VI

El conocimiento de la naturaleza humana es el principio y el fin de la educación política.

Henry Brooks Adams

EL OJO DE LA TORMENTA

Tumbado en una extraña cama en una extraña ciudad de un país extranjero, sir George Reedy fue comprendiendo poco a poco que no lograría dormir.

Desfase horario, no había duda. Sir George siempre había sufrido el trastorno del biorritmo. Una pena, porque su trabajo le obligaba a muchísimos viajes. No habría sobrevivido si no se hubiera acostumbrado a dormir en los aviones.

Después de haber dormido en el vuelo a Los Angeles, Reedy estaba completamente desvelado a medianoche. Experimentaba cansancio, no sueño. Si cerraba fuertemente los ojos, apretaba los puños y se obligaba a dormir, el amanecer le sorprendería sin haberlo logrado. Había intentado muchas veces dormirse a la fuerza. El truco, pensó mientras se incorporaba y buscaba sus lentillas, consistía en aprovechar las adicionales horas de vela como si fueran un regalo, y emplearlas en algo.

El día había estado lleno de datos no digeridos… Anthony se había referido a personas que trabajaban fuera, sin salir jamás del edificio. Una fascinante posibilidad en un mundo cada vez más escaso de combustible. ¿Cómo lo había llamado Rand? Waldo. Y un término técnico que Reedy no recordaba.

MILLIE, dijo para sí Sir George Reedy.

A SU DISPOSICIÓN, SIR GEORGE.

¿Qué sabes sobre waldo?

WALDO: SISTEMA QUE IMITA LOS MOVIMIENTOS DE LA MANO O MANOS DE UN HOMBRE MEDIANTE UN BRAZO O VARIOS BRAZOS MECÁNICOS SITUADOS EN OTRO LUGAR. LA IDEA FUE CONCEBIDA POR ROBERT HEINLEIN EN UN CUENTO DE CIENCIA FICCIÓN, WALDO, PUBLICADO EN 1940. LOS WALDOS, O DISPOSITIVOS TELEOPERADOS, FUERON LLEVADOS A LA PRACTICA POSTERIORMENTE PARA MANIPULAR PRODUCTOS RADIOACTIVOS, Y DESPUÉS SE UTILIZARON EN TODAS LAS PROFESIONES PELIGROSAS: EXTRACCIÓN DE URANIO O CARBÓN, MANIPULACIÓN DE CIERTOS PRODUCTOS QUÍMICOS, TRABAJOS EN VACÍO O EN LA LUNA. LA HERRAMIENTA TELEOPERADA PUEDE SER DE CUALQUIER TAMAÑO, CON MANGO ADAPTADO A GUANTES DE TRABAJO EN VEZ DE A LA MANO. SE GRABAN LOS MOVIMIENTOS DEL OPERARIO, Y EL PROGRAMA PUEDE REPRODUCIRSE DE UN MODO ILIMITADO.

¿Cuántos operarios de waldo residen aquí en la actualidad?

CUATROCIENTOS DIEZ.

Reedy se había acercado a la ventana y estaba observando una rutilante alfombra de luz. Los Angeles era una ciudad realmente hermosa… vista desde el edificio. ¿Filtra los gases industriales el dispositivo de acondicionamiento de aire de Todos Santos?

SÍ, CON UNA EFICACIA DEL 80 POR CIENTO.

¿Coste?

LIMITADO.

Sir George paseó de un lado a otro. Pídeme un buen tazón de chocolate y medio whisky.

YA ESTÁ.

Ese escritor de ciencia ficción… ¿qué otras cosas inventó? ¿Ganó dinero con sus inventos?

A ROBERT HEINLEIN SE LE ATRIBUYEN LOS PRINCIPIOS DEL LANZACOHETES CON ACELERADOR LINEAL, LA ACERA DESLIZANTE Y EL LECHO DE AGUA. NINGUNA PATENTE REGISTRADA.

Reedy sacudió la cabeza mientras sonreía. Típico. Pero en cuanto a los waldos… eso tendría mucha influencia a la hora de decidir cuánto espacio debía asignar Canada al proyecto de una arcología. ¿Qué otros detalles podía analizar, antes de profundizar en la auténtica información, al día siguiente?

¿No daba resultado una arcología sin una ciudad en las cercanías? Si eso era cierto, el tema tenía crucial importancia. ¿Qué tipo de ciudad? Todos Santos y Los Angeles parecían estar demasiado próximos, y sus relaciones mutuas eran tensas. El tipo de tensión que he presenciado no durará siempre, pensó Reedy. Algo provocará un estallido.

¿Deberían hacerse ciertas concesiones a la ciudad huésped de Canada, o a sus ciudadanos?

Aquella familia del Comedor Común… recibieron financiación del mismo Todos Santos. Así lo aseguraba Bonner. ¿Qué resultados daría una medida de ese tipo?

MILLIE.

PREPARADA.

¿Qué datos tienes sobre la familia Phillips, un matrimonio con dos hijos por lo menos?

PHILLIPS, CALVIN Y JUDY CAMPBELL. RESIDENTES Y COPROPIETARIOS INDEPENDIENTES. NUEVE AÑOS DE MATRIMONIO. HIJOS CALVIN RAYMOND, EDAD ACTUAL 8 AÑOS, Y PATRICK LAFAYETTE, EDAD ACTUAL 6 AÑOS. PROPIETARIOS UNIDAD 18-4578. PORCENTAJE DE PROPIEDAD, INFORMACIÓN RESTRINGIDA.

Omite los detalles personales, ordenó Reedy. ¿Cómo fue financiado su negocio?

LA DIRECTORA DE DESARROLLO ECONÓMICO PRESTÓ FONDOS DE LA CORPORACIÓN A CAMBIO DE UN 25 POR CIENTO DE PARTICIPACIÓN EN LOS BENEFICIOS.

¿Qué garantía ofrecieron al pedir el préstamo?

Sir George se rascó la oreja. La vocecita que sonaba en su cabeza le producía picor.

UN PAGARÉ CON LA RECOMENDACIÓN DE BARBARA CHURCHWARD.

Había oído ese apellido… ¿por boca de Bonner?

¿Quién es Churchward?

LA DIRECTORA DE DESARROLLO ECONÓMICO.

—¡Caramba! —exclamó Reedy.

REPITA.

Nada. ¿Es normal este tipo de acuerdo financiero?

443 COPROPIETARIOS HAN ABIERTO NEGOCIOS EN TODOS SANTOS MEDIANTE PRÉSTAMOS RECOMENDADOS POR BARBARA CHURCHWARD. 27 SE HAN DECLARADO EN QUIEBRA HASTA AHORA.

Excelente marca, decidió Reedy.

Háblame de Barbara Churchward.

SE PRECISA AUTORIZACIÓN DE CHURCHWARD. SITUACIÓN ACTUAL DE CHURCHWARD: NO ADMITE INTERRUPCIONES PARA ASUNTOS RUTINARIOS. ¿SE TRATA DE UN CASO URGENTE?

No. He terminado, gracias.

La mesa se abrió para que saliera el chocolate caliente de sir George. Dio varios sorbos para vaciar un poco la taza y añadió el whisky. La mezcla lo había adormecido en otras ocasiones.

Mientras bebía, Reedy sonrió al ver de nuevo la alfombra de luz. No era extraño que la gente de Los Angeles estuviera disgustada. Las anteriores arcologías iniciaron su vida como esperanzadas entidades autosuficientes. Todos Santos nació como simbionte de Los Angeles. Ahora, buscando fuera la gente que precisaba, atrayéndola con préstamos y concesiones, el edificio-ciudad se esforzaba al máximo para ser autosuficiente, dentro de los límites de Los Angeles.

¿Hasta qué punto era necesaria Churchward en este proceso?

Esa mujer… ¿no estaría interesada en una nueva carrera, con un sustancioso aumento de salario? Reedy anotó mentalmente que debía averiguarlo.

Que un hombre estuviera tan sumido en la desesperación como para pensar en destruirse, y que otros hombres se mofaran de él en ese mismo instante… El nunca lo habría creído. Su última ilusión se extinguió y lo abandonó, mientras oscilaba al viento en el trampolín. Su enojo era profundo, tan profundo que no podía mostrarlo, y se revelaba contra sí mismo.

El semblante del hombre ni siquiera reflejaba nerviosismo. Era un rostro totalmente sereno. Y él seguía inmóvil, a la espera, a la espera… No sabía de qué, y tampoco le importaba. Había llegado al lugar hasta donde le condujeron los guardianes y se sentó donde los guardianes le indicaron.

Ellos le encontraron apoyado en la valla, mirando el cielo, con lágrimas que resbalaban por su sereno semblante. Notó unos gruesos dedos en su brazo, y se dejó arrastrar. El guardián le habló en tono tranquilizador, aunque él no escuchó las palabras. Le metieron en un ascensor. Hacia abajo, igual que una roca que cae. Afuera. A la habitación en que aguardaba.

Se abrió la puerta.

No se preocupó de levantar la cabeza. Pero varias personas hablaban.

—No lo sé, Tony. No sé qué pasará ahora. Pero le juro que esa gente parecía estar dispuesta a reventar los conductos de hidrógeno.

—He estado allí. Bajé para examinar el equipo que llevaban. ¿No está aquí? Vaya, ¿quién es ése?

Las voces se hicieron más claras. Asomaron varias cabezas en la habitación.

—¿Ése? Ah, es un saltador que detuvimos en el trampolín.

—¡Jo, Patterson, tenemos problemas peores! Al señor Sanders le han narcotizado. Señor Rand, ¿qué hacemos si la policía de Los Angeles viene a buscarlo?

—Nada. Pres mató a dos saboteadores y capturó a un tercero. El tercero ha tenido mucha suerte. Pres tenía pleno derecho a matarlo. Los de Los Angeles no pueden hacerle nada.

—Sí, señor… pero los chicos no llevaban dinamita, maldita sea. Sólo una caja de arena. ¿Qué opinará de eso un gran jurado?

El frustrado suicida levantó la cabeza y vio que «Tony» se encogía de hombros antes de decir:

—Blake, hicieron todos los esfuerzos posibles para convencernos de que pretendían demoler Todos Santos. Y yo diría que lo consiguieron, que hicieron realidad sus sueños más alocados. Atribúyalo a la evolución en acción.

Estruendosas carcajadas, y una voz sensata:

—La cosa no acabará aquí, Tony. Dios mío, me alegro de no ser Bonner.

Otra carcajada como respuesta.

—Esta noche todo el mundo opina igual.

Cerraron la puerta. Habían vuelto a olvidarse de él. Y eso le enojó. Le enojaban las carcajadas, que se burlaban de su próxima muerte.

Se acordaron de él una hora más tarde. El guardián de gruesos dedos lo condujo de nuevo al ascensor. Descendieron y el guardián lo dejó en un vagón de metro y le dijo cosas que él no tenía interés en escuchar. Ya había tomado su decisión.

Thomas Lunan desconectó el artilugio electrónico y llevó el Jaguar al garaje. Sacó dos pesadas bolsas con productos alimenticios y las dejó en el suelo. Después se dedicó a las cerraduras, la enorme barra metálica que atravesaba la puerta de acero del garaje, el cierre-alarma y los dos pestillos, todo ello antes de salir por la puerta de menor tamaño. Una vez fuera, tuvo que volver a dejar los bultos en el suelo para cerrar con llave.

Su piso se encontraba a tres manzanas de distancia, y debía cargar con la comida. No obstante, las calles estaban bien iluminadas y había mucho tráfico. Por tal razón había elegido aquel garaje. La casa había sido un edificio de apartamentos antes de envejecer hasta aquel extremo; decir que estaba en ruinas no sería una expresión excesivamente fuerte. La alfombra de la entrada estaba raída, y la pintura de las paredes tenía años de antigüedad. Sólo había dos viviendas en la vieja casa. Lunan subió al primer piso y abrió la puerta. Las cerraduras no eran nuevas y su aspecto no parecía particularmente bueno, aunque de hecho estaban recomendadas por una empresa de consejeros de seguridad en la que Lunan había efectuado una entrevista.

Dentro del piso, todo era distinto. Estaba amueblado con excelente gusto, y todo brillaba y reflejaba limpieza. El equipo estereofónico y el televisor eran nuevos y muy caros. Algunos cuadros eran originales.

Pero desde fuera nadie podía saber que había algo digno de robar, y por eso Lunan vivía allí. El periodista sentía cierto orgullo por el método que había seguido para encontrar su piso. Quería vivir cerca de la playa y no podía afrontar los gastos de las elegantes urbanizaciones de la costa. Por consiguiente tuvo que decidirse por Venecia y sus viejas casas construidas en los años veinte. Pero Venecia era una zona de notable actividad criminal y él no podría disfrutar de sus valiosas posesiones sin exponerse a un robo. Evidentemente debía vivir de tal modo que nadie supiera que poseía objetos merecedores de hurto.

El automóvil fue el artículo más problemático. Si aparcaba el Jaguar cerca de la casa, alguien acabaría pensando que el propietario tenía mucho dinero. Y un día alguien lo seguiría hasta el piso y le dejaría sin nada. Lunan vivía solo, y su trabajo lo mantenía apartado de su vivienda durante períodos hasta de una semana. Un mal asunto, aunque peor sería que una banda callejera lo visitara cuando estuviera en casa. Por eso tomaba precauciones cuando iba del garaje al piso y, hasta la fecha, el método le había dado excelentes resultados.

Conectó el televisor para escuchar las noticias, aunque prestó poca atención, la mínima para estar atento a algo anormal. Para él, anormal significaba una pista que lo llevara a un sensacional reportaje.

Lunan tenía problemas. No problemas graves, se repetía, pero problemas al fin y al cabo. Llevaba varios meses sin hacer un buen reportaje, y su jefe no dejaba de acosarlo día a día.

Si no encontraba algo rápidamente, le encargarían una tarea concreta. Y él, que había luchado durante mucho tiempo para alcanzar la privilegiada posición de investigador ambulante, no quería volver a los trabajos por encargo. Todavía peor, el director adjunto que asignaba las tareas no simpatizaba con Lunan, igual que la mayoría de sus colegas. Le encomendarían que se encargara de tediosas tonterías. Claro que no todo serían tediosas tonterías; él era un destacado periodista, no se atreverían a tanto. Pero cualquier tediosa tontería resultaba insoportable.

El problema era que llevaba mucho tiempo sin tener una sola idea. Y él vivía de las ideas. No hacía reportajes como otros periodistas, no iba detrás de las ambulancias, no acudía a incendios, no estaba pendiente de las comisarías… No trabajaba en lo que otras personas denominaban noticias. Su especialidad era la entrevista profunda, la entrevista que desentrañaba historias de interés humano capaces de explicar el mundo.

¿Qué iba a hacer? Lunan suponía que disponía de dos semanas antes de que lo reclamaran y lo arrojaran de nuevo al montón. No demasiado tiempo. ¿Cómo iba a arreglárselas para encontrar algo importante en solo dos semanas?

Decidió recurrir a una técnica que le había sido útil en el pasado: ir de pesca. Vagar, observar a la gente, hablar con cualquier tipo que encontrara, y que las cosas siguieran si curso. Parecía una decisión caprichosa, y lo era. Pero anteriormente la suerte lo había acompañado. De ese modo lo habían nominado dos veces para el Pulitzer.

¿Adónde ir? Puso un disco clásico, de los Beatles, se tranquilizó con un vaso de Chivas Regal, y al rato recordó que había transcurrido mucho tiempo desde su última visita al centro comercial de Santa Mónica. ¿Por qué no? Quizás obtendría provecho de la visita.

El fracasado suicida se apeó en Flower Street, en el centro de Los Angeles. Esa zona tenía edificios bajos, en comparación con Todos Santos, pero bastante altos, si no se les comparaban. Los hombres que se habían burlado de él en Todos Santos se enterarían de su muerte y lo lamentarían. Pero ¿se enterarían?

Era un detalle importante. Él no llevaba identificación, no había escrito una nota para explicar su suicidio. Sólo disponía del dinero que el guardián de Todos Santos le había metido en el bolsillo. Su idea original fue morir de un modo anónimo. Pero eso ya no era satisfactorio. Debía dejar algo. Se hallaba entre las vacías vías y las paredes garabateadas con obscenos mensajes y símbolos de pandillas, cuando una idea empezó a formarse en su mente…

Registró sus bolsillos hasta encontrar un rotulador de punta gruesa. Se acercó a la pared, sin importarle que alguien estuviera observándolo, y en aquel momento le llegó la inspiración. Con grandes letras, sobre un mensaje que estaba prácticamente borrado, escribió:

ATRIBÚYALO A LA EVOLUCIÓN EN ACCIÓN.

Perfecto. No era una frase excesivamente altanera. Era la declaración de un hombre que prestaba un último servicio a la raza humana, al liberarla de un perdedor crónico. La escribiría en la barandilla, o en cualquier parte, un instante antes de saltar. Y aquel hombre, Tony, reconocería sus palabras…

Avanzó animadamente hacia la escalera de salida.

Jim Planchet se sirvió otro whisky y se recostó en el sillón de su estudio. Creía que su visitante, por fin, estaba yendo al grano. George Harris había pasado mucho tiempo hablando de nada, y se hacía tarde. Era hora de que Planchet se reuniera con los otros invitados en el patio.

—Ya sabes que todas las semanas paso por la cárcel —dijo Harris.

El concejal Planchet frunció la frente.

—Creo hacer oído algo.

En realidad, Planchet sabía casi tanto como Harris. Tuvo que averiguarlo, porque deseaba estar seguro de que la participación de Harris en el comité de financiación de la campaña no iba a causarle problemas con los electores de Los Angeles.

George Harris había falsificado su declaración de renta. Fue detenido y declarado culpable de fraude tributario. En el juicio argumentó que había obrado así como protesta contra la política de Washington, una política que se negaba a continuar costeando. Esta defensa no contribuyó a ganarle la simpatía del juez; además de la multa, Harris fue condenado a pasar cuarenta y ocho fines de semana en la cárcel del condado. Los domingos por la noche quedaba en libertad para encargarse de sus negocios, pero todos los sábados por la mañana debía regresar.

No muchas personas conocían el paradero de Harris durante los fines de semana, y las pocas que lo sabían sentían lástima por él. ¿Quién no hace trampas en la declaración de renta? Para algunos, Harris merecía una medalla. De manera que no había problema con las amistades que George conservaba, y era mejor así, ya que Planchet lo conocía desde hacía años.

—Necesito ayuda —dijo Harris.

Jim Planchet se puso muy serio.

—Escucha, George, estuviste ante un tribunal federal. Si tus abogados no pueden sacarte, te aseguro que yo…

—Lo sé —dijo Harris, muy impaciente—. Mucha gente piensa que salí bien librado. Y supongo que así es, si lo comparo con lo que sería estar encerrado toda la semana. Pero, Jim, no puedo soportarlo más.

El asunto iba a ser embarazoso, Planchet estaba seguro. Harris, el viejo y duro George Harris, estaba a punto de hundirse y estallar en lágrimas. Y eso no arreglaría las cosas. No eran tan buenos amigos. Harris lo lamentaría después y…

—Escucha, George, sé que no es agradable, pero…

—¿Que no es agradable? ¡Jim, es un verdadero infierno! Ni una pizca de dignidad humana. Los carceleros son sádicos. Un imbécil recita el mismo sermón todas las semanas. «Me porto muy bien con la gente. Francamente bien. Pero si me importuna, se arrepentirá. Recuérdelo. Esas normas que hay en la pared no tienen nada que ver con lo que pasa realmente aquí. Recuérdelo y nos llevaremos bien». Todas las semanas lo mismo.

»Y hablan completamente en serio. Disfrutan con su trabajo, Jim. Les encanta despertarnos a las cuatro y media de la madrugada. Les encanta llevarnos a las duchas unos encima de otros, como ovejas. Les encanta echarnos a un depósito de agua y apiñar cuarenta hombres en una celda pensada para seis. Todos los sábados me presento a las ocho de la mañana. Debo estar allí a las ocho. No me dejan entrar hasta las nueve, pero que Dios me ampare si no llego a las ocho para aguardar en la entrada durante una hora. Luego tengo que estar estrujado en una celda para que tomen mis datos personales. Todas las semanas. Si saben que he de ir, ¿para qué tantos datos? Pero yo no me atrevo a preguntarlo, y tú tampoco te atreverías.

—Sí, bueno…

—Y eso no es nada. —Harris había saltado el obstáculo que le impedía hablar. Las palabras brotaban torrencialmente de su boca—. El desayuno a las cinco, y es imposible comerlo. Pan pastoso. Huevos fritos en aceite de pescado. ¡A las cinco de la mañana! El domingo. Dicen que hay que desayunar pronto, porque muchos internos deben presentarse ante el tribunal y han de estar preparados a las ocho. Quizá sea así, pero ¿en domingo? Y para comer vuelven a darte ese asqueroso pan, y carne grasienta con una salsa que parece engrudo y patatas de goma. Son de goma. Rebotan cuando caen al suelo.

—Nadie espera que la cárcel sea divertida, George.

—¡Lo sé! ¿Pero por qué tienen que quitarte hasta la última brizna de dignidad? ¿Están «reformándome»? ¿Cómo? No soy un criminal.

—No. El juez opinó que eras algo más peligroso. Un rebelde.

—Maldita sea, Hitler recibió mejor trato cuando lo encarcelaron después del Putsch de Munich.

Claro, y si hubiera recibido peor trato, tal vez no habría vuelto a intentarlo, pensó Planchet. Un trato complaciente a los evasores de impuestos, y se produciría una rebelión tributaria en todo el país. Y en ese caso, ¿qué sucedería con los pobres? George era contrario a las plantas nucleares; pero idéntica lógica podía usarse para protestar contra la asistencia social, un tema mucho menos popular aún que las plantas nucleares. En realidad Planchet no sentía excesiva simpatía por Harris. Por otro lado, estaba el problema de las donaciones para la campaña, y Harris parecía tener influencia sobre gente acaudalada. Valía la pena ser su amigo.

—¡Y con qué gente me ponen! Jim, un fin de semana tuve una celda para mí solo. El retrete estaba averiado, el agua inundaba el suelo, pero fue el mejor fin de semana que he tenido. Me ponen en compañía de animales…

—Supongo que eso debe ser bastante malo —dijo Planchet—. ¿Qué quieres que haga? La cárcel es del condado, no del ayuntamiento. No tengo autoridad sobre ella. Es incumbencia del sheriff.

—Pero ¿no puedes hacer algo?

—Lo intentaremos. De vez en cuando un juez declara que esa cárcel es «cruel e inhumana» y se produce un gran alboroto para pedir «reformas», pero nunca hay resultados prácticos.

—Sí, pero ¿qué puedo hacer yo? Estoy al borde de mis fuerzas, Jim.

—Lo supongo —dijo Planchet—. Sacó un micrófono de un cajón del escritorio— Emil, a ver si puedes conseguir que el señor George Harris reciba tratamiento especial en la cárcel del condado. Está sometido a un programa de cárcel con permiso para trabajar durante la semana. Se presenta el sábado por la mañana y sale el domingo por la noche. Al menos intenta que le pongan mejores compañeros de celda. El condado nos debe un par de favores, que nos devuelvan uno. —Volvió a dejar el micrófono en el cajón—. Ya está. Mi ayudante se encargará del asunto mañana por la mañana.

Harris parecía estar realmente aliviado.

—No puedo prometerlo —advirtió Planchet—. Pero creo que las cosas mejorarán. Al menos un poco.

—Gracias. Muchísimas gracias. —Harris apuró su vaso—. Ah, respecto a tu recolecta de fondos, creo que lograré que algunos miembros del Club de Atletismo compren mesas. Pero sería más fácil si tú te dejaras ver de vez en cuando. —Miró acusadoramente el estómago de Planchet, que rebasaba un poco el cinturón del concejal—. Si no hubieras tenido la complexión adecuada, ni siquiera habrías ingresado en el equipo de la universidad de Carolina del Sur.

—Supongo que tienes razón —dijo Planchet. Aquello sucedió hacía mucho tiempo, cuando Jim Planchet era una figura corriendo hacia atrás. Cosa que no había perjudicado su carrera.

George dio una palmada a su liso estómago.

—Deberías mantenerte en forma, Jim. A veces es útil.

—Los fines de semana en chirona no parecen haberte perjudicado tanto —comentó Planchet.

—¡Vaya que no! La única forma eficaz de ejercicio es hacerlo con regularidad. Todos los días. ¿Y me imaginas haciendo ejercicios en una celda acompañado de un graciosísimo marica? Pero olvidémonos de tu grasa. Deberías ir al club para conocer a los chicos. Juega una partidita de póker de vez en cuando. Te sorprendería comprobar cuántos amigos se ganan perdiendo unos cientos de dólares.

—Buen consejo —convino Planchet—. ¿Pero cuándo voy al club? Ni siquiera tengo tiempo para ver a mi hijo.

—¿Qué problema tienes?

Planchet se encogió de hombros.

—Todos Santos, fundamentalmente. En mí barrio hay muchos negocios que están perdiendo clientes por culpa de ese termitero. No puedo hacer mucho, pero naturalmente quieren que lo intente.

—Entiendo. —Harris inclinó la cabeza para acentuar su comprensión—. Además Todos Santos crea su propio personal de construcción. Compran todo a sus favoritos. Durante un tiempo, pensé que había hecho un buen negocio al venderles ciertos materiales eléctricos, hasta que encontraron una persona en su almacén para hacerse cargo del servicio. Tus electores tienen pleno derecho a quejarse. Todos Santos está exento de buena parte de las normas a que están sometidos nuestros negocios.

—Por supuesto. De otro modo no habrían construido el edificio —dijo Planchet.

Quince años atrás, Los Angeles se alegró de contar con Todos Santos. Grupos terroristas intentaron provocar alborotos mediante incendios en uno de los barrios pobres. Les dio buen resultado. Lanzaron tantas bombas incendiarias que originaron una tempestad de fuego y arrasaron varios kilómetros cuadrados de ciudad, dejando una horrible y negra cicatriz, miles de personas sin hogar, infinidad de trabajadores en paro… Cuando el consorcio propietario de Todos Santos se ofreció para reconstruir y crear cien mil nuevos puestos de trabajo, el Congreso, el poder legislativo y todos los estamentos se apresuraron a otorgar los incentivos que reclamaban los promotores.

Seguramente fue un error, pensó Planchet. Pero en su momento pareció una buena idea.

—¿Alguna vez has tenido que hablar de dinero con Todos Santos? —preguntó Harris.

—Muy pocas veces. —Planchet se levantó y dejó el vaso en el mostrador del bar.

Harris siguió hablando mientras acompañaba a Planchet a la fiesta.

—Pues puedes estar contento. Tienen una lumbrera que deberías conocer. Una preciosidad, pero tan fría como ese iceberg que tienen frente al puerto. Dura como la piedra.

En cuanto el camarero llevó la cuenta, Barbara Churchward cogió el papel antes de que el hombre joven, que estaba al otro lado de la mesa, pudiera protestar. El aspecto de consternación del hombre era interesante, y Barbara se preguntó vanamente si estaría preocupado por el trato que pretendía cerrar o porque era incapaz de aceptar la idea de que una mujer pagara la cuenta.

Ser simpática no cuesta nada, pensó Barbara.

—No se preocupe, Ted —dijo—. Poseemos la mitad de este negocio. Me hacen mucho descuento.

Aunque aquello tenía poca importancia. El señor Binghampton iba a sufrir una desilusión. Tal vez varias, si Barbara había interpretado correctamente sus intenciones para el resto de la noche. Ciertamente no sería desagradable que Ted le mostrara su informe de ingresos, o que hiciera cualquier otra cosa para lograr que Barbara le acompañara a su habitación de invitado del nivel 96. Era un hombre apuesto, inteligente, atractivo… pero ella jamás mezclaba los negocios con la diversión, tal como él estaba a punto de averiguar.

Además, Barbara tampoco haría ningún trato con Ted al día siguiente. Al principio le había parecido una buena operación, aunque algo complicada. No hacía mucho, Churchward había adquirido una empresa dotada de un excelente equipo de vendedores; en realidad, los vendedores eran mejores que el personal de producción. Si Barbara descubría un buen producto doméstico y lo añadía al catálogo, los vendedores no tendrían problemas para «colocarlo».

El señor Ted Binghampton representaba a una empresa de escaso capital que producía excelentes aspiradoras a buen precio. A los agentes de ventas no les sería difícil colocarlas a domicilio, tras un ligero adiestramiento. El único problema era el «iceberg».

La Tennaha Electric seguía una generosa política de pensiones. ¿Cuántos de sus empleados estaban próximos a la jubilación? Si la cifra era elevada, los beneficios iniciales serían cuantiosos, pero al cabo de pocos años el negocio se iría a pique.

MILLIE, pensó Barbara. ¿Ha presentado Sam el informe sobre el personal de la Tennaha?

Los datos fluyeron en su mente. Edad de los empleados, cuantía de las jubilaciones a que tendrían derecho, movimiento de personal por término medio, edad media en el momento de ingreso en la empresa… Nada más terminar el torrente de cifras. Barbara examinó la información. Su larga experiencia le permitió dominar su expresión, pero interiormente se asombró. Tennaha era un grupo de ancianos, de artesanos. No admitían personal nuevo, y disponían de muchísimos especialistas que no durarían una década más en la empresa.

Malo. Tal como Churchward sospechaba, el iceberg era excesivamente grande. Barbara acarició la idea de comprar las acciones de Tennaha para volverlas a vender en cuanto hubiera exprimido todo el jugo; pero ello implicaba el riesgo de encontrar un incauto. Ella podía encontrarlo. La excesiva carga del coste a largo plazo estaba bien oculta, y ponerla al descubierto habría precisado una amplia investigación. Pero ella no podía estar segura de encontrar un incauto cuando lo necesitara.

Además, disponía de un mejor empleo para el equipo de vendedores. Existía otra empresa, CMC, pequeña, domiciliada en Los Angeles, en la que era posible conseguir un importante paquete de acciones, y que parecía ser un negocio mucho mejor. Dos colaboradores de Barbara estaban hablando con los empleados; si los que ocupaban puestos clave se mostraban de acuerdo, el personal se trasladaría a Todos Santos y dispondría de los medios técnicos del Edificio Independiente. El dinero permanecería en bancos y asociaciones crediticias de Todos Santos, disponible para nuevas inversiones, en lugar de ir a Columbus, donde Tennaha tenía su factoría.

La maniobra tenía grandes ventajas. Todos Santos estaba exento de buena parte de las estúpidas normas que las empresas debían soportar. Si compraban Tennaha iban a tener que luchar tremendamente para modernizar la empresa, establecer igualdad de oportunidades y acabar con la discriminación a los trabajadores jóvenes. Era preferible importar técnicos capacitados que adquirir una empresa situada en el exterior.

Desde luego, la dirección de CMC se negaría a vender a Todos Santos, pero ello era un simple problema técnico. Una oferta justa a los accionistas en el momento oportuno y la dirección no tendría oportunidad de reaccionar. En cualquier caso, la administración de CMC era un conglomerado de ingenuidad. Habían dos ejecutivos que destacaban un poco, y Barbara se quedaría con ellos, pero casi todos los demás tendrían que marcharse.

—Hey, regrese —dijo Ted Binghampton—. Está a mil kilómetros de distancia.

—Oh, perdone —contestó Barbara—. Supongo que tiene razón.

—Jamás sé en qué está pensando.

Barbara le obsequió con su mejor sonrisa, sabiendo perfectamente que era una sonrisa encantadora.

—Ésa es mi suerte.

Hasta que averiguara si el personal clave de CMC deseaba o no trasladarse a Todos Santos, sería mejor prolongar la negociación con Tennaha.

Barbara prestó poca atención a Ted, que estaba diciendo algo sobre lo agradable que era hacer tratos con una mujer hermosa. Ella había escuchado esas cosas en otras ocasiones y era capaz de responder con la sonrisa apropiada sin prestar atención.

No tenía necesidad de hacerlo. El concepto que poseía de su atractivo era totalmente objetivo: sabía que era enorme. No en vano Playboy le propuso un reportaje cuando acababa de entrar en el mundo de los negocios. Ahora consideraba aquel episodio como una adulación. Gracias a Dios, tuvo la sensatez suficiente para negarse, aunque en aquella época le habría ido muy bien el dinero. Entonces era joven e ingenua y creía que el atractivo físico era terriblemente importante. Todas las pruebas lo confirmaban. Había logrado excelentes ingresos trabajando como modelo.

Ganó tanto dinero que se vio obligada a preocuparse de su capital, y descubrió que le gustaba el mundo de los negocios. Era el juego más excitante que había en la ciudad. Ser una jovencita que hablaba como una ingenua tampoco le había perjudicado. No entonces. Se hizo popular en las fiestas, donde conoció a otras muchas jóvenes pudientes. Modelos, estrellas del cine y la televisión, la flor y nata de la sociedad de Hollywood, y al cabo de un tiempo se encontró manejando sus inversiones. Antes de que terminara esa fase de su vida, Barbara levantó una empresa de asesoramiento para grandes inversores, de la que actualmente estaba apartada aunque seguía poseyendo una participación del veinte por ciento. Sus ingresos también le permitieron pagar el injerto, y eso era invalorable. Mientras las personas con que trataba manoseaban documentos y se esforzaban en recordar cifras. Barbara sólo tenía que desear los datos para obtenerlos.

—Y tenemos nuevas cifras de producción —estaba diciendo Ted—. No he venido a cenar con los informes, pero se los mostraré si me acompaña.

Barbara estaba pensando en la forma de negarse cortésmente, cuando empezó el agudo alboroto en su cabeza, y entonces supo, sin lugar a dudas, que tenía un problema.