II

La administración de empresas es el capítulo provechoso de un siglo que no ha sido uno de los más provechosos en la historia humana.

En la sociedad que describe nuestro libro, todos se preocupaban constantemente por la categoría y la prioridad. Nadie hoy se preocupa por la prioridad. Todos estos directivos se preocupan únicamente de hablar unos con otros.

«Management New Role» en The Future of the Corporation de Peter F. Drucker , Herman Kahn Ed.

LOS DIRECTIVOS

Preston Sanders caminó enérgicamente a lo largo del corredor denominado Pasillo Ejecutivo, sin reparar en realidad en las gruesas alfombras y las empandadas paredes salpicadas de cuadros. Sanders iba pensando en sus tareas, altas prioridades para Bonner… que tendría un millón de exigencias pendientes de satisfacción, y que seguramente no podría conceder a Sanders todo lo que éste necesitaba.

La antesala del despacho de Bonner era un confortable estudio, diseñado por psicólogos de modo que la espera para ver a Bonner resultara, si no agradable, por lo menos tan poco desagradable como fuera posible. Delores Martine contribuía indudablemente a dar esa sensación. Sanders sabía que aquella mujer estaba tan atareada como Bonner, o quizá más, pero Delores siempre tenía tiempo para charlar con cualquiera que deseara hacerlo.

—Termina lo que estás haciendo, Dee —dijo Preston—. Tengo que arreglar un par de asuntos.

—Perfectamente. El señor Bonner estará libre dentro de un momento. He recibido una llamada de Zurich, vía satélite…

Una llamada de los jefazos, los adinerados dueños de Todos Santos.

—Todo va bien —le aseguró Pres—. De verdad.

Delores bajó la cabeza y empezó a resolver diversos documentos, dejando a Sanders con sus meditaciones. Deseaba pensar en el problema laboral del pozo de ventilación número 4, pero sus pensamientos se extraviaron hasta concentrarse en Delores… y en Art Bonner. ¿Qué había ocurrido con aquella pareja? Era evidente que tuvieron una aventura amorosa un año después de que la esposa de Art lo abandonara. ¿Qué mujer aguantaría sólo ver a su marido, al padre de sus hijos, como por casualidad? Pero Dee veía a Art constantemente. Su apasionada relación duró cierto tiempo, y después… nada. ¿Por qué?

—Ha terminado de hablar —dijo Delores.

—Gracias. —Sanders entró en el despacho.

Art Bonner se recostó en el sillón de cuero negro y apoyó los talones en el escritorio de nogal. Pese al elegante mobiliario, el despacho tenía cierto aspecto de trapería: maquetas de veleros, estanterías repletas de chucherías ornamentales tan horribles como los recuerdos que vendían en los quioscos próximos a los desembarcaderos de infinidad de ciudades-trampa para turistas, un par de trofeos obtenidos en competiciones para yates y, mezclados con el material náutico, costosos «juguetes de ejecutivo» de todos los tipos concebibles, ridículos en su mayoría. También había varios libros abiertos y abandonados en los aparadores, algunos demasiado hundidos en el conjunto. Nadie acusaría a Art Bonner de ser un maniático de la limpieza.

La pantalla de televisión de la pared mostraba una vista holográfica de Todos Santos en toda su complejidad.

—¿Otra vez problemas con Zurich? —preguntó Sanders.

—Hay algún problema, sí. La OPEP subirá los precios el mes que viene. Gracias a Dios, disponemos de fuentes de energía propias —dijo Bonner.

—Siempre que podamos mantenerlas. Ése es mi principal problema —contestó Sanders.

Bonner suspiró.

—Ciertamente. Muy bien, suelta lo que sea, Pres. Pero tendrás que apresurarte. El visitante va a llegar antes de la hora del cóctel.

Bonner frunció ligeramente el entrecejo, y el holograma desapareció de la pantalla para ser substituido por una imagen del ayuntamiento de Los Angeles visto desde el tejado. Una oscura mota avanzada hacia los dos hombres.

El edificio tenía trescientos metros de altura y se alzaba severamente sobre una base cuadrada de tres kilómetros de lado. La mole descansaba entre verdes parques, naranjales y bajas estructuras de hormigón, de tal modo que se hallaba totalmente aislada. Era un rutilante bloque de blancas y centelladoras ventanas salpicadas de colores. Aquella mole empequeñecía cualquier otra cosa que hubiera a la vista.

—¡Espléndido! —Sir George Reedy se apretó contra la ventanilla del helicóptero del Cuerpo de Bomberos de Los Angeles y después miró, asombrado, a su anfitrión. El monótono sonido del motor le obligó a gritar para hacerse oír—. ¡Señor Stevens, lo había visto en televisión, naturalmente, pero no tenía la menor idea de que…!

MacLean Stevens asintió. El Edificio Independiente de Todos Santos afectaba así a todo el mundo, y Stevens estaba acostumbrado a tales reacciones desde hacía mucho tiempo.

Cosa que no le hacía sentirse más feliz. También Los Angeles era una gran ciudad.

—Si mira hacia el otro lado del edificio, sir George, verá el complejo de isla Catalina. Más cerca, en tierra firme, la marina municipal, a la derecha. Creemos que Del Rey y Catalina son obras importantes a su manera.

Sir George Reedy miró inciertamente hacia el mar.

—¡Ah, quería interesarme en eso! ¡Lo he visto mientras nos acercábamos! ¡Es esa gran masa blanca!

—El iceberg. —Debí suponerlo, pensó Stevens. Un iceberg del Atlántico de dos mil millones de metros cúbicos había sido remolcado hasta la bahía de Santa Mónica. El agua de Los Angeles jamás había tenido un sabor mejor. Arizona, San Francisco, y las gaviotas de lago Mono nunca habían sido tan felices. El iceberg estaba inmovilizado en una especie de bañera. Equipos de escaladores trepaban por las dos caras, y un grupo de excursionistas patinaban en la nieve cerca de la base—. La Corporación Romulus arrastra los icebergs hasta aquí. Es la misma empresa que construyó Todos Santos.

—Ah.

Era imposible librarse del tema de Todos Santos. Stevens se resignó cortésmente.

—Capitán —dijo al piloto—, si pudiera sobrevolar Todos Santos en honor a sir George…

El zumbido de las turbinas experimentó un sutil cambio cuando el enorme helicóptero rojo ascendió y describió un ajustado círculo. El aparato siguió el contorno de los parques que rodeaban el descomunal edificio. A la izquierda se hallaba Todos Santos y el foso limítrofe de naranjales y prados. Reedy miró hacia abajo.

—¡Me ha parecido ver un ciervo! —exclamó.

—Es muy probable —dijo Stevens.

Justo por debajo del helicóptero, invisible desde el aparato, había un grupo de ruinosas casas y decadentes pisos.

MacLean Stevens no observó la superficie, aunque sabía perfectamente lo que había allí. Bloque tras bloque, una burla para los anhelos del municipio y de Stevens: casas repletas de familias sin esperanza de vivir con prosperidad… o con las sobras de Todos Santos.

El zumbido de la turbina cambiaba constantemente de tono, ya que el piloto había variado la velocidad, y Stevens confió en que el visitante no se diera cuenta. Los hambrientos no solían disparar contra el Cuerpo de Bomberos. Ya no.

—Pero ¿con qué está construido? —preguntó sir George—. Se trata de una zona de terremotos.

—Sí. Me han asegurado que la seguridad es total —respondió Stevens—. Los contratos exigen que el arquitecto, los contratistas y buena parte de los trabajadores tengan residencia en el edificio. Sudaron mucho con el diseño.

—Ah.

—En cuanto a con qué está construido… prácticamente con todos los materiales posibles. Las torres sustentadoras son armazones de acero, casi todas. Los muros no soportan cargas de gravedad, y pueden ser de cualquier material que resista la presión del viento. Compuestos tales como fibra de vidrio reforzada con filamentos de carbono. Materiales volcánicos sometidos a los tratamientos más avanzados. Mucho hormigón en los niveles inferiores. ¿Ve aquellos resquicios? Los grupos de apartamentos se montan en la superficie y se alzan hasta su lugar correspondiente como simples unidades…

Sir George no estaba escuchando. Se había llevado los prismáticos a los ojos y estaba contemplando atentamente el monstruoso edificio. Cincuenta niveles se alzaban sobre los parques y los naranjales. Las terrazas sobresalían en todos los niveles. A intervalos aparentemente irregulares, brotaban de los muros terrazas de grandes dimensiones, llenas de mesas y sillas, donde grupos de personas ataviadas con ropas de llamativos colores comían, jugaban a cartas o hacían otras cosas imposibles de ver a dos kilómetros de distancia, aunque se dispusiera de prismáticos.

—¡Escuche, hay gente desnuda!

Stevens asintió. Naturalmente no se trataba de los que comían o jugaban a cartas. Los habitantes de Todos Santos eran aficionados a los baños de sol, y las terrazas eran completamente independientes unas de otras. Sólo un fisgón aéreo podía espiar a los que tomaban el sol… y en el sur de California difícilmente había alguien interesado en hacer tal cosa. Pero era obvio que los canadienses del más alto rango tenían distintos criterios.

—¿Y qué es eso? —preguntó sir George. Señaló una serie de montículos, que obviamente eran tejados de edificios subterráneos. Los montículos estaban cubiertos de árboles y arbustos, pero diversos caminos de cemento conducían a las puertas de entrada.

Stevens se encogió de hombros.

—Fábricas alimentarias, en su mayor parte. Industrias lactarias. Granjas avícolas. Barracas para el procesado de productos cítricos. Sir George, no conozco a fondo Todos Santos. En el interior le darán mejor información.

—Sí, claro. —Sir George concluyó el fisgoneo con sus prismáticos y sus ojos reflejaron interés al mirar a Stevens—. Lo había olvidado, ese edificio no forma parte de su ciudad, ¿no es cierto? ¿No se siente un poco celoso?

Stevens controló sus facciones y reprimió su deseo de sonreír. La pregunta le recordó la sempiterna acidez que desde hacía poco notaba en sus entrañas.

—De la riqueza, sí. Del dinero que entra ahí y sale del país. De los impuestos que evaden. Me resiento de esas cosas, sir George, pero no envidio a las personas que viven en ese hormiguero.

—Entiendo.

—No, sir George, dudo de que lo entienda. —La amargura ya estaba al descubierto y Stevens siguió hablando, sin temor a las consecuencias—. Termitas. Cuando esté en el interior, fíjese en las similitudes. Un sistema de castas notablemente bien desarrollado. Soldados, obreras, reyes, reinas… todas las castas están representadas. Y hay una fuerte tendencia a unidades idénticas dentro de cada casta.

Se contuvo antes de seguir dando opiniones. Era preferible que el digno visitante lo viera por su cuenta. Sir George parecía tonto de remate y podía serlo, pero Stevens creía lo contrario. Tenía el cargo de subsecretario, y Stevens había notado que numerosos funcionarios anglo-canadienses fingían ser tontos.

—He visto manifestantes —dijo Reedy.

—Sí —respondió Stevens—. Existen diversas variedades. Todos Santos no goza precisamente de popularidad entre la generación joven.

—¿Por qué no?

—Quizá lo descubra usted mismo. —Y quizá no, pensó Stevens. Quizás… ¡Ah, al diablo con eso!

El helicóptero había virado de nuevo y en aquel momento seguía una trayectoria definida, sobre los naranjales y hacia el edificio. El aparato se elevó y la azotea se hizo visible.

La enorme superficie estaba totalmente aprovechada. Se hallaba dividida en zonas por inmensos pozos de iluminación, todos ellos con los numerosos escalones de los balcones interiores.

—Parecen la caja en que trajeron la Gran Pirámide —comentó chistosamente sir George.

Stevens se echó a reír.

—Lo cierto es que son mayores.

A pesar de los pozos de iluminación, la zona restante era descomunal. Había jardines, piscinas, un minigolf, helipuertos, parques con niños que corrían y, en las esquinas, los torreones de los que residían en la azotea y constituían la casta superior.

—¿Cuál es la fuente de energía de todo esto? —preguntó Reedy.

—Hidrógeno —dijo Stevens—. Tienen un complejo de plantas nucleares en México, y las líneas de transporte llegan hasta Todos Santos.

Reedy hizo un gesto de aprobación.

—Hidrógeno. De modo que Todos Santos no aumenta la polución de Los Angeles.

—No. Fue una condición del contrato de Todos Santos con el estado federal. —Stevens hizo una pausa—. Sin embargo, ciertos ecologistas siguen sin estar contentos. Opinan que Todos Santos está exportando su polución…

Le interrumpió el rugido del helicóptero. El piloto estaba posando la llamativa máquina roja sobre un círculo pintado en una esquina del impresionante edificio. La azotea era tan grande que resultaba difícil comprender que se estaba a varios cientos de metros del nivel del suelo.

Había varios hombres que aguardaban a los visitantes. Un fuerte viento azotaba el edificio. El aire era frío a últimas horas de la tarde, y el grupo se alegró de poder entrar en una de las estructuras de una sola planta que había en la azotea.

La zona de llegada del helipuerto no era extensa. La mayor parte de los hombres que estaban allí vestía uniformes y llevaba armas. Los guardianes fotografiaron a los recién llegados con suma cortesía.

—Por favor, caballeros, apoyen las manos en esta identificadora —indicó un teniente.

La pantalla no podía ser vista por los visitantes, por lo que era imposible saber qué investigaba el guardián.

La maquinaria zumbó y escupió dos placas de grueso plástico. MacLean Stevens, teniente de alcalde del ayuntamiento de Los Angeles, y sir George Reedy, subsecretario de Desarrollo Interno y Urbanismo, Dominio del Canadá. Las fotografías llenaban la mitad de la superficie de las placas, y la palabra VISITANTE estaba grabada a fuego sobre ellas.

—Por favor, no se desprendan de la identificación mientras se encuentren en Todos Santos —dijo el teniente—. Es muy importante.

—¿Qué me sucedería si perdiese la placa? —preguntó sir George. Su voz fue extremadamente precisa y calculada, con perfecto acento oxoniense. La voz reflejó el adecuado tono de incredulidad y desdén, MacLean Stevens la envidió.

El guardián no se percató, al parecer, de que acababan de insultarle.

—Señor, eso sería muy grave. Nuestros detectores indicarían que hay una persona sin identificación en el edificio, y varios guardianes saldrían en su busca. Sería embarazoso para usted.

—Y también expuesto —dijo Stevens—. Teniente, ¿cuánta gente entra aquí y no vuelve a salir jamás?

—¿Cómo dice, señor? —El guardián estaba muy serio.

—No importa. —Era absurdo incordiar a un polizonte a sueldo. Quizá no sabía nada. Y yo puedo estar equivocado, pensó Stevens—. ¿Debo encargarme de sir George, o será precisa una escolta?

—Como usted prefiera, señor. El señor Bonner… —el teniente bajó la voz, como si sintiera temor, respeto, o ambas cosas a la vez— les espera dentro de unos minutos. Si piensan hacer algún alto en el camino, díganmelo, por favor, para que pueda informar al señor Bonner.

—Seguramente haremos una breve visita a las galerías comerciales.

—Perfectamente, señor. Debo entender que no precisan mapa.

—No. He estado aquí otras veces.

—Lo sé, señor Stevens. —El guardián echó una ojeada a la invisible pantalla—. Que tengan una agradable estancia en Todos Santos.

La imagen holográfica de Todos Santos emitió un destello azul, y dos puntos del mismo color aparecieron en la zona de llegada del helipuerto.

—Los visitantes no tardarán en estar aquí, Pres —dijo Art Bonner—. ¿Hay algo que no puedas solucionar tú solo?

—No. Pero quiero repetirlo. Ese programa de suministro de hidrógeno es muy delicado, Art. Si la Sahyt destroza un conducto este mes, nos encontraremos con el agua hasta el cuello.

—De acuerdo, de acuerdo. Puedes contar con autorización de horas extras para tus polizontes. —Bonner arrugó la frente.

La pausa de Bonner fue momentánea, casi imperceptible, y Sanders se preguntó qué información estaría escuchando su jefe. Aunque en realidad no era escuchar lo que hacía. ¿Qué sentiría una persona que recibía datos directamente en su mente?

—No se va a poner muy contento el interventor —dijo Bonner—. Ayer mismo, Mead se quejaba de excesos en el presupuesto. Pero la decisión es tuya.

—Se quejará más si esos hippies acaban con nuestra energía —dijo Sanders.

—Perfectamente. No te apiadas de mí. Soy yo quien debe pasar cuentas con Zurich. No tú.

El contrato de Bonner le confería autoridad total en Todos Santos. Era responsable ante las adineradas personas que construyeron la ciudad, pero éstas no tenían derecho alguno a interferir en las decisiones de Bonner. Aunque naturalmente siempre podían despedirlo.

—Tómatelo con tanta calma como puedas —dijo Bonner. Su voz se hizo grave—. No se trata simplemente de Frank Mead. Zurich tiene problemas de efectivo. La cabaña orbital devora dinero frenéticamente. Pero es igual, haz lo que debas hacer. Es mi problema, y el de Bárbara. Quizás ella haga un milagro económico. —Miró la pantalla de televisión y señaló algo. Dos puntos azules se movían rápidamente hacia abajo—. Ahí vienen. Mira, hemos arreglado la situación laboral en el control central de ventilación. Hemos ascendido a tres policías. Hemos conseguido que tu memorándum ponga en solfa a ese vendedor. Tienes horas extras autorizadas para tus guardianes, que era el motivo principal de tu visita. Ya es suficiente. Vuelve a los algodonales, Rastus.

—Sí, bwana. —Era fácil hablar así como Bonner. No siempre lo había sido… y seguramente ése era el motivo de que Bonner actuara de aquel modo. Art Bonner habría estado perdido con un ayudante susceptible.

—Ya sabes cómo deshacerte de la basura —dijo Bonner—. Bien, los visitantes estarán aquí dentro de poco. Bebida y juerga todo el día, no hay duda. Vida despreocupada y feliz. Por lo tanto, ¿adivinas quién estará de guardia esta noche?

—Sí, señor —dijo Sanders.

Bonner le dedicó una mirada crítica. A continuación apretó un botón situado en el brazo del enorme sillón.

—Delores.

—Sí, señor —respondió el intercomunicador.

—Dee, si Mac Stevens y ese canadiense llegan aquí antes de que yo esté preparado, pásalos a la sala número dos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, señor Bonner.

—Gracias. —Cerró el intercomunicador—. Bueno, Pres, ¿qué es lo que te carcome?

—Nada…

—Venga, hombre, habla.

—De acuerdo. No me gusta sentarme en el sillón de las preocupaciones, jefe. —Si es que quieres saberlo, pensó Sanders—. Me gusta mi trabajo. No me quejo del trabajo, y tampoco de la responsabilidad. Jamás me has dado una tarea que no haya podido cumplir…

—Precisamente. Entonces, ¿cuál es el problema?

—A los demás no les gusta verme como Número Uno. Número Dos, después de ti, sí, eso sí. Soy el hombre negro de esa gente porque soy tu ayudante. Pero no en ese sillón.

Bonner frunció el entrecejo.

—¿Están aislándote? ¿Quién? Yo me ocuparé de…

—No. —Sanders extendió las manos en un gesto de impotencia—. No lo comprendes, Art. Si hablas de esto, si das uno de tus famosos sermones a… a cualquiera, lo único que conseguirías es empeorar la situación. Además, no se trata de nadie en particular. Todos lamentan que yo esté en las alturas. Es posible que muchos ni siquiera se den cuenta de que lo lamentan. Y están también los que se esfuerzan en ocultarlo. ¡Pero yo no puedo cometer un error! Ni siquiera uno.

—Lo mismo me pasa a mí…

—No es lo mismo. Tú no puedes cometer un gran error. Yo no puedo cometer ningún tipo de error.

—¿Estás pidiéndome que te reemplace porque eres incapaz de desempeñar el cargo?

—Si opinas así, hazlo.

—No opino así. Si pensara eso, te habría sustituido hace mucho tiempo. —Bonner suspiró y sacudió la cabeza—. Bueno. Ya sabes cómo localizarme. Pero, por amor de Dios, intenta concederme un par de horas, por lo menos.

—Por supuesto. Eso está asegurado —dijo Sanders—. Y si se presenta un gran problema y no puedo localizarte…

—¿Sí?

—Estoy al mando, Art. Lo sé perfectamente.

—Magnífico. Y ahora, ¿puedo ver a mi visitante canadiense? ¿Hemos terminado?

—Sí.

—Por el momento. Seguiremos con esto en el almuerzo —dijo Bonner—. Habla con Delores para quedar de acuerdo. —Observó el grupo de pantallas que le rodeaba. Todas estaban enmarcadas en un agradable color verde—. Te cedo el mando sin problemas a la vista. Llámame cuando llegues a tu despacho. A partir de entonces, tú eres el director.

En el momento de salir, Sanders vio que los puntos azules habían descendido a un nivel muy por debajo del Pasillo Ejecutivo.

—Podemos hablar aquí siempre que no levantemos la voz.

El joven con barba parecía inseguro, pero no había alarmas.

Los otros asintieron y abrieron una de las cajas. La mujer sacó una careta antigás. Hacía calor en el túnel, y la chica enjugó el sudor de sus párpados antes de ponerse la careta.