemos? —preguntó Bonner—. ¿Intentarán detener al señor Sanders?
—Tal vez. No es obligado pero, dada la situación política, lo harán si Planchet insiste.
—Eso no me gusta nada —murmuró Frank Mead.
Preston Sanders se echó a reír. El sonido fue horrible.
—Pero, señor Mead, usted siempre ha estado convencido de que yo metería la pata. Ya ha sucedido.
Mead se quedó asombrado.
—¡Oiga, Sanders, no me hable así!
—Esto es innecesario, Pres —intervino Barbara Churchward. Su voz fue totalmente profesional—. Art, conocemos los hechos. ¿Es preciso que Pres siga aquí?
Bonner arrugó la frente.
—Pres es mi suplente…
—Y está drogado a más no poder —dijo Churchward—. Sugiero que le concedas un buen descanso.
—Creo que tienes razón. Pero dejemos clara una cosa. Los Angeles no encarcelará a Sanders. Podrán interrogarle cuanto quieran, pero aquí. ¿Estamos de acuerdo?
Hubo un coro de aprobación, en el que no participó Shapiro. El abogado mostraba aspecto de preocupación.
—No será fácil, Art. Si deciden detenerlo, ¿cómo lo impediremos?
—De momento está muy mal, el traslado es imposible. Doctor Finder, usted se encargará de eso. Lleve a Pres al hospital y reténgalo allí. Ninguna visita sin mi aprobación. Pero no diga esto, diga que la aprobación debe darla el doctor Weintraub. ¿Servirá, Johnny?
Shapiro inclinó lentamente la cabeza.
—Supongo que sí. Será mejor la participación de dos psiquiatras. Necesitamos una justificación lógica.
—¡No estoy loco! —protestó Sanders—. ¡Maldita sea, no estoy loco!
—Nadie ha dicho que lo estés —afirmó bruscamente Bonner—. Pero será mejor decir que estás «emotivamente trastornado».
Y es la pura verdad, pensó Tony Rand.
—Pres, no te preocupes. Vete y di tonterías de vez en cuando. Ya me entiendes, inventa buenos cuentos para los matasanos oficiales. Que ves serpientes verdes que se arrastran por los conductos de ventilación, y caníbales de color púrpura en la bañera. Si te falta imaginación, yo te ayudaré.
Sanders rió con nerviosismo. Bonner hizo una seña al médico residente y el doctor Finder se levantó. Al cabo de unos instantes, Sanders se puso en pie y permitió que Finder lo acompañara fuera de la sala.
—Lo dijo él, no yo —comentó Frank Mead en cuanto se cerró la puerta—. Y ha metido la pata.
—¿Qué habría hecho usted? —preguntó Bonner.
—Aguardar a que Seguridad cogiera al otro intruso —repuso Mead—. E introducir gas narcótico.
—Y dejar que reventaran los conductos de hidrógeno —dijo Tony Rand—. Una idea poco brillante.
—¡Mejor que iniciar una guerra con Los Angeles!
—Han hablado suficiente, los dos —intervino Bonner—. No estamos aquí para discutir los hechos. Estamos aquí para decidir qué hacemos ahora. ¿Comprendido?
—Lo primero que deberíamos hacer es llamar a la oficina del fiscal —dijo Shapiro—. Cuanto más tardemos, será peor.
—De acuerdo —convino Bonner—. Diré a Sandra que llame ahora mismo. —Hizo una pausa, con la cabeza vuelta hacia un lado—. Listo. Tenemos menos de una hora antes de que empiece el jaleo.
—Segunda cuestión. ¿Quién informa al concejal Planchet? Si tiene amigos íntimos en Todos Santos, MILLIE no lo sabe.
—MacLean Stevens —dijo Barbara Churchward—. Llámale y que sea él quien informe al concejal.
—Buena idea. Creo que será mejor hacerlo ahora mismo. Con permiso. —Bonner se dirigió al despacho contiguo.
—Necesitaremos declaraciones para la prensa —afirmó Churchward—. Creo que Sandra podrá ponerse en contacto con los de Relaciones Públicas. Art lo confirmará.
Ahora está en plena actuación, pensó Rand. Telepatía. O algo similar. Ella informa a MILLIE, MILLIE informa a Bonner, y viceversa. Pero es lo más parecido a telepatía de efecto seguro.
—Y el impacto económico será enorme —dijo Churchward—. Las ventas de productos de Todos Santos en la zona de Los Angeles descenderán como un halcón. ¿No estaremos expuestos a escasez de alimentos? No sería mala idea proveerse de víveres antes de que estalle la crisis.
—Tengo la impresión de que está preparándose para un cerco —dijo Frank Mead.
—No es mala analogía —opinó John Shapiro—. Y tampoco es mala idea.
El individuo estaba tendido en las escaleras de cemento, diez escalones por debajo de la salida del metro. Magulladuras aparte, aquel alargado rostro jamás había sido atractivo, y las arrugas componían un gesto de permanente malhumor. El cráneo estaba deformado, ya que había sido golpeado repetidamente contra un escalón. La ropa estaba raída y mugrienta, aunque en otro tiempo debió ser elegante.
El bisoño agente que había descubierto el cadáver se apartó, titubeante y sin color en las mejillas. El teniente Donovan tuvo la cortesía de no molestarlo. Mientras tanto, un detective estaba registrando los bolsillos del muerto.
Nada. Los asaltantes que lo habían asesinado se habían llevado todo. No quedaba nada en sus bolsillos, aparte de un paquete de Kleenex y un rotulador de gruesa punta. Donovan se preguntó por qué habían dejado aquellos objetos.
Resolver estos casos es igual que achicar el agua de un bote salvavidas con una cucharilla de té, pensó el teniente. No perdería mucho tiempo con aquel asesinato. Iba hacia su casa cuando vio que la ambulancia se detenía, y la curiosidad le hizo acercarse; de otro modo jamás habría estado allí. Los atracos con violencia correspondían a detectives de inferior categoría, no a tenientes de la sección de homicidios.
¿Qué estaría haciendo allí aquel tipo? Maldito necio. El metro tiene infinidad de salidas, y ha tenido que elegir ésta. En los trenes hay seguridad, pero no en esta estación, Maldito necio. Donovan había dejado de compadecerse de este tipo de personas.
Pero tenía que ocuparse de los trámites. A fin de cuentas se trataba de un asesinato.
Ningún testigo. Imposible encontrar una persona que hubiera ido en el tren. Tal vez se presentara alguien, o tal vez no. Pero había otra posibilidad. En la estación existía un acceso a la inacabada red de túneles. Las cuadrillas de Todos Santos estaban trabajando allí. En absoluto silencio podía oírse el ruido, el zumbido de la gran excavadora que se abría paso debajo del ayuntamiento. Quizá algún trabajador había salido para ir al retrete… No era probable, pero tampoco imposible. Donovan anotó que debía llamar al capataz de Todos Santos.
O podría entrar ahora y conversar con los trabajadores, pensó el teniente. Sería interesante. Jamás he visto en acción a una de esas enormes máquinas, y me gustaría hacerlo. Es una magnífica oportunidad.
—¿Señor? —El policía novato había vuelto, todavía un poco pálido. Sus ojos eludieron la visión del muerto—. He encontrado algo. Por favor, coja el rotulador que ese hombre llevaba en el bolsillo.
Bajaron las escaleras.
Grandes letras en tinta azul, un mensaje recién pintado entre muchos otros, y menos obsceno que la mayoría:
ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN.
—Si se trata del mensaje de un moribundo —dijo Donovan—, desde luego no cita el nombre de su asesino. Pero usted no se ha equivocado. Los trazos concuerdan con el rotulador. Seguramente lo escribió la víctima. —Otro motivo para hablar con los trabajadores de Todos Santos. Quizá vieron al hombre mientras escribía en la puerta.
—¿Qué pretendía decir?
—No podemos interrogarlo —dijo Donovan, y olvidó el asunto. O creyó olvidarlo.
MacLean Stevens tenía un teléfono de emergencia con quince metros de cordón que arrancaban del salón central. De ese modo podía desplazarse por la casa cuando atendía una llamada. En particular, podía coger la taza de café o servirse una copa de licor, y cuando recibía llamadas por aquel teléfono solía precisar alguna bebida.
En esta ocasión necesitó las dos; café y licor. Durante una maratoniana sesión de negociación sobre el coste de los nuevos túneles del metro, Art Bonner y Tony Rand iniciaron a Stevens en el hábito de mezclar café cargado y coñac. Y ahora, mientras escuchaba a Bonner, Stevens caminó descalzo hasta la cocina para preparar el café, y luego hasta el salón para buscar el coñac. Finalmente decidió no esperar a que estuviera listo el café.
—De acuerdo, Art. Hablaré con él —dijo Stevens—. Maldita sea… Oh, demonios, hablaré con él.
Colgó el auricular y se sirvió otros dos dedos de coñac. Estaba terminándolo cuando llegó Jeanine, vestida con su gruesa bata de franela. Como era normal cuando la molestaban por la noche, su esposa estaba irritada y completamente despierta.
—¿Con quién tienes que hablar? —preguntó Jeanine.
—Con el concejal Planchet. Han matado a su hijo.
—¡Oh, no! Mac… Mac, esto acabará con Eunice.
—Sí, lo sé.
—¿Quién ha llamado, un policía?
—Art Bonner.
La cara de Jeanine reflejó sorpresa, luego consternación, y finalmente quedó inexpresiva.
—Pero… Art… ¿Qué le ha pasado a Jimmy?
—Lo mataron después de entrar a escondidas en Todos Santos. Y ahora tengo que llamar al señor Planchet.
Jeanine se acercó y lo abrazó un instante, con la cabeza hundida en el hombro de Stevens. A continuación recuperó su acostumbrado brío.
—Yo te serviré el café. Y te traeré las zapatillas, no quiero que te resfríes.
Así respondía Jeanine a cualquier imprevisto, y por eso Mac era incapaz de imaginarse que podía vivir sin ella.
Levantó el aparato sin atreverse a marcar el número. Iba a ser una tarea difícil. El Gran Jim Planchet era más poderoso que el alcalde en muchos aspectos. Los alcaldes duraban dos o tres mandatos, a lo sumo, mientras que un concejal podía ser reelegido eternamente. Planchet ya había sido elegido en cuatro elecciones, y era presidente del concejo desde las penúltimas.
Stevens se obligó a marcar. Nadie respondió hasta el quinto zumbido.
—¿Diga? —contestó una voz somnolienta y apagada.
—Mac Stevens.
Hubo una significativa pausa. Stevens no habría llamado sin tener un motivo completamente justificado.
—Sí, Mac, ¿qué ocurre?
—Se ha producido un accidente en Todos Santos —dijo Stevens—. Su hijo ha participado en los hechos. —Guardó silencio el tiempo suficiente para que las palabras produjeran efecto, para que Planchet supusiera que aún no había escuchado lo peor—. Ha muerto, señor Planchet.
—¿Muerto? ¿Ha dicho muerto? Pero si le he visto para comer… —La voz se hizo más suave, más recelosa—. Un accidente, dice. ¿Qué tipo de accidente?
—Jimmy y Diana Lauder…
—Ah, sí, la conozco. Magnífica chica…
—… entraron furtivamente en Todos Santos. Los guardianes de Todos Santos los mataron, a los dos.
—¿Entraron furtivamente? ¿Los guardianes los mataron? Mac, ¡eso es absurdo! Mi chico no haría daño a nadie, ¿por qué lo han matado?
—Los de Todos Santos afirman que llevaban abundante material electrónico de gran complejidad, y cajas con algo que parecía dinamita. Los guardianes creyeron que se trataba de un ataque de la Sahyt.
Otra prolongada pausa.
—Saldré en cuanto me vista. Reúnase conmigo en la entrada este de la Caja.
—No se lo aconsejo, señor Planchet. No hay nada que ver. Su hijo y Diana ya no están allí, y la zona del suceso está… está contaminada.
—¿Contaminada? Explíquese.
—Hay gas venenoso.
—¿Han gaseado a mi hijo? ¿Lo han gaseado? —gritó coléricamente Planchet. Su voz volvió a calmarse—. ¿Dónde está?
—Van a llevarlo al laboratorio del forense.
—A la morgue. Jesús, no quiero… ¿Cómo voy a ir a la morgue con Eunice? ¿Qué… qué puedo hacer?
—Quédese donde está —aconsejó Mac—. Llame a sus amigos. A su pastor. Yo me ocuparé del asunto…
—Perfecto. Hágalo. —Otra larga pausa—. Han gaseado a Jimmy. Mac… Mac, quiero que se haga justicia. Justicia.
—Supongo que el fiscal de distrito tomará la decisión de entablar juicio —dijo Shapiro—. Y es una suposición con bastantes probabilidades de certeza. En ese supuesto, el primer paso es una audiencia preliminar. El fiscal intentará convencer al juez de que se ha cometido un crimen, y que por consiguiente tienen una base para proceder contra Sanders.
Shapiro pareció meditar durante unos instantes.
—No es habitual presentar defensa en una audiencia preliminar, pero en estos momentos pienso que deberíamos hacerlo. Nuestra defensa se basará en que no ha existido crimen, sólo una acción justificada.
—¿Qué posibilidades tenemos de ganar? —preguntó Bonner.
—Pocas. El juez estará sometido a muchas presiones. Tenemos dos cadáveres. Desarmados. Jóvenes indefensos. ¿Podría existir justificación para usar medios mortíferos? La decisión será difícil, y prácticamente todos los precedentes están en contra nuestra. Podemos ganar, pero lo dudo.
—Supongamos que ganamos —dijo Barbara Churchward—. ¿Qué haremos con Sanders?
—Sanders reanudará su trabajo —contestó bruscamente Bonner.
—Será un problema —afirmó Churchward—. Creo que deberías meditarlo cuidadosamente.
—Ella tiene razón —dijo Mead—. Planchet no olvidará el asunto. Han matado a su hijo. Y mientras Sanders siga aquí recordándoselo, el concejal nos atacará.
—Sanders es el segundo de a bordo. Lo necesito.
—Y nosotros necesitamos vender —dijo Churchward—. No estoy sugiriendo que nos deshagamos de Sanders. Corporación Romulus controla muchas empresas aparte de Todos Santos. ¿Y qué favor haremos a Pres manteniéndolo aquí, rodeado de personas que le llamarán asesino en cuanto tengan oportunidad de hacerlo? Romulus es una gran empresa, Art. Encontrarán un buen puesto para Pres en cualquier otro lugar.
—Cazadores de prisioneros —murmuró Bonner.
—¿Qué? —se extrañó Shapiro.
—Una vieja historia del ejército. Jamás supe si era cierta, pero todos la creíamos. Si un soldado encargado de custodiar prisioneros mataba a alguno, lo condenaban a pagar el coste de los cartuchos, le regalaban un cartón de tabaco, y lo trasladaban a otro puesto. Lo que estamos pensando hacer con Pres. Johnny, supongamos que perdemos en la audiencia preliminar.
—Entonces Sanders pasará a custodia del estado para ser juzgado —explicó Shapiro—. Y nosotros intentaremos convencer al jurado de que él actuó correctamente. Creo que tenemos buenas posibilidades de lograrlo. Y siempre podemos recurrir a trucos legales para que el juicio sea declarado nulo. Y existe la posibilidad de apelar, y…
—Y mientras tanto, Pres en la cárcel.
—Bueno, probablemente en libertad bajo fianza.
—Y pasando la vida en los tribunales —dijo Bonner—. Me gustaría creer que podemos atender mejor a los nuestros.
—¿Cómo? —preguntó Shapiro.
Bonner hizo un gesto de impotencia.
—Las malas noticias no acaban ahí —continuó Shapiro.
—Y ahora, ¿qué?
—Apuesto lo que quieran a que dentro de una semana alguien presentará un requerimiento para obligarnos a desmantelar nuestras defensas. Para obligarnos a que nos desembaracemos de los gases letales. Y es muy posible que nos obliguen, Art. Muy posible. Siempre hemos estado en la cuerda floja en ese asunto.
—Qué asco. ¿Qué opina, coronel?
Cross tenía aspecto de tristeza.
—Podemos aumentar la seguridad con medios humanos. En primer lugar, preocuparnos de que no haya posibles intrusos cerca del edificio. Pero es difícil pensar en otras medidas. El gas neurotóxico era un remedio cuando fallaban los medios humanos. Se demostró que lo necesitábamos…
—O creímos necesitarlo —corrigió Churchward.
—Es lo mismo —dijo el coronel Cross—. Eh… en esa audiencia preliminar, ¿hasta qué punto deberemos dar a conocer nuestro dispositivo de seguridad?
—Tendremos que revelar muchos detalles —dijo Shapiro—. Debo demostrar que es dificilísimo entrar en ese túnel. Demostrar que no se trataba de intrusos casuales… y que Sanders tenía buenos motivos para saber que no lo eran.
—Opino lo mismo. Tony, tendremos que replantear el dispositivo.
Rand manifestó su aprobación con la cabeza. Ya había pensado en aquello, y estaba barajando posibilidades.
—Hará falta tiempo.
—Puedo retrasar la audiencia preliminar —dijo Shapiro—. Durante varios meses, si quiere.
—Yo no quiero —manifestó Barbara Churchward—. De todas formas, este asunto significa un desastre financiero. Si mantenemos en suspenso el caso, el resultado será peor.
—¿Y qué me dice de ese requerimiento? —preguntó Bonner—. ¿Cuánto tiempo podrá retrasar esa acción legal?
—Una semana. Quizá dos —dijo Shapiro—. No garantizo más.
—No es suficiente, pero tendrá que bastarnos —comentó Rand.
—Me disgusta ser tan rudo —dijo Frank Mead—, pero tengo un problema. ¿Cuánto costará todo esto?
—Mucho —repuso Bonner—. Y soy incapaz de idear una alternativa.
—Yo también —dijo Mead—. Escuche, Art, estoy de su parte.
Claro que lo estás, pensó Tony Rand. Siempre apoyarás a Bonner. Igual que apoyaste a Pres.
—Pero no depende de mí —prosiguió Mead—. Depende de Zurich, y allí están con el agua al cuello.
—Estamos luchando por nuestras vidas —dijo Art Bonner—. Todo este proyecto puede sucumbir ante normas burocráticas. Igual que sucede con el resto de la nación. En consecuencia, Barbara, tendrás que acostumbrarte a los retrasos. Y usted, Frank, deberá autorizar enormes gastos con la sonrisa en los labios. Yo hablaré con Zurich.
La mandíbula de Frank Mead se contrajo, pero no contestó.
—No hay alternativa —continuó diciendo Bonner—. Rand necesita tiempo para replantear el dispositivo de defensa, y hasta que el nuevo dispositivo esté listo, no nos arriesgaremos a explicar ante un tribunal los métodos que empleamos actualmente. Debemos ir despacio. Johnny, gane tiempo. Tanto como pueda. Tony, tú y el coronel empezad a trabajar ahora mismo.
—¿Nadie hablará con Pres? —preguntó Rand.
—Por supuesto. Hablaremos con él por la mañana —contestó Bonner—. Bien. Todos sabemos lo que se espera de nosotros. Manos a la obra.