¿Dónde hay un hombre que no deba nada a la tierra en que vive? Sea cual sea la tierra, el que la habita le debe lo más precioso que posee: la moralidad de sus actos y el amor a la virtud.
Jean Jacques Rousseau
REYES Y MAGOS
El guardián se volvió. Había asombro en su expresión.
—Al parecer hay un fallo en el túnel 0-8, capitán.
—¿Qué tipo de fallo?
—No hay imagen.
El capitán de guardia arrugó la frente.
—¿En el ocho? Es una zona crítica. No queremos intrusos en el 8… —Tocó furiosamente las teclas de su consola de mandos, y su rostro reflejó alivio—. MILLIE controla el problema —dijo—. Puesto que las horas extras están autorizadas, recurriremos a los afortunados que las cobran. Solicite reparación inmediata de las cámaras.
—Bueno, casi es la hora de cenar. No podrán arreglarlas esta noche.
—Si no pueden, enviaremos un agente. Pero les daremos una oportunidad. Ya están ahí, quizá puedan ocuparse del problema. —Volvió a mirar la pantalla de lectura e hizo un gesto de aprobación—. Todo parece estar bien. Nadie ha abierto puertas que dan al exterior. Infórmeme en cuanto vuelva la imagen.
—De acuerdo. —El guardián se recostó y tomó un sorbo de café mientras el calidoscopio se reanudaba.
Anthony Rand colgó el teléfono e hizo una mueca de disgusto. Que Genevieve llamara, siempre era una desagradable experiencia, y Rand no sabía si era peor cuando se peleaban o cuando ella intentaba mostrarse conciliadora. ¿Por qué Genevieve no se casaba y lo dejaba tranquilo? Aquella mujer fue un completo estorbo en su carrera. Y al ver que él no ascendía tan rápidamente como ella deseaba, le abandonó llevándose con ella a Zachary y dos tercios de sus insuficientes ingresos. Ahora, como era lógico, Genevieve quería volver.
Ella no desea estar conmigo, lo que quiere es vivir en Todos Santos, pensó Tony. Y estoy perdido si viene aquí y vive como una princesa divina a costa de mi posición.
Naturalmente Genevieve disponía de un soborno que ofrecer: Zach, de once años. Y buenos argumentos. El chico necesitaba a su padre, pero Tony Rand no tenía tiempo para educar a un hijo —apenas tenía tiempo para estar con el chico por culpa de las visitas— y alguien debía cuidar de Zach. ¿Por qué no su madre? Y además la ruptura tal vez no había sido tan sencilla y unilateral. Genevieve tenía su versión del caso…
Rand se estremeció ligeramente, puesto que su cuerpo había recordado a Genevieve, de repente, en contra de sus deseos. Djinn había sido maravillosa en la cama. Y había pasado mucho tiempo desde la última aventura satisfactoria de Rand. No tenía tiempo para eso, no tenía tiempo para hacer amistades. Qué lástima que no pudiera alquilar amantes. Sabía que existían mujeres deseosas de fingir afecto, de mostrarse amables cuando uno lo deseaba y de ser independientes cuando uno no disponía de tiempo para ellas. Ojalá él supiera dónde encontrar una mujer así. Y no es que tuviese miedo de preguntarlo, sino que no tenía la menor idea de a quién.
¿Por qué no Genevieve? Ella le ofrecería prácticamente lo mismo… no, antes me suicido.
El apartamento del ingeniero jefe no tenía nada en común con el resto de viviendas de Todos Santos. Era espacioso, porque su cargo era digno de un lugar espacioso. Pero buena parte del espacio se concentraba en una enorme habitación. Había un pequeño dormitorio que él raramente usaba, puesto que estaba demasiado lejos de la mesa de dibujo. En cierta ocasión olvidó una buena idea mientras salía adormecido de la cama y se tambaleaba hacia la mesa, y eso no volvería a sucederle.
El tablero de dibujo dominaba un lado completo de la gran sala: una vasta extensión de superficie metálica con herramientas de dibujo esparcidas y rodeada de interruptores y botones. Cuando Rand dibujaba, la imagen se introducía en los archivos del ordenador y era accesible desde su despacho o desde un lugar de trabajo. En otra pared había premios, diplomas enmarcados y trofeos. Los libros ocupaban otra pared. No había sitio para todos los libros que Rand necesitaba… ¿y dónde debía guardarlos, allí o en su despacho? Era mejor darlos a leer al cerebro electrónico de Todos Santos. Pero archivar los libros en la memoria del ordenador no había solucionado el problema: la habitación continuaba siendo un revoltijo de bandejas llenas de papeles, revistas (casi todas pendientes de lectura, pero repletas de importantes artículos que Rand no quería perder) en media docena de estanterías de caoba, cartas por contestar que se caían de los cajones… Rand estaba ahogándose en papel.
Envidiaba la tranquila eficiencia de Preston Sanders, de Art Bonner o de Frank Mead. Sus secretarias se preocupaban de los detalles de un modo prácticamente invisible. Tony jamás lo había logrado. No porque no dispusiera de buenos ayudantes. Alice Strahler era una excelente ingeniera y secretaria, y Tom Golden se ocupaba de la sección de compras, y…
Pero a pesar de contar con personal eficiente, el desorden subsistía. Ellos debían ocuparse de los detalles… pero Rand había descubierto que, con mucha frecuencia, los detalles eran la clave del problema. Así que tenía que ocuparse de las minucias, porque no sabía cuál de ellas acabaría siendo vital.
De esta forma Rand tuvo que idear robots: pequeños dispositivos, provistos de cámaras y equipo de sonido, capaces de moverse libremente por Todos Santos bajo control directo del ingeniero jefe. Con dos o tres de estos pequeños dispositivos teleoperados (Tony los denominaba R-2 en recuerdo del androide de La Guerra de las Galaxias) podía estar en varios lugares al mismo tiempo, ver las incidencias de la maquinaria y la construcción, desde todos los ángulos y en el momento en que se producían, y, en general, explorar sin salir de su dormitorio.
Pese a que los R-2 eran magníficos, con su sistema de comunicaciones bilaterales y su pantalla de televisión que podía mostrar la cara de Rand, al ingeniero jefe le parecía necesario salir y hablar con técnicos, carpinteros, fontaneros y operarios de mantenimiento; tenía que hablar con ellos personalmente, porque a casi nadie le gustaba conversar con un R-2 por mucho que tuviera la imagen televisiva de Rand.
Y debía desplazarse personalmente. Sus subordinados, incluidos los más eficientes, no reconocían cuáles era los puntos importantes cuando oían hablar de ellos. Y desplazarse en Todos Santos significaba tiempo, lo que implicaba que los periódicos, revistas y cartas fueran amontonándose hasta que Tony se veía desesperadamente retrasado…
Sonó el teléfono. ¿Otra vez Genevieve?, se preguntó. ¿Qué demonios querrá ahora?
—¡Hola! —bramó en la vacía habitación.
—Aquí Strahler, jefe —dijo la persona que llamaba.
¡Ah, vaya! Alice no me llamaría por una tontería.
—Ah, sí, hola.
—Lamento molestarle a la hora de cenar. Tenemos un problema con esa celosía de filamento de carbono reforzado. Medland no hará el suministro a tiempo.
—Grrr…
—¿Señor?
—Nada. Necesitamos ese material. —Nunca lo hemos necesitado tanto, y no podemos hacer nada. ¡Que se vayan al infierno! ¿Cómo íbamos a arreglárnoslas si esto fuera una colonia espacial? ¿O una nave estelar?—. Alice, el programa es tremendamente delicado y…
—Por eso le he llamado —dijo Strahler—. He recurrido a fuentes alternativas. Farbenwerke tiene el mejor programa de suministro, pero aún así el retraso sería de cuatro semanas. De todas formas he encontrado una urbanización en construcción en Diamond Bar que tiene suficiente material para nosotros durante un mes ya que, como los trabajadores están en huelga, no lo necesitan de momento. Podemos comprar ese material y llegar a un acuerdo con Farbenwerke para que entreguen nuestro pedido a Diamond Bar… El único problema es que piden una prima.
—Tengo la impresión de que has hecho tus deberes escolares —dijo Tony.
—Exacto. Nos costará bastante —comentó Alice— pero reprogramar un retraso de cuatro semanas supondrá casi seis millones. El trato con Diamond Bar unos novecientos mil. No veo más alternativas.
—Está muy claro lo que debemos hacer —dijo Rand.
—Exacto. ¿Hablo con el interventor general?
—Sí. Habla con él. Oye, esta tarea debe hacerla Tom, no tú.
—El señor Golden celebra su aniversario de boda —dijo Strahler—. Su esposa lo abandonará si no está presente. Por eso me he hecho cargo de la tarea.
—Gracias, Alice. Bien, puedes hacer el trato.
—Así lo haré. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Rand—. Basta de teléfono.
Una llamada muy cara, pensó Tony. Novecientos mil dólares, nada menos. Bueno. Alice y Tom resolverán el problema. Éste era el tipo de cosas que Tony Rand consideraba «detalles», pese a todo el dinero que significaban. Otra persona podía ocuparse del asunto. Pero si él no se hubiera manchado las manos con ocasión de la instalación del sistema de desagüe, nunca hubiera descubierto que la instrumentación del conducto no era practicable hasta que el sistema estuviera terminado. Tony se estremeció al recordar. Tuvieron que derribar un muro de hormigón y retrasar la finalización de la nueva ala residencial…
Sólo la acumulación de detalles permitía encontrar cosas de ese tipo… y la relación de los detalles entre sí no solía ser manifiesta en absoluto. Es decir, no existía método de archivo racional para tales cosas, y la consecuencia directa era el revoltijo del apartamento de Rand (su despacho mantenía una relativa pulcritud) porque jamás podía saberse cuándo iba a ser preciso un viejo artículo o informe…
Aunque si yo tuviera un injerto, pensó Rand… ¿Será ésa la razón por la que Bonner puede controlarlo todo? Pero Pres se las arregla sin injerto, igual que Mead.
Se puso una camisa limpia. Se acercaba la hora de reunirse con Bonner, Stevens y… ¿cómo se llamaba? Reedy. Era la hora de cenar con ellos.
El comedor tenía cabida para seis mil personas y ocupaba un nivel entero. Los paneles holográfícos, situados a lo largo de uno de los muros, daban la impresión de que tenía vista al mar. Los veleros avanzaban en la bahía, y las luces iban encendiéndose mientras el crepúsculo ensombrecía isla Catalina a lo lejos. La gran masa del iceberg en el puerto de Santa Mónica se perfilaba contra el moribundo sol, una montañosa isla que relucía con excesiva brillantez para ser de piedra.
—Realmente precioso —dijo sir George—. Y muy realista.
—Debería serlo —replicó MacLean Stevens—. Transmiten la vista hasta aquí.
—Exacto. Vemos lo que está ocurriendo en el mismo momento —dijo con orgullo Rand—. Es más barato que trasladar el comedor. Lo que realmente puede verse desde aquí no sería suficiente y… —Enmudeció. No estaba allí para hablar, sino para escuchar.
Debía controlarse con sumo cuidado. Le habían dicho que hablaba en exceso, y Rand suponía que era cierto, aunque jamás decía nada que él no hubiera deseado escuchar, en caso de no haber tenido suficiente información.
Y sin duda tenía motivos para estar contento con la respuesta de Reedy: un apreciativo silencio, y otra atenta mirada a los hologramas.
—Es una pena que el techo esté tan bajo —observó finalmente sir George—. Pero aun así, la ilusión es casi perfecta.
Art Bonner se echó a reír, un breve y cortés gesto. Tony Rand no tuvo problemas para leer la mente de Bonner: el coste de los muros holográficos había sido muy elevado, a pesar de no haber dotado al Comedor General de techos altos. Rand lo había sugerido, sin conseguir nada.
Art tampoco había dado su visto bueno a los hologramas, pero Tony insistió… y consiguió meterlos en el presupuesto. Estaba orgulloso de eso. El Comedor Común no sería tan agradable sin la ilusión de que se contemplaba el exterior…
La sala estaba llena de rumor de conversaciones y platos que resonaban. De vez en cuando se producían ruidos ocasionados por las personas que se movían.
—Hay mucho menos ruido del que habría imaginado, con tantos comensales —dijo Reedy.
Rand estuvo a punto de informarle sobre el diseño acústico: paredes no paralelas, diseñadas de un modo sutil, bordes rugosos en lugares clave y otros detalles. Pero Reedy estaba atento a otras cosas.
—De nuevo la costumbre —dijo MacLean Stevens—. Costumbre profundamente enraizada. Y además adquirida con gran rapidez.
—Indudablemente interviene la selectividad —opinó Reedy—. Los que no se adaptan no se quedan mucho tiempo.
—La idea consiste en adaptar el hábitat a las necesidades del habitante —dijo Art Bonner.
—Creo que lo han hecho muy bien —replicó Reedy.
Las mesas eran largas y estrechas, con un par de correas móviles en el centro. Los platos sucios circulaban hacia la derecha, y un flujo continuo de comida, bebidas y utensilios limpios brotaba de algún cuerno de la abundancia situado a la izquierda de los comensales.
—Siéntese donde quiera —dijo Art Bonner—. Puede elegir la compañía que prefiera, o esperar a que otra persona le elija a usted.
—¿No se reserva sitio? —preguntó Reedy.
—No. No hay normas. —Bonner los condujo hasta una zona vacía de una alargada mesa—. Los de programación clamarán al cielo si la mesa no se llena. —Hizo una pausa y se quedó contemplando el vacío.
Ése es el valor del injerto, pensó Rand. Art acaba de hacer una observación, con detalles, y el día siguiente MILLIE le recordaría que meditara el problema.
Reedy aguardó hasta comprobar que Bonner volvía a prestar atención.
—¿Cómo programan sin reservas de mesas? —preguntó entonces.
Bonner hizo un gesto de indiferencia.
—Lo hacemos.
—Los residentes deben efectuar un mínimo de comidas en el Comedor Común —dijo Stevens, con voz cuidadosamente controlada—. No sólo se les cobra la comida como parte de los servicios, sino que además pagan una suma extra cuando faltan demasiadas veces. Con este incentivo, todo se reduce a una simple aplicación de matemáticas elementales.
—No es tan simple —comentó Rand.
Reedy torció el gesto.
—Eso no me parece muy agradable.
Se sentaron, Reedy y Bonner a un lado de la mesa, Rand y Stevens al otro… Los platos y comidas que iban pasando distrajeron a Reedy e hicieron difícil que prosiguiera la conversión. Pero Bonner no aparentó darse cuenta.
—Encontrará platos limpios en cualquier momento —dijo Bonner—. Creo que le gustará la comida, y sin lugar a duda es suficiente. —Una pausa—. La cena de esta noche costará únicamente siete dólares y veintiocho centavos por persona, suponiendo que los cálculos sean correctos. Si ve algo de su gusto, limítese a cogerlo. Cuando haya terminado, ponga el plato en la correa transportadora.
—En cuanto al método… ¿sigue las normas sanitarias?
—Indudablemente. —Bonner atrapó un plato de fricasé de pollo—. En primer lugar, un plato no contiene más de cuatro trozos. Y puedo citarle evidencia empírica. Examine nuestro absentismo debido a enfermedades secundarias…
Reedy parecía estar meditando.
—Bastante bajo —dijo.
—Compruebe la tasa de Los Angeles para comparar. Ellos no tienen datos tan fiables como los nuestros, pero le permitirán hacerse una idea.
Rand observó atentamente a los que hablaban. En su despacho habría obtenido los mismos datos con idéntica rapidez, pero en el comedor no tenía más remedio que sacar del bolsillo el terminal de comunicaciones, formular la pregunta en el teclado y leer la respuesta. Reedy y Bonner se limitaban a pensar la pregunta, y la respuesta llegaba directamente a sus mentes sin que se interrumpiera la conversación.
—Hay otra razón que justifica el máximo de cuatro trozos por plato —dijo Rand—. Si la Sahyt se infiltra y envenena algunos platos no matará a demasiada gente…
—¡Caramba! ¿Qué probabilidades existe de que suceda tal cosa? —preguntó Reedy. Al parecer había perdido el apetito.
—Casi ninguna —le aseguró Rand—. Los agentes de seguridad vigilan constantemente. —Rand indicó el techo.
Reedy observó nerviosamente, como si notara ojos en la nuca. Platos y cubiertos pasaron frente a él, y se apresuró a cogerlos. Bonner le cedió un gulash, seguido rápidamente de verduras y pan. Había té, café, leche, agua y jugo de frutas, El gulash estaba caliente y despedía un delicioso olor a pimiento.
Rand comió ávidamente, pero Reedy vaciló.
—Está impresionado, ¿me equivoco? —dijo en voz baja MacLean Stevens, y empezó a comer—. No puede hacer nada, así que disfrute de su cena.
—No puede hacer nada… ¿respecto a qué? —preguntó Rand.
—Respecto a estar constantemente observado.
—Pero si no nos observan constantemente —dijo Rand—. Los guardianes vigilan al azar.
—¿Qué hacen cuando los cogen? —inquirió Reedy—. A los saboteadores. O a simples carteristas.
Bonner soltó una risotada.
—Se trata de un asunto penoso. Lo que sucede es que los entregamos a la policía de Mac, y esa policía los deja en libertad.
Sir George arqueó las cejas.
—¿Es cierto, señor Stevens?
—En realidad…
—Bastante cierto —dijo Bonner—. Supongamos que sorprendemos a un ciudadano de Los Angeles con la mano en el bolsillo de un accionista. Supongamos que lo sorprendemos con las manos en la masa, con diez testigos. Llamamos a la policía de Los Angeles. Vienen a buscarle. Un representante del fiscal de distrito se pone en acción y toma declaraciones. Hasta aquí todo va bien.
»Pero entonces entra en juego un abogado de oficio. Será un jovencito inteligente recién salido de la facultad de Derecho, ansioso de lograr fama. Se producen demoras. Aplazamientos legales. Comparecen la víctima y nuestros testigos, y desaparece el abogado. Conflicto de horarios. Lo que sea. Hasta el día en que no comparece la víctima, y… ¡zas! Ese mismo día la defensa insiste en acelerar los trámites.
—¡Maldita sea, no es justo explicar así las cosas! —intervino Mac Stevens.
—Es bastante cierto, Mac, y usted lo sabe. Cuando vamos detrás de una condena, tenemos que pasar horas, días enteros en los tribunales. Y ¿para qué? Aunque lo hagamos, el yo-yo dictamina fianza y libertad condicional.
—¿Y qué hacen entonces, señor Bonner? —preguntó Reedy.
—Apretamos los dientes y nos resignamos —dijo Bonner—. Y nos preocupamos de que no entren aquí nuevos delincuentes. Tenemos derecho a mantener a los vagos lejos de nuestra gente.
¿Y cómo lo haríamos en una nave espacial?, se preguntó Tony Rand. Hummm. Deberíamos tener leyes penales. Justicia, si se prefiere. Que es una cosa difícil de automatizar… y que no me incumbe.
La comida era excelente, y todos se dedicaron a ella en silencio durante un rato. Casi todos repitieron. Rand empezó a explicar los problemas que tenía para lograr que el dispositivo de la correa transportadora funcionara correctamente, pero comprendió que los demás no estaban interesados. Finalmente sir George levantó la cabeza y habló.
—Seguramente habrá muchos desperdicios. Es imposible predecir la cantidad de comida que va a consumirse.
—Lo hacemos mejor que lo que usted cree —dijo Bonner.
—Sí, y venden las sobras a instituciones benéficas de Los Angeles —comentó sombríamente Stevens—. Iglesias, casas de caridad de los bajos fondos y sitios similares. No hay derroche porque los pobres de Los Angeles viven a costa de la basura de Todos Santos.
—Bien, eso no es cierto —dijo Rand—. La basura va a las granjas porcinas…
—Tony quiere decir que sólo las partes intactas se venden para consumo humano —explicó Bonner—. Y tiene razón, la auténtica basura alimenta a los animales. Y otra cosa, Mac, a usted puede no gustarle que los pobres se alimenten con nuestras sobras, pero noto que no se queja del agua que suministramos.
El sol cayó al mar y el iceberg que había frente a la costa hizo destellar sus luces de navegación. La oscuridad del holograma era encantadora, aunque hacía que el bajo techo presionara todavía con más fuerza. Sir George volvió a mirar alrededor.
—Yo no diría que a los norteamericanos les gusta que los vigilen mientras comen.
—A la Corporación tampoco le satisface mucho el gasto de la vigilancia —aclaró Bonner—. Dígame, ¿qué debo hacer? Pese a todo, la Sahyt se introduce en Todos Santos. E intenta envenenar a la gente…
—Sus miembros no creen que es veneno —dijo Stevens.
—El LSD es veneno —dijo Bonner—. Si mi gente quiere ponerse en órbita, lo harán ellos mismos. No necesitan ayuda de incordiadores. Y verter ácido en la comida no es lo único que hacen los honorables Amigos del Hombre y de la Tierra. También han intentado volar las cocinas, y otras partes de Todos Santos. Quisieron… bien, sus mentes enfermas idean trucos bastante ingeniosos.
»De manera que debemos vigilarlos, y no podemos dejar de lado el Comedor Común. No lo haríamos aunque pudiéramos. A la mayor parte de nuestros residentes les gusta este comedor. Algunos jamás comen en otro sitio. Al fin y al cabo, se trata de nuestra institución más democrática.
—¿Por qué esos criminales los aborrecen tanto? —preguntó sir George—. Seguramente sabrán que la gente que vive aquí no está descontenta…
Bonner y Stevens se echaron a reír al unísono, por un chiste que sólo ellos compartían, y Rand habría hecho lo mismo, pero el recuerdo era excesivamente penoso. Genevieve se fue a vivir con un chiflado ecologista, después de abandonar el lecho de Tony. Éste se esforzaba en ser objetivo, pero le resultaba difícil.
—Los miembros de la Sahyt afirman que son ecologistas —explicó Bonner—. Como si yo no tuviera entre mi personal a algunos de los mejores talentos ecológicos existentes en el mundo. Pero ellos pueden salvar a la Tierra…
—Art no está siendo demasiado justo —dijo Stevens—. Detesto a los terroristas, pero la Sahyt tiene una razón. Afirman que si Todos Santos triunfa no habrá trabas para el crecimiento de población. Ni siquiera el hambre y el apiñamiento podrán contener la explosión demográfica, hasta que sea demasiado tarde para todo y para todos. En realidad sus mejores argumentos son pura ficción. Están apoyando una película basada en una vieja novela de ciencia ficción, The Godwhale, en la que la raza humana va disminuyendo hasta que no queda ni una sola persona.
—¿Debo entender que usted está de acuerdo con ellos? —preguntó sir George.
—No. Pero tienen parte de razón. Todos Santos usa enormes recursos para crear una élite que disfruta de… —Apretó firmemente los labios—. Prefiero que lo vea usted mismo.
Ver ¿qué?, se preguntó Rand. ¿Algo que no iba bien? ¿Dónde?
—He visto manifestantes fuera —dijo sir George—. ¿Sufren muchas tentativas de sabotaje? ¿Bombas, o cosas por el estilo?
—Más de lo que me gustaría —contestó Bonner—. Pero raramente escapan a Seguridad. Colocar una bomba es muy difícil cuando los guardianes están mirándote de reojo.
—¿Hay algún lugar no vigilado por los guardianes?
—No muchos.
Una joven familia se acercó a la mesa y tomó asiento a continuación de Art Bonner. El hombre tendría unos treinta años y su esposa era considerablemente más joven. Los acompañaban dos niños, de seis y ocho años. Todos vestían los pulcros pantalones y camisas sin arrugas que parecían ser el atuendo característico, y los cuatro lucían placas de residente. Como la mayoría de placas de residente, sus identificaciones tenían un toque personal. Las de los padres llevaban dibujos en color con los nombres en estilizada caligrafía; las de los niños tenían dibujos infantiles. Las camisas llevaban dibujos complementarios de colores llamativos, ideados para que, incluso a cierta distancia, pudiera identificarse como familia a sus poseedores, si bien las cuatro camisas eran distintas.
El hombre se sentó junto a Bonner y examinó atentamente la placa de Art antes de hablar.
—Me parecía conocerle, señor Bonner.
—Buenas noches —dijo amigablemente Bonner. Examinó las placas del matrimonio: Cal y Judy Phillips. El color ya le había indicado que se trataba de residentes copropietarios, y la placa aclaraba la ocupación del cabeza de familia: Alquiler Trajes Pasillo Ejecutivo, Galería Nivel 25.
Bonner fue señalando a sus compañeros.
—Señor Phillips, éste es Tony Rand, el ingeniero jefe. Nuestros visitantes son el señor Stevens del ayuntamiento de Los Angeles, y sir George Reedy del gobierno canadiense.
Los ojos de Phillips se agrandaron ligeramente. Saludó cortésmente a los otros con una inclinación de cabeza y empezó a coger platos para él y su familia. Después habló en voz tan baja que solamente era audible si se prestaba gran atención.
Los recién llegados hablaron entre ellos durante un rato. Pero Cal Phillips se dirigió de nuevo a Bonner en cuanto estuvo seguro de que había terminado de cenar.
—Señor Bonner —dijo—, mi ducha no proporciona agua suficiente.
Bonner hizo un gesto de asombro.
—¿Ha llamado a Mantenimiento para que la revisen?
—Sí, señor. Dicen que todo está bien.
—Pero no es así —intervino Judy Phillips—. Yo solía usarla a su máxima potencia, y ahora es imposible. Y no ha habido reducción de suministro en nuestra vecindad.
—¿Dónde? —preguntó Rand.
—Cuarenta y cuatro oeste, zona R —contestó Judy.
—Hummm. Puede ser el ordenador. No creo que haya…
—Déjalo a los de Mantenimiento, Tony —dijo Bonner. Se concentró unos instantes—. Perfectamente, alguien se ocupará del problema.
—Gracias —dijo Cal Phillips—. Si dispone de unos minutos…
—Esta noche no —contestó afablemente Bonner—. Debo acompañar a mis invitados. Si nos perdonan…
—Por supuesto —dijeron a coro los cónyuges.
—Tomaremos café en mi apartamento —explicó Bonner a sus huéspedes en cuanto se alejaron de la mesa—. Y discutiremos la cuestión económica, sir George. Supongo que eso te hará llorar de aburrimiento, Tony…
¿Acaso Bonner intentaba librarse de él?, se preguntó Rand. ¿Por qué? Pero ya había sucedido en otras ocasiones, en cuanto había que usar la diplomacia.
Antes de salir del Comedor Común, Bonner escuchó cinco nuevas quejas, le expusieron tres soluciones distintas al problema de la eliminación de basura (una de ellas tan interesante que Rand sacó un cuaderno y tomó nota) y le animaron a que no cediera ante las presiones externas de los transportistas.
Al llegar al pasillo, diversas personas reconocieron a Bonner, aunque no le hablaron; se limitaron a desearle buenas noches.
—Iremos a mi apartamento —dijo Bonner—. ¿Estás seguro de que no puedes acompañarnos, Tony?
Definitivamente era una indirecta, decidió Rand.
—Gracias, Art, pero creo que me retiraré temprano —dijo Rand.
El ingeniero jefe vio cómo los demás entraban en un ascensor.
En los ascensores había otros residentes, y tampoco éstos hablaron con Bonner, que condujo a sus acompañantes a un rincón del piso cuarenta y siete. La puerta del apartamento se abrió al acercarse el grupo. Entraron en un salón alfombrado. La vista de la ciudad era magnífica a ambos lados.
Alargadas líneas de luz que eran calles abarrotadas de tráfico; líneas de puntos de vacías calles iluminadas; elevados edificios con nuevos dibujos luminosos; un banco de niebla que se arrastraba desde la bahía y velaba el iceberg, cuyo vértice quedaba muy por debajo de los observadores: Los Angeles exhibía su esplendor alrededor de los tres hombres.
MacLean Stevens se acercó a las ventanas.
—Eso sí que es una ciudad —dijo—. Viva, encantadora y libre.
—Espléndida —opinó Sir George—. Francamente espléndida.
—En especial desde aquí —añadió Bonner—. ¿Pimm's Cup otra vez, sir George?
—Gracias, prefiero coñac…
—¿Un Carlos Primero, por ejemplo?
—Espléndido. Gracias.
Se sentaron. Observaron unos instantes la maciza mesita, una copia del modelo que había en el despacho de Bonner.
—De nuevo las costumbres —dijo Reedy.
Bonner pareció no comprenderle.
—Los residentes. Se les permite hablar con usted en el Comedor Común, pero no en los pasillos.
—Más o menos —dijo Bonner—. En realidad no se trata de permiso, sino más bien… bueno, de costumbre, como usted diría.
MacLean Stevens se dispuso a decir algo, pero se contuvo.
—La cuestión —prosiguió Bonner— es que cualquier persona puede hablar con cualquier otra en el Comedor Común. De no haber estado ustedes, habrían charlado como cotorras. Se mostraron corteses en atención a los visitantes.
—¿Y por qué hay tanta gente interesada en la eliminación de basura? —preguntó Reedy.
—Es el «problema de la semana» —explicó Bonner—. Todas las semanas pedimos a los residentes que piensen en algo concreto. Si tienen una buena idea, la utilizamos. Da más resultados de los que usted pueda imaginar.
—Entiendo. ¿Y usted come frecuentemente en el Comedor Común?
—Con razonable regularidad. Estoy exento de la obligación, como es lógico, aunque no estoy muy seguro de que sea una norma sensata. Salir y hablar con los residentes es, simplemente, una buena política. Si Nixon hubiera ido a algún bar de vez en cuando, habría sido presidente durante dos mandatos. A propósito, Mac, el alcalde se beneficiaría si saliera a la calle y hablara con ciudadanos elegidos al azar.
—Naturalmente. Acompañado de cincuenta guardaespaldas.
—¿Lo ve? —dijo Bonner—. Yo no necesito guardaespaldas. En Todos Santos, no. Puedo hablar con quien me parece. Ah, aquí está la bebida.
La mesita se abrió y dejó al descubierto tres grandes copas de coñac.
—¿Hay camarero automático en todos los apartamentos?
—No es automático —dijo MacLean Stevens—. Un camarero muy humano ha servido estas copas en algún lugar del edificio.
Bonner hizo un gesto de asentimiento.
—Numerosos residentes reciben los pedidos en las puertas de sus casas. Los apartamentos especiales y de ejecutivos poseen correas transportadoras directas.
—Un servicio reservado para las castas superiores —dijo Stevens—. Reyes, reinas, y zánganos. —Levantó el vaso—. Salud.
—Esa imagen es muy antigua, Mac. —Bonner alzó su vaso como réplica—. Salud. Supongo que puede llamar reyes y reinas a los ejecutivos, y zánganos a los principales copropietarios, pero ¿qué sentido tiene? Sir George, a Mac no le gusta Todos Santos… pero su esposa desea vivir aquí. ¿No es cierto, Mac?
Stevens contestó que sí, amargamente.
—Notará que Mac tampoco dice que no tenga medios para traer aquí a su esposa —continuó Bonner—. Le he ofrecido prácticamente todos los puestos posibles en mi sección.
Stevens se agitó nerviosamente y miró su reloj.
—Sir George, debo irme en seguida.
—¡Santo cielo, es cierto! Su familia debe esperarle. Lamento mucho que…
—Usted no tiene que irse —dijo Bonner—. Disponemos de habitaciones para huéspedes. Por favor, quédese, sir George. ¿A qué hora tiene su primer compromiso mañana?
—Bien, lo cierto es que pensaba volver aquí…
—No hay más que hablar, entonces. Haré que le preparen una habitación. Usted no tiene familia en Los Angeles.
Bonner no había hecho una pregunta. Stevens se extrañó, pero acabó comprendiéndolo. Bonner habría ordenado a MILLIE que investigara el número de plazas reservadas en líneas aéreas y hoteles.
—Me gustaría quedarme, si al señor Stevens no le importa —dijo Reedy.
—No, naturalmente que no. Conozco la salida, Art. ¿Se ocupará de que mi helicóptero venga a recogerme?
—Por supuesto.
Stevens apuró su copa de coñac y se levantó.
—Nos veremos. Vendré a buscar a sir George por la mañana. Llame al ayuntamiento una hora antes de que esté preparado para salir, por favor.
—Se lo devolveremos —le aseguró Bonner. Acompañó hasta la puerta a Stevens—. Venga con Janice la próxima vez. Cuando no tenga que enseñar a alguien el Comedor Común…
—Gracias —contestó Stevens. La puerta se abrió para dejarle salir, y volvió a cerrarse después.
—Pobre Mac —dijo Bonner en cuanto se sentó otra vez—. A su esposa le encanta este lugar, y Mac opina que venir aquí es un aburrimiento. Perdóneme un instante, por favor. —Su semblante reflejó concentración.
Reedy escuchó las instrucciones: es decir, oyó que MILLIE estaba escuchándolas: MacLean Stevens sale ahora de 47-001. Máxima protección. Pide el helicóptero al cuerpo de Bomberos de Los Angeles.
RECIBIDO.
—Supongo que tendrá más dudas —dijo Bonner.
—Millones —convino Reedy—. No sé por dónde empezar. Eh… oiga, señor Bonner, es imposible no darse cuenta de que su relación con el señor Stevens es bastante peculiar.
Bonner sonrió francamente.
—Yo no lo diría de ese modo, pero tiene razón. Mac está convencido de que este lugar no podría existir sin Los Angeles. Para él no somos más que un vampiro que chupa el sustento de la ciudad. Y puesto que en Los Angeles hay una ingobernable confusión, Mac lamenta aún más nuestro orden y tranquilidad.
—Entiendo. Y sin embargo son amigos.
—Ojalá fuéramos amigos íntimos. Mac es una excelente persona, sir George. Pero ya ve.
—Sí. A propósito, ¿es correcta su teoría?
Bonner dudó únicamente un segundo.
—Sí. En cierto sentido. Se han hecho varios experimentos en cuanto a arcologías, sir George. Éste es el único que ha tenido éxito.
—Es el más ambicioso y el mejor financiado.
—Exacto. Pero creo que eso no lo explica todo. Hemos tenido muchos éxitos. No simplemente por evitar el deterioro. Hemos crecido, hemos mejorado y hemos dado beneficios a accionistas y financieros. Las arcologías anteriores precisaban enormes subsidios procedentes de impuestos, mientras que Todos Santos paga impuestos. El mínimo posible, pero pagamos.
—Lo sé, lo sé —dijo sir George—. Ése es el motivo de mi visita. ¿Por qué?
—Gracias a nuestra independencia y a que no sufrimos estrangulación tributaria —respondió rápidamente Bonner—. Creamos nuestras leyes, y nadie nos molesta desde el exterior. Eficacia dictatorial. «La primera flor del fascismo». Hago que los trenes sean puntuales. Incluso construyo trenes.
—Hablemos en serio…
—Estoy hablando en serio. Poseemos una administración eficiente. Nos limitamos a apartarnos de las manos muertas del gobierno, talamos la madera burocrática… Eso vale mucho.
—Sí, ésa es la explicación normal. Pero creo que no puedo aceptar las teorías corrientes, de lo contrario no estaría aquí. Busco detalles que sociólogos y economistas pueden haber pasado por alto. Casi todos odian a Todos Santos partiendo de principios teóricos. O lo ensalzan partiendo de otros principios.
—Usted ha visto otro detalle —dijo Bonner—. Seguridad. Nadie debe sentir temor en Todos Santos. Un residente puede hablar con cualquier persona, y sin miedo. Creo que esto también vale mucho.
—Pero ¿qué me dice de la teoría de Stevens?
Bonner sonrió.
—Me adelantaré a Mac, puesto que de todas formas él le hablará mañana de su teoría. Pero recuerde una cosa. Sin nuestras comunicaciones, en todos los sentidos, el resto no tendría importancia.
»Bien, Mac Stevens cree que Todos Santos jamás obtendría un mínimo de autosuficiencia sin poder recurrir a los recursos de una gran ciudad. Olvidaríamos algo vital, y costaría tiempo y esfuerzo corregirlo. Por eso Mac ha dicho que ustedes no podrán levantar una arcología en sus subdesarrolladas tierras.
—Entiendo. Pero hubo un experimento parecido. En la India. —Reedy se recostó en el cómodo sillón y olió el coñac—. Cuando los Estados Unidos enviaban ayuda a la India. La Fundación Rockefeller quiso construir de la noche a la mañana un complejo industrial en una población subdesarrollada de una zona campesina.
Bonner asintió.
—MILLIE guarda todos los detalles, si le interesa saberlo. Sí. Y el proyecto fue un terrible fracaso, precisamente por las razones que he mencionado. Por supuesto. Sir George, no pretendo ocultarle lo mucho que dependemos de Los Angeles. Lo sé, porque MILLIE controla todo lo que entra en este lugar. Además sé lo que pasa hasta con el último dólar que sale de aquí. Creo que Mac tiene toda la razón. Ustedes deberán construir cerca de una gran ciudad, lo bastante cerca para poder aprovechar sus recursos, o la arcología se desplomará. Económica y socialmente, en todos los aspectos.
—Pero eso solo es insuficiente. No explica su éxito económico.
—Exacto —dijo Bonner—. Pero usted ya ha visto algo esta noche.
—¿Sí?
—Aquel hombre, Phillips. Alquiler de trajes. Evidentemente hubo necesidad de crear ese servicio. Nosotros no lo habíamos previsto, pero a ciertos residentes les gusta engalanarse para fiestas, bodas y cosas similares. Nos vimos obligados a invertir en alquiler de ropa y exportar dinero. Ahora Phillips se encarga del servicio, y el dinero permanece aquí. Más que eso, Phillips puede comprar material con los beneficios que obtiene.
—Y él aportó el capital para iniciar el negocio —musitó Reedy—. Ahora comprendo por qué la gente sin capital se queja de ustedes.
—Y se equivoca —dijo Bonner—. Admito que investigué a Phillips, que conocía su situación de antemano, pero su historia es característica. Vino aquí sin nada. Nosotros le prestamos dinero para iniciar el negocio.
Reedy meditó la revelación.
—¿Hacen eso a menudo? Parece arriesgado.
—Ganamos un poco, perdemos un poco. Nos va muy bien. Nuestro director de Desarrollo Económico muy raramente se equivoca.
—Ah. —Reedy sonrió. Se preguntó si Arthur Bonner se daba cuenta de cuántas cosas estaba revelando—. ¿Y qué debemos hacer para encontrar un mago de ese calibre?
Bonner también sonrió.
—El problema es de ustedes. Nosotros tenemos a Barbara Churchward.